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El ADN de la ciencia: Delia Aiassa, especialista en genética de la Universidad de Río Cuarto
Desde hace 20 años investiga el daño genético que provocan los agrotóxicos, generando infertilidad y cáncer, entre otros efectos. Sus investigaciones en la niñez derivaron en fallos judiciales hasta de la Corte Suprema, alejando las fumigaciones de las zonas urbanas. La relación de la ciencia con las comunidades, los malabares para sostener la actividad en tiempos de motosierra, y las reflexiones de una investigadora imprescindible. Por Francisco Pandolfi.

En un mundo un poco más normal, o no tan patas para arriba, su nombre y apellido serían reconocidos en toda la Argentina.
O todo lo contrario.
Delia Aiassa nació en Río Cuarto hace 60 años. Es licenciada en Ciencias Biológicas, profesora de toxicología y citogenética, rama de la biología y la medicina que estudia los cromosomas (estructura dentro del núcleo de las células que contiene el ADN) especialmente en relación con enfermedades genéticas y el cáncer.
Delia Aiassa es doctora en Ciencias Biológicas, especializada en Genética, docente/investigadora del Departamento de Ciencias Naturales de la Facultad de Ciencias Exactas, Físico-Químicas y Naturales de la Universidad Nacional de Río Cuarto, y directora de proyectos de investigación sobre el efecto de sustancias químicas en el material genético. Es autora de libros y publicaciones científicas nacionales e internacionales.
Delia Aiassa, también, es la responsable del laboratorio de Genética y Mutagénesis Ambiental (GeMA) de la Universidad Nacional de Río Cuarto, que desde el 2006 lleva a cabo estudios en poblaciones humanas, animales y vegetales centradas principalmente en los efectos genotóxicos del uso de plaguicidas en la provincia de Córdoba. ¿Qué es un efecto genotóxico? La capacidad de una sustancia o agente para dañar el material genético de una célula, específicamente el ADN, material que porta la información hereditaria, aquella que se transmite de padres a hijos.
Este 2025, el equipo encabezado por Delia Aiassa transita el año 20 de investigaciones. Algunos de sus principales resultados:
Sus trabajos sobre las localidades cordobesas Las Vertientes, Marcos Juárez y Oncativo reportaron que el daño genotóxico en niños aumenta significativamente en relación con la cercanía a las tierras fumigadas con plaguicidas. En Dique Chico el daño genético se confirmó en el 100% de las 20 muestras realizadas en niñas y niños de entre 5 y 13 años, con un valor promedio que triplica a aquellos índices considerados “de referencia”. La investigación se realizó por impulso de la Asamblea de Vecinxs Autoconvocadxs de Dique Chico.
En aplicadores de plaguicidas de las zonas rurales se encontró mayor frecuencia de daño genotóxico, “que indica riesgo aumentado de padecer cáncer”. Con respecto a quienes conviven con los aplicadores, “los resultados mostraron un aumento de daño en el material genético también de los convivientes”.
Se evaluó el potencial genotóxico de una formulación comercial del plaguicida glifosato en sangre periférica humana (que circula por todo el cuerpo) y todas las concentraciones produjeron un aumento estadísticamente significativo de daño genotóxico.
Se analizó el potencial genotóxico de glifosato, cipermetrina y clorpirifos utilizando células humanas y los resultados indicaron que los tres plaguicidas más utilizados en la provincia de Córdoba son riesgosos para el medio ambiente y la salud humana.
En modelos animales se trabajó con anfibios expuestos a diferentes concentraciones de Roundup, herbicida a base de glifosato, y también se detectó daño genético.
En un modelo vegetal (células de bulbos de cebolla), se evaluaron diferentes concentraciones de glifosato (principio activo) y su formulado Atanor II. Ambos compuestos químicos produjeron un aumento de aberraciones cromosómicas, demostrando la genotoxicidad de los mismos. Los resultados indicaron que el plaguicida causa daño en el material genético y alteraciones en el funcionamiento del ciclo celular, en concentraciones mil veces más bajas que las utilizadas en el campo.
Modelo cáncer
Delia Aiassa expuso recientemente en el VIII Congreso Internacional de Salud Socioambiental que se desarrolló en Rosario, organizado por el Instituto de Salud Socioambiental a cargo del doctor Damián Verzeñassi, que en una de sus últimas investigaciones demostró que en los pueblos fumigados por agrotóxicos la mortalidad por cáncer entre personas de 15 a 44 años es 250% mayor que en el resto del país. Al preguntarle a Damián por Delia Aiassa, dirá: “Es la referente de un equipo de investigadores que, con una solvencia científica indiscutible y cuando la mayoría del sistema científico se hacía el distraído o jugaba a favor de las corporaciones y el agronegocio, puso en evidencia con datos cuál era el impacto que tenía en la estructura genética la exposición a agrotóxicos. Eso le dio fortaleza a las demandas y reclamos de los pueblos por el derecho a la salud ante el avance del agronegocio. Gracias a su trabajo ya no pudieron seguir afirmando que no había dato científico que respaldara que las fumigaciones generaban daño en la salud. Ella junto a Fernando Mañas y el resto de su equipo demostraron que no solo se generaba daño en la salud, sino también en la estructura genética. Y lo hicieron con muchísima humildad, perfil bajo y generosidad. Todo su trabajo es admirable e importantísimo”.
Jaque a la niñez
¿Qué reflexión hacés sobre estas dos décadas de investigaciones?
Hay dos ejes fundamentales en nuestros estudios sobre las poblaciones expuestas a agroquímicos. Por un lado, estudiar el material genético, hereditario, nos permite advertir un efecto que probablemente todavía no esté instalado y que actúa como una alerta preventiva. Podemos adelantarnos y decir: “Corroboramos que hay un daño en el material genético”. Si ese contaminante es sacado, ese daño todavía se puede revertir porque no está instalada la enfermedad. Esa es la manera de evitar que a mediano o a largo plazo aparezcan enfermedades neurodegenerativas, distintos tipos de cáncer, problemas de fertilidad y reproducción. El estudio de las roturas de los cromosomas y del material genético debería direccionar las políticas de salud pública para prevención, ya que hay sobradas evidencias de que los agroquímicos causan daño genético, ya no se puede poner en duda. El otro eje es el de monitorear y ajustar los tratamientos a personas ya diagnosticadas, por ejemplo, a quienes deben hacerse quimioterapias, expuestas a radiaciones y a medicamentos crónicos. Podemos orientar el tratamiento para que sea menos agresivo para el organismo.
Mencionaste las roturas del cromosoma y el material genético. ¿Qué significan?
Nuestras investigaciones las hacemos en localidades rodeadas de campos donde se pulveriza. Los plaguicidas llegan a la población a través del sistema respiratorio, la piel, por tocarlo, por los ojos y como residuos en los alimentos. Las sustancias químicas ingresan al interior del organismo en cada célula del cuerpo y allí dentro tiene la capacidad de romper nuestro material genético. Cuando efectivamente se rompe, se activan los mecanismos de reparación del organismo. El problema está en el caso de los plaguicidas, cuando las pulverizaciones no frenan, son sumamente agresivas, y nuestros mecanismos reparatorios se rebasan, no pueden hacer frente a tanto daño. Entonces, la rotura puede ocasionar que la célula empiece a dividirse descontroladamente.
¿Qué ocurre con ese descontrol?
Los tumores, diferentes cánceres. Así actúan los plaguicidas, sustancias que tienen esa capacidad para interactuar con el ADN. Hay virus o bacterias, los rayos X que también pueden interactuar y causar esas roturas el problema de los plaguicidas es que en estas localidades la pulverización es muy frecuente. Entre 6 y 8 meses al año (en determinados lugares más) se pulveriza con distintas sustancias químicas, cócteles o mezclas a las que la población y el ambiente están expuestos. La rotura no reparada además de dañar a la persona directamente, puede lesionar a las células reproductivas y pasar a la descendencia: a los hijos.
Yendo un poco al inicio de tu trabajo, ¿qué te estimuló a enmarcar la investigación en el efecto genotóxico de los plaguicidas?
Cuando empecé con esta línea de investigación, en especial sobre la exposición en humanos, ya había antecedentes en Argentina y en países europeos. Acá estaban los estudios de un gran investigador de los años 80, Fernando Dulout, que había trabajado con floricultores de la provincia de Buenos Aires y ya advertía el efecto de los plaguicidas sobre el material genético. Y eso que todavía no se había incorporado el glifosato, que se introduce en 1996. En Córdoba no había ninguna investigación sobre el tema, así que empezamos con técnicas y protocolos ya validados internacionalmente para determinar los daños. Nos parecía interesante estudiar qué sucedía con las pulverizaciones con glifosato, promocionado por todos los que lo usaban como inocuo para la salud. Y demostramos que si algo no es, es inocuo.
¿Qué investigación te impactó más en cuanto a los resultados?
El estudio de niños. Una población sumamente vulnerable y donde no existen lo que llamamos factores de confusión, es decir, el niño no fuma, no toma alcohol y en su mayoría tiene una alimentación más sana, con menos contaminantes que el adulto. Demostramos que aquellos que vivían o habitaban en lugares más cercanos a los campos de cultivo, más daño tenían. Evidenciamos la asociación. El resto de los estudios publicados van hacia un mismo lugar: los plaguicidas causan múltiples efectos en la salud.
Sin embargo, la continuidad de este modelo no parece estar en jaque…
No, y cada vez hay más contaminantes con la capacidad de romper el material genético. Y uno puede estimar que irá en aumento ese daño. Nuestros estudios deberían servir para que, si demostramos que tal sustancia es nociva, pueda ser sustituida por otra que cumpla el mismo efecto, pero no sea perjudicial para la salud. De esa manera se bajaría la cantidad de contaminantes en el ambiente. Los científicos nos cansamos de decir que esto es tóxico, que causa daño genético, además de intoxicaciones agudas, efectos neurológicos y en los sistemas de defensa del organismo. Quienes deben tomar las decisiones saben bien que estamos frente a un modelo de producción que utiliza sustancias nocivas para la salud humana, animal, vegetal, que podríamos englobar en la salud ambiental.
El reino químico
El doctor Nelson Albiano, uno de los padres de la toxicología en Argentina ya fallecido, le dijo en un congreso de Pediatría cuando los primeros estudios del laboratorio GeMA empezaban a salir a la luz: “Es fantástico lo que usted está haciendo, la felicito, pero le voy a decir una cosa: en 1965 nosotros ya estábamos preocupados por los agroquímicos con el doctor Dulout, empezamos a publicar y nos callaron. No pudimos hacer más nada. Hace cincuenta años que estamos con esto y todavía no se tomó conciencia”.
Delia, ¿en qué se nota esa falta de conciencia 60 años después de aquel 1965?
No se avanzó lo que deberíamos o lo que esperaríamos. Me preocupa que se siga priorizando lo económico por encima de la salud. Desde las universidades y la investigación llegamos hasta el diagnóstico, pero no tomamos las decisiones en cuanto a políticas públicas. No me voy a meter con los agrónomos ni con los veterinarios porque no es mi competencia ni mi función, pero ellos tienen la formación para cambiar esto. Que en carreras como ingeniería agrónoma no se hable de la salud ambiental es una deficiencia.
¿En qué sí percibís avances?
Rescato algunos cambios. Lo primero es que se instaló el efecto que causan los agroquímicos. Cuando dábamos los primeros resultados nos decían que estábamos locos, pero hoy ya no pueden discutir el dato científico, no tenemos que luchar contra eso. Me asustaba mucho que se discutiera un dato validado, publicado, que salía de universidades públicas sin intereses económicos. Era peligroso, porque nos ponían a los científicos en un lugar donde no tenemos que estar nunca. En vez de decir “che, vamos a ver esto que está pasando, apoyemos estas investigaciones”; no, al contrario. Eso no lo veo más, hay un mayor respeto al investigador. Por otro lado, la difusión de nuestras investigaciones ha contribuido a que quienes fumigan tengan un poco más de cuidado. En nuestros primeros muestreos, los mosquitos (máquinas terrestres con la que se fumiga) andaban por dentro de los pueblos, regaban las calles con lo que pulverizaban en los campos. Eso tampoco lo estoy viendo en las localidades que trabajamos. Siento que hay más conciencia de lo que significa que una sustancia interactúe con el material genético.
A partir de las investigaciones de GeMA, hubo fallos como el de la Corte Suprema de Justicia de 2023 prohibiendo las fumigaciones terrestres a menos de 1.095 metros y las aéreas a menos de 3.000 , en el caso de Pergamino, llevado adelante por Sabrfina Ortiz (en MU 197, y en lavaca.org: Misión imposible, la ¿increíble? historia de Sabrina Ortiz). Sentencias como esa, basadas en datos científicos, provocaron cambios en la legislación de pueblos y ciudades alejando también las fumigaciones.
“Lo que nosotros evidenciamos es que a mayor distancia menor es el daño. Y que hay que llevar una vigilancia de la salud de esas poblaciones vulnerables mientras siga este modelo de producción. ¿Hacia dónde hay que ir? A sustituir esto, que causa efectos tan dañinos que están a la vista”. Agrega: “Otro cambio importante fueron todos los fallos judiciales a favor de las comunidades. Eso refleja que nos están prestando atención, aunque la respuesta debería ser mucho más rápida y las medidas tomadas más drásticas porque se sigue jugando con la salud de la población”.
En el Congreso de Salud Socioambiental mencionaste que sobre 715 localidades de Córdoba y Buenos Aires, detectaron que se utiliza un promedio de 9.700.000 kilos de plaguicidas por campaña de cultivo, en 1.800.000 hectáreas.
Ese estudio lo publicamos el año pasado y muestra que estamos frente a una cantidad impresionante de sustancias químicas arrojadas al ambiente. Cada vez hay más hectáreas pulverizadas. También notamos que, a diferencia de nuestras primeras investigaciones donde la frontera agropecuaria se extendía y se acercaba a las plantas urbanas, ahora las zonas urbanas como los countries se acercan a donde se pulveriza.
Lo tóxico en números
Otra de las investigaciones más recientes se desarrolló entre los meses de marzo y noviembre de 2024 en localidades dedicadas a la producción agrícola y ganadera de Santa Fe: “Docentes rurales y salud. Un estudio sobre contaminantes ambientales”, a partir de muestras biológicas realizadas a maestros y auxiliares de escuelas rurales, donde el agua contiene altos niveles de agroquímicos y se encuentran a un mínimo de 40 metros y un máximo de 700 de los campos. Los números sobre enfermedades crónicas hablan por sí solos: hipertensión arterial (25% de las docentes/auxiliares), hipocolesterolemia (21,9%); problemas de tiroides (21,9%); otras patologías (18,8%, Mal de Chagas, osteopenia, alergias, trombofilia, miomas, obesidad, talasemia); infertilidad o problemas para concebir (12,5%); cáncer (de piel y de útero, 9,4%). El 71,9% manifestó tener o haber tenido alergias, picazón en los ojos, manchas en la piel y dificultad respiratoria. Y se determinó que la población analizada presenta un número mayor de células con daño genético comparado con el valor normal. Delia: “Las maestras pasan mucho tiempo en la escuela y la escuela está dentro de una zona rural donde se pulveriza. El escenario se repite”.
¿En qué están trabajando ahora?
El último monitoreo terminado fue el de maestras rurales, ahora es muy difícil hacer un estudio así por lo económico. Trabajamos en laboratorio, dedicados a tomar a 150 personas muestras de mucosa bucal, que es una técnica simple y menos costosa para identificar el nivel de roturas de cromosomas y establecer valores de referencia precisos para poblaciones argentinas. Lo haremos con niños, adolescentes, adultos jóvenes y adultos mayores. Con más dinero lo podríamos hacer un poco más rápido, pero así como venimos nos llevará varios años.
¿Cómo ves este momento de la ciencia?
Nunca viví una situación así. Soy docente en la universidad desde hace 35 años. No recuerdo un golpe tan fuerte al docente y al investigador. Nosotros contábamos con un subsidio FonCyT (Fondo para la Investigación en Ciencia y Tecnología) que se nos acaba de terminar y el último subsidio del Conicet lo cobramos el año pasado. No sabemos qué vamos a hacer de acá en adelante porque las convocatorias son pocas y los subsidios son mínimos. Subsistimos poniendo muchas veces plata de nuestros bolsillos, hasta para el combustible para viajar, pero la cuestión tiene un límite porque también fueron golpeados nuestros sueldos. La situación es crítica.
¿Cuál fue el golpe a los salarios?
Tendríamos que tener un sueldo al menos del 40 o el 50% más de lo que estamos cobrando, quedamos muy por debajo de lo que nos permite vivir. En la mayoría de los casos el docente/investigador debe hacer otra actividad. En mi laboratorio hay investigadores con semidedicación, es decir, el primer cargo en el que uno accede a la universidad. Cumplen 20 horas semanales y están cobrando entre 400 y 500 mil pesos, con más de 5 años de antigüedad. Un cargo de docente que tiene un posdoctorado trepa al millón, o sea, es imposible subsistir con eso únicamente. Peligra todo el avance de la ciencia. Para llevar adelante una investigación hoy hay que hacer malabares.
Pero pese a las distopías del presente, el mayor malabar tal vez es el de rescatar algo que el modelo siempre quiso evitar, pero que la experiencia de Delia contagia: todo lo que se puede lograr frente a una realidad oscura, contaminante y enfermante cuando la ciencia investiga en serio, relacionada con las comunidades y no con los negociados, para mostrar otras posibilidades de vida para las personas y los territorios.
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