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La Oso: Mariela Alejandra
Un femicidio. Una obra de teatro. Dos niñas. Una escenografía sencilla e impactante. Un ciclista alcohólico, un hippie y un colectivero. El conurbano bonaerense como territorio. Una historia atravesada por la muerte de una hermana para descubrir y visibilizar la máquina de asesinar mujeres, en este unipersonal sobre lo que signfica el amor para sobrevivir. Por María del Carmen Varela.

Los rostros infantiles ocupan la escena. Dos niñas vestidas con camperas deportivas color bordó sonríen desde una foto con vestigios de los 80 proyectada sobre cajas de cartón. Ellas son Sandra y Mariela o la Oso y la Anchorena, tal como las llamaba su madre, con buenas razones para argumentar cada apodo. Solo Mariela estará en el escenario para contarnos una historia sin ficción que ocurrió hace treinta años en Monte Chingolo, partido de Lanús. Dedicó ocho años a esta reconstrucción que narra el femicidio de su hermana Sandra ocurido en 1995. De ese entretejido de vivencias personales surgió La Oso, un biodrama en el que no faltan el humor y la ternura y en el que aborda la tragedia desde un interrogante: ¿Quién era Sandra?
Con una escenografía plena de creatividad que ensambla cajas de cartón acomodadas de acuerdo a la necesidad de la escena, Mariela construye un muro con las cajas para mostrarnos una proyección de fotos y videos donde aparece junto su hermana Sandra, cuya vida fue apagada cuando tenía apenas 18 años y una beba de un año y medio. Como sucede en la inmensa mayoría de los casos de femicidios, el asesino fue su pareja, que había pasado a ser ex hacía poco tiempo, cuando ella tomó la decisión de separarse. Al momento del femicidio de Sandra no existía esa figura legal, sino que la carátula solía ser la de homicidio agravado por el vínculo. Tampoco la pena era de prisión perpetua y el asesino recobraba la libertad al cabo de unos años de cárcel. “Cuando pasó lo de mi hermana yo tenía 20 años —cuenta Mariela— y todo se derrumbó. De los 20 a los 30 hice lo que pude, mi familia quedó arrasada y yo también. A los 30 me encontré con el teatro y se me abrió otro mundo. Me sentí más cerca de la niña que fui, a la jovencita que yo era, con ganas, con deseo, con fuerza, hasta que pasó lo que pasó”. Eduardo, pareja de Mariela y padre de su hijo Renzo, le recomendó en ese momento estudiar teatro con Pompeyo Audivert. “Ahí me empecé a rearmar. Fue muy transformador”. Luego siguió con Alejandro Catalán, Andrea Garrote y Ricardo Bartís. En 2017 hizo un taller de tres meses con la directora teatral y creadora del género biodrama Vivi Tellas y le dijo: “Quiero hacer algo con esto”. Así comenzó a darle forma al unipersonal.
Fue un camino difícil y “muy poderoso para mi vida”, asegura Mariela. Recolectó recuerdos, repasó anéctotas, investigó. “Recuperé la memoria de mi hermana, recuperé el vínculo. Treinta años después me encuentro haciendo el ejercicio de ser hermana de mi hermana”. Cuando estuviera lista la obra pensaba elegir actriz y finalmente se animó a ser ella quien subiera al escenario a contar la historia familiar. “No me atrevía a hacerlo. Era muy confuso para mí desde qué lugar una cuenta, desde qué lugar alguien se para y cuenta algo de la vida personal a los otros. Así que en un momento me di cuenta de que esta era una posibilidad de hacerme cargo de ese deseo y de animarme, que esto también era un regalo que mi hermana me hacía y un regalo mío hacia ella”. A lo largo de la obra iremos conociendo a Sandra, sabremos que era fan de Shakira y la veremos en fotos luciendo su vestido de 15. “¿Quiénes cuentan esa historia?”, se pregunta Mariela. “Los que sobreviven. Esta es la historia de unas niñas que crecen juntas en los años 80 en el conurbano bonaerense. Me gusta poder compartir con la gente un poco de eso. Yo viví los años 80 como una niña que miraba con fascinación. Esa época me marcó a fuego”.
Sandra era muy cariñosa, muy amiga de los abrazos, por eso su madre le decía la Oso y la Anchorena era el apodo elegido para Mariela: “Ay, cuántos humos que tenés, Anchorena, para ser de Monte Chingolo, me decía mi mamá. Claro, eran unas aspiraciones, unas pretensiones que no se correspondían con el mundo en que vivíamos”. Hasta el momento su madre no fue a ver la obra teatral, estrenada en abril en el teatro Poncho y desde julio en MU Trinchera Boutique. “Le voy contando algunas cosas y se va aflojando un poco. La mirada es muy amorosa con respecto a nosotras, a mi madre, que es una mujer que nos ha querido mucho. Una mujer que crió hijos en la adversidad, en la pobreza, en la ignorancia, pero con mucha capacidad amorosa. Yo le doy mucho mérito a mi mamá”.
Mariela hace un retrato contundente sobre el barrio que las vio nacer. El universo Monte Chingolo arrastra en su espiral una desmesura a la que no se le puede poner freno. “Estábamos en ese lugar tan marginal y pasaban cosas muy muy zarpadas. Aparecieron esos pibes de pelo largo, querían ser distintos, vivir de otra manera. Irrumpía lo nuevo. En el barrio estaban las familias más formales y estaba la vagancia, la juventud queriendo ir hacia otro lugar. En mi casa eso se habilitó, se festejaba. Todo se vivía con libertad. Me acuerdo de las razzias buscando a los pibes en la esquina y los devolvían con el pelo rapado. Me acuerdo de los pibes yendo a la farmacia, todas esas drogas que se buscaban ahí, las fiestas interminables, los fogones”. Su madre continúa viviendo en la misma casa; Mariela se fue y volvió varias veces y pasados los 30 ya no regresó a vivir sino a ir de visita.
Abrir la caja
El 9 de agosto se cumplieron tres décadas del femicidio de Sandra. Confiesa Mariela que, luego de la tragedia, creyó que la causa era que Sandra no estaba bautizada por iglesia. Estaba todo listo pero el padrino nunca llegó y se suspendió la ceremonia. También pensó que como ella había tomado teta hasta los 5 años y Sandra no, su hermana era la cachorrita más débil. “Las respuestas que fui encontrando para tratar de comprender lo que había pasado fueron cambiando también con las épocas. Fueron apareciendo palabras nuevas, como femicidio. Algo empezó a cambiar, lo que pertenecía a nuestro mundo privado, lo que callábamos porque no sabíamos cómo explicarlo empezó a resonar socialmente. Ya no estábamos solas”.
Al momento del femicidio de su madre, Yamila tenía un año y medio. ¿Quién era mi mamá?, se preguntó un día. “Esta obra establece una comunicación entre mi hermana y su hija. No la olvidamos y nos preguntamos ¿quién era Sandra?”.
Al momento de ser escrita esta nota, el número de femicidios en lo que va de este año asciende a 172. Cuando la revista llegue a las manos o a la pantalla del lector/a, muy probablemente sean más. La información puede chequearse en la web del Observatorio Lucía Pérez, que se actualiza día tras día: www.observatorioluciaperez.org. “Los femicidios siguen sucediendo, sin parar. Eso no cambió. La obra cuenta qué pasa en las familias, es una bomba que cae en la familia, es tremendo lo que pasa dentro del seno familiar cuando una mujer es asesinada. Es algo que sucedió hace 30 años y hoy tenemos el mismo dolor, la misma soledad, el mismo daño causado. Sigue pasando”.
Desde niña, Mariela se encerraba en su habitación para actuar, su modo de refugiarse en su imaginación y evadirse de una realidad que no era de su agrado. “Estábamos en ese barrio marginal, nunca había ido al teatro, entonces la referencia en cuanto a la actuación era la tele, donde no había nada que tuviera que ver con el mundo en el que vivíamos. Tenía culpa y vergüenza por tener una pretensión que no me correspondía”.
El teatro abrió una puerta. “Fue un lugar para indagar, para sacar todo afuera”. El proceso de armado de La Oso fue largo y complejo. Trabajó sobre la dramaturgia y la puesta con la actriz, dramaturga, docente y psicóloga Laura Nevole y con la dramaturga, directora y docente Paula Fanelli; y comparte la dirección con Jada Sirkin. En esos años de moldear la obra redescubrió a Sandra. “Mi hermana no era de ninguna manera esa chica débil que yo me había inventado. Era introvertida, pero no necesitaba estar agradando a los demás, como yo. Era una piba que estaba en su centro, conectada con ella misma y eso habla de su fortaleza. Me di cuenta de que ella estaba muy plantada en la vida. Dijo que no quería volver más con el tipo. Y el tipo quiso convencerla, mandó a otros y en un momento se dio cuenta que ella no iba a volver con él, de que realmente había decidido otra cosa y se la estaba bancando”.
Doce cajas de cartón forman parte de la versátil escenografía. Por momentos representan un muro, luego se abren en dos, más tarde quedan dispersas por el piso. La idea de que las cajas fueran cambiando su ubicación surgió de casualidad en pleno ensayo. “Un día se cayeron y nos dimos cuenta de que era hermoso eso que pasaba, que era poético, metafórico, tenía volumen. Ahí está el teatro haciendo su magia. Pasaron muchas cosas para llegar hasta esa instancia. En un momento me acuerdo que el muro era enorme, había muchos efectos especiales y cuando me encontré con Jada y nos pusimos a trabajar juntes nos liberamos de todo lo grandilocuente y fuimos a lo simple, a lo esencial. Ahí se terminó de armar una puesta que tenía que ver más con la historia, que viene del arroyo Las Perdices de Monte Chingolo, de la memoria y por eso lo de ir armando y desarmando”.
La Oso está muy lejos de caer en el golpe bajo o hacer foco en el sufrimiento, sino que Mariela apeló “al amor que nos permitió sobrevivir” y el hecho artístico consagra esa mirada de hermana que narra, que recuerda y abraza desde un vínculo potente y perdurable. “Es una obra amorosa, visceral, sin esnobismos. Estoy muy contenta de haberme animado a pararme frente a otrxs y desplegar esta historia. Yo quería reflejar mi mirada de niña, que la obra fuera un poco mágica. Siento que se parece mucho a lo que yo imaginaba”.
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