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Generación J: el rap de la memoria
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En la Plaza San Martín de Morón – localidad de donde es oriundo Milo J- cientos de jóvenes se reunieron para manifestarse en contra de la suspensión y censura de la presentación de su álbum en la ESMA, y luego marcharon al centro de memoria Mansión Seré bajo el lema: “Dijimos que Nunca Más”. Los testimonios de estos jóvenes, y la transmisión musical de un legado que traspasa generaciones y aúna a artistas populares y público en contra del negacionismo, la represión y la brutalidad. “No se bancan la opinión de un pibe de 18 años que tiene más conciencia que ellos”. La historia del joven rapero, de su abuela desaparecida y asesinada por las torturas, y la carta de su madre. Los fragmentos preferidos de sus canciones, y la respuesta a una pregunta: ¿quiénes son los giles?
Por Lucas Pedulla. Fotos de Juan Valeiro
Cuando Alma (18) recibió el código QR en su celular se puso a llorar de felicidad. Era la confirmación de que podría asistir a la pre-escucha gratuita de 166 (Deluxe), el nuevo álbum de su artista favorito, Milo J, en un lugar al que nunca había ido: el espacio para la memoria que funciona en la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), ex centro clandestino de detención, uno de los mayores símbolos del terror durante el genocidio en Argentina.
El miércoles del show salió temprano de su casa en Ramos Mejía, La Matanza. Al llegar, algo en la fila le llamó la atención: la entrada al predio, sobre la Avenida Libertador, se había llenado de móviles policiales. “Los policías se bajaban de las motos con escopetas: algo totalmente exagerado”, describe. El punto cúlmine fue cuando escuchó que Milo había cancelado el recital: “Rompí en llanto mal, otra vez, pero ahora de tristeza”.
Soledad (18) también recuerda esa angustia: “Nos parecía re importante que Milo lo haga en la ESMA porque la dictadura nos marcó mucho como país. Muchos chicos no están informados y era para que sepan la historia, además de darnos la oportunidad de un show gratis, con lo que cuesta hoy una entrada… Fue muy fuerte vivir eso para nosotros: dos cuadras enteras de camiones con de todo. La cantidad de gendarmes, ¡por dios!”.
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Sika (34) se enteró de la suspensión mientras hacía la fila, pero llamó a la calma a la espera de la confirmación oficial de Milo, la cual llegó a través de un video en su cuenta de Instagram (más de 4 millones y medio de seguidores), donde fue tan directo como en sus canciones: “Supongo que juntar 20 mil personas en un espacio de memoria no le gusta al gobierno”. Sika, mientras escuchaba el video, también pensó: “Me llamó la atención que hablaran de reprimir y el peso de decirlo en ese lugar, que refleja la represión en la dictadura”.
Valentín tiene 17: “No fue buena idea llevar Prefectura y Gendarmería cuando hay cosas más importantes que están pasando. Yo estaba a favor de Milei en un principio, me gustaba el tema económico, pero en la pre-escucha sentí esa represión como pasó antes y no me gustó. Cambié de idea. No es la manera. Somos jóvenes. Es un montón”.
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Fotos: Juan Valeiro para lavaca.
Alma, Soledad, Sika y Valentín hablan bajo un domingo de sol caluroso en la Plaza San Martín, en Morón, oeste del conurbano, pueblo natal de su amado Milo. Aquí se autoconvocaron en las horas posteriores a la cancelación que tanta bronca y llanto les robó. Por sus grupos de fans, ya sea por Instagram o grupos de WhatsApp, se dieron esta cita que tenía dos mensajes que dejaban bien claro el efecto boomerang del Gobierno:
- El primero es la consigna: “Dijimos que Nunca Más”.
- El segundo era el itinerario: una marcha desde la plaza central de Morón hasta el Espacio para la Memoria Mansión Seré, donde funcionó uno de los centros clandestinos más paradigmáticos de zona oeste, dependiente de la Fuerza Aérea, y por donde se estima que fueron secuestradas cientos de personas.
Alma hoy se tomó el tren para venir a marchar e interpreta lo que pasó ya sin vueltas: “No se bancan la opinión de un pibe de 18 años que tiene más conciencia que ellos”.
Soledad sintetiza con su frase preferida de Milo: “Mis valores me cubren la espalda”.
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Fotos: Juan Valeiro para lavaca.
Consciente de las cosas
La cita de la movilización en el oeste era a las 14, para comenzar a marchar a las 15.30, pero son las 13.30 y ya hay chicas haciendo carteles. Una de ellas cuenta que hace minutos aparecieron unos gendarmes a pedirles que despeguen los carteles de las columnas de la Municipalidad. “Cualquiera, porque están todas escritas y escrachadas”, se ríe. Los carteles decían “Nunca Más”.
Jenifer tiene 20 años, rulos espectaculares y una sonrisa contagiosa. Hace nueve años llegó de República Dominicana y vive en San Telmo: “La idea de Mansión Seré surgió para demostrar el apoyo a Cami para que sea una caminata donde concientice lo que pasó”, explica. Para ella, en un primer momento, la cancelación se trataba sólo de una “cuestión de papeles” y de habilitaciones, como esgrimió el secretario de Derechos Humanos, Alberto Baños, en la medida cautelar que la jueza María Alejandra Biotti convalidó. “Pero cuando llegué a mi casa vi que hablaban de censura y me eduqué. Vi que a Lali Espósito y a María Becerra les hacían lo mismo. Mierda, dije, porque esto iba a ser memorífico para todos”.
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Fotos: Juan Valeiro para lavaca.
Ariel llegó a Morón acompañado de su papá. Tiene 13 años y su playlist abarca la tríada Milo J-Dillom-Trueno. “De Milo me gusta cómo transmite con las letras, sus sentimientos -dice-. No fui a la ESMA, pero me entristeció. No me parece que cancelen a Milo. Creo que al Gobierno no le gustaba juntar 20 mil personas en un espacio de memoria que fue un centro clandestino de tortura. Ahí mataron embarazadas. Mi papá me venía contando hoy. Fue terrible”.
-¿Por qué sentís que no le gusta al Gobierno?
-Porque no quiere visibilizar lo que pasó en esos tiempos. Tampoco le gusta que alguien tan chico pueda darse cuenta de lo que pasó y visibilizar lo que fue.
-¿Qué pensás del Gobierno?
-Medio que lo apoyaba, pero esto me cambió la visión. Corte lo defendía, pero ahora me di cuenta que lo que me decían era verdad: la cantidad de desaparecidos que hay. Le cambió la visión a un montón de pibes. Hasta salió en TN. Muchos artistas se sumaron a la causa.
-¿Qué frase de Milo te representa?
-“Disfrutá la vida porque sí, va a haber más. Pero todo es raro cuando sos consciente de las cosas”. Queda con lo que estoy tratando de decir.
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Fotos: Juan Valeiro para lavaca.
West & agite
Alexis tiene 22 años y es uno de los fundadores de “Bajo West”, una comunidad de artistas emergentes que reúne a productores, filmakers, cantantes, grafiteros, “que por suerte a la gente le gusta”. Es la crew donde arrancó Milo con tan sólo 14 años. Piensa Alexis: “Se armó tal nivel de quilombo con esto porque mandaron a camiones con agua a chicos, ¿me entendés? No era sólo el show, sino que había material preparado para contarte qué pasó ahí. Muchos decían que el álbum iba a hacer referencia a la dictadura, pero no, el álbum era algo que atraía a los chicos que no conocían hacia la EXMA (sic)”.
Alexis lo pronuncia así, con la equis: “El show no se pudo dar, pero muchos recorrieron igual el predio. Muchos habrán llegado a la casa y le preguntaron a la abuela, a la tía, o a los padres, qué era lo que había pasado ahí. Hay que demostrarles que no pueden silenciar al pueblo solamente porque tengan el poder. Este gobierno es muy facho, como le dicen”.
Piensa cómo salimos: “Todos juntos. Así lo hicimos con Bajo West. Arrancamos sin nada, pero siempre tratamos de dejar la enseñanza de que juntos, se puede”.
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Fotos: Juan Valeiro para lavaca.
Miloterapia
Cerquita de Alexis están Nahiara (16 años, de Merlo Gómez) y Morena (17, de Castelar), listas para marchar. “El gobierno no quería que se comprenda todo lo que pasó en la dictadura -dice Nahiara-. Era la primera vez que iba a la ESMA. Además, era importante para conmemorar, porque la abuela de Milo también fue una desaparecida”.
La abuela de Milo se llamaba Nélida Beatriz Pereyra. En 2016, la mamá y manager de Milo, Aldana Ríos, le escribió una carta a la directora de la escuela 108 de Morón, porque el entonces intendente, Ramiro Tagliaferro, había decidido organizar el acto por el Día de la Bandera en la Base Aérea de Morón, un ex centro clandestino.
La carta decía: “Me dirijo a usted a fines de que arbitre los medios necesarios para que mi hijo Camilo Villaruel, nieto de Nélida Beatriz Pereyra, víctima del terrorismo de Estado en 1979, secuestrada, desaparecida y luego pasada a disposición del PEN en 1981. Fallecida a causa de torturas y vejámenes sufridos en su detención ilegal. Usted entenderá que tal situación familiar impide acompañar la NEFASTA decisión del gobierno municipal de prometer la bandera en un ex centro clandestino. Usted tiene un alumno en su escuela cuya abuela pasó y fue torturada en el mismo lugar donde hoy debería prometer fidelidad a la bandera. Le pido no lo permita, le pido que sea una buena docente y eduque con memoria”.
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Fotos: Juan Valeiro para lavaca.
Nahiara ubicó este contexto: “Mi abuela siempre me hablaba de la dictadura porque ella sufrió mucho. Nunca apoyé a este gobierno. Pero cuando lo votaron la gente pensó más en la economía que en nuestros derechos”. Morena suma: “Sea lo que sea que ganes, el alquiler está re caro. Me tengo que mudar por eso. Todo una crisis. Mi mamá es enfermera y trabaja en un hogar desde las 9 de la mañana hasta la tarde”. La mamá de Nahiara se la rebusca: “Trabaja en la quiniela, trata de vender helados, ropa, pero no alcanza. Trato de buscar trabajo para ayudarla, pero no consigo”.
Por eso dicen que Milo es su terapia.
Nahiara lo grafica así: “En los recitales me desahogo de todo”.
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Fotos: Juan Valeiro para lavaca.
Kill gil
La distancia entre la plaza de Morón y la Mansión Seré es de cuatro kilómetros. En la marcha hay también papás y mamás que acompañan a sus hijes. Una de esas madres es Giselle, 35 años, del barrio Almafuerte, en La Matanza. Tiene a su hija de 13 años entre el centenar de juventudes que marchan por las calles de Morón. Al pasar enfrente del estadio del Deportivo Morón, sobre la avenida Hipólito Yrigoyen, la movilización se cruza con la entrada de la hinchada que se prepara para el partido contra Central Norte de Salta. A cuadras hay un mural de Milo, y Giselle recuerda que allí fue con su hija en octubre del año pasado, cuando Milo festejó sus 18 años en un recital histórico. “Lo que pasó fue tremendo -dice-. Yo ni conocía que existía la ESMA, que se podía ir. Y eso fue gracias a Milo”.
Otra madre es Cristina, docente de Historia en secundaria, que acompaña a sus dos hijas y piensa en lo que generó la censura del recital, imprimiendo en los cuerpos de estas adolescencias -con sus angustias entre camiones hidrantes llenos de gendarmes- una referencia que pueden anclar con lo que significó en otros tiempos: “Fue un error no forzado del gobierno que generó este efecto”.
Llegando al predio de Seré, Anahí, de 17, reflexiona: “Es una manera de volver al pasado para que no se vuelva a repetir. Es entender el pasado para no vivirlo en el futuro”. A su lado marcha Brandon, de 16, desde Florencio Varela, sur conurbano: “La pre-escucha en la ESMA era importante porque la dictadura fue hace muchos años y la mayoría de su público no la llegó a vivir. Es importante que las nuevas generaciones entiendan del tema”.
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Fotos: Juan Valeiro para lavaca.
Atrás suyo, una joven lleva un cartel con una frase de la canción “Digan”, de Milo, sin metáforas: “Los giles nacen giles, mueren giles”.
-¿Quiénes son los giles?
Anahí: El gobierno.
Brandon: La cana.
De atrás se suma Mateo, 16 años, que viajó una hora y media desde San Fernando, conurbano norte: “Los giles son la policía y los que reprimen a las opiniones libres y a quienes intentan pelear por sus derechos”.
La generación J responde sin vueltas.
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Fotos: Juan Valeiro para lavaca.
En Seré, les jóvenes son recibidos por Aimé Ereñú, militante de HIJOS Gran Morón, Ituzaingó y Hurlingham, y también militante de Abuelas de Plaza de Mayo. Aimé es hija de sobrevivientes y, además, busca a un primo nacido en cautiverio. Les explica con mucho amor y sencillez dónde están. También les pregunta si saben qué era la ESMA.
Un joven responde: “Un centro de detención clandestino”.
Aimé les explica que también por Seré pasaron un centenar de personas secuestradas. Que hubo cuatro personas que se fugaron. Que este lugar de horror funcionó bajo la órbita de la Fuerza Aérea entre 1977 y 1978. “La memoria es un derecho humano, no una política partidaria -explica-. La memoria es lo único que nos va a permitir detectar a lo que dijimos nunca más. A la censura, a la desaparición, a la muerte. No se trata de una bandera política: se trata de derechos”.
Una joven levanta la mano y dice: “Lo único que nos separa es que no nos detienen en la calle, porque después te censuran o te acusan en las redes sociales si pensás distinto”.
Una mamá levanta la mano: “Tienen miedo que esta generación conozca la verdad. Hoy le expliqué a mi nieto todo lo que pasó y quiso venir. Tiene 6 años”.
Aimé agradece la marcha y la convocatoria. Les jóvenes le agradecen, aplauden, y le consultan los horarios para poder visitar el predio durante la semana. Luego, se juntan en ronda a cantar las canciones de Milo. Una chica pide que pongan Los Dinosaurios, de Charly. Se juntan para sacarse una foto. Todes sonríen. Y cantan, para que no haya dudas:
“Nunca Más”.
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Fotos: Juan Valeiro para lavaca.
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19 y 20 de diciembre: La batalla que nos parió
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Esta nota cuenta la historia de Gustavo Benedetto, Carlos «Petete» Almirón, Gastón Rivas, Diego Lamagna y Luis Alberto Márquez, asesinados el 20 de diciembre de 2001 en Plaza de Mayo. No fue publicada en nuestra página web porque no existía. Fue distribuida por mail a una decena de direcciones con la esperanza de aportar algunos datos que transformaran la información sobre los muertos y heridos aquel 20 de diciembre en algo más que el mero número del que daban cuenta los medios comerciales. No sabíamos qué estábamos haciendo, pero sí porqué. Así, hace 23 años, nació lavaca. Y este trabajo fue incluido en el libro Grandes Crónicas Periodísticas de la editorial ComunicArte junto a textos de José Martí, John Reed, Edmundo de Amicis, Edgar Snow, Seymour Hersh, John Hersey, Vasili Grossman, William Russell y Elena Poniatowska, entre otros.
En septiembre último, la Corte Suprema dejó firmes las condenas a quien era secretario de Seguridad, Enrique Mathov, y al ex jefe de la Policía Federal Rubén Santos, fallo judicial confirma al menos en parte lo que es una certeza cotidiana: la posible responsabilidad penal de los funcionarios que ordenan reprimir y de quienes ejecutan esa orden.
Sin retocar las desprolijidades que la urgencia periodística nos dictó entonces, compartimos -ahora sí- con nuestros miles de lectores ésta, la primera crónica de lavaca, que acompañamos con una palabra inventada: anticopyright.
El pasado 20 de diciembre, la jueza María Romilda Servini de Cubría en persona cruzó la Plaza de Mayo, esquivando gases lacrimógenos y pedradas, intentado encontrar allí al responsable de la represión que, apenas diez minutos antes, había observado en el televisor de su despacho. Eran las 11.30 de la mañana cuando la jueza habló con el uniformado de mayor rango que encontró en el tumulto. Sus palabras fueron claras:
-Soy la jueza federal de turno. Le ordeno el cese inmediato del operativo de desalojo de la plaza. Informe a quien corresponda que yo estoy a cargo de la seguridad de estas personas.
El uniformado le respondió que el mensaje sería transmitido al comisario mayor Norberto Edgardo Gauderio, el responsable de la Mesa de Situación de la Policía Federal en ese momento.
Luego, la jueza se dirigió a tres comisarías para liberar a quienes habían sido detenidos en las refriegas.
A las dos de la tarde regresó a su despacho. En la pantalla del televisor las imágenes eran claras. Nadie le había hecho caso.
Hoy, la jueza Servini de Cubría investiga cinco homicidios. Los dos primeros ocurrieron a las 16.20 en el cruce de Lima y Avenida de Mayo. El último fue antes de las 18. Ese fue el lapso más salvaje de la batalla de Plaza de Mayo. Fue, también, el que marcó el final de Fernando De la Rúa, tras 740 días de mandato. La quinta víctima cayó delante de las cámaras de televisión, en donde quedó impreso el grito: «Están disparando desde adentro». Los testigos señalan el edificio La Buenos Aires, en Avenida de Mayo 677, donde el Banco HSBC tiene cuatro cajeros automáticos en la planta baja y sus oficinas centrales en lo alto de una torre fuertemente custodiada: en la décima planta funciona la Embajada de Israel, luego de que, en 1992, un atentado terrorista destruyera su anterior sede. La justicia secuestró la cinta de la cámara de seguridad del banco, donde se puede ver difusamente a un grupo de cuatro custodios disparando desde el área de los cajeros automáticos. Las pericias preliminares realizadas sobre los vidrios del edificio indican que los cristales se astillaron por disparos efectuados desde adentro hacia afuera. Uno de ellos fue el que mató al muchacho que todos vieron caer ante las cámaras y que, según los registros de la causa, llegó muerto al Hospital Ramos Mejía a las 17.30.
Gustavo Ariel Benedetto, 23 años, hijo de su barrio -La Tablada-, egresado de la escuela secundaria y pública Número 155, trabajaba como repositor de la sección verduras del supermercado Dia durante doce horas al día y por cuatrocientos pesos al mes.
Su amiga y abogada, Cristina Laborde, lo describe como «un pibe de cutis blanco, flaco y muy alto: casi un metro noventa. Esa altura lo convirtió en un blanco fácil». Gustavo vivía con su madre y su hermana en una casa de una planta, con dos habitaciones, comedor, cocina, patio y perro. Su padre había muerto de cáncer nueve meses atrás y, desde entonces, él era el único sostén familiar. Su universo privado era su cuarto, con dos camas, un mueble para guardar ropa, un estante con CDs y equipo de música, un banderín del Ríver Plate, un poster del retirado delantero Enzo Francescoli y la bandera de su banda musical preferida: Baroja, nacida y criada en La Tablada, como él. Rock duro y potente, con una guitarra furiosa, batería, bajo, saxo y canciones que hoy también suenan proféticas:
No esperes más que no hay a dónde ir/
Rompe la mentira que lo que falta es la verdad/
Solo lucha una vez/
La muerte está esperándote.
Sebastián Piacentini, el mejor amigo de Gustavo, es el autor de la letra y el que explica lo que ahora resulta obvio: «La muerte, la verdad y la mentira son temas que siempre están presentes en nuestra banda. No pensé en nadie en especial cuando la compuse. Se llama Sólo faltás vos y cuando la cantamos en un concierto, seis días después de la muerte de Gustavo, recordé todo lo que pasamos juntos. Y me di cuenta lo solo que se habrá sentido ese último día».
Ese último día, Gustavo se presentó a trabajar a las siete de la mañana, pero la amenaza de los saqueos obligó al supermercado a cerrar. Preocupado por la suerte del local, regresó al mediodía y comprobó el desastre: las persianas y los vidrios estaban rotos, las góndolas vacías, los destrozos desparramados por todos lados. Impotente, Gustavo decidió ir a Plaza de Mayo a protestar. Intentó convencer a varios amigos para que lo acompañaran, pero ninguno estaba disponible. Su determinación o indignación tiene esa dimensión: un muchacho que siempre estaba acompañado, escoltado por su barra de amigos, sube solo al colectivo número 126, viaja durante una hora y media y desciende cien metros antes de toparse con una bala.
Gustavo cayó en Avenida de Mayo al 600, delante de las cámaras, frente a los ojos de su mamá y su hermana. Las dos lo vieron morir por televisión, once días antes de poder festejarle el cumpleaños número 24, mientras escuchaban que alguien gritaba: «están tirando desde adentro».
Otro alguien, días después, dejó un mensaje en el contestador telefónico de la abogada Laborde con anónimas amenazas. Anónimas, también, fueron las manos que hackearon el correo electrónico que difundieron los amigos de Gustavo para obtener datos del asesinato. «También es un misterio -sigue la abogada- por qué tenía la cara lastimada con balines de goma. Las imágenes de la televisión lo muestran sangrando, pero con la cara intacta. Un testigo declaró que tampoco recuerda haberle visto esas marcas. Pero cuando nos entregaron el cadáver tenía las mejillas heridas, como si hubiese recibido una ráfaga».
Es jueves, son las cinco y media de la tarde, pero ha pasado ya una semana desde la batalla de Plaza de Mayo y la guardia del Hospital Ramos Mejía está tranquila. El jefe aclara que no está autorizado a dar información oficial. Recuerda perfectamente que hasta allí no llegó Gustavo Benedetto, sino su cuerpo. Por eso, en los registros de la guardia está inscripto como «N.N., varón». Los médicos se limitaron a constatar su muerte. «Esa tarde estábamos desbordados. Nos hicieron trabajar de lo lindo. Y salvamos a varios. Ya desde la madrugada atendimos heridos, pero los más graves empezaron a llegar poco después de las cuatro de la tarde. Estuvimos en el quirófano hasta las dos de la mañana, sacando balas de todo calibre».
Cuando se le pide que recuerde qué fue lo que más le llamó la atención de todos esos cuerpos heridos que desfilaron por sus manos, responde sin dudar:
– Los tatuajes y los cortes.
– ¿Qué cortes?
– Cortes, heridas viejas. La mayoría eran chicos jóvenes, aunque parecían mucho más jóvenes de lo que en realidad eran, con tatuajes y cicatrices por todos lados. Le puedo asegurar que no era gente como usted o como yo.
– ¿En qué sentido?
– No eran de clase media. Seguro.
En la sala de cirugía del tercer piso todavía está internado Marcelo Dorado, uno de los obligados pacientes del jefe de guardia. El chico tiene el pelo desordenado, una remera gastada y un pantalón corto, deportivo, con varios campeonatos y lavados. Está muy pálido, ojeroso, flaco. A simple vista parece un adolescente de 18 años. Tiene 28.
Marcelo trabaja desde hace cuatro años en una empresa de cerramientos de aluminio, de 9 a 18. Su obligación es ir todos los días de la semana en ese horario, pero solo cobra por cada trabajo efectivamente realizado. En las buenas semanas, se lleva entre 200 y 300 pesos. En las otras, nada.
Ese día de furia, la empresa lo había destinado a unas oficinas de la calle Salta para trabajar en una mudanza. Llegó temprano, con otros dos compañeros que lo ayudaron a desarmar todo, mientras escuchaban la radio. Al mediodía, le plantearon al responsable del lugar que sería mejor dejar para otro día el traslado, ya que estaban en plena zona de combate, a unas pocas cuadras de Plaza de Mayo. El hombre les dio la razón.
Marcelo se despidió de sus compañeros y apuró el paso: quería llegar a Retiro para tomar el tren que lo regresaba a su empleo, en las afueras de Buenos Aires. Apenas se acercó a la zona del Obelisco vio la nube gris de gases lacrimógenos. Pero como ni el tránsito ni los semáforos estaban cortados, pensó que no sería para tanto. Esperó, hasta que creyó que la refriega entre manifestantes y policías se había calmado y retomó la marcha.
Marcelo traza en un cuaderno su recorrido. Dibuja en el centro el Obelisco. Una línea que lo atraviesa y que corresponde a la Avenida de Mayo. Y a la derecha, una trinchera, que calcula a una cuadra de distancia, hacia el lado de la Plaza. «Desde allí salían y hacia ahí se replegaban». Está hablando de la Policía Federal.
Tras cinco intentos fallidos de cruzar el Obelisco, Marcelo comprendió la táctica del combate: la policía avanzaba tirando gases y repartiendo palos y, tras unos minutos de refriega, se replegaba. Luego, volvía a la carga. Esos intervalos fueron los que él confundió con la calma. Y en cada uno de ellos intentó avanzar, hasta que no pudo evitar lo inevitable.
Marcelo llamó a su jefe desde la cabina de un teléfono público, en el cruce de Alsina y Nueve de Julio, para avisarle que estaba demorado. Allí recibió los tres balazos. Uno le pegó en la pierna y fue el que lo tumbó en plena avenida, mientras los autos intentaban esquivarlo. Un taxista lo cargó en su auto para llevarlo a un hospital y cuando le sacó la mochila, que todavía colgaba de su hombro derecho, se dio cuenta que tenía un segundo impacto. Fue el que le perforó la pleura y le dejó el pulmón en pronóstico reservado.
El tercer disparo se lo señaló el jefe de la guardia. Le dijo:
– Lo del pulmón es delicado: hay que sacar sangre y aire y mantenerlo controlado. Recién después podemos extraer el proyectil. La bala en la pierna es la que te da esa sensación de hormigueo porque quizá está rozando algún nervio, aunque no creo que sea nada grave. Por ahora tampoco vamos a tocarla. Lo importante es que zafaste de la más jodida. Esa fue apenas un beso, pero podría haber sido el último.
Marcelo aparta sus rulos desordenados y muestra la huella que le dejó el roce del plomo, en la base del cráneo. «Nunca, jamás, se me había cruzado por la cabeza que las balas eran de verdad. Yo veía que la policía tiraba, pero creí que eran balas de goma. No es que yo sea un imprudente ni un colgado y por eso me empeciné en cruzar. Simplemente creí que eso no se podía hacer. Y que no lo hacían».
Es difícil saber qué habrán imaginado los médicos de guardia al encontrarse con Marcelo, tendido en la camilla, temblando de miedo. Pero es posible que no hayan encontrado allí ninguna huella que les permita descifrar su historia.
Marcelo nació y se crió en San Martín, una localidad del oeste bonaerense marcada por el surgimiento y caída de grandes fábricas, pequeños talleres y centros comerciales que la convirtieron en los años 60 y 70 en un punto clave del cordón industrial bonaerense, hoy poblado de fantasmas. Edificios vacíos, persianas cerradas, grandes parques industriales convertidos en hipermercados. San Martín se quedó sin trabajo, pero con su numerosa población intacta. La postal de la crisis la traza hoy un estudio realizado por la consultora Equis en la zona: en el año 2000, el 54,2 por ciento de los asalariados del Gran Buenos Aires tenían ingresos por menos de 500 pesos en un país cuya canasta familiar, según la misma consultora, se calcula en 1.025 pesos.
Marcelo tiene título secundario, un teléfono celular, una computadora y una casilla de email. Tiene un padre que es empleado en una farmacia, una mamá ama de casa y una novia, Verónica, con la que quiere casarse desde hace diez años. No es pobre, pero se ha empobrecido. No es un adolescente, pero sus ingresos oscilantes le impiden hacerse adulto. No sabe cómo construir su futuro, pero hasta tanto ancla sus sueños a un objeto: su batería. A ella le dedica sus horas libres. Toca en tres conjuntos, con los que ensaya en diferentes días, siempre después de cumplir con el horario del único trabajo que consiguió en todos estos años y con el que cual prometió cumplir, pase lo que pase, hasta que las cosas con la música vayan mejorando. «Pero ahora renuncié. Una de las cosas que aprendí con todo esto es que si me voy a morir de hambre, que por lo menos sea con algo que me gusta. No pienso hacer nada que no me guste. No tengo porqué aguantarlo. Eso es lo que aprendí en el Obelisco el otro día. Y creo que ahí me encontré con otra gente que, como yo, ya no se la banca».
Cuando se le pregunta si tiene miedo, su respuesta también es didáctica: «Tengo miedo porque sé que en la música todo es a pulmón. Y mirá como estoy». Marcelo levanta la sonda que sale de su pulmón y una bolsa de sangre y aire queda a la vista.
Es un líquido oscuro, vicoso, impresionante.
Cintia Castro, miembro del cuerpo legal de la Liga Argentina por los Derechos Humanos, informa que ya presentaron veintidós demandas ante el juzgado de la doctora Servini de Cubria por los delitos de tentativa de homicido, lesiones, tratos crueles, degradantes e inhumanos, daños y robo. Pronto serán veintitrés, ya que el padre de Marcelo escogió esa organización para presentar su caso.
Del resumen de esas demandas, Castro llega a las siguientes conclusiones: «Hubo tres focos de represión claramente diferenciados y que geográficamente podríamos delimitar en la zona de Plaza de Mayo, en Congreso y en las proximidades del Obelisco».
En la zona del Obelisco y Avenida de Mayo se concentraron los casos con balas de plomo. Además de los muertos, la Liga denunció tres heridos con bala de plomo en la cabeza. Dos son motoqueros (mensajeros que se desplazan en motocicletas y que participaron de la protesta de manera tal que un cronista los bautizó «la caballería de los manifestantes»). El tercero es un estudiante del magisterio J. V. González. Las lesiones lo dejaron sin movilidad de la cintura hacia abajo.
En Plaza de Mayo se concentran las denuncias por golpizas y malos tratos, que incluso continuaron una vez producidas las detenciones, en las comisarías. La Liga las menciona por sus números: seccional primera, segunda, tercera y sexta. Castro sintetiza así lo que vio: «La gente que vino acá a firmar la demanda estaba violeta por los golpes recibidos»
En Congreso, la mayoría de las denuncias son por heridas de balas de goma. «Hay una chica integrante de la agrupación Hijos ( agrupación que reúne a los hijos de los desaparecidos durante la dictadura militar) que está con riesgo de perder el ojo y otra a la que le sacaron doce balazos de goma de las piernas» , asegura Castro.
Otra de sus conclusiones es que del relato de los heridos se establece un pico: entre las 16 y las 19.30. «En ese horario se concentran los casos más graves».
-¿Notó que tuviesen algo más en común?
-Sí: son todos jóvenes. Y no hay rubios.
Fernando Almirón comienza por señalar las diferencias con su hermano Carlos. «El era narigón y yo no. El era re estudioso y yo no terminé la secundaria. El tenía 23 y yo 19. A él le gustaba Hermética (un grupo de heavy metal) y a mi la cumbia. El era hincha de Independiente y yo de Los Andes. El era blanco y yo soy morocho». Aunque para él la principal diferencia era otra: a él no le interesa la política y su hermano era militante. Carlos se acercó a una organización social en una protesta contra la violencia policial y siguió participando en la Universidad, en donde cursaba la carrera de Sociología.
Los dos vivían con su bisabuela, Martiniana, de 82 años, en Lanús, una localidad del sur bonaerense de casitas bajas y calles arboladas. La de los Almirón es grande, con tres habitaciones, un jardín en el frente y una parrilla al fondo, custodiada por dos perros. De allí partió Carlos el jueves 20 por la mañana hacia Plaza de Mayo y desde allí salió Fernando desesperado, cuando le anunciaron que su hermano había muerto por un impacto de bala en el tórax. Allí también lo velaron el domingo 23 y desde allí partió el cortejo fúnebre con más de mil personas gritando una consigna política más vieja que el cadáver: «la sangre derramada no será negociada».
La misma consigna escuchó María Mercedes Arena en el sepelio de su marido, Gastón Riva, el padre de sus tres hijos, el motociclista que trabajaba desde las seis y media de la mañana hasta las doce de la noche, el primer muerto registrado a las 16.20 en Lima y Avenida de Mayo, el que recibió el impacto en pleno corazón, el hombre al que su mujer no quiere que se lo identifique por ninguna otra cosa que no sean todas estas. «El no era dirigente motoquero. Ni siquiera estaba afiliado. Estaba caliente, como todos, y seguramente por eso participó de la protesta. Por toda la situación económica, por lo que estamos pasando y porque tenemos tres chicos. ¿Le parece poco?».
Muy cerca de él y a la misma hora cayó Diego Lamagna. Poco se sabe hasta ahora de Diego: sólo que tenía 26 años, era estudiante y vivía con su madre , quien hace poco tiempo había perdido otra hija. Una tercera se la llevó ahora con ella a Puerto Madryn, en la Patagonia.
El quinto muerto parece ser la única excepción. Luis Alberto Márquez no tenía veintipico, sino 58 años. En el expediente consta que le dispararon dos veces: una en el cuello y otra en el pecho, en la esquina de la avenida Nueve de Julio y Sarmiento. Allí está ahora su hijo, Daniel Márquez, participando de una ceremonia organizada por el Grupo de Arte Callejero (GAC) y que a siete días de la batalla recorre los cinco puntos de la ciudad en donde ha caído cada muerto. En cada uno, colocan un pequeño altar, desparraman flores y velas y despliegan un cartel con la consigna: «Asesinado por la represión policial en la rebelión popular del 20 de diciembre de 2001».
Daniel tiene 24 años, ojos azules y algunas pecas. Lleva un pantalón de color claro y una chomba roja. Cuando los manifestantes -que apenas suman doscientos- dejan de vivar el nombre completo de su padre, se le acercan unos hombres que ni siquiera conoce, le dan un beso, le piden fuerza y lo dejan solo. Daniel mira sin llorar esa tumba improvisada con cartones, tela negra, velas y flores. Su papá trabajaba muy cerca, comenta. Era vendedor de seguros. Era militante peronista.
Daniel está, literalmente, aterrizando en ese pedazo de suelo argentino. Acaba de llegar de España. Pero su relato no arranca allí, sino en el punto exacto de lo que recuerda como una pesadilla. «La caída comenzó hace diez años. En el 93 nos fuimos por última vez de vacaciones. Al poco tiempo, mis padres se separaron. Empezamos a estar muy mal económicamente. Decidí terminar el secundario a la noche, para poder trabajar. Intenté de todo. Mi último empleo fue como repositor en el supermercado Wal-Mart. De lunes a sábados, nueve horas, por 600 pesos mensuales. No estaba mal. El problema no era el sueldo ni el tipo de trabajo, sino el futuro: en este país por más que te mates trabajando, lo mejor que te puede pasar es mantenerte en el mismo lugar, muerto de miedo, esperando que te bajen el sueldo o te despidan. Entonces, empecé a pensar en irme. Compré el pasaje a fines de noviembre y viajé el 4 de diciembre. El día que mataron a papá había conseguido mi primer empleo en Madrid. Estaba feliz».
-¿Qué hacías?
-Era pintor de paredes.
Foto> Cooperativa SUB
Portada
Hasta siempre, Mirta
![](https://lavaca.org/wp-content/uploads/2024/11/41A8063.jpg)
Lo dijo con una sonrisa, amorosa, y con la mirada encendida, directo a los ojos: «El miedo es para los cobardes». Fue un jueves de puro sol, cuando le preguntamos si tenía miedo en este contexto, antes de comenzar una nueva ronda que justo ella, con otras trece madres, fundó el 30 de abril de 1977, cuando buscaban con desesperación a sus hijos e hijas.
Mirta Acuña de Baravalle buscaba, además, a un nieto o nieta: su hija Ana María, a quien secuestraron el 26 de agosto de 1976 junto a su compañero Julio César Galizzi, estaba embarazada. Mirta murió este viernes sin saber qué pasó con ellos.
Su despedida será de 16 a 19 en el hall del Municipio de San Martín, el partido donde ella vivía, donde jugaba al scrabble sin cansarse, y donde seguía todos los jueves las rondas de Madres Línea Fundadora por las transmisiones de medios comunitarios, mandando saludos en vivo y recordatorios que una hermana leía sobre otras personas desaparecidas.
Tenía 99 años, la mirada encendida y la sonrisa amorosa, para indicarle a nuevas generaciones que la lucha sigue.
Gracias, Mirta.
Presente, ¡ahora y siempre!
![Hasta siempre, Mirta](https://lavaca.org/wp-content/uploads/2024/11/WhatsApp-Image-2024-11-02-at-10.13.01-1-1024x682.jpeg)
Mirta en las marchas masivas del 24 de Marzo, marchando por la memoria, la verdad y la justicia junto a sus compañeras de Madres Líneas Fundadora. Foto Lina Etchesuri para lavaca
![Hasta siempre, Mirta](https://lavaca.org/wp-content/uploads/2024/11/WhatsApp-Image-2024-11-02-at-10.13.01-1024x682.jpeg)
![Hasta siempre, Mirta](https://lavaca.org/wp-content/uploads/2024/11/MG_1436-1024x683.jpg)
24 de Marzo de 2017. Mirta acompañada por Victoria Moyano, nieta recuperada. Foto Lina Etchesuri para lavaca
![Hasta siempre, Mirta](https://lavaca.org/wp-content/uploads/2024/11/WhatsApp-Image-2024-11-02-at-09.56.28-1-1024x682.jpeg)
Esta foto fue tomada el 29 de febrero de este año y fue el último jueves de ronda donde estuvieron las tres Madres Líneas Fundadora juntas: Nora Cortiñas (fallecida el 30 de mayo), Mirta Baravalle (en el centro) y Elia Espen. Consultada sobre si tenía miedo en un contexto de discursos de odio y negacionistas, Mirta respondió a Lavaca con una sonrisa: «El miedo es para los cobardes». Foto Lina Etchesuri para lavaca
Trinchera Boutique
Memoria, verdad y arte: Ser Eva, un encuentro musical mensual en MU Trinchera Boutique
![](https://lavaca.org/wp-content/uploads/2024/08/WhatsApp-Image-2024-08-19-at-12.16.04.jpeg)
Esta semana inauguramos en la Trinchera un espectáculo único a cargo de Eva Basterra Seoane: Ser Eva, un encuentro mensual, el tercer sábado de cada mes, de agosto a noviembre, con invitadas especiales.
Eva es escritora, cantora, murguera, feminista, hija de Víctor Basterra, sobreviviente de la ESMA cuyo testimonio, crucial en el Juicio a las Juntas Militares.
El especátculo recorre textos y canciones -elegidas por Eva-, para no olvidar: el arte para testimoniar y celebrar la vida. La Eva artista, la que se rebela, la que se entrega a la lucha, la que grita, la que muerde, la que sueña, la que vive.
Con el acompañamiento de Martín Messineo en guitarra y Mariano Rositto en percusión.
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