Mu205
Otolitos revueltos
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.

Suele decirse que las historias pequeñas contienen al mundo. No sé muy bien qué es una historia pequeña, pero puedo suponerlo.
Hay historias dentro de historias dicen las gentes de la literatura y del periodismo.
Solo soy un docente del conurbano Sur, muy cerca de África.
Ahora, eso de que cualquier historia puede contener el mundo… Aquello de que pintar la aldea alcanza para conocer el mundo…
Mejor, silencio.
Vamos a las cosas.
Fui a ver mi kinesiólogo como lo hago regularmente una vez por semana. Una avería en mi pierna derecha se empecina en mostrarse irreductible.
Mi kinesiólogo es un personaje que merece una crónica aparte.
Por ahora alcanza con decir que Daniel además es psicoanalista, entrenador en gimnasia artística, profesor en educación física y un melómano y lector incansable. Y de una erudición deslumbrante.
Un personaje que, además, cuando me quejo de algo (no importa si mi pierna o un amor frustrado o el gobierno) me espeta un “no seas cagón” y luego continúa como si nada.
Tiene la más bella de las maldades y un sentido del humor corrosivo que desbordan su pequeña estatura de la cual también se burla.
¿Por qué relato esto que no le interesa a nadie?
Porque creo (secretamente) que mi pierna no tiene reparación, pero la paso tan bien cuando voy que insisto.
Puedo entender algún murmullo en el sentido de “¿a mí que me importa?”.
Mi mamá diría, ante esta situación, que soy un trastornado. Incluso podría afirmar que soy un neurasténico. Mi madre tiene estilo para tirarte abajo del tren.
Ambos términos carecen de precisión clínica y están amenazados por la obsolescencia lingüística. Neurasténico tiene una resonancia cientificista, como si aspirara a algún linaje a partir de su composición gramatical.
En cambio, trastornado tiene un tono más arrabalero para los tangueros, más popular.
Se habla de trastornos mucho más que de trastornados.
Los trastornados somos una élite.
Esa tarde estaba recostado en la camilla mientras mi pierna era estirada y contraída en todas direcciones (Daniel no usa conmigo los aparatos kinésicos típicos y que están bajo sospecha de inofensivos).
De pronto, un mareo brutal. Tan novedoso como impresionante.
Ya se sabe qué ocurre con los varones cis: ante un resfrío nos desplomamos en un gemido moribundo y empezamos a despedirnos del mundo.
Con un síndrome vertiginoso, el apocalipsis es definitivo y los cuatro jinetes cabalgan a nuestro lado a cada minuto.
Tras escuchar el infaltable “no seas cagón”, Daniel me hizo unas maniobras con mi cuello y me estabilicé.
Feliz de no haber muerto, regresé a casa.
A la mañana siguiente, el mundo se volvió a empecinar en contradecir mis deseos y todo daba vueltas.
Maldito mundo.
Rápidamente (casi un milagro) conseguí un turno con un otorrino que, tras varias pruebas, me dijo que eran los otolitos.
¿Cómo uno va a tener en el cuerpo algo que se llame otolitos? Es poco serio.
Los otolitos, una legión de agentes del mal.
O del bien, según los gustos.
También podrían ser un grupete de trastornados. O una banda de rock.
La cuestión es que esos rulemanes del oído (palabras del otorrino) se habían desajustado vaya uno a saber por qué y sentí que mi agonía iba a prolongarse hasta que las garras de la oscuridad eterna se posaran sobre mí.
Si hay que ser dramático, se lo es sin escatimar nada. Repito, soy varón.
Corta la bocha dijo un filósofo porteño: me deriva a realizar un estudio para el que consigo turno rápidamente (otro milagro).
Mientras estoy en la sala de espera, fría y con escasa cantidad de gente, en un rato en que los infames otolitos estaban distraídos, abro un libro (siempre llevo alguno conmigo).
Poemas de Han Kang en un texto llamado “Guardé el anochecer en un cajón”. Un título maravilloso que cobija poemas tan delicados como intensos. Extraordinarios.
Y entonces, lo que pasa poco y entibia siempre.
Lo inefable.
Por unos minutos, me fui del mundo y me sumergí en esas letras que lo decían todo. Me descubrí pensando “esto es lo que quiero para mí”.
No se trataba de escribir poesía (soy horrible) o de leerla (lo hago regularmente).
Era otra cosa.
¿Qué significa eso? No tengo la menor idea.
¿A qué viene este relato? A nada.
Pero ocurrió.
¿Está el mundo ahí? ¿La aldea que había que pintar? ¿Es una historia?
No lo sé.
El diálogo a viva voz entre una paciente y la secretaria del consultorio acerca de lo bien que está haciendo las cosas el presidente de la Nación Argentina me sacó del trance y la carroza se volvió zapallo.
Que difícil todo.
Me llamó la doctora rescatándome del pantanoso territorio de la escucha no deseada.
La doctora.
Dulce, atenta, de voz melodiosa, una estructura generosa, sin desbordes y sin faltantes y una belleza que hizo que inmediatamente me enamorara.
Soy de amor fácil.
En el mismo acto de enamoramiento resolví callar la nobleza de mis sentimientos puros, un poco por sentido de la oportunidad y otro poco porque a esta altura del partido no me da bola ni Bob Esponja.
Y con los otolitos revueltos, menos.
La doctora (cuantas fantasías han recorrido los desiertos cerebros masculinos con la figura de la doctora) me sentó en una camilla, me hizo girar para acá y para allá diciéndome todo el tiempo que no me asuste (tenía claro con quién trataba –un cagón-) y mágicamente me acomodó los renombrados otolitos.
El amor lo puede todo.
Salí del consultorio inseguro porque los fulanos que ya no quiero nombrar podían activarse nuevamente, feliz pensando en la mujer que había salvado mi vida y más pobre porque la consulta no había sido precisamente gratis.
Pero el amor lo puede todo. Y vence al odio.
¿En serio?
No.
Pero un mareo puede parir una historia pequeña y un encuentro fugaz.
También puede conectarte con tus miedos antes de que aparezcan los monstruos genuinos e invencibles.
Yo qué sé.
Solo sé que la historia más pequeña aún (¿qué será una historia pequeña?) tiene poemas de por medio, un libro maravilloso y eso de “quiero esto para mí”.
Hay historias dentro de historias dicen las gentes de la literatura y del periodismo.
Solo soy un docente del conurbano Sur, muy cerca de África.

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