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#NiUnaMenos: Con la sangre como tinta

La feminista boliviana María Galindo analiza el femicidio como crimen de Estado. Es un concepto teórico basado en una experiencia concreta: el colectivo Mujeres Creando, que fundó e integra María, acompaña el proceso judicial del femicidio de Andrea, la hija de una de sus integrantes. Y con ese dolor ha bordado una bandera de lucha bajo que cobija a muchas víctimas que reclaman justicia. ¿Cómo lograrlo? Es la pregunta que inspira esta reflexión parida en la trinchera.

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La feminista boliviana María Galindo analiza el femicidio como crimen de Estado. Es un concepto teórico basado en una experiencia concreta: el colectivo Mujeres Creando, que fundó e integra María, acompaña el proceso judicial del femicidio de Andrea, la hija de una de sus integrantes. Y con ese dolor ha bordado una bandera de lucha bajo que cobija a muchas víctimas que reclaman justicia. ¿Cómo lograrlo? Es la pregunta que inspira esta reflexión parida en la trinchera.

#NiUnaMenos: Con la sangre como tinta
Escribo estas reflexiones con la escalofriante sensación de estar escribiendo con la sangre de las mujeres como tinta. La sangre derramada en el asfalto de Andrea, la sangre derramada sobre la chacra que cultivaba Verónica cuando fue asesinada, la sangre de ella; de la de 50 años, de la 30, de la de 44, de la de 18.
Está ya claro que cuando hablamos de femicidio estamos hablando del “derecho universal” de todo hombre de disponer de la vida de una mujer, inclusive al punto de eliminarla, derecho que caracteriza a la sociedad como una sociedad patriarcal estructuralmente.
Sí, has leído bien.
No hay error en lo escrito: el femicidio visibiliza un derecho masculino de tomar la vida del “otro”, que somos nosotras, y disponer de esa vida a su antojo.
Cuando hablamos de femicidio estamos hablando de una figura penal introducida en nuestros códigos de forma muy reciente (quizás Bolivia es uno de los últimos países de la región en haberlo hecho). Una figura penal introducida, que ha sustituido la anterior figura del “crimen pasional” en la cual todo hombre podía decir -frente al femicidio de su pareja-, que sufrió de una emoción violenta, que sufrió de un impulso del que no era responsable.
Cuando hablamos de femicidio estamos hablando del derecho de sustituir una mujer matándola, el derecho de desechar a una mujer matándola, el derecho de frenar la libertad de una mujer matándola, el derecho de sobreponer el poder del macho sobre una mujer matándola: es eso lo que representa el femicidio.
Por eso es un crimen contra la libertad de las mujeres.
Porque es la libertad de ellas, de nosotras, lo que el femicidio ha querido frenar.
Así se entiende que muchísimas veces el femicida, en su relato criminal, no se reconoce como un asesino porque no se reconoce en el deseo de matar a una mujer, sino en el derecho de impedir, frenar, condicionar tal o cual comportamiento de ella.
Esto es muy importante porque nos permite entender que el femicidio no es la tragedia personal de una mujer que condujo mal su relación afectiva con un hombre o que se topó con el hombre equivocado en el momento equivocado. El femicidio es un arma patriarcal contra la libertad de las mujeres que consiste en eliminarlas.
El femicidio es hoy un problema estructural grave en las relaciones hombre-mujer en todas nuestras sociedades, porque representa una forma de respuesta violenta frente a un proceso de rebelión subterránea que estamos enfrentando las mujeres en los horizontes de vida personal que nos hemos planteado. Tenemos decenas de casos que nos hablan de escenas de femicidio donde es la mujer que quería cobrar la cuota alimentaria, o es la mujer que quería divorciarse, o es la mujer que quería terminar la relación. El femicidio es un relato sangriento de respuesta de disciplinamiento del conjunto de las mujeres a través de la eliminación y la muerte de algunas de nosotras.
El femicidio funciona socialmente como un de castigo patriarcal contra “la mala mujer”, por eso la insistencia en convertir todo femicidio en una suerte de juicio moral de la mujer asesinada, donde es ella -que ya está muerta- la que tiene que dar cuenta de su vida a la medida del relato del feminidad.
Este mecanismo del femicidio como castigo y del femicidio como derecho masculino universal sobre toda mujer, no funciona explícitamente, sino que es un mecanismo subconsciente colectivo frente al cual en la sociedad hay una negación neurótica. La sociedad no reconoce que es así, por lo tanto, para negar neuróticamente esta realidad, se desata en torno del femicidio una suerte de normalización de la muerte de las mujeres, de rutina necrófila, de consumo de la noticia de la muerte de las mujeres. Por eso se da pie y paso en los medios de comunicación, al interior del aparato judicial y policial al relato del femicida que no se reconoce como asesino y que, inclusive con muchísima frecuencia, se victimiza frente al “comportamiento” de la muerta.

El feminicidio no se mide en cifras

Esta reflexión nos lleva también a entender que el femicidio no puede ser medido en cifras. No es un crimen horroroso por la cantidad de mujeres. Es un crimen horroroso por el valor social que este crimen tiene, por la inmensa justificación social que carga el asesino, por la gran protección mediática con la que cuenta, por la presunción de inocencia que se convierte en una presunción de impunidad.
Las cifras son alarmantes, sí.
Actualmente en Bolivia estamos hablando de que cada 3 días se asesina a una mujer en un contexto de femicidio. Sin embargo, esa cifra es menor a la realidad porque son muchos los femicidios que se consigue tapar como suicidios, como accidentes o que simplemente ni siquiera se denuncian. Se mata a la mujer, se la entierra y se la sustituye por la siguiente en el pueblo, en el barrio, en la familia, en la facultad, en la comunidad o en el trabajo.
El femicidio se convierte en un castigo social porque funciona como mensaje para el conjunto de las mujeres que rodean a la muerta; para las amigas, las vecinas, las hijas y las parientas.
Casi me molesta tener que decirlo: no se trata de convertir a la mujer muerta en virtuosa porque ha muerto, no se trata de convertirla en mártir. Nosotras amamos la vida y de la salvación por la vía del martirio estamos históricamente agotadas. Lo que acontece es que la mujer asesinada ha sido asesinada debido al ejercicio de su libertad, debido al antagonismo entre sus decisiones personales y las de su pareja sentimental.
El mensaje que deja impreso el femicidio en el subconsciente social es: para salvar tu vida, para proteger tu vida, tienes que someterte. Que no se entienda que partimos de la necesidad de convertir a la mujer muerta en una falsa heroína porque eso sería hacerle el juego a la tesis de la salvación por el martirio.
La mujer muerta es aquella despojada de todo su valor social.
La mujer muerta es aquella que estaba en la lucha personal por su libertad personal individual.
Es la sustituible, es la incómoda, es el estorbo, es lo desechable.
Ese es el contenido político que el Estado le da a la víctima, y en ese contexto es que funciona como mensaje de castigo social sobre todas nosotras.
La consigna del Ni Una Menos -que no me gusta y que ha ido recorriendo varias movilizaciones contra el femicidio (en varios países)- nos habla de esa percepción colectiva que las mujeres, quizás de forma muy intuitiva, tenemos. Es la confirmación de que la colectividad de mujeres recibimos el mensaje de que cuando se mata a una mujer, hay por detrás una suerte extraña de aniquilamiento y sustitución de nosotras. Por eso sin pensarlo gritamos: “NI UNA MENOS”.
Más que una protesta, es una aceptación en el fondo de la muerte por femicidio como un aniquilamiento de la libertad de las mujeres.
Es una aceptación tácita del femicidio como una guerra física, violenta e ideológica contra las mujeres.
Cada muerta funciona como un espejo.
Cada muerta funciona como una lápida que cargamos sobre nosotras.
Cada muerta es un mensaje de castigo.

¿Son femicidio los crímenes contra las trans?

Los asesinatos contra las mujeres trans, por la vía del odio social o del machismo de sus parejas, por supuesto que forman parte del fenómeno del femicidio. Me parece que debiera ser obvio, sin embargo quiero explicitarlo.
Cada mujer trans no deja de ser mujer por ser trans. Es más: deja de ser un hombre y se convierte en una mujer. Sin embargo, no se convierte simplemente en una mujer sino que carga sobre sí otra forma de odio patriarcal. Ella está sujeta a un examen machista de tener que demostrar si es mujer o no. En muchos casos acepta formas de condicionamiento en sus relaciones heterosexuales que una mujer -biológicamente vista como tal- no aceptaría, porque en una sociedad patriarcal una mujer trans no tiene la “legitimidad de serlo”.
Una mujer trans, además, carga tras de sí el odio de haber renunciado, impugnado, no deseado o no aceptado una supuesta condición de ventaja social como es la de “pertenecer al universo del macho” y por ello la misoginia que se desata contra ella tiene una gran carga violenta. Hay un gran deseo de aniquilarla.
Separar los femicidios a las mujeres trans de los femicidios a las mujeres biológicamente conceptuadas como mujeres es debilitarnos, es hacerle el juego a la homofobia, al machismo y al propio patriarcado. Porque ellas comparten la cuestión de ser mujeres que no están cumpliendo con el “concepto de ser mujeres”, y en ese contexto el femicidio de cada una de ellas suma a los femicidios cometidos contra las mujeres, contra nuestra libertad y como parte de la misma masacre.
El femicidio de una mujer trans se suscita bajo las mismas reglas de juego de poder patriarcal que el conjunto de los femicidios. Eso deberíamos comprenderlo nítidamente. Es la misma violencia machista y misógina de control del cuerpo y de la vida que se desata en un femicidio contra una mujer trans que el que se desata contra una mujer no trans.
Y si de femicidas se trata, los actores de unos y otros femicidios, actúan bajo el mismo código del “derecho de disponer la vida de otro”, cuya vida vale menos que la suya o cuya vida tiene el derecho de controlar.
Lo que si queda claro es que para entender el asesinato de una mujer trans como femicidio es necesario entenderlo dentro un marco feminista de análisis de ese crimen, y es eso lo que ni el Estado ni tampoco el movimiento Gelebetoso (GLBT) que se apropia de estas muertes quiere hacer.

La responsabilidad del Estado

¿Formamos las mujeres parte de la Humanidad?
Imagínense ustedes si los crímenes cometidos por las dictaduras en América Latina se convirtieran, en un abrir y cerrar los ojos, en un problema individual del asesinado porque se comportó mal.
Imagínense ustedes si de pronto los genocidios que la Humanidad juzga como crímenes de lesa humanidad porque dañan a la Humanidad se convirtieran en un problema personal, individual, de cada uno de los muertos.
Imagínense si borraríamos el Holocausto nazi contra el pueblo judío, o si borráramos los crímenes del colonialismo como fallas de los conquistados por no haberse sometido.
El femicidio -si bien ha sido tipificado en el Derecho Penal y recibe en la teoría la pena máxima- sigue siendo considerado por nuestro Código Penal y por los códigos penales a escala mundial crímenes individuales y no colectivos.
No se los juzga como crímenes contra las mujeres, ni como crímenes contra la Humanidad, sino que se ha colocado el femicidio al interior del Código Penal como un caso de crimen que se suma a los asesinatos, y a todas las otras formas de crimen de un individuo contra otro.
Entonces la primera operación que convierte al femicidio en un crimen del Estado patriarcal es en la forma teórica como ha sido conceptualizado dentro del Derecho Penal. No tiene conceptualmente el carácter de crimen contra la Humanidad, no se lo compara con el genocidio y el Estado, en esa medida, no lo reconoce como un crimen contra las mujeres en un orden social patriarcal y, en ese contexto, no asume de forma directa el Estado ninguna forma de responsabilidad.
El femicida atenta contra la vida de una mujer y no contra la vida de las mujeres como parte de la Humanidad; eso cambia completamente el relato de la tragedia en un relato personal, donde lo que se examina es la vida de la mujer y no la del femicida. El relato jurídico de un femicidio no trasciende el caso de un hombre concreto que ha matado a una mujer concreta, por razones particulares, en contextos particulares.
El Estado, al no asumir ninguna forma de responsabilidad ni de reconocimiento del femicidio como un crimen análogo al genocidio, no asume la pérdida de las mujeres, ni asume la defensa de la vida de las mujeres, en cuanto mitad de la Humanidad. Y en ese contexto se convierte en una suerte de cómplice tácito del femicida, convirtiendo al femicidio en un crimen de Estado.
Si entendemos el femicidio como efecto de una sociedad patriarcal, lo estamos reconociendo como un problema social estructural y no como un tipo de crimen -de uno cualquiera- que se comete contra otra cualquiera.
El clima que tenemos que enfrentar cuando tenemos un caso de femicidio en ese contexto es un Estado que nos restriega en la cara todo el tiempo, como gran avance y logro, la incorporación de la figura del femicidio en el Código Penal. Y pareciera que debiéramos aplaudir y agradecer de rodillas semejante avance cuando, en realidad, se trata de una suma de confusiones conceptuales muy importantes.
No soy abogada, ni aficionada al Derecho, por lo que pido que estas reflexiones se entiendan desde el contexto de la reflexión política y filosófica que es anterior a la reflexión conceptual jurídica.
Despojar de su contenido de crimen de lesa humanidad al femicidio no ha sido la única operación que convierte al femicidio en un crimen de Estado.
La segunda operación ha sido la de aislar un caso del otro. Cada mujer que sufre un femicidio aparece como una historia aparte y en sí misma. Por lo tanto, cada juicio es uno, y cada madre, hermana, hija o hermano que reclama justicia se encuentra atrapada en las redes de un proceso judicial que tiene características que luego vamos a abordar. Lo que me interesa dejar claro en esto es que una víctima se encuentra aislada de la otra. No pueden luchar conjuntamente, ni establecer bases de interpretación común de los crímenes que enfrentan. Eso dispersa a las victimas e impide no sólo que el Estado reconozca el carácter de crimen contra la Humanidad que tiene el femicidio, sino que impide que las victimas mismas puedan unificarse, manifestarse conjuntamente, dibujar la magnitud del problema, sumar fuerzas y demostrar que estamos frente a crímenes de la dictadura patriarcal de la cual el Estado es parte articuladora.
Y ustedes me dirán que el Derecho Penal es así.
Repito: no soy abogada.
Pero considero que se debieron hacer operaciones conceptuales diferentes y que la tradición liberal de simple incorporación de derechos o de figuras penales dentro el mismo esquema, a las mujeres no nos ha servido cuasi para nada. Por eso, en realidad, la incorporación de la figura del femicidio ha sido parte de una rutina del “copy paste” vía oenegés y agencias de cooperación, que se ha dado de forma cuasi automática dentro de nuestra legislación porque todo el aparato no ha sentido ningún impacto ni cambio estructural en sumar una figura penal más.
Aislar a las victimas una de la otra e impedir la colectivización de los casos convierte al femicidio en un crimen del Estado patriarcal que marca la impunidad del femicida y la imposibilidad social de construir nuevas formas de consciencia colectiva sobre el valor de la vida de las mujeres.
Un torturado, perseguido y muerto por un Estado se convierte en un crimen de Estado.
Una cantidad de crímenes contra un colectivo por razones étnicas se convierte en un genocidio.
Un femicidio, en cambio, no se convierte en un crimen contra las mujeres, contra la sociedad, ni menos aún de lesa humanidad.
Se trata de crímenes aislados, de victimas aisladas, de victimadores aislados y se impide conceptual y políticamente la asociación de las víctimas por la dispersión e individualización que el propio Derecho Penal impone. Es decir, se incorpora la figura del femicidio, pero no se cambia la lógica de abordaje en ninguno de los pasos.

El relato jurídico justifica al feminicida y promueve la impunidad

El relato jurídico de un juicio por femicidio está determinado no sólo por los prejuicios o el poder del victimador, que siempre es mayor que el poder de la víctima. Sino que está dado por las metodologías del Derecho Penal: el acusado es inocente mientras no se pruebe lo contrario y es la parte acusadora que debe demostrar su culpabilidad. La parte acusadora, además, no es el Estado sino la madre o hermana de la víctima. Ahí queda sellada la garantía de impunidad, salvo en los casos en los que el femicida es atrapado infraganti o que se declara culpable, que son los menos. El juicio por femicidio, por tanto, es un interminable examen de la vida de la víctima. Es una interminable suma de las virtudes sociales del victimador y una banalización del valor central que es el de la vida. Quien dirime esos juicios es el Estado convirtiéndose en cómplice del femicida y, por lo tanto, convirtiendo el femicidio en un crimen de Estado.
La muerte de las mujeres por femicidio se diluye en la rutina judicial bajo miles de papeles y grandes confusiones conceptuales de fondo.
Sobre esto hay que añadir los prejuicios machistas de los operadores de justicia, la corrupción que en estos casos determina siempre la ventaja del victimador, porque indefectiblemente todo hombre tiene más dinero, más relevancia o más poder que su pareja asesinada, casi como un reflejo de la pirámide social en la que nos encontramos las mujeres: el obrero tendrá más relevancia que su pareja ama de casa u obrera, y el empresario tendrá más poder y relevancia que su pareja. Todo esto que es la única ventaja visible no es más que el último grupo de factores que determinan la impunidad social del femicida frente a la víctima.
Queda claro que no solo se pudieron hacer las cosas de otra manera, sino que se debieron haber hecho de otra manera.

La impunidad reproduce impunidad

Queda claro, también, que la única posibilidad que tenemos es construir plataformas colectivas, que se hacen muy difíciles porque cada caso penal no solo es un mundo, sino que es agotador: consume todas tus fuerzas. Y en ese sentido, demandar la participación de las víctimas en una segunda instancia colectiva es pedir más sangre y agotar completamente sus vidas. Si toda la plataforma tendría que asistir a todas las audiencias y analizar todas las irregularidades que se cometen -desde la autopsia hasta el proceso para impedir que se garantice la impunidad del femicidio- no nos dedicaríamos a otra cosa que no fuera eso y solo eso. Por eso nosotras hemos pedido y exigido a Gabriela Montaño, presidenta de la Cámara de Diputados, una comisión legislativa de auditoria jurídica que centralizara este trabajo y que hiciera este trabajo. Lo hicimos para que quede claro que tenemos una propuesta y que la tesis en la que nos basamos es en el hecho de que el femicidio es un crimen de Estado y no la tragedia personal de Carmen, Andrea, Julia o Verónica. Sabemos que el Estado boliviano no tiene ninguna voluntad de hacer esta comisión. Formulamos el pedido entonces como un acto político y como un horizonte de lucha, conscientes que hablábamos con una interlocutora sorda y que hablar con ella era como “hablar al sordo cielo”.
El femicidio debe recibir el tratamiento de genocidio y debería, por tanto, ser tratado por tribunales especiales, como crímenes de lesa humanidad.
Ese es el horizonte de lucha.
Esa es la base conceptual para frenar la impunidad.
Los crímenes de femicidio son análogos a los crímenes cometidos por la dictadura.

Transformando el dolor del femicidio en lucha por justicia

Aquello que tenemos en los brazos -además de los cuerpos muertos de nuestras amadas hijas, compañeras, amigas-, es entender que la justicia reproduce justicia y que la impunidad reproduce impunidad. Por eso valoramos todos y cada uno de los esfuerzos que hace cada víctima por luchar por justicia, aunque sea en medio de juicios que diluyen el delito, que ponen a las víctimas en el banquillo de las acusadas, que relativizan el valor de la vida de las mujeres, y que se pierden en la inmensidad de una tragedia mujeril de grandes magnitudes.
Entendemos, al mismo tiempo y de forma muy contradictoria, por qué descoloca los juicios en los que estamos inmersas que plantear el femicidio como un crimen de Estado es la forma más efectiva de lucha: porque simplemente al femicidio hay que crearle una base conceptual de comprensión feminista del problema.
María Galindo
La Paz, Bolivia
Junio de 2016

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Oraciones, entre la cruz y la raya: un ritual para presentar el nuevo libro del Observatorio Lucía Pérez

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Este domingo 16 de noviembre presentamos el nuevo libro del Observatorio de Violencia Patriarcal Lucía Pérez, editado por lavaca, con una perfomance conmovedora: Oraciones, entre la cruz y la raya fue una obra de teatro danza basada en los ejes teóricos de Femicidios, narcotráfico y Estado. La puesta transformó en lenguaje poético, corporal y musical una realidad que duele y mata, de la mano de talentosas artistas.

Oraciones, entre la cruz y la raya: un ritual para presentar el nuevo libro del Observatorio Lucía Pérez

Familias sobrevivientes de femicidios, con el libro del cual son parte: el nuevo libro del Observatorio Lucía Pérez.

Oraciones, entre la cruz y la raya: así se llamó la presentación performática del nuevo libro del Observatorio Lucía Pérez editado por lavaca y titulado Femicidios, narcotráfico y Estado.

La obra de teatro y danza indagó en los mecanismos que operan sobre los cuerpos y los territorios desde una dramaturgia que combinó texto, movimiento y música. El resultado fue una experiencia que funcionó tanto como obra artística como herramienta para hacer sentir, colectivamente, de qué hablamos cuando hablamos de femicidios.

La obra fue ideada y escrita por Claudia Acuña, también responsable de la dirección general del Observatorio Lucía Pérez. En escena, Oraciones desplegó el trabajo de las intérpretes Julieta Costa, Lola Domínguez Hayes, Lucía Harismendy, Pia Leone, Luca y Juana Torras, quienes construyeron una trama sensible entre la fragilidad y la fortaleza. La música en vivo, a cargo de Santiago Torricelli en piano, aportó un pulso emocional que atravesó toda la pieza.

El diseño sonoro siguió de la mano de Pía Leone, junto con la operación técnica de Teo Escobar y Lucas Pedulla. Y el diseño gráfico estuvo a cargo de Jonatan Ramborger (autor, también, de la tapa del libro) y Julie August.

La puesta en escena fue realizada por Julieta Costa, mientras que la dirección coreográfica estuvo a cargo de la reconocida directora y coreógrafa Carla Rímola.

Oraciones dejó en quienes asistieron la certeza de que el arte no sólo puede denunciar lo que duele, sino también abrir caminos para imaginar otras formas de vida y de cuidado.

Y también, otras formas de presentar un libro.

El Observatorio y su libro

El Observatorio Lucía Pérez es una herramienta de análisis, debate y acción creada por lavaca.org con el objetivo de profundizar el trabajo sobre formas de prevención y erradicación de la violencia patriarcal.  

Cada día un equipo conformado por Claudia Acuña, Amalia Etchesuri, Anabella Arrascaeta y Pablo Lozano actualiza 12 padrones de manera autogestiva, datos que sumados al seguimiento de lo publicado en medios de todo el país son luego chequeados y precisados con fuentes judiciales y periodísticas. Se trata del único registro público del país, lo cual quiere decir que pueden consultarse las fuentes de cada dato.

Cada mes el Observatorio realiza un resumen de este diagnóstico junto a víctimas y familias sobrevivientes de femicidios. El resultado es el informe mensual que se difunde a través de organizaciones sociales y referentes de la política y la cultura que intenta pensar, más allá de las cifras, la radiografía social y política de esta violencia.

Femicidios, narcotráfico y Estado reúne ahora y por primera vez los distintos informes, investigaciones y acciones del Observatorio Lucía Pérez. Es un material que indaga a través de la articulación de textos teóricos y reportajes periodísticos las vinculaciones entre lo narco, la violencia machista, los femicidios y el rol del Estado en la trama de la impunidad.

Todo eso quedó plasmado en esta presentación-ritual colectivo para empezar a sanar una realidad que duele, y organizar la realidad que viene: aquella que queremos, deseamos y nos merecemos.

Si querés el libro escribinos al teléfono que figura en este link, y suscribite para apoyar todo lo que hacemos:

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La venda en los ojos: la justicia frente al abuso sexual contra niñas y niños 

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El 42% de las denuncias de violencia sexual corresponden a menores de 17 años en la ciudad de Buenos Aires. El ministerio de Justicia bonaerense reveló que entre 2017 y 2022, de más de 96.000 causas por abuso sexual, 6 de cada 10 tuvieron como víctimas a menores y se duplicó el número de denuncias: el 80% fueron mujeres, principalmente niñas y adolescentes de entre 12 y 17 años. ¿Cómo recibe el Poder Judicial a las infancias que se atreven a denunciar abusos? Las víctimas convertidas en “culpables” de un delito que padece a nivel mundial entre el 15 y el 20% de la niñez. La campaña conservadora y oficial: desestimar denuncias y motosierra. Lo que no quiere ver la justicia. Cómo encarar estos casos, y la enseñanza de Luna. Por Evangelina Bucari.

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Cecilia Basaldúa: el cuerpo desaparecido

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Daniel y Susana denunciaron que desapareció el cuerpo de su hija, Cecilia Basaldúa, que reclamaban para realizar nuevas pericias. La historia de lo ocurrido y el rol de la fiscal de Córdoba Paula Kelm “que hizo todo lo posible para que los asesinos de Cecilia sigan hoy libres e impunes”.

Por Claudia Acuña

El 7 de noviembre Cecilia Basaldúa hubiese cumplido 42 años y no hay festejo porque no hay Cecilia: la desaparecieron, violaron y mataron en abril del año 2020, en Capilla del Monte y en pleno aislamiento por la pandemia de Covid. Su familia, como cada año, reunió amistades y  familiares de otras víctimas de femicidios territoriales –el padre de Natalia Melman, el hermano de Laura Iglesias– en el mural que la recuerda en su barrio de Belgrano. Fue ese el marco elegido por Daniel y Susana, los padres de Cecilia, para compartir lo que significa buscar justicia para este tipo de crímenes. Con la voz partida por el dolor narró cómo fue la última reunión con la nueva fiscal responsable de la investigación:  es la cuarta. La primera – Paula Kelm– desvió las pruebas para atrapar a un perejil, que fue liberado en el juicio oral y así la investigación del femicidio de Cecilia volvió en punto cero; el segundo estaba a meses de jubilarse y pidió varias licencias para acortar su salida; el tercero –Nelson Lingua– no aprobó el examen para ocupar el puesto y, finalmente, desde hace pocos meses, llegó ésta –Sabrina Ardiles– quien los recibió junto a dos investigadores judiciales y los abogados de la familia. Antes se habían reunido con el ministro de Justicia de la provincia de Córdoba, Julián López, quien le expresó el apoyo para “cualquier cosa que necesiten”. Fue entonces cuando Daniel y Susana creyeron que había llegado el momento de trasladar el cuerpo de su hija hasta Capital, donde viven y, además, habían logrado conseguir que se realice una pericia clave para la causa y que siempre, en estos cinco años, les negaron. Fue la joven investigadora judicial quien soltó la noticia: el cuerpo de Cecilia no está.

Cecilia Basaldúa: el cuerpo desaparecido

Gustavo Melmann, que sigue buscando justicia por su hija Natalia, junto a Daniel Basaldúa y Susana Reyes, los padres de Cecilia.

Según pudo reconstruir la familia después del shock que les produjo la noticia, fue en 2021 –cuando todavía estaban vigentes varias restricciones originadas por la pandemia– cuando el cuerpo fue retirado de la morgue judicial, a pesar de que Daniel y Susana habían presentado un escrito solicitando lo retuvieran allí hasta que se realicen las pruebas por ellos requeridas. La fiscal Kelm no respondió a ese pedido ni notificó a la familia de lo que luego ordenó: retirar el cuerpo de la morgue y enterrarlo.

¿Dónde? La familia está ahora esperando una respuesta formal y sospechando que deberán hacer luego las pruebas necesarias para probar la identidad, pero no dudan al afirmar que con esta medida han desaparecido el cuerpo de su hija durante varios años y definitivamente las pruebas que podía aportar su análisis.

A su lado está Gustavo Melmann, en el padre de Natalia, asesinada en 4 de febrero de 2001 en Miramar, quien desde entonces está esperando que el Poder Judicial realice el análisis de ADN del principal sospechoso de su crimen: un policía local. Por el femicidio de Natalia fueron condenados a prisión perpetua otros tres efectivos policiales. Uno ya goza de prisión domiciliaria. Falta el cuarto, el del rango más alto.

Melmann cuenta que se enteró de la desaparición de Cecilia Basaldúa por su sobrina, quien había ido al secundario con ella. “Fue el primero que nos llamó”, recuerda Daniel. También rememora que no entendió por qué le ofrecía conseguir urgente a un abogado “si yo la estaba buscando viva. Hoy me doy cuenta de mi ingenuidad”.

El silencio entre quienes los rodean es un grito de impotencia.

Daniel y Susana lo sienten y responden: “Nosotros no vamos a parar. Nada nos va a detener. Ningún golpe, por más artero que sea, va a impedir que sigamos exigiendo justicia. Elegimos contar esto hoy, rodeados de la familia y los amigos, porque son ustedes quienes nos dan fuerza. Que estén hoy acá, con nosotros, es lo que nos ayuda a no parar hasta ver a los responsables presos, y esto incluye a la fiscal Kelm, que hizo todo lo posible para que los asesinos de Cecilia sigan hoy libres e impunes”.

Cecilia Basaldúa: el cuerpo desaparecido

Los padres y hermanos de Cecilia, junto al mural que la recuerda en el barrio de Belgrano.

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