Nota
Perdimos
(Cómo sigue nuestra vida después del triunfo de Donald Trump)
por Pablo Marchetti
Perdimos. Y perdimos por paliza. Perdimos de una manera humillante, catastrófica, que nos deja a la deriva. Una deriva de la que no sabemos muy bien cómo se sale. Pero una cosa es seguro: si queremos salir, si queremos tener alguna chance, aunque sea remota, de revertir mínimamente la situación, lo primero que tenemos que hacer es asumir que perdimos. Que la victoria de Donald Trump es nuestra derrota.
Perdimos. Vos perdiste, yo perdí, aquel perdió. Sabés a qué me refiero, creo que entendés a quién incluye este nosotros. Un nosotros muy amplio, que excede cualquier disputa política doméstica, aún las supuestamente más irreconciliables. Un nosotros inclusivo en la derrota, en la miseria.
Vos también lo votaste, yo también lo voté. Je suis Trump. Hagámonos cargo. Este monstruo es nuestro monstruo. No es que no supimos evitar que crezca, no es que no supimos detenerlo a tiempo, no es que no supimos destruirlo. No, mucho peor: lo construimos. Eso es lo más jodido de todo. Y lo que más duele.
Donald Trump es racista, Donald Trump es machista, Donald Trump está a las antípodas de valores que suponemos esenciales, como la solidaridad, el respeto, la convivencia o la igualdad. En ese sentido, nuestra derrota es evidente: ganó el que representa, de manera explícita, esos valores. Trump no sólo no la caretea ni un poco: el tipo dobla la apuesta y hace alarde de aquello que nos horroriza.
El problema es que el problema no es Trump. Trump es, en todo caso, sólo el comienzo. O, mejor aún, Trump es la evidencia de que tenemos un problema enorme, es la cara de nuestra derrota. No es nuestra derrota. Ni siquiera nuestra derrota es que Trump haya llegado adonde llegó. Nuestra derrota es pensar que toda nuestra derrota se reduce a Trump, al lugar que ocupa hoy Trump.
Hay en el mundo y en la vida muchas opciones bien distintas a Trump. Cosas, hechos, personas, acciones, sentimientos, que están a las antípodas de Trump. Y que existen, están vivas. El punto de partida tenía muchas variantes porque la vida tenía (y tiene) muchas variantes. Sin embargo, cuando el sistema de representación nos pone opciones, siempre pasa lo mismo: o nos consolamos convenciéndonos de que sólo podemos optar entre resignarnos a eso que todos sabemos que es el mal menor, o resignarnos a mandar todo al carajo porque no se puede hacer nada.
Para llegar a donde llegó Trump las opciones no sólo no eran muchas: no existían. ¿O es que alguien en su sano juicio puede pensar que Hillary era una opción más potable que Trump? Si lo hacemos es porque la anestesia autoindulgente funciona. Y tarda poco tiempo en hacer efecto: es así que en pocos días podemos pasar del “y bueno, es el menos malo (o la menos mala)” a defender a ese candidato (o candidata) como si se tratara de un amigo cercano o un pariente entrañable.
La autoindulgencia no es mala sólo por el daño que nos causa a la hora de perder de vista que aquello que en un primer momento creíamos que apenas era el “mal menor”, sigue siendo el “mal menor”, más allá de lo mucho que se haga evidente el mal en el “mal mayor”. Bueno, eso es una parte. Pero el principal problema de esta autoindulgencia es que es el mecanismo que construye al votante-Trump, que es el gran hacedor de Trump.
Ya se enumeraron las obvias cualidades nefastas de Trump. Muy bien, vayamos ahora a las positivas. Sí, leyeron bien: positivas. No, no me volví loco. Tampoco me entregué a la berretada facilonga de pensar que hay que asumir todo tal cual es, que no hay que intentar cambiar nada pues nada se puede cambiar. Pero si no asumimos que hay algo positivo en todo esto no podremos ni siquiera empezar a asumir la derrota, a entender por qué perdimos.
Trump interpela a un montón de gente porque dice lo que piensa. O eso parece: nadie había sido nunca tan frontal en sus críticas a los inmigrantes, a los pobres, a las mujeres. Nadie había osado ser tan incorrecto en épocas donde creíamos que la corrección política reinaba en el discurso político. Pero ese supuesto triunfo cultural, ¿es realmente un cambio de paradigma o de mirada que redunda en la anulación del lenguaje estigmatizante? ¿O se trata sólo de un espejismo creado por un montón de oenegés, artistas y comunicadores que viven de eso?
Trump no es el típico conservador reaccionario. Trump es un magnate playboy, que se casó tres veces, dos de ellas con extranjeras, siempre con mujeres hermosas y jóvenes, la última, una que está siendo “acusada” (¡hasta por el “progresismo”!) porque hace unos años apareció desnuda en una revista francesa.
Trump ganó, además, teniendo a todos los medios en contra. Por primera vez en su historia, el New York Times sacó un editorial apoyando explícitamente a un candidato: en este caso una candidata, Hillary Clinton. El sistema financiero también estaba con Clinton, la representante de un gobierno que había salvado a los bancos. Pero volvamos al supuesto triunfo de la corrección política.
¿Es posible hablar con lenguaje no sexista cuando todos los días asesinan a una mujer por ser mujer? Suena, cuanto menos, ridículo. No está mal intentarlo, claro está. Debemos asumir nuestro lugar como comunicadores, agitadores, artistas, etc. Y está bien intentar cambiar el mundo, siempre y cuando asumamos que es ridículo pensar en que podemos cambiar el mundo. Tener siempre presente que es un disparate subirnos a cualquier pony para cacarear nuestro discurso, se trate de este sitio, de un blog, de un noticiero de televisión o del New York Times.
No tiene sentido dejar de hablar de “negros” y empezar a hablar de “afroamericanos” o “afrodescendientes” si los negros (sí, los negros) siguen siendo la mayoría de la población carcelaria en los Estados Unidos. No tienen sentido espantarse por el discurso xenófobo de Trump contra los árabes si el gobierno encabezado por el Premio Nobel de la Paz bombardea Siria.
“Si pierdo esta elección habrá sido una gran pérdida de tiempo y de dinero”, dijo Trump al cierre de su campaña, con un lenguaje que, podrá gustar o no, pero nadie podrá negar que es pragmático. Habló como un empresario. Pero no como un magnate: como cualquier persona que en su casa, en su vida, hace cuentas para llegar a fin de mes. Los economistas suelen hacer difíciles cosas que todos manejamos en nuestras vidas cotidianas. Sin embargo, las complejizan para expulsarnos de esas decisiones cuando se trata de administrar los bienes colectivos. En ese sentido (en el sentido del sentido común) Trump fue inclusivo.
Trump ganó porque dijo las cosas como son y se evitó dar detalles de cómo las cosas deberían ser. Después de todo, ¿a quién le importan que las cosas sean como deberían ser? ¿Y cómo es que las cosas deberían ser? Podemos discutir sobre si las cosas están bien o no, si es sano que asumamos que sólo podemos llegar hasta acá, que nuestra condición humana no nos permite ir más allá de esta miseria. Podemos discutir y deberíamos hacerlo, de modo urgente. Pero así están las cosas, y eso Trump lo sabe mejor que nadie.
Nos espantamos por Trump mucho más de lo que nos espantamos por un presidente (¡el primer presidente negro de la historia!) que hizo campaña diciendo que iba a cerrar Guantánamo y en sus 8 (¡ocho!) años al frente del Gobierno no movió un dedo para llevar adelante su promesa. Nos espantamos por las declaraciones de Trump sobre los mexicanos, pero nos olvidamos que no fue Trump quien comenzó a construir un muro en la frontera.
Trump nos trae una muy buena noticia: este es el fin del progresismo. Y otra buena noticia más: este es el fin de esa ilusión berreta llamada política. Al menos la política tal como la conocemos. No perdimos porque ganó Trump. Perdimos porque lo único que había a mano para ganarle a Trump era Hillary Clinton. Es decir, la dirigente que, como senadora, votó a favor de la invasión a Irak para cazar (no juzgar: cazar) a Saddam Hussein. A diferencia del entonces senador Obama, que se abstuvo.
Perdimos. Sí, definitivamente perdimos. Y la prueba más contundente de esta derrota humillante es que, en algún lugar de nuestro ser, vamos a sentir que ganamos. Si buscamos bien, si somos honestos con nosotros mismos, nos vamos a dar cuenta de que en algún lugar de nuestra existencia hay un Donald Trump festejando en nuestro interior.
Un Trump que nos constituye, que nos vuelve egoístas, ventajeros, berretas, soberbios. Un Trump que nos cuesta reconocer porque a nadie le gusta hacerse cargo. Pero que está allí, siempre está allí. Por eso lo primero que nos sale pensar es “yo no lo voté”, como una forma de ocultar el “yo lo construí” o el “yo también soy ese”.
No, de ninguna manera quiero caer en exageraciones berretas, en esos generalismos facilongos que anulan cualquier instancia de análisis. Por supuesto que no es lo mismo el que quiere coimear a un cana para zafar de una multa de tránsito que el que muerde cinco palos verdes por una licitación de una obra pública. Como tampoco son lo mismo el que tira basura en la calle o no recoge la mierda de su perro, con quien roba la partida de insumos para un hospital público.
Pensar que es todo lo mismo también forma parte del discurso Trump, del concepto Trump, de la idea Trump del mundo. No es todo lo mismo, no da todo lo mismo. Y como no es todo lo mismo, sería bueno no perder nunca de vista que el mal menor es mucho más mal que menor. Encontrar tranquilidad allí nos conduce irremediablemente a Trump.
Perdimos. Y no tenemos idea cómo salir de esto. Cómo seguir, hacia dónde ir. Perdimos. Tal vez la magnitud de la derrota es todo lo que necesitamos para encontrar algún camino que nos lleve hacia no sabemos dónde. Tal vez sea eso lo que, en nuestro desconcierto, terminemos agradeciéndole a este personaje siniestro, escabroso, monstruoso, a este Donald Trump que supimos conseguir.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar:
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La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen
Una obra teatral que recurre al milagro como ingrediente imprescindible para una transformación. Un niño santo en un pueblo perdido. Su primera intervención paranormal desata furor y de todas partes van a suplicarle lo imposible. La transfiguración de Miguelito Pepe es un unipersonal con la dramaturgia y dirección de Martina Ansardi en el que el actor Tuco Richat se pone en la piel de varios personajes que dialogan con lo sagrado y lo profano. Este viernes 30 de mayo a las 20.30 podés ver en MU Trinchera Boutique la primera de tres funciones.
Por María del Carmen Varela.
La transfiguración de Miguelito Pepe gira en torno a un fenómeno que sucede en un pueblo norteño. Miguelito, un niño de Famaillá, se convierte de la noche a la mañana en la gran atracción del pueblo. De todas partes van a conocerlo y a pedirle milagros. En todo el pueblo no se habla de otra cosa que del niño santo, el que escucha los pedidos de quien se le acerque y concede la gracia.
La obra tiene dramaturgia y dirección de la activista y artista travesti Martina Ansardi, directora teatral, actriz, bailarina, coreógrafa y socia de Sintonía Producciones, quien la ideó para que fuera itinerante.
Se trata de un unipersonal en el que el actor Tuco Richat se luce en varios personajes, desde una secretaria de un manosanta que entrega estampitas a quien se le cruce en el camino, una presentadora de televisiòn exaltada a un obispo un tanto resentido porque dios le concede poderes a un changuito cualquiera y no a él, tan dedicado a los menesteres eclesiásticos.
La voz de la cantante lírica Guadalupe Sanchez musicaliza las escenas: interpreta cuatro arias de repertorio internacional. A medida que avanza la trama, Richat irá transformando su aspecto, según el personaje, con ayuda de un dispositivo móvil que marca el ritmo de la obra y sostiene el deslumbrante vestuario, a cargo de Ayeln González Pita. También tiene un rol fundamental para exhibir lo que es considerado sagrado, porque cada comunidad tiene el don de sacralizar lo que le venga en ganas. Lo que hace bien, lo merece.
Martina buscó rendir homenaje con La transfiguraciòn de Miguelito Pepe a dos referentes del colectivo travesti trans latinoamericano: el escritor chileno Pedro Lemebel y Mariela Muñoz. Mariela fue una activista trans, a quien en los años `90 un juez le quiso quitar la tenencia de tres niñxs. Martina: “Es una referenta trans a la que no se recuerda mucho», cuenta la directora. «Fue una mujer transexual que crió a 23 niños y a más de 30 nietes. Es una referenta en cuanto a lo que tiene que ver con maternidad diversa. Las mujeres trans también maternamos, tenemos historia en cuanto a la crianza y hoy me parece muy importante poder recuperar la memoria de todas las activistas trans en la Argentina. Esta obra le rinde homenaje a ella y a Pedro Lemebel”.
Con el correr de la obra, los distintos personajes nos irán contando lo que sucedió con Miguelito… ¿Qué habrá sido de esa infancia? Quizás haya continuado con su raid prodigioso, o se hayan acabado sus proezas y haya perdido la condición de ser extraordinario. O quizás, con el tiempo se haya convertido, por deseo y elección, en su propio milagro.
MU Trinchera Boutique, Riobamba 143, CABA
Viernes 30 de mayo, 20.30 hs
Entradas por Alternativa Teatral

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Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro

Una actriz que cautiva. Una historia que desgarra. Música en vivo. La obra Perla Guaraní volvió de la gira en España al Teatro Polonia (Fitz Roy 1475, CABA) y sigue por dos domingos. El recomendado de lavaca esta semana.
Por María del Carmen Varela
La sala del teatro Polonia se tiñe de colores rojizos, impregnada de un aroma salvaje, de una combustión entre vegetación y madera, y alberga una historia que está a punto de brotar: Perla es parte de una naturaleza frondosa que nos cautivará durante un cuarto de hora con los matices de una vida con espinas que rasgan el relato y afloran a través de su voz.
La tonada y la crónica minuciosa nos ubican en un paisaje de influjo guaraní. Un machete le asegura defensa, aunque no parece necesitar protección. De movimientos rápidos y precisos, ajusta su instinto y en un instante captura el peligro que acecha entre las ramas. Sin perder ese sentido del humor mordaz que a veces nace de la fatalidad, nos mira, nos habla y nos deslumbra. Pregunta: “¿quién quiere comprar zapatos? Vos, reinita, que te veo la billetera abultada”. Los zapatos no se venden. ¿Qué le queda por vender? La música alegre del litoral, abrazo para sus penas.

La actriz y bailarina Gabriela Pastor moldeó este personaje y le pone cuerpo en el escenario. Nacida en Formosa, hija de maestrxs rurales, aprendió el idioma guaraní al escuchar a su madre y a su padre hablarlo con lxs alumnxs y también a través de sus abuelxs maternxs paraguayxs. “Paraguay tiene un encanto muy particular”, afirma ella. “El pueblo guaraní es guerrero, resistente y poderoso”.
El personaje de Perla apareció después de una experiencia frustrante: Gabriela fue convocada para participar en una película que iba a ser rodada en Paraguay y el director la excluyó por mensaje de whatsapp unos días antes de viajar a filmar. “Por suerte eso ya es anécdota. Gracias a ese dolor, a esa herida, escribí la obra. Me salvó y me sigue salvando”, cuenta orgullosa, ya que la obra viene girando desde hace años, pasando por teatros como Timbre 4 e incluyendo escala europea.
Las vivencias del territorio donde nació y creció, la lectura de los libros de Augusto Roa Bastos y la participación en el Laboratorio de creación I con el director, dramaturgo y docente Ricardo Bartis en el Teatro Nacional Cervantes en 2017 fueron algunos de los resortes que impulsaron Perla guaraní.
Acerca de la experiencia en el Laboratorio, Gabriela asegura que “fue un despliegue actoral enorme, una fuerza tan poderosa convocada en ese grupo de 35 actores y actrices en escena que terminó siendo La liebre y la tortuga” (una propuesta teatral presentada en el Centro de las Artes de la UNSAM). Los momentos fundantes de Perla aparecieron en ese Laboratorio. “Bartís nos pidió que pusiéramos en juego un material propio que nos prendiera fuego. Agarré un mapa viejo de América Latina y dos bolsas de zapatos, hice una pila y me subí encima: pronto estaba en ese territorio litoraleño, bajando por la ruta 11, describiendo ciudades y cantando fragmentos de canciones en guaraní”.
La obra en la que Gabriela se luce, que viene de España y también fue presentada en Asunción, está dirigida por Fabián Díaz, director, dramaturgo, actor y docente. Esta combinación de talentos más la participación del músico Juan Zuberman, quien con su guitarra aporta la cuota musical imprescindible para conectar con el territorio que propone la puesta, hacen de Perla guaraní una de las producciones más originales y destacadas de la escena actual.
Teatro Polonia, Fitz Roy 1475, CABA
Domingos 18 y 25 de mayo, 20 hs
Más info y entradas en @perlaguarani
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