Nota
Un revolucionario en guayabera
Gabriel García Márquez nació, en mi vida, como un consagrado total y absoluto. No tuve tiempo para compartirlo en la trinchera, no pude guardarlo en secreto, no alcancé a hacer de él un maldito o una luz en las tinieblas. Por Pablo Marchetti.
Por Pablo Marchetti, para lavaca.org
Gabriel García Márquez nació, en mi vida, como un consagrado total y absoluto. No tuve tiempo para compartirlo en la trinchera, no pude guardarlo en secreto, no alcancé a hacer de él un maldito o una luz en las tinieblas. Seguramente porque no tuve tiempo, porque su obra cayó en mis menos el mismo año en que su fama mundial se volvió fama galáctica y porque, por edad, no fue posible otro encuentro con este escritor descomunal. Aunque también es probable que haya sido su propia prosa, certera y apta para toda la humanidad, la que atentó contra la condición de autor de culto que yo andaba necesitando.
Era 1982 cuando mi profesora de castellano, Edith López del Carril, me hizo leer el libro de cuentos “Los funerales de la mamá grande”. “La López” era una profesora maravillosa, apasionada por la buena literatura, que contagiaba su pasión a todos quienes estábamos ávidos por leer y conocer. Era una liberal que, al llegar la democracia, pasó a formar parte de la dirección del Colegio Nacional de Buenos Aires, donde yo iba; radical en lo político y liberal en lo ideológico.
Una vez, ese mismo año, para un trabajo sobre recursos literarios, yo cité, como ejemplo de oda, una de las “Odas elementales” de Pablo Neruda. La López elogió mucho mi trabajo frente a toda la clase, por la certera que, según ella, había sido mi elección en cada una de las formas poéticas propuestas. “Y lo felicito por haber elegido a Neruda, Marchetti”, me dijo ante la mirada del resto de la división. “El hecho de que Neruda sea comunista, una ideología que no comparto en absoluto, no debe hacernos perder de vista el hecho de que Neruda es un gran poeta, y prohibirlo es algo que condeno absolutamente”.
La inclusión de Neruda en ese trabajo había sido un fino contrabando ético y poético de mi madre, que solía decir que no me había puesto a mí Pablo por Neruda pero que bueno, sus hijos tenían “los nombres de los más grandes poetas de América latina por esas cosas del destino”. Mi hermano se llama César y Vallejo y Neruda eran para mi vieja dos referentes poéticos absolutos. Así como García Márquez era un referente absoluto en la narrativa.
Cuando La López nos dio a leer “Los funerales de la mamá grande”, mi vieja leyó el libro conmigo. Yo no podía creer lo que leía. Recuerdo sobre todo el escalofrío sudoroso al leer “Un día de estos”, la venganza de un dentista que saca una muela sin anestesia. Lo comentamos y me dijo: “Bueno, ahora tenés que leer Cien años de soledad”. Ella lo había leído en los 60, cuando salió, y lo había vuelto a leer un par de veces más. Pero volvió a leerlo mientras yo lo devoraba, a los 14 años. Y lo comentamos juntos, claro.
Ese mismo año, a García Márquez le dieron el Premio Nobel de Literatura. El Nobel fue para La López un premio especialísimo. “¿Vieron quién ganó el Nobel?”, nos dijo la clase posterior a darse a conocer el galardón. Fue como si estuviera diciendo “ese es mi pollo” o, quién sabe, “yo no les doy a leer cualquier cosa, pendejos”. Era 1982 y aunque hoy parezca un delirio absoluto, García Márquez o Neruda eran nombres difíciles en las aulas de un colegio secundario donde te sancionaban por no llevar el uniforme reglamentario completo o tener el pelo largo. Sí, a mí ese año me sancionaron por tener el pelo largo. Realismo mágico.
Para mi mamá, el Nobel de García Márquez fue mucho más que ese modesto triunfo de la López en el aula: para mi vieja fue una segunda revolución cubana. O, puesto en acontecimientos contemporáneos, un nuevo sandinismo. Aunque en realidad García Márquez fue mucho más “cubano” que “nicaragüense”, por su gran amistad con Fidel Castro. Mi vieja me hizo leer el discurso de Estocolmo completo. Y la imagen García Márquez en guayabera para recibir el premio en Suecia pasó a ser la versión literaria de Fidel entrando en La Habana con el uniforme de comandante de la revolución.
Hubo en mi vida una segunda revelación de la obra de García Márquez: cuando, a los 20 años empecé a estudiar periodismo y leí sus textos reunidos en los libros “Textos costeños” y “Entre cachacos”. Yo creía que para unir literatura y periodismo había que hacer libros enormes como Operación masacre o A sangre fría. Y no, también en pequeñas grandes crónicas o en minúsculos textos se podía generar textos brillantes, que descollaban del resto y desbordaban cualquier pretensión carcelaria de un diario o una revista.
Esta segunda revelación me llevó a Prensa Latina, a Walsh, a un camino más íntimo y personal (de mi intimidad y de mi persona) que la obra exclusivamente literaria del colombiano. Insisto, para mí García Márquez siempre fue un consagrado. Un escritor brillante, pero también una institución. Y descubrirlo como un cronista ávido tanto de contar una historia como de ganarse la vida, en un contexto hostil y opresivo, lo hacía más humano.
Muchos años después (en 2010) viajé a Cartagena de Indias, a un congreso organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que él mismo fundó y de la que hacía tiempo era apenas un fantasma, una figura decorativa. Pasé cinco días en esa bellísima ciudad colombiana y me fui de Cartagena el 27 de octubre, el día que murió Néstor Kirchner.
Esa tarde, las autoridades de la FNPI nos invitaban a visitar el edificio de la Fundación, en el casco histórico de la ciudad, donde nos recibiría un hermano de Gabo. La cita era a las 16. Yo no pude ir porque mi avión salía a las 17. Pensé en cambiar el vuelo, pero cuando me enteré de la muerte de Kirchner decidí volver inmediatamente. Al otro día fui a la Plaza de Mayo y escribí una crónica para La Vaca. Todo bien con la FNPI, todo bien con el hermano de García Márquez, pero supuse que hacer periodismo era escribir sobre esa muerte y sobre esa manifestación popular en Buenos Aires.
Mi vieja había muerto en diciembre de 1999, once años antes de mi viaje al congreso de la FNPI. Creo que si ella estaba viva me hubiera quedado en Cartagena, hubiera ido a visitar la FNPI, hubiera saludado al hermano a cargo, que no era Gabo pero qué importaba, todo para poder contarle después “mamá, no sabés dónde estuve”. Porque mi vieja también era una institución y también estaba llena de amor. Mi vieja no era revulsiva ni ardía en trinchera alguna.
Mi mamá fue, en todo caso, una revolucionaria que lideró en mi vida una revolución institucional, no insurreccional. Como García Márquez, nunca fue maldita para mí, siempre tuvo una dulzura y una comprensión dignas del más común de los lugares comunes. Y era por eso que la amaba, era por eso que la admiraba y es por eso que hoy la extraño tanto. Y es por eso, creo, que me transmitió esa pasión intacta por García Márquez.
Descuento que si hoy me preguntaran por mi escritor favorito, si me consultara por mis ídolos o referentes literarios o periodísticos, no diría como primer nombre “García Márquez”. Como tampoco diría, si me dieran a elegir entre los acontecimientos más reveladores de mi vida, “haber conocido a mi mamá”.
Lo sé, somos jodidos. O, mejor, me hago cargo: soy jodido. No me caen bien ni los lugares comunes, ni las instituciones. Mis héroes, creo, están lejos de fundaciones, de honores, de premios y de millones de lectores. Hasta que vuelvo a leer una obra que me conmovió a los 15 años y compruebo que hoy resulta tan irresistible como entonces. Entonces respiro aliviado: Gabo sigue vivo mientras descansa en paz. Y mi mamá me ama.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar:
Nota
La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen
Una obra teatral que recurre al milagro como ingrediente imprescindible para una transformación. Un niño santo en un pueblo perdido. Su primera intervención paranormal desata furor y de todas partes van a suplicarle lo imposible. La transfiguración de Miguelito Pepe es un unipersonal con la dramaturgia y dirección de Martina Ansardi en el que el actor Tuco Richat se pone en la piel de varios personajes que dialogan con lo sagrado y lo profano. Este viernes 30 de mayo a las 20.30 podés ver en MU Trinchera Boutique la primera de tres funciones.
Por María del Carmen Varela.
La transfiguración de Miguelito Pepe gira en torno a un fenómeno que sucede en un pueblo norteño. Miguelito, un niño de Famaillá, se convierte de la noche a la mañana en la gran atracción del pueblo. De todas partes van a conocerlo y a pedirle milagros. En todo el pueblo no se habla de otra cosa que del niño santo, el que escucha los pedidos de quien se le acerque y concede la gracia.
La obra tiene dramaturgia y dirección de la activista y artista travesti Martina Ansardi, directora teatral, actriz, bailarina, coreógrafa y socia de Sintonía Producciones, quien la ideó para que fuera itinerante.
Se trata de un unipersonal en el que el actor Tuco Richat se luce en varios personajes, desde una secretaria de un manosanta que entrega estampitas a quien se le cruce en el camino, una presentadora de televisiòn exaltada a un obispo un tanto resentido porque dios le concede poderes a un changuito cualquiera y no a él, tan dedicado a los menesteres eclesiásticos.
La voz de la cantante lírica Guadalupe Sanchez musicaliza las escenas: interpreta cuatro arias de repertorio internacional. A medida que avanza la trama, Richat irá transformando su aspecto, según el personaje, con ayuda de un dispositivo móvil que marca el ritmo de la obra y sostiene el deslumbrante vestuario, a cargo de Ayeln González Pita. También tiene un rol fundamental para exhibir lo que es considerado sagrado, porque cada comunidad tiene el don de sacralizar lo que le venga en ganas. Lo que hace bien, lo merece.
Martina buscó rendir homenaje con La transfiguraciòn de Miguelito Pepe a dos referentes del colectivo travesti trans latinoamericano: el escritor chileno Pedro Lemebel y Mariela Muñoz. Mariela fue una activista trans, a quien en los años `90 un juez le quiso quitar la tenencia de tres niñxs. Martina: “Es una referenta trans a la que no se recuerda mucho», cuenta la directora. «Fue una mujer transexual que crió a 23 niños y a más de 30 nietes. Es una referenta en cuanto a lo que tiene que ver con maternidad diversa. Las mujeres trans también maternamos, tenemos historia en cuanto a la crianza y hoy me parece muy importante poder recuperar la memoria de todas las activistas trans en la Argentina. Esta obra le rinde homenaje a ella y a Pedro Lemebel”.
Con el correr de la obra, los distintos personajes nos irán contando lo que sucedió con Miguelito… ¿Qué habrá sido de esa infancia? Quizás haya continuado con su raid prodigioso, o se hayan acabado sus proezas y haya perdido la condición de ser extraordinario. O quizás, con el tiempo se haya convertido, por deseo y elección, en su propio milagro.
MU Trinchera Boutique, Riobamba 143, CABA
Viernes 30 de mayo, 20.30 hs
Entradas por Alternativa Teatral

Nota
Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro

Una actriz que cautiva. Una historia que desgarra. Música en vivo. La obra Perla Guaraní volvió de la gira en España al Teatro Polonia (Fitz Roy 1475, CABA) y sigue por dos domingos. El recomendado de lavaca esta semana.
Por María del Carmen Varela
La sala del teatro Polonia se tiñe de colores rojizos, impregnada de un aroma salvaje, de una combustión entre vegetación y madera, y alberga una historia que está a punto de brotar: Perla es parte de una naturaleza frondosa que nos cautivará durante un cuarto de hora con los matices de una vida con espinas que rasgan el relato y afloran a través de su voz.
La tonada y la crónica minuciosa nos ubican en un paisaje de influjo guaraní. Un machete le asegura defensa, aunque no parece necesitar protección. De movimientos rápidos y precisos, ajusta su instinto y en un instante captura el peligro que acecha entre las ramas. Sin perder ese sentido del humor mordaz que a veces nace de la fatalidad, nos mira, nos habla y nos deslumbra. Pregunta: “¿quién quiere comprar zapatos? Vos, reinita, que te veo la billetera abultada”. Los zapatos no se venden. ¿Qué le queda por vender? La música alegre del litoral, abrazo para sus penas.

La actriz y bailarina Gabriela Pastor moldeó este personaje y le pone cuerpo en el escenario. Nacida en Formosa, hija de maestrxs rurales, aprendió el idioma guaraní al escuchar a su madre y a su padre hablarlo con lxs alumnxs y también a través de sus abuelxs maternxs paraguayxs. “Paraguay tiene un encanto muy particular”, afirma ella. “El pueblo guaraní es guerrero, resistente y poderoso”.
El personaje de Perla apareció después de una experiencia frustrante: Gabriela fue convocada para participar en una película que iba a ser rodada en Paraguay y el director la excluyó por mensaje de whatsapp unos días antes de viajar a filmar. “Por suerte eso ya es anécdota. Gracias a ese dolor, a esa herida, escribí la obra. Me salvó y me sigue salvando”, cuenta orgullosa, ya que la obra viene girando desde hace años, pasando por teatros como Timbre 4 e incluyendo escala europea.
Las vivencias del territorio donde nació y creció, la lectura de los libros de Augusto Roa Bastos y la participación en el Laboratorio de creación I con el director, dramaturgo y docente Ricardo Bartis en el Teatro Nacional Cervantes en 2017 fueron algunos de los resortes que impulsaron Perla guaraní.
Acerca de la experiencia en el Laboratorio, Gabriela asegura que “fue un despliegue actoral enorme, una fuerza tan poderosa convocada en ese grupo de 35 actores y actrices en escena que terminó siendo La liebre y la tortuga” (una propuesta teatral presentada en el Centro de las Artes de la UNSAM). Los momentos fundantes de Perla aparecieron en ese Laboratorio. “Bartís nos pidió que pusiéramos en juego un material propio que nos prendiera fuego. Agarré un mapa viejo de América Latina y dos bolsas de zapatos, hice una pila y me subí encima: pronto estaba en ese territorio litoraleño, bajando por la ruta 11, describiendo ciudades y cantando fragmentos de canciones en guaraní”.
La obra en la que Gabriela se luce, que viene de España y también fue presentada en Asunción, está dirigida por Fabián Díaz, director, dramaturgo, actor y docente. Esta combinación de talentos más la participación del músico Juan Zuberman, quien con su guitarra aporta la cuota musical imprescindible para conectar con el territorio que propone la puesta, hacen de Perla guaraní una de las producciones más originales y destacadas de la escena actual.
Teatro Polonia, Fitz Roy 1475, CABA
Domingos 18 y 25 de mayo, 20 hs
Más info y entradas en @perlaguarani
- Revista MuHace 1 día
Mu 204: Creer o reventar
- Derechos HumanosHace 3 semanas
Memoria, verdad, justicia y Norita
- MúsicasHace 2 semanas
Susy Shock y Liliana Herrero: un escudo contra la crueldad
- #NiUnaMásHace 3 semanas
Caso Lucía Pérez: matar al femicidio
- Mu202Hace 4 semanas
Comunicación, manipulación & poder: política del caos