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A cielo abierto
La experiencia de Camino Abierto, en Carlos Keen. Es el hogar de chicos judicializados, es una granja, una huerta, una posada, un restaurante y una escuela de cocina consciente. Es el espacio donde los más jóvenes desarrollan talentos y juegos, y los adultos que llegan cada fin de semana exhalan la ansiedad y absorben sabores elaborados con otro sistema de producción. Ecología, sustentabilidad y buena onda, más opciones para poder crear un futuro diferente.
Hace 4 años contamos la historia del restaurante Los Girasoles de Carlos Keen y la Fundación Camino Abierto a través de la historia de Micki, uno de los chicos “judicializados” (bajo seguimiento de un juez) que vivían y trabajaban en el lugar. De estar en la calle, Micki había pasado a ser un sofisticado chef que conocía el camino de la huerta a la mesa y deleitaba con sus platos a las familias que se acercaban todos los domingos. Hoy, Micki no está: se independizó y hace panes que el restaurante compra, mientras construye su propia casa. Esa es la medida del éxito de todo este proyecto.
En la cocina ahora están Walter, Emanuel y otros cinco chicos y chicas haciendo milanesas rellenas. “El sábado hay un casamiento”, explican de la labor de entre semana, ya que el restaurante abre al público sólo sábados y domingos. De pronto, una tortilla de papa gigante emerge del horno de barro lista para comer; aparecen bandejas con cordero y lomo al strogonoff. “¿Almuerzan con nosotros?”, invitan. Parece una cena de Navidad, pero es un jueves al mediodía.
Comida = energía
En estos cuatro años a esta parte, el restaurante Los Girasoles fue creciendo al ritmo de la demanda: debieron construir una carpa para 100 personas, que los días de calor refrigeran echándole agua en los techos, para evitar el uso de aparatos de aire acondicionado.
Hoy hacen un promedio de 800 cubiertos por semana. Además, fueron modificando la oferta de platos, a partir de observar a los clientes que vienen a calmar la psicosis urbana: “Tuvimos que cambiar la manera de armar el menú porque notábamos la ansiedad de la gente: cuando se sienta en la mesa tiene que tener algo para comer, no puede esperar”, dice Hugo Centineo, uno de los responsables del proyecto.
Comer ravioles de borraja, bondiola al horno de barro o fideos de albahaca con salteado de conejo no es en Los Girasoles únicamente una experiencia gastronómica, sino terapéutica: “La gente viene muy ansiosa, pero le empezás a dar de comer y se transforma. La comida es energía”, dice Susana Esmoris, fundadora de este milagro.
La teoría de Susana plantea a la cocina no sólo como un conjunto de recetas y técnica, sino de “algo más”: “No sólo es lo que servís, sino todo el proceso: lo que no se ve, pero se percibe. Si vos hacés una comida de mala gana y encima la servís con mala onda, la persona va a comer la mala gana y la mala onda. Yo lo he experimentado y lo veo: las amas de casa que no tienen ganas de cocinar y hacen cualquier cosa para salir del paso crían chicos enfermos”. En Carlos Keen las sonrisas están comprobadas y la buena onda chequeada por altas fuentes, sin perder la seriedad y la concentración en el trabajo: “Acá la gente siempre dice que las mozas atienden felices, que hay una onda especial en la cocina. Es el resultado del trabajo en equipo”, dice Susana. Para ella, esta forma de tomarse la cocina y la vida se resume en una metáfora intestinal: “Hacerlo desde las tripas”.
Cocina Consciente
La teoría energética del comer se tradujo en 2013 en un proyecto de formación profesional llamado Cocina Consciente. La idea fue formar cocineros con un panorama amplio de la alimentación y su relación con la salud, con las premisas naturales y agroecológicas. Susana: “El chef tiene que saber todo el proceso de los alimentos, no que le traigan un paquete con ricota y ya”.
El proyecto se ideó junto al chef cómplice Martiniano Molina, quien acercó a una instructora que forma parte del equipo de la escuela Gato Dumas, y fue avalado por el Ministerio de Trabajo con títulos oficiales. Los tres cursos dictados (Cocina, Pastelería y Huerta orgánica) eran gratuitos y abiertos, y trazaban el circuito que va desde las técnicas de la huerta y la cría de animales de granja hasta el procesamiento de los insumos que se elaboran para el plato de comida. Walter, cocinero del restaurante, fue uno de los alumnos: “Era todo práctico, trabajábamos en grupos haciendo platos que nos proponía la instructora”, cuenta.
La formación estuvo orientada a lo técnico de la cocina: “Los chicos tienen que saber técnica, luego pueden jugar”, sostenía la instructora. Susana agregó la filosofía de Los Girasoles: “Yo pasaba por las clases y les decía: ¡pongan actitud! No es sólo revolver una cosa”. Con el aliento de Susana y el ecosistema de Carlos Keen se fue instruyendo a la instructora: “Se dio cuenta de que no podía usar calditos ni pedir tomates en invierno –dice Hugo–. La idea es que los chefs cuando vienen acá se den cuenta de que hay que tener una huerta propia”.
Saber qué estamos tragando, de dónde viene y cómo se hace no es para Susana un aprendizaje culinario: “Todo en la vida hay que hacerlo consciente”.
Vivir consciente
Esto que parece casi místico, en Carlos Keen es práctico y evidente. Luego de almorzar, los cocineros vuelven a la cocina a seguir los preparativos del casamiento. Los más chicos van volviendo del colegio y se suman a las tareas: plantan semillas en envases de plástico pequeños, el paso previo a la tierra firme. Y otros, como Luciano, 9 años, trabajan en la huerta con una planta de morrón mientras escuchan folklore.
En la Fundación viven actualmente 16 chicos. Algunos pocos trabajan en el restaurante, pero todos ayudan con las tareas diarias. Aprenden estos oficios como parte del proceso de independización que contempla su seguimiento judicial –como enseña el caso de Micki– en un marco natural y saludable. El silencio de la concentración de cada chico es decorado por el canto de los pájaros, e interrumpido nomás por alguna que otra guitarra. “La mayoría sabe música”, cuenta Hugo. “Tocan la guitarra y alguno que otro el violín. También hay algunos que no sabés cómo dibujan…”. Otras formas de pasar el tiempo: “Juegan a la bolita, a la escondida, andan en bicicleta, van al arroyito”.
Lo que falta en la rutina de estos pibes creativos está claro: la televisión y la computadora. “El otro día vinieron del ANSES –relata Susana– diciendo que iban a apelar a la justicia porque yo no quiero computadoras acá. La mujer quería convencerme de que los chicos tienen derecho al acceso a Internet… Le digo ´vení’ ; y abro la puerta: justo en una pieza estaban tocando el violín, la guitarra… Esto es lo que quiero para los pibes. Que desarrollen su creatividad, su talento natural”. Hugo: “Y que después, cuando están fortalecidos, que elijan lo que quieran”.
Cómo sería entonces la vida inconsciente: “La más fácil: llegan del colegio y los pongo frente a una tele, comen un sánguche, y después les doy la computadora hasta que se duerman”.
Calidad de vida o producción
Este mundo inconsciente también genera enfermedades y muertes. Susana: “Leí en la revista de ustedes que murió un nene de 4 años en Corrientes por el pesticida de los tomates. ¿Qué estamos haciendo?” Hugo complejiza la discusión: “La pregunta es: o mejor calidad de vida o mayor producción de tomates. Y la mayor producción tiene un final trágico”.
Frente a los fantasmas de la tecnocracia que indican a la huerta como un lugar de excesivo trabajo, Hugo dice: “La gente piensa que es muy difícil, pero no es así. Si uno deja que actúe la naturaleza, y la sintoniza y la acompaña en sus ritmos, es fácil”. Hugo señala la huerta de mil especies, la granja con chanchos, vacas, gallinas, pavos, ovejas y cabras, el panal de abejas, los conejos, el lago con patos y peces: “El consejo es tener toda la variedad posible de especies vegetales y animales. Todo: peces, colmenas, pájaros. Así se produce el ciclo perfecto, cierra el círculo y todo alimenta a todo”. Entonces enseña los desechos de la huerta, que son la comida de los animales de granja; lo que estos defecan se utiliza como humus que vuelve a ser abono para la tierra. Los peces de la laguna, otro ejemplo, comen los huevos de mosquito y eliminan a esta especie del ambiente de la granja. Otra clave: “En el concepto de la huerta orgánica el insecto tiene que estar, no ser eliminado: la asociación de especies te da una armonía natural, se controlan entre sí. La problemática del monocultivo es que la planta está indefensa en la naturaleza, está sola”.
Cuando está bien acompañada, en cambio, la naturaleza trae invitados sorpresa: “Nos dimos cuenta de que aparecen especies que están en extinción que uno no plantó; la naturaleza está ansiosa de reponerse. Tenemos borraja, verdolaga, hortiga, cosas que las nuevas generaciones no las escucharon ni nombrar”.
El cambio
Los Girasoles, además de restaurante, funciona como un imán de gente interesada en la ecología, en la salud, en la educación y todo eso junto: tienen un circuito aceitado de agro-turismo, pero también de escuelas y centros de jubilados que van a almorzar y pasar el día. Es decir: por Los Girasoles pasa gente de todos los lugares y edades. Con ese termómetro, Hugo y Susana sentencian: “Está habiendo un cambio”.
A lo que se refieren, claro está, no es a los enroques políticos de gabinete, sino a estos niveles de conciencia e inconciencia: “Cada vez más gente nos pregunta cómo hacer para tener una huerta en el fondo de su casa y autoabastecerse”, dice Hugo. Para él esto tiene una relación directa con la información: darnos cuenta de qué estamos tragando. “La gente se está informando y se da cuenta que está mal alimentada, se da cuenta con las reacciones que tienen físicamente”.
Susana coincide: “Cada vez más gente se está acercando no a una dieta vegetariana, sino a una dieta natural, saludable, que es distinto. Nosotros tenemos clientes vegetarianos, veganos, pero la mayoría busca una comida equilibrada: un poco de bondiola, pero acompañada con ensalada de la huerta, o algún flancito de zapallo”. (Nota: si la baba se le está cayendo por favor corra la revista).
Los chefs también son efecto y parte de este cambio: “Todos los grandes de la cocina tradicional como Narda Lepes o Dolly Yrigoyen, que cuando vinieron acá ponían a la carne o el pollo como plato principal, ahora están dando un viraje. Dicen “no a la carne de feedlot” y enseñan cómo identificar cuál es, y dicen que hay que comer un 20% de carne y lo demás cereales y ensaladas, no a la Coca-Cola, sí a los jugos naturales”.
En Los Girasoles piensan reforzar la apuesta a la cocina consciente el año que viene, experimentando nuevas formas de alimentación todavía más saludables. “Estoy investigando cómo hacer postres sin azúcar”, dice Susana, y su espíritu inquieto aventura otros nuevos descubrimientos. Además, piensan orientar la formación a las cocineras de las escuelas del pueblo, que alimentan cientos de chicos.
Walter, uno de los jóvenes cocineros, ya organizó experiencias en las escuelas de Carlos Keen (“ken” y no “kin” para los lugareños): “Hicimos huertas en las dos escuelas. Una se cayó porque no la regaban lo suficiente y no había voluntad, pero la otra todavía está y las profesoras se llevan lechuga, hacen mostaza”.
En Los Girasoles creen que los protagonistas del cambio son estos jóvenes. Hugo: “Los chicos todavía tienen la curiosidad de aprender algo nuevo, de cambiar las cosas”.
Con sólo mirar alrededor, aquí, eso parece cierto.
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