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Volver al futuro: Santiago Sarandón
Es el creador de la primera Cátedra de Agroecología del país y uno de los mayores difusores del tema. Después de años de navegar contra la corriente, asegura que estamos en “un momento único”, y que hay un colapso del modelo de producción. Un nuevo paradigma de pensamiento que propone otros estilos de ciencia, produccón y vida.Por Sergio Ciancaglini
Sobre el escritorio hay publicaciones científicas, documentos académicos y un cacho de bananas argentinas.
Las bananas crecen en un rincón silvestre de la Facultad de Ciencias Agrarias y Forestales de La Plata, institución en la que crece también la idea de que algunas cosas que están gestándose en el presente significan una revolución.
“Ahora hay que esperar a que maduren, pero son más ricas que las que se importan”, informa sobre esas bananas todavía verdes el ingeniero agrónomo Santiago Sarandón, creador y titular de la primera Cátedra de Agroecología que hay en el país como materia obligatoria de una facultad. “Las importadas lucen más, pero tenemos un prejuicio visual con los alimentos. La agroecología busca también eso: que aprendamos a mirar de otro modo”.
Fundada en 1999 y en funciones desde 2001, la Cátedra de Sarandón empezó a navegar a contracorriente del modelo de producción de transgénicos, monocultivos y fumigaciones celebrado mediática y políticamente como el salvavidas que le permitió al país salir de la crisis. Los años han permitido sospechar que el salvavidas sirve para pocas personas y corporaciones, no soluciona la situación de los países con tendencia al naufragio, y se convierte –alquimia típicamente criolla- en un salvavidas de plomo.
“El modelo no era sostenible, y eso lo podía entender cualquiera que conociera cómo funcionan los mecanismos de la naturaleza”, dice Sarandón, cuyos trabajos ya advertían hace 20 años el inexorable crecimiento de las llamadas “malezas” y el incremento de pesticidas (en volumen fumigado y costos) para intentar exterminarlas, logrando el efecto contrario. Del resultado de esta guerra dio cuenta el diario contrainformativo Clarín este año a través de una columna que es una confirmación del fracaso, titulada: “La venganza de los yuyos”.
Pensamiento mágico, o más bien irracional: como si los yuyos fueran seres rencorosos o conspiradores complotados, caso del Amarantus Hybridus, más conocido en los campos por su nombre de guerra: yuyo colorado.
“Vos leés ese artículo y es como si las cosas pasaran porque los yuyos son malos, y no porque hay un error del modelo productivo”, explica Sarandón. “Todo esto era totalmente previsible. Y pasó lo que dijimos que iba a pasar”.
Una posible secuencia:
Ante el aumento de resistencias (plantas que los venenos no podían terminar de matar), los monocultivos transgénicos como la soja pasaron de necesitar 3 litros por hectárea de pesticidas como el glifosato, a 12, combinados con productos cada vez más fuertes e incluso prohibidos para lograr efecto.
De un promedio de gasto de estos insumos de 20 dólares por hectárea, se llegó a 130. El esquema dejó afuera a una cantidad cada vez mayor de productores, y tuvo todos los efectos ya conocidos de contaminación y enfermedades además de vaciamiento y deterioro de los suelos.
Las mal llamadas malezas (que en realidad son vegetación espontánea) crecieron desde la casi nada inicial de fines de los 90, a unas 33 especies actuales que hacen que Aapresid (la asociación de siembra directa que reúne al sector sojero) emita a través de su Red de Manejo de Plagas (REM) constantes “alertas rojas”, para no desentonar con el color de los yuyos.
El problema de fondo, dice el profesor Sarandón, puede describirse a través de dos modelos conceptuales:
- “Uno es el modelo que percibe a la Naturaleza como algo ajeno, inagotable, que hay que controlar según se nos ocurra, que se puede manipular de cualquier modo y sin consecuencias”.
- “Dentro de ese modelo no hay solución, porque el propio paradigma que están aplicando es el que generó el problema”.
- “La única variante es otro modelo. Cambiar de enfoque, de lógica. O sea: una revolución del pensamiento”.
No te aburras nunca
No deja de asombrarse frente al crecimiento de esa palabra difícil: agroecología: “Lo que está pasando supera exponencialmente las expectativas que podía tener cuando empezó todo esto”. ¿Cuándo empezó todo esto?
Se recibió Sarandón como ingeniero agrónomo en 1980 en esta misma facultad platense. Hizo la carrera docente y llegó a la materia Cereales en los 90.
Según la Ley de Murphy, algo falló: “Me aburría. Escribía investigaciones, papers, artículos para publicaciones científicas. Pero sentía una rutina en la que hacía experimentos, probaba fertilizantes, publicaba trabajos, pero, ¿para qué servía realmente? Era para la vanidad, pero no para hacer algo concreto. No había entusiasmo, ni pasión. Una vez hablamos con unas compañeras y compañeros: si uno desaparece, ¿qué deja como trabajo? ¿Cuál es nuestro aporte real al conocimiento?”
El joven Santiago tenía dos ecólogos cerca: su hermano y su entonces esposa. “La ecología me hizo ver a la agronomía con una perspectiva nueva. Con otra lógica, que no era la de recetar productos sino la de entender procesos complejos: una ecología de los sistemas agrícolas”.
Es un entusiasta de las novelas policiales (los comisarios Montalbano y Wallander andan en su biblioteca resolviendo crímenes gracias al italiano Andrea Camilieri y al sueco Henning Mankell), pero en aquel momento pasó a la bibliografía de otro tipo de investigador: el chileno Miguel Altieri, uno de los pioneros de la agroecología. “Decía que muchas prácticas de productores casi marginales, ancestrales, familiares, tenían lógica si se las miraba científicamente. Y podían manejar una complejidad que los propios agrónomos ya no percibían a fuerza de simplificar todo con recetas químicas”.
Armó Sarandón grupos de trabajo y lectura con biólogos, ecólogos y agrónomos. “Vi el valor de la complementación de enfoques, cómo nos enriquecíamos con la mirada de alguien que venía de otro saber”, recuerda sobre aquellos policultivos mentales. “Fue un modo de salir de un reduccionismo cada vez mayor. Nadie nos había pedido eso, pero nos habíamos transformado en agrónomos químicos”.
Otro hallazgo: “El científico debe cumplir ciertas normas, entre ellas la producción o productividad que se demuestra con publicaciones y papers. De a poco, la lógica ya no es hacer ciencia sino publicar, porque si no, no hay reconocimiento académico. No puedo distraerme con nada que no sea publicar un paper. Entonces algo más complejo y verdaderamente científico, capaz que se deja de lado porque no me sirve para el paper del mes que viene”.
Diagnóstico: “Lo cómodo es quedarte donde estás. Cambiar es un desafío, y más si vas hacia algo desconocido, complejo, donde te empiezan a mirar raro”.
Sarandón eligió el desafío. La velocidad de su hallazgo y el interés del entonces decano Guillermo Hang permitieron que ya en 1999, a tres años de la inoculación de los transgénicos en el país fumigados con glifosato, se creara la cátedra de Agroecología en La Plata, a cargo de un agrónomo que había logrado vencer el aburrimiento, la rutina anti-científica, y había recuperado la pasión.
¿A quién hay que hablarle?
¿Qué descubrió el joven Sarandón en la agroecología? “Que es un nuevo modo de hacer agronomía. Combina lo agrario y lo ecológico, e intenta comprender cómo funcionan los sistemas para no tener que utilizar químicos y minimizar insumos que puedan suplantarse con procesos agroecológicos. O sea: significa apoyarse en la biodiversidad de especies y en nuevos diseños de los campos para mejorar los suelos y controlar las plagas con mecanismos ecológicos”.
La biodiversidad es entonces una de las claves que evitan el uso de pesticidas. Una asociación de cultivos que permite cuidar y nutrir los suelos y que esos cultivos se potencien mutuamente. “El modelo convencional, productivista, donde todo es una mercancía, no entiende cómo funciona biológicamente el sistema. Por eso aplica venenos y considera que es la única manera posible de lograr rendimientos. Estamos en una agricultura insumodependiente. Pero en un ambiente natural no hay plagas. ¿Cuál es el secreto? La agroecología estudia la Naturaleza para diseñar sistemas agropecuarios en base a esa biodiversidad. Eso me permite reemplazar insumos. O si lo miro al revés: los sistemas de monocultivo, sin diversidad, y de insumos químicos, generaron las condiciones para que aparezcan las plagas”.
En el libro al que puede accederse libre y gratuitamente en Internet Agroecología: bases teóricas para el diseño y manejo de agroecosistemas sustentables, de Sarandón y Cecilia Flores se explican en profundidad los mecanismos biológicos que favorecen las “plagas” y las “malezas” como consecuencias inevitables de los sistemas de monocultivo, que generan plantas vulnerables y no sanas, que incitan a su vez a incrementar las dosis de agrotóxicos para “protegerlas” y empeoran la situación. Se describen también criterios para el manejo de la biodiversidad como rotaciones, policultivo y corredores vegetales. Sarandón: “Todo lo que el agro convencional ve como problemas, son en realidad los síntomas. El síntoma es la plaga. El problema es el mal diseño de la producción. La agroecología apunta a resolver el problema, cambiando el modelo”.
Todo esto puede parecer técnico, y lo es, pero al hablar de “cambiar el modelo” todo lo relacionado con la agroecología salta de nivel, cuestión que ya había vislumbrado el científico Andrés Carrasco en su última aparición pública antes de su fallecimiento (mayo de 2015). En la Facultad de Medicina de la UBA, Carrasco contó que una periodista de la BBC le había preguntado qué pasaría si les pusieran reglas a las fumigaciones. “Se acabó el modelo”, fue la respuesta del científico: “El modelo es plata”. Agregó: “En la medida que uno empiece a poner presión sobre las recetas, los usos, las mezclas, los aviones, se acabó. El modelo es consustancialmente perverso porque habilita a usar todos los insumos del propio modelo, ad libitum (a voluntad)”. ¿Por qué no les ponen normativas? “Porque no les conviene a los gobiernos ni a las empresas involucradas en proveer los insumos o exportar los productos”, explicó Carrasco.
Suma ahora Sarandón: “Estamos viviendo un momento único. ¿Por qué? Porque hace 10 años, cuando vos querías hablar sobre esto, te encontrabas con que eras minoría; planteando un modelo contrahegemónico, un modelo que no es el que se aprende en las universidades, reduccionista y simplificador, como recetas de cocina. Entonces lo que aprendimos fue a argumentar, buscar información, ser sólidos. Y convencer a los no convencidos”.
¿Qué es “cida”?
La agroecología diseñó un estilo de comunicación del que mucho se puede aprender: “Entendimos que se necesita un lenguaje claro pero no agresivo para explicar, para convencer a los productores, los agricultores, los consumidores. Nosotros sabemos lo que queremos: desplazar el modelo hegemónico, que nos parece insostenible, por un modelo que es mucho más racional y sano desde todo punto de vista. Pero los que están en el modelo convencional nunca tuvieron que explicar nada porque ya están, ya son hegemónicos. Entonces, no tienen la capacidad de argumentar, nunca la desarrollaron. Y hoy, cuando quieren explicar lo que hacen, usan argumentos totalmente primitivos y burdos”.
Ejemplo de lo burdo: sin este modelo no se puede dar de comer a la humanidad. O la curiosa idea de que sin pesticidas no se puede producir alimentos. Sarandón: “Falso. Una persona necesita 2.400 kilocalorías para vivir y el mundo hoy produce 2.800 per cápita. Quiere decir que el problema es de distribución de alimentos, no de producción. Además se pusieron a hacer agrodiésel: ¿no era que había que producir más alimentos? Son solo discursos. Además: ¿d4ónde está el paper científico que demuestra que no se puede producir sin pesticidas? Hace años que pido que alguien me traiga un trabajo que demuestre eso, pero no existe ninguno que diga semejante cosa”.
Al revés, existen miles de experiencias que demuestran que sí se puede producir de un modo sano y eficiente. “Basta con que haya una. Es como la teoría del cisne: todos los cisnes son blancos, hasta que vi un cisne negro. Automáticamente no es cierto que todos los cisnes sean blancos. Con esto pasa lo mismo, y hay mucho más que un caso de desarrollo agroecológico. Pero el modelo y las universidades siguen manteniendo verdades consolidadas, freezadas, sin argumentos. Creo que ahora uno puede decir: eso que ustedes dicen no es científico. Ahora somos nosotros los que hemos generado información, publicaciones y debates que hacen visible y comprensible el colapso del actual modelo”.
Corolario: “No es que hay una mala aplicación de una buena idea, sino que la idea misma no sirve”.
Sobre el lenguaje, Sarandón es de los que prefiere no utilizar la palabra agrotóxicos: “Son tóxicos, obviamente. Pero quiero que me sigan escuchando o leyendo los no convencidos. Y al usar esa palabra sé que me dejan fuera, cuando lo que necesito es que me entiendan, que podamos reflexionar. Por eso sí utilizo la palabra pesticida, que es el nombre de los propios productos: herbicidas, insecticidas. El sufijo ‘cida’ significa algo que mata. El eufemismo es decirles ‘fitosanitarios’, ‘protectores de cultivos’ o ‘remedios’. Eso es peligroso porque da la idea de que un ‘remedio’ lo podés guardar en el botiquín del baño, y no: estos son venenos. Los pesticidas están hechos para eliminar o exterminar formas de vida”.
El siguiente paso del razonamiento apunta a las llamadas “buenas prácticas agrícolas”: “Al entender el rol de los pesticidas, se puede romper el mito que quieren instalar sobre que las consecuencias de contaminación o daño a la salud se deben a la mala aplicación de los productos. Te dicen que los efectos dependen de las dosis de los productos, y que hasta la sal en exceso mata. En realidad, es una forma de ocultar y engañar, porque la sal no es un producto que tenga como finalidad matar. Los pesticidas, en cambio, no es que matan formas de vida si se usan mal, sino que el objetivo mismo de la molécula, por definición, es matar”.
Fumigar es de machos
Sostiene Santiago que la toxicidad de los productos que contaminan aire, suelo, aguas alimentos y vidas de medio país no se mide. “Se habla solo de la toxicidad aguda, la letal, pero no se tienen en cuenta los efectos crónicos. Estoy en contacto con los pesticidas, no me muero, pero años después aparece un cáncer, un tumor. Pero además hay un capital simbólico, una imagen, que minimiza la peligrosidad y que tiene que ver con cierto machismo. Productores de tomates me han dicho: ‘No nos hace nada, ya estamos acostumbrados’. Eso no existe, se están muriendo. Pero lo dicen como si pensar lo contrario fuera cosa de flojos, de mariquitas. Es un machismo que explica muchas de las cosas que ocurren en el país”.
Sarandón es uno de los fundadores de la Sociedad Argentina de Agroecología (SAAE), que en septiembre, en Mendoza, organizará su Primer Congreso Nacional. “Para mí eso forma parte del crecimiento exponencial que estábamos mencionando antes”.
Los signos comenzaron en los 90, con experiencias que han resultado contagiosas como la Granja Naturaleza Viva de Guadalupe Norte, en Santa Fe (agroecología intensiva e industrialización de productos) o La Aurora (Benito Juárez), establecimiento agropecuario señalado por la FAO como modelo agroecológico a nivel mundial.
Además, hace ya 6 años otro ingeniero agrónomo y ex alumno de Sarandón, Eduardo Cerdá, creó la RENAMA (Red Nacional de Municipios y Comunidades que fomentan la Agroecología), que reúne ya 14 municipios, 160 productores, 87.000 hectáreas y unos 80 profesionales volcados a la agroecología.
Otro signo: la Unión de Trabajadores de la Tierra, el mayor gremio de agricultores del país, cuenta ya con 200 hectáreas agroecológicas para la producción de frutas y verduras, cifra en crecimiento constante, que hoy abastecen a unas 40.000 familias que pagan lo mismo o menos que en las verdulerías convencionales, pero permiten al productor una ganancia que se acerca al triple o cuádruple, según el caso, confirmando que la agroecología implica un nuevo modelo conceptual, de producción, y también de vida.
“Todo este crecimiento era impensable hace pocos años. Por eso uno es feliz viendo esto. La felicidad es una palabra que también recuperó la agroecología, y lo podés notar apenas hablás con los productores y productoras. O tranquilidad. Y eso pasa con los consumidores que empiezan a acceder a productos agroecológicos: cuando empezás, no hay vuelta atrás”.
Cree Sarandón que la agroecología ha pasado por tres etapas frente a los grupos dominantes: “Primero, nos ignoraban. Luego vino el antagonismo, y no lograron nada. Y hoy están por la cooptación: empiezan a querer usar el término porque tiene prestigio, tiene un valor. Desde nuestro punto de vista es un triunfo, porque se instaló el tema y le dimos presencia. Pero hay que tener cuidado porque van a querer vaciar el término de su contenido, van a querer convertirlo en una palabra sin sentido”.
¿Quiénes se oponen a esta idea? “Los que fabrican y venden insumos, los que asesoran en el uso de insumos, el statu quo de las universidades, los intereses de las empresas que ofrecen viajes, congresos, reconocimiento. Pero apareció un actor inesperado: los pueblos. La gente que dijo: basta, este modelo resulta insoportable. Y ahí aparecen los elementos de la agroecología que le dan un sentido profundo: el componente fuertemente ético, y la búsqueda de lo socialmente justo”.
Al hablar de ética, palabra en peligro de extinción, Santiago se refiere a discriminar lo que es correcto de lo que no lo es. A hacer lo que corresponde. “¿Podemos como generación usufructuar los recursos y degradarlos para ganar dinero, a costa de las generaciones futuras? Porque esas generaciones hoy no están aquí, pero es a las que estamos dañando inexorablemente. La agroecología está proponiendo desarrollar sistemas compatibles con ambas cosas: que la generación actual pueda vivir, ganar dinero, hacer su vida, y que a la vez deje un ambiente de calidad a las generaciones que vienen”.
El aspecto socialmente justo tiene que ver con la agricultura familiar. “La agroecología reivindica como bueno al modelo del agricultor familiar, que reúne al 70 % de los agricultores del país, y es responsable de la elaboración del 70% de los alimentos que se consumen. Esa gente tiene que seguir en el campo, hay que generarle buenas condiciones porque ahí está el futuro”.
¿Por qué estos temas son inexistentes en la autodenominada “agenda política”? “Lo ambiental en general está ausente. Los políticos no lo ven. Como piensan en períodos electorales de dos o cuatro años, les interesa tener la soja, sacar plata de ahí, repartirla y no hacerse problema. Ese modelo se está cayendo a pedazos, pero no lo ven”.
La transformación, entonces, es como los cultivos: “Es de abajo para arriba. Es desde las comunidades, los agricultores, que está ocurriendo todo el cambio. Si mañana apareciera un presidente que diga ‘soy agroecológico’ tampoco serviría. No hay que esperar ese tipo de cosas. Hay que seguir trabajando como hasta hoy, investigando, produciendo, demostrando, convenciendo. No se trata de que te saquen una ley, que te den una migaja, una resignación. Lo que queremos es cambiar el modelo. Y lo que se ve venir es que los sistemas de producción se van a multiplicar de una forma extraordinaria. Ya hay una demanda enorme, y hasta faltan ingenieros para asesorar a la gente que se dio cuenta, y quiere hacer el cambio. Para mí la revolución que estamos dando es esa, de abajo. Un cambio de paradigma es algo que lleva siglos, y aquí está pasando todo muy rápido. No es la política clásica, sino lo que está surgiendo desde un modo nuevo de pensar”.
El libro de Sarandón y Cecilia Flores sobre agroecología comienza con una frase del dramaturgo alemán Bertolt Brecht, que hace 70 años fue capaz de escribir la realidad, y también de leerla como si viviera hoy. Podría traducirse como un programa filosófico, político o, más aún, como un proyecto de vida. Propuso Bretch: “No acepten lo habitual como cosa natural, pues en tiempos de desorden sangriento, de confusión organizada, de arbitrariedad consciente, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer imposible de cambiar”.
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