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La cátedra del macho: Teoría y práctica para combatir el acoso

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¿Qué es el acoso? ¿Todas las formas de acoso son iguales? Del escrache en redes sociales a la justicia machista, la teórica Marta Lamas escribió un libro que trajo polémica pero que también echó luz sobre algunas confusiones. Desde la probation que cumplió Baby Etchecopar a un caso reciente de acoso en la Universidad de la Patagonia, propuestas para salir por arriba. Por Claudia Acuña
Es un libro pequeño e incómodo.
Muy.
Se mete con la espada de la pregunta en la selva del movimiento feminista latinoamericano. Y al finalizar el safari, nos deja marcada con puntos suspensivos la tarea a completar: las respuestas hay que construirlas en debates, sin prejuicios ni dogmas, con la creatividad como bandera y la experiencia como maestra.
Marta Lamas es la autora de este libro provocadoramente titulado Acoso: ¿denuncia legítima o victimización? y eso significa que lo escribió la académica de género –utilizo este denominación con toda la intención de resaltar lo que el Orden del Saber representa con esta categoría- más importante de América Latina, si por importante se entiende que se trata de la referente en esta materia de la usina de las ciencias sociales más grande de la región: la Universidad Nacional de México (UNAM).
Este, su último libro, no se consigue fácilmente –de hecho, sólo estuvo disponible este año en el stand que el Fondo de Cultura Económica montó en la Feria del Libro-, aunque ya hay varias reseñas locales que lo han criticado con saña, por diversos motivos. El principal es el prejuicio: la burocracia de género argentino detesta a Marta Lamas. En parte, con la excusa de su posición a favor del trabajo sexual, pero más porque esta hija de argentinos -que editó la primera revista de divulgación del pensamiento feminista (Fem) y el primer suplemento feminista en el diario La Jornada-, fue marcando el ritmo de las consagraciones y reconocimientos en la región. Con el tiempo, su ascenso en la jerarquía mediática y universitaria la llevó a conducir, además, la más importante publicación científica del continente (Debate Feminista), lo cual representa que ha sido la responsable de que controlar qué investigaciones acceden a esa instancia, obligatoria para que un trabajo académico sea considerado una teoría científica. Por cierto, la producción criolla no ha sido allí prioritaria, fundamentalmente por su falta de originalidad y su dependencia europea.
Estamos hablando, entonces, de quién controló la cancha, la pelota y ese juego durante años, sembrando y cosechando polémicas y desprecios.
Pero también estamos hablando de que Marta Lamas es, fundamentalmente, una activista o una militante, según la categoría ideológica que se prefiera. Su rol fue decisivo para lograr en 2007 que la Ciudad de México legalizara el aborto por primera vez en América Latina. Cuando explica cómo lograron que el movimiento feminista marcase semejante gol en el arco de la ciudad más grande en términos poblacionales y más dependiente en términos culturales de la Iglesia Católica, Lamas explica algo que aquí resuena tan incómodo como este libro: comprendió que jamás se sancionaría la ley si las acciones, el discurso y el lobby parlamentario lo controlaba el aparato de la burocracia de género, cooptado por los partidos, los subsidios, los kioscos, las prebendas y, sobre todo, la nula perspectiva política-social. Es decir, sin conciencia de clase, para decirlo en términos ideológicos clásicos.
Controlado por el aparato, nos cuenta Lamas, el aborto clandestino había sido convertido en un reclamo social negociable que, además, terminaba cotizando mejor cuanto más fuerza acumulaba. Para lograr la sanción, entonces, la estrategia del movimiento feminista mexicano representó hacer algo que localmente equivaldría a salirse del control de la Campaña Nacional para abrir el juego a la creatividad de otras fuerzas sociales.
Abrir no es romper, sino crecer, advierte Lamas, hasta acumular la fuerza de lo incontrolable.
Y lo incontrolable representa lo único que el poder teme.
Por eso, cede.
Esta posición –y sobre todo su éxito- es otra de las piezas del rompecabezas que explica qué representa Lamas en estas pampas universitarias: una rompe pelotas.
Ahora acaba de poner otra vez el dedo en el ventilador para romper un sentido común que intenta controlar al movimiento feminista. Estamos hablando, entonces, del aparente acuerdo o consenso -construido de arriba hacia abajo, es decir, desde la academia (el saber) y los aparatos (el poder)-, con la intención de definir sus objetivos, ordenar sus procedimientos, dirigir sus esfuerzos y, sobre todo, evangelizar sobre “qué está bien y qué está mal”.
Por eso mismo Lamas comienza por el principio, recordándonos que el movimiento feminista tiene un objetivo: que seamos libres.
Una misión: acabar con el patriarcado, que es, entre otras cosas, construcción de poder y subjetividades, modelo de producción de desigualdad y cultura.
Una forma de dar batalla: desobedecer órdenes, quebrar silencios, crear alegría y romper las pelotas, entre otras.
Y una identidad: la ética.
El feminismo jamás fue y nunca será moral.

Game over

El libro de Lamas comienza con esta frase: “No existe en el mundo nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo. Hoy esa idea que moviliza a millones de mujeres es: ¡Basta de acoso!”.
A partir de allí y durante 159 páginas desarrolla una serie de preguntas sobre lo que esta idea representa. Lamas no las responde, sino que alienta a crear esas respuestas socialmente, pero sobre todo teniendo en cuenta cuánto tiene este momento para el movimiento feminista de oportunidad histórica, pero también de peligro.
El peligro lo define rápido y claro: no podemos perder de vista que el objetivo del feminismo es la liberación sexual. Si olvidamos eso, alimentamos al enemigo.
Las oportunidades están representadas por los desafíos que supone levantar las banderas de la justicia en un sistema en el cual “nuestras instituciones y sus operadores no tienen el mínimo necesario de eficacia y decencia”. Concretamente, se pregunta y nos pregunta Lamas: “¿Con qué policía, con qué ministerios públicos y con qué jueces” vamos a lograr justicia para las víctimas de abusos?
Sabemos la respuesta: en esta batalla, sólo nos tenemos a nosotras.

Todo es nada

amas analiza el término “acoso” –“es molestar con cualquier cosa pesadamente”- y las definiciones jurídicas que determinan qué conductas acosadoras son penalmente sancionables -desde el abuso sexual hasta el laboral-, señalando lo único que tienen en común: la indiferencia, inoperancia y, fundamentalmente, la complicidad de eso que llamamos Poder Judicial. Es en esa instancia judicial donde se consagra la impunidad y, por eso mismo, es ahí a donde hay que buscar a los responsables de alimentar las denuncias públicas en las redes sociales.
Sin justicia patriarcal no hay escraches, nos recuerda Lamas.
Hasta aquí, cero polémica.
El dedo en el ventilador lo pone luego, cuando analiza que, al calor del estallido de denuncias públicas, se ha cocinado un guiso que mezcla bajo una misma denominación -“acoso”- conductas que no lo son. Y advierte un peligro: “Si todo es acoso, ya nada lo es”.
Como tan didácticamente lo sintetiza Melanie Tobal en un tuit: “A los 17 me violaron, a los 22 estuve con un manipulador y violento y a los 28 terminé destrozada emocionalmente por un irresponsable afectivo. Aunque dueña, necesitamos entender que las tres cosas no son lo mismo y el feminismo no puede reaccionar de la misma manera ante todo”.

Machismo social

Avanza Lamas: ¿Hasta qué punto las denuncias y reclamos que se formulan como acoso están evitando que se nombren la discriminación y la desigualdad que producen el machismo y la misoginia? Metida ya de lleno en el corazón mismo de la selva, sigue: ¿Se denuncian conductas machistas, pero no se las llama así, porque la única manera de llamar la atención es usar la palabra “acoso”, porque refiere a lo sexual?
Sigue: ¿Vamos a decir que ya no soportamos más el acoso o vamos a gritar también “basta de machismo”? Pensemos bien la respuesta, porque no es lo mismo. Una violación es un delito penal, pero no toda conducta machista lo es, aunque duelan, humillen y lastimen la autoestima.
Cuando hablamos de “conductas machistas” estamos hablando de “conductas ofensivas, molestas, discriminadoras”. Del hostigamiento continuo en el ámbito laboral, en el espacio público, en el aula, de un hacer y decir que nos hace sufrir todos los días, pero que no son ni mágica ni penalmente corregilbles o eliminables.
¿Cómo diferenciarlas, entonces, de las conductas delictivas, sin por eso soslayarlas? Arriesga Lamas: “Hay que crear conceptos nuevos para nombrar estos actos. Quizá sirva algo así como ´acoso social machista´, que es lo que padecen cotidianamente millones de personas en nuestro país. Situaciones humillantes y/o agresivas que afectan diferencialmente según la edad, la clase social, la condición étnica y la orientación sexual de quien las recibe”.
Advierte Lamas: no se trata tan solo de una definición. Este acoso social machista requiere políticas públicas, con acciones que atajen la violencia estructural, que pongan un freno a la zozobra y el miedo que sienten las mujeres al transitar espacios públicos, así como también a alentarlas a aprender cómo defenderse. Es decir, esta demanda feminista representa, sobre todo, una salida de la victimización que alimenta “la ola puritana que anhela una sexualidad domesticada”.
El peligro de no llamar a estas cosas por su nombre es, entonces, generar confusión acerca de qué queremos y quiénes somos cuándo hablamos en nombre del feminismo, porque esa confusión es la que permite que el enemigo se apodere de nuestra fuerza para reforzar nuestras cadenas.
No somos víctimas: somos sobrevivientes. Y por eso mismo, rebeldes.
“No va ser fácil cambiar la cultura machista ni la perspectiva victimista”, dice. Se trata, entonces, de crear instrumentos nuevos para abrir nuevas perspectivas. “Y para ello hay que hacer política, pero no cualquier política”, concluye Lamas.
¿Cúal? “Pese a la desolación que estamos viviendo, también convive el deseo de construir otro país y otras relaciones humanas”, señala. ¿Cómo? “Tal vez algo que podríamos empezar a debatir es quién es el enemigo principal, en este momento y en nuestro país”. Define al suyo: “Es la dinámica material y simbólica del capitalismo neoliberal, que ha fortalecido una política sexual moralizadora y represiva”.

La escena y el crimen

Es interesante relacionar este texto de Lamas con la experiencia del movimiento feminista argentino, ya que el primer ejemplo práctico de su teoría nació aquí, a partir de la denuncia que realizó el Movimiento Evita por los insultos que escupió el inclasificable Baby Etchecopar a una de sus integrantes. Lo condenaron a ceder 5 minutos de su espacio radial a diez referentes del movimiento feminista, además de obligarlo a donar quince mil pesos a Cáritas. La “sanción” se ideó en una asamblea de mujeres que reunió a integrantes de ese movimiento con militantes feministas de base –para decirlo en términos ideológicos clásicos-, todas interesadas en encontrar una forma “no punitivista” de ponerle límites a esa violenta prédica machista.
Ahora es en la Universidad Nacional de la Patagonia donde se ha creado otro procedimiento inédito para terminar con lo que clasifican como una “pedagogía machista”. La abogada Verónica Heredia, patrocinante junto a María Cristina Pagasartundua de las ocho denuncias realizadas por docentes y alumnas contra el profesor Bruno Sancci, cuenta así cómo se construyó esta demanda: “Conocí a Mariela Flores Torres en la Comisión contra la Impunidad, trabajando en los casos de violencia policial e institucional. Fue ella la primera en escribir en las redes sociales, el 12 de diciembre pasado, que durante una clase el profesor le había dicho delante de todos: ´Tenés tetas, pero pensás como hombre: por eso sos inteligente´. A partir de ese post se generó una catarata de testimonios que fueron dando cuenta de una situación que espanta”.
Leídos en conjunto, esas voces de mujeres encadenadas una detrás de otra dan cuenta de un caso que involucra a un docente que es titular de cuatro materias que se deben cursar al comienzo, a mitad y al final de la carrera, en una universidad en la cual el cuerpo docente está copado por el Poder Judicial, -“para dar clase tenés que ser juez y para ser juez, tenés que ser docente”, señala Heredia- y desde un claustro cuya misión es formar a quienes juzgan y forman: docentes y abogados. Por otro lado, los testimonios son de profesoras, investigadoras y alumnas, todas con altos puntajes académicos; muchas, militantes y varias con participación activa en la vida política comunitaria y universitaria. La postal es, en sí misma, descriptiva de una situación que dispara una pregunta tras otra.
¿Puede un docente reprobar o aprobar a una mujer porque es gorda? ¿Puede citarla fuera de la universidad para conversar sobre su tesis de grado y luego jactarse de esa cita en el aula? ¿Puede una mujer con formación universitaria, entrenada para hablar de pie y para escribir con exactitud, someterse y callarse?
Puede.
“Escribo y tiemblo”, dice uno de los testimonios. “No recuerdo cómo salí de ahí y tampoco cómo regresé a casa”, dice otra.“Lo peor me pasó cursando Didáctica Específica”, puntualiza otra. “Me dijo todo el tiempo que no había nada que yo pudiera hacer o decir que él no se enterara, que él tenía herramientas para acceder a mis correos electrónicos, a mis mensajes de texto; y que se enteraba de todo lo que yo hacía o decía. Yo sólo quería aprobar la materia”, completa otra más.
Sigue Heredia: “Luego de los posteos, se reúnen para conocerse. Así se conforma una colectiva de Mujeres Autoconvocadas. El primero de marzo viajé a Trelew, a escucharlas. Hablaron quince mujeres, entre denunciantes y testigos. Luego, nos pusimos a pensar qué representaba el cuadro que entre todas estaban pintando: qué escena, no qué crimen describía. Así fuimos delineando objetivos”.
¿A qué conclusión llegaron?
Para una asamblea, hablar con una abogada de un tema así es siempre demandar una intervención judicial y, en lo posible, penal. Y para una abogada, escuchar esos testimonios luego de intervenir en contextos de violencia institucional gravísimos es siempre un impacto, porque estamos acostumbradas a tratar en casos donde víctima y victimario tienen posiciones brutalmente asimétricas. Lo interesante, entonces, es hablar de todo eso, porque desacomoda los sentidos sociales previsibles. Así llegamos, finalmente, a una síntesis: no vamos a hacer esta demanda a la justicia, porque esa justicia es absolutamente funcional a estas conductas: es un lugar amigable con los machistas y hostil con las víctimas. Justo venía en esos días de escuchar a la mamá de Lucía Pérez y, todavía impactada por leer esa sentencia, les dije: una justicia que deja impune el crimen de Lucía Pérez nos hace cuestionar qué podemos obtener en esos ámbitos. No vamos a encontrar ahí lo que buscamos.
¿Qué acordaron entonces?
Presentar esta demanda a la Universidad y al Ministerio de Educación provincial, porque ambas son institucionalmente responsables. No sólo porque muchas de estas denuncias se presentaron sin que nadie les diera una respuesta concreta, sino principalmente porque produjeron las condiciones para que un docente hiciera y dijera eso. Un docente que forma docentes. Es decir: alguien que enseña así está enseñando pedagogía machista. Eso queremos detener.
¿Cómo pararla?
Este es nuestro intento. El 24 de junio presentamos la demanda ante el Consejo Académico de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Y también ante el Ministerio de Educación de la provincia de Chubut, porque también es profesor de terciario y secundario. Peticionamos, concretamente, investigación y sanción, pero también que quienes investiguen estas denuncias tengan perspectiva de género, porque si no, no van a ver ninguna conducta sancionable: de tan naturalizadas, estas prácticas, ciegan. También pedimos medidas de protección a las denunciantes, porque algunas tienen que rendir exámenes, y aunque el docente solicitó una licencia, su ausencia es voluntaria: ninguna autoridad le dijo que no puede dar clase hasta que esto no se aclare. Lo importante para nosotras no es lo personal, sino lo sistémico: estamos denunciando una práctica sostenida, avalada y naturalizada por el sistema educativo universitario. A él le pedimos que garantice erradicarlas, formando a sus docentes en prácticas respetuosas y no discriminatorias. Con esta demanda, concretamente, decimos que la Universidad ha tolerado y fomentado prácticas crueles, especialmente contra las mujeres. Y que eso se terminó: ya no las toleramos. Si no nos escuchan, vamos a gritar más fuerte, porque no nos callamos más”.

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