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Ojos bien abiertos: perfil del fotógrafo herido de muerte por la Gendarmería
Oriundo de Escalada, fotógrafo, militante, laburante. Amigo, hermano, hijo ejemplar. Alguien que a sus 35 años le ganó a un disparo a la cabeza y a una muerte anunciada. Junto a familiares y amigos reconstruimos la semblanza de una vida. Qué es lo que casi mata la violencia del gobierno. Pablo, y todo lo que sus andanzas y sueños nos permiten ver. Por Lucas Pedulla y Francisco Pandolfi.

Con los ojos abiertos.
Con los ojos abiertos Pablo Nahuel Grillo llegó a este mundo en la maternidad de Lomas de Zamora, sur del conurbano bonaerense, un jueves 30 de noviembre de 1989 a las 4 de la madrugada, por parto natural. Después de lavarlo, cuando lo llevaron a la habitación y lo apoyaron en la cuna, así seguía, con los ojos como dos faroles, una pequeña lechuza, mirando todo. Mirándolo todo. Mirándolos a todos. A su mamá, María del Carmen; a su papá, Fabián. Y a su hermano, Emiliano, que tenía un año y diez meses cuando Pablo nació con los ojos abiertos, y sin llorar.
Las primeras horas de vida seran una postal de lo que vino después: no se quedaba quieto y agitaba sus bracitos y piecitos permanentemente. Pablo nunca fue de dormir mucho, ni siquiera de bebé. Hiperactivo, movedizo. A los 5 años ya era también bastante detective. Quería saber el origen de las cosas, la composición interna de cada juguete. ¡Sobre todo los de su hermano! Le tomó prestado un camión de policía que recién le habían regalado y lo desarmó todo, pieza por pieza, para explorarlo en profundidad.
El camión nunca pudo volver a armarse.
*
De chiquito resaltó como un líder nato: en la guardería del Hospital Evita, donde trabajaba la mamá; en las calles de su Remedios de Escalada; en la escuela primaria número 40. Era el cabecilla, el que muchas veces organizaba a esa última generación que jugaba todo el día en las veredas y empedrados a la pelota, las escondidas, las figuritas, las bolitas. Llevaba siete noviembres cuando instaló con su hermano un kiosquito en la puerta de casa: hacían pulseras con mostacillas y frutos que caían de los árboles, y se las vendían a sus vecinos.
Desde temprano le regalaron sus apodos. “Petisi”, “Petiso”, por obvias razones. Y “Topo” por dos motivos: 1) la referencia a Juan Topo, el personaje de Los Simpson que medía menos de un metro cuarenta; 2) siempre usaba ropa de su amado Independiente, al que vestía la marca Topper. La deformación del nombre de esa marca hizo que se llegara a lo de “Topo” Grillo.
Como en su barrio se juntaba con pibes más grandes, brillaba con una chispa distinta a los chicos de su edad. Y también una sensibilidad que asombraba. Iba al colegio con una compañerita que tenía una discapacidad, y ella, que lo amaba, se la pasaba dándole besos y abrazos. Cada dos por tres se los veía caminando de la mano. La abuela de la nena lo retrataba: “Es el único compañerito que le da bola a mi nieta”.
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Sus padres –que se conocieron militando en la Federación Juvenil Comunista– le inculcaron desde la cuna lo vital de preocuparse por el de al lado y el de más allá. En Pablo eso se hizo costumbre. En la calle, en los clubes, en la escuela secundaria media 17 –donde fue parte del centro de estudiantes que años atrás había constituido su hermano–, y también en los boliches.
La primera vez que salió a bailar fue a Cielo, un salón de eventos en Banfield. Uno de sus amigos era chiquito –incluso más bajito que Pablo– y los patovicas no lo dejaron entrar. “Jorgito, llamá a tu papá que te venga a buscar”, le dijeron los demás pibes. Excepto Pablo, que se volvió con Jorgito. “Entramos todos o no entra nadie”, gruñó con una bronca terrible.
Lo cabrón es otro de sus lugares comunes. En la puerta de una discoteca o dentro de una cancha. En baby fútbol jugaba de delantero en el Club Villegas. Años después lo hizo en Banfield, ya en cancha de 11, como extremo tanto por derecha o izquierda. Siempre fue muy rápido, encarador, escurridizo y habilidoso.
Por fuera de sus habilidades futbolísticas, era de mecha corta. Extremadamente corta. Un calentón como pocos, que más de una vez se agarró a trompadas si le pegaban a un compañero, y cada dos por tres se iba expulsado por protestarle al árbitro cuando percibía la falta de ecuanimidad. Contestatario. Frontal. Lo injusto no le es indiferente, en la cancha como en la vida.
A Pablo le gustaba mucho acompañar a María del Carmen al laboratorio del Hospital Evita donde trabajaba (y donde ahora lo hace él). Se quedaba contemplando durante horas la escena y la escena no le cerraba para nada. Cuando salían, le comentaba: “Sos la que más hace, má. El resto toma mate, café, fuma”. Y subía el tono de su enojo: “Mandalas a la mierda, no puede ser así, está mal”.

*
Fabián lo empezó a llevar a la cancha de Independiente –a la vieja, la de la Doble Visera– a los 3 ó 4 años. Le encantaba.
Como todo niño, al principio, mucho no entendía de qué se trataba esa fiesta pero le fascinaban la escenografía, las serpentinas que surcaban el cielo, los jugadores saliendo a la cancha. A veces, cuando el partido aburría, se ponía con amigos a jugar al fútbol con latitas en el playón del estadio. Un día le preguntó a Fabián si le daba permiso para decirle algo al árbitro: “Papá, ¿le puedo gritar hijo de puta?”.
Le gustaba Panchito Guerrero -parecido a él en contextura, petiso, ágil y rápido-, Pascualito Rambert, Faryd Mondagrón, Luis Islas y el Rolfi Montenegro, que la rompió en el equipo campeón que dirigía el Tolo Gallego en 2002.
A los 13 años los hermanos Grillo empezaron a ir solos a la cancha y a juntarse con otro grupo de chicos. Les llamaban la atención las banderas. Unos años después hicieron la suya: sobre fondo rojo pintaron la palabra “Escalada” en la terraza de la familia Grillo, manchando todo el piso, lo que motivó un reto maternal.
La pasión por el Rojo llevó a Pablo por diversos mundos. Uno fue la Peña Mondragón, con quienes hacía actividades solidarias como festejos por el día de las infancias en Villa Fiorito –la cuna de su Diego Maradona querido–, donde llevaban juegos y comida.
Otros fueron los viajes con “Los Pibes del Sur”, esa banda que se armó con Independiente como faro y con la que seguían al equipo a todos lados. Para eso hacían rifas con sorteos –la situación económica nunca es la mejor– porque la bandera de Los Pibes siempre tenía que estar, aunque fuera representada por una sola persona.
Uno de los sueños de Pablo era comprarse una combi en la que entraran todos los pibes y las pibas, y viajar por el Rojo. No llegó a la combi, pero sí a vender una bicicleta para ir a Ecuador a ver el partido contra la Liga de Quito por la Copa Sudamericana que Independiente ganó en 2010.
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Más de lo salado que dulcero. Es flaquito, no come demasiado, pero eso no quita su fanatismo por las milanesas con puré y los domingos de pastas –primero con la salsa de su abuela y después la de la madre–; así como de los panchos y el salame. Le entusiasma cocinar y sobre todo prender el fuego y hacer asados. ¿Su especialidad? Las pizzas a la parrilla. “Te resuelve 200 en diez minutos”, dicen quienes han saboreado su arte culinario.
Pablo vive en la misma casa que su mamá y su papá, aunque en un departamento aparte, en el piso de abajo. “Cuando hay hambre sube”, confiesan riéndose dos pajaritos. La conexión es permanente. Y el amor también. Los mates y las charlas son diarias. Está muy encima de las necesidades de sus viejos y es más mamero que otra cosa.
Tiene muchas vetas artísticas: le gusta dibujar, le gusta pintar. Le gusta escribir, le gusta leer (últimamente estaba estudiando sobre la negritud y la descendencia afro por parte de su abuela paterna). Le gusta la música: tocarla (la armónica, la guitarra, el piano) y escucharla (rock, reggae, murga uruguaya y hasta música clásica, como Chopin). Tocó la armónica en una banda de amigos –Eternos Divagantes– pero solo en ensayos porque el pánico escénico no lo dejaba subir al escenario. Su banda preferida es Divididos, que se convirtió en ritual de toda la familia, con tíos y primos: pueden pasar algún tiempo sin verse, pero cuando tocan Ricardo Mollo y compañía ya está estipulado el punto de encuentro.
La militancia en la casa de los Grillo/Bucceroni siempre fue buena palabra. Un orgullo. Una forma de sentir la vida. Pablo arrancó en la política estudiantil, primero en la secundaria y después en la Universidad Nacional de Lanús (UNLa) donde estudió Diseño Industrial y fue consejero superior. Luego se metió en la organización Nuevo Encuentro y se abocó a lo territorial en distintos barrios empobrecidos del conurbano. Militante de la acción más que de lo intelectual; del hacer, de lo concreto. De discutir y cuestionar todo. De la poca paciencia ante la inequidad y ante quienes buscan la política con un fin personal y no colectivo. Lleva dos tatuajes, con orgullo: una K y una inscripción que sintetiza lo que siente: “La patria es el otro”.
Le quedan menos de diez materias para recibirse de diseñador industrial, pero hace años dejó la carrera por no coincidir con el perfil de egresado que se buscaba: “Los que estudian acá quieren fabricar la Ferrari, diseñar el Lamborghini, yo prefiero hacer algo útil para el pueblo”, cuestionaba Pablo a ciertas miradas “chetas”, aunque en medio de la cursada demostró que el concepto de lo que estudiaban podía ser distinto al diseñar un dispositivo para que la gente mayor de los barrios populares transportara sus garrafas sin hacer fuerza.
*
Laburador. Su primer empleo fue como maestranza en la empresa de neumáticos Goodyear y luego en una fábrica metalúrgica, donde dibujaba los planos. Quería hacer muchos proyectos, pero como caían en saco roto se fue, encabronado como de costumbre. Luego, vendría el lugar que lo cobija hasta hoy.
Pablo golpeó las puertas del Hospital Interzonal de Agudos de Lanús “Evita” –una mole de cinco pisos que simboliza que alguna vez la salud pública significó una planificación maciza–, en abril del pandémico 2020, contó el doctor Javier Moroni, director en ese entonces. Se presentó como un pibe de barrio que quería ayudar. Sabía de jardinería y hacer fotos. Le dijeron que sí y los primeros meses fueron a puro corazón, sin cobrar un peso. Luego, cuando llegaron los nombramientos, fue uno de los primeros seleccionados.
Su amigo Sebastián, con quien comparte todos los días de trabajo de 8 a 12 (aunque las jornadas, muchas veces, son más largas), aclara que se lo ganó solo, porque Pablo podría haber chapeado con que su mamá se jubiló allí con 40 años de servicio en los laboratorios, pero nunca dijo ni una palabra. Tampoco la necesitaba, dice, porque era puro trabajo y tesón: desde sortear la burocracia administrativa y comprar una bordeadora de su propio bolsillo porque era una herramienta que nunca llegaba –o que robaban– hasta desmalezar espacios abandonados con 40 grados a la sombra. Por eso algunos lo miraban raro, preguntando quién era ese pibe que hacía algo extraño que, según sus amigos, hasta a algunos trabajadores del hospital les llegaba a molestar: laburar.
Ese trabajo se puede ver, además, en la realidad efectiva. Uno de los espacios recuperados hoy es un pulmón verde, con huerta y vivero, con bancos y sillas, aprovechado por los usuarios del servicio de salud mental del hospital. Esto era el Matto Grosso, dice Haydée, una vecina que un día vio a Pablo trabajando y le preguntó si no quería palmeras para embellecer el hospital. Cómo no, le contestó Pablo, y Haydée se empezó a vincular también con el servicio. “Hola, amiga”, saludaba él a la señora de las palmeras, como es amorosamente conocida, y que amorosamente dice que Pablo es su nieto del corazón.
Con Sebastián armaron un invernadero con plantines y estructuras sofisticadas de riego. Pablo le pidió una vez a Dante, vendedor de café y churros en la puerta del Evita, que lo acompañara a buscar plantas a su casa. Al llegar se sorprendió de ver cantidad de macetas y tierra. Como Dante tiene una camioneta Kangoo, cargaron todo para bajarlas en el hospital. No sabía para qué era. A los dos días vio a los chicos de salud mental vendiendo esas mismas plantas en los pasillos. Entendió que Pablo se las daba para que pudieran comprarse un sándwich o un paquete de cigarrillos. Y no lo hacía por la selfie, dice Dante, porque nunca lo vas a ver jactándose.
En el Evita nació otro amor de Pablo: El Diego, un 30 de octubre de 1960, como también le recuerda al barrio un mural sobre una pared de cemento, los pedazos de hormigón redondos que decoran las rejas de la fachada pintados de negro y blanco como pelotas de fútbol de puro concreto, la réplica de la copa del mundo del 86 en el hall central de la institución. O el helipuerto –sí, un helipuerto– que Pablo se cargó al hombro para recuperar como un espacio verde y de arte, convocando a sus amigos y amigas, y a los pibes y las pibas de Independiente, para tunearlo de vida. La inauguración contó con glorias del Rojo como Luis Islas, Omar Larrosa y José Tiburcio Serrizuela. Los ojos de Pablo eran felicidad pura: de pronto pudo ubicar en un solo lugar sus amores, sus vínculos y sus pasiones.
Las historias en el hospital crecen como los almácigos de lechuga que Pablo cultiva. El sanjuanino al que le pagó de su bolsillo para que lo ayudara con tareas del hospital. El caño que se rompió y la planta acuática que Pablo instaló para que chupara el agua. El gatorade de frutos rojos o cool blue para paliar los días de calor extremo. El tejedor de redes por el que una vecina donó una bolsa de juguetes a la guardería. El compañero –con el peso de la palabra– que abrió puertas de percepción, como dice Sebastián, quien nunca imaginó tanto sentimiento junto –dolor, bronca e injusticia– combinado, esperando que vuelva. El ser humano –con el peso de la palabra– que cruzaba al kiosco para comprar sobrecitos de Pedigree porque era la comida que les gustaba a Pichi y a Chen, los dos perros que siempre lo siguen y ahora lo extrañan.
O el poeta, como demuestra en uno de los textos que le mandaba a su mamá, en esos descansos en los que apreciaba la misma belleza que él había creado:
“Después de la jardinería, la pausa es divina con Pichi y Chen, compañeros de rutina. Nos sentamos bajo el árbol del lado de la sombra donde las hojas nos susurran secretos de la naturaleza. La brisa lleva el aroma de las flores recién cortadas y los perros se acuestan a mi lado con ojos soleados, pero de repente la pausa se vuelve mágica y el jardín se transforma en un reino encantado.
“Las plantas comienzan a bailar con movimientos suaves y las flores se abren como estrellas en el cielo del campo. Pichi y Chen se levantan con orejas erguidas y juntos entramos en un mundo que por momentos parece de fantasía. En este reino animal la pausa es eterna y el tiempo se detiene para que podamos disfrutar.
“Pichi y Chen, yo, nosotros nos perdemos en la magia y la jardinería se vuelve un recuerdo lejano”.
*



En el Hospital Evita, donde Pablo trabaja todos los días. Uno de los plantines que el fotógrafo arma para los usuarios del servicio de salud mental. Y la diversidad que espera el regreso del joven: una profesional de salud, un compañero de tareas, una vecina que lo siente como su nieto del corazón, un vendedor de café y churros y Pichi, uno de los perros que lo acompaña siempre. A la derecha, Pablo en el momento de ser herido.
Profundo y emocional. Transmite con sus ojos, con su sonrisa, con su buen humor –cuando no se enoja– y con sus palabras. Escribe mucho sobre lo que le pasa en el andar y el sentir cotidiano. En su último viaje –un puñado de días a Mar de Ajó el último verano–, le mandó este mensaje de whatsapp a su mamá:
“Vieja, yo tendría que haber ido al medio de una montaña, porque es inevitable reflexionar sobre política, cultura, la sociedad, en las costas argentinas. Acá viene a representar cada uno lo que es y la verdad que la matriz de pensamiento libertario está dominando en todos los ámbitos y la juventud está en un cumpleaños feliz. No saben dónde están parados, pobres. Y no se les mueve una neurona, no quieren razonar nada y mucho tiene que ver el celular. En la playa están en una carpa con el celular, les aburre la playa. Increíble. Los padres de mi edad son un caso aparte. Un trabajo antropológico aparte. Chao. Me fui al centro a caminar. Gracias”.
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Viajero. Del exterior conoció Brasil y México, adonde fue por un par de semanas –tras separarse de la pareja con la que estuvo siete años–, y terminó quedándose un año entero, entre 2016 y 2017. Partió con una cámara fotográfica que le regaló su papá y se motivó sacando fotos en la playa; las vendía y con eso fue estirando la estadía. Se compró un dron y empezó a filmar. Consiguió trabajo en la producción de una película (también fue actor de reparto) cuyo director de fotografía estaba vinculado con la productora de The Walking Dead: la película se llama Una great movie, está en YouTube y en los créditos aparece el nombre de Pablo por el trabajo de swing/foto fija.
Le ofrecieron un empleo estable y quedarse a vivir ahí, pero les dijo que no: quería volver a Escalada. El viaje fue bisagra para volcarse de lleno a sacar fotos, pasión que absorbió de chiquito porque su padre se dedicaba a la fotografía publicitaria. Ni bien regresó al país, se anotó en la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (ARGRA).
Desde el mundo de la fotografía, con su amiga Carolina, “La China”, parte de la banda de “Los Pibes del Sur”, hicieron coberturas de todo tipo, como esa que les sacó hilos de lágrimas por los veteranos de Malvinas en un homenaje en la cancha de Independiente. En ese momento le dijo que ella también era fotógrafa, que él le daba los fierros: “Vos dispará”, le confió. La China, por Pablo, entendió que la fotografía no es la imagen perfecta, sino esa que contagia emoción, que te mueve el cuerpo. Así Pablo le transmitió su pasión militante.
El día del atentado contra Cristina –1 de septiembre de 2022– la China decidió empezar a militar en zona sur, y Pablo le indicó lo que sabía por experiencia: principalmente, ser crítica de todo, que puede haber personas turbias, pero la organización no es la que bajan de arriba sino la que se construye entre compañeros. La China recuerda esas palabras tan sabias, en medio del Pablo jodón, el de los chistes, como alguien que te marca, que te cambia, que te da confianza, que forma parte de quien sos.
Una tarde, entre jodas, Pablo le dijo:
–¿Te imaginás tu nombre como una bandera de lucha?
*
El 5 de marzo de 2025, una semana antes del intento de homicidio, Pablo también había ido a cubrir la marcha de jubiladas y jubilados. El miércoles 12 de marzo lo arrancó laburando en el Evita: lo recuerdan llevando una carretilla, con la cara larga, porque había discutido con una señora que, después de atenderse en un hospital público y buscar medicamentos que ya no podía comprar como antes, le deseó la muerte a Cristina y a sus militantes. Por la tarde saludó a sus viejos con un grito desde la planta baja y se fue a tomar el tren. Arribó a la estación Constitución y se trasladó al Congreso de la Nación, donde ejerció su oficio y una de sus pasiones. Registró a jubilados reclamando y a policías reprimiendo. Su dedo gatilló hasta que un gendarme le partió el cráneo disparándole una granada de gas lacrimógeno.
Cuando llegó al hospital público Ramos Mejía –trasladado en una ambulancia del SAME con Jorge, su amigo, y Nico, un militante que no lo conocía y le salvó la vida–, el panorama era el peor: según los médicos, si no moría en la operación que le hicieron a minutos de ingresar a quirófano, quedaría en estado vegetativo. Los números eran simples: de las 400 camas del hospital, 16 están en Terapia, y de ellas Pablo era quien estaba más al límite. Gambeteó (como en la cancha) la primera operación, y luego la segunda un par de días después. Los doctores no podían creerlo; no entendían la evolución. Hora a hora; minuto a minuto. Lloraban. Reían. A la par de la familia y amigos. Pablo empezó a moverse, a gesticular con alguno de sus miembros, cada día un poquito más. A escuchar lo que pasaba a su alrededor.
Y una semana después, el miércoles siguiente mientras sucedía una nueva marcha de jubilados, Pablo Grillo volvió a abrir los ojos, otra vez sin llorar, igualito a como debutó en este mundo. Vinieron otras dos intervenciones no tan complejas y en el medio, lo que parecía un milagro, esas primeras palabras que estrujaron el corazón de millones de seres que convirtieron su nombre en banderas, carteles, pintadas, en calles, marchas y las canchas de su Independiente y Talleres de Escalada, pidiendo verdad y justicia. Las dos palabas fueron:
-Hola, viejo.
*
Entonces Pablo empezó a escuchar música (mucho Bob Marley), a leer (El Principito, por ejemplo), a escribir cada vez más, a mover más y más los pies y las manos.
Y lo levantaron y empezó a dar unos pasitos.
Y otros más.
Y pudo hablar por teléfono con Julieta, su sobrina, que lo siente su ídolo. Pablo ahora tiene 35, pero con ella parece un niño más. Y todos los regalos que le compra –desde un set de paleontología hasta un detector de metales–, son para jugar él también.
Al cierre de la edición de este retrato, de esta semblanza, de este perfil que construimos junto a su mamá, papá, hermano, amigas, amigos, familiares, compañeros de trabajo, sus dos perros y sus mil plantas, Pablo Nahuel Grillo –35 años, amante de la vida– recibió el alta de la terapia intensiva para empezar el camino de la rehabilitación.
Un mes y medio después del injusto e inolvidable 12 de marzo de 2025, Pablo volvió a abrir los ojos, e hizo abrir tantos otros, ya fuera del Hospital Ramos Mejía.
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La mirada de Pablo
Retratos de la amenaza de cada miércoles. Las escenas fueron tomadas por Pablo Grillo una semana antes de que le apuntaran a la cabeza con un proyectil de gas lacrimógeno que casi lo mata. La burocracia represiva que logró captar en estas fotos sigue siendo el signo de la época frente a jubilados que reclaman por la destrucción de sus ingresos y de sus derechos. El ataque estatal tiene como blanco, además, a la prensa. Compartimos aquel trabajo de un joven de 35 años que logró vivir para contarla.
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El blanco: cronología de la represión a la prensa
Desde el comienzo del actual gobierno y sobre todo en ocasión de la marcha de jubiladas y jubilados, decenas de periodistas son blanco de represión directa y de amenazas que provienen desde el Estado. El repaso de los hechos más graves y paradigmáticos. Las alertas e informes que las asociaciones Periodistas Argentinas y AReCIA presentaron ante juzgados nacionales y la Comisión Intermericana de Derechos Humanos, mientras el gobierno llama a odiar a los periodistas. Por Claudia Acuña.
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Francisco Taiana: enigmas chinos
¿Qué puede pasar con la amenaza de guerra comercial mundial desatada por Estados Unidos? ¿Y con la guerra real, o con un posible default de su infinito endeudamiento? ¿Y con Argentina? Francisco es un académico con maestrías en Oxford y en Pekín, especialista en China, youtuber, historiador, analista geopolítico, dramaturgo y estandapero. El optimismo sobre el futuro argentino por parte de un peronista con linaje que fue bautizado por el Papa, combate la nostalgia y la depre, y cataloga a la experiencia humana como una cuestión tragicómica. Por Sergio Ciancaglini.
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