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Política de película
La cordillera, última película de Santiago Mitre.Darín hace de presidente, Dolores Fonzi de su hija irreverente y Santiago Mitre, del director que mejor interpreta la época. Los tres son parte de una fórmula que levanta el nivel de la industria y ya cosechó elogios en Cannes. Estrena en agosto. Pero Mitre ya está pensando en lo que sigue. POR CLAUDIA ACUÑA
No sé si es una cábala o un horizonte, pero antes de estrenar una película Santiago Mitre ya tiene en su cabeza otra. Esta que llega a los cines en agosto nació cuando La patota todavía era una versión a la que le faltaba el corte final con el que maravilló al Festival de Cannes y sumó más de ciento cincuenta mil espectadores en las salas. Mitre ya tenía el título –La cordillera-, el actor principal –Ricardo Darín-, el escenario –los Andes- y el punto de partida -una cumbre de mandatarios latinoamericanos-, cuando aún no tenía la menor idea de cómo sería recibida La patota ni por la crítica ni por el público, como si la suerte de una no dependiera de la otra, en una industria en la que nadie se atreve a desafiar ese destino encadenado.
Esta no es una nota, entonces, sobre una película ni la noticia de un estreno, sino algo más extraño: es la historia de cómo se construye el futuro en el cine y del cine. Es decir, sobre cómo se sueña en el interior de la máquina de fabricar sueños.
La brújula
Mitre sueña despierto. Abre los ojos y escanea la realidad. No es algo que él reconozca como un procedimiento, sino un resultado que no lo sorprende, pero del que tampoco se jacta. Es para él un “como debe ser”. La evidencia de que el cine es un espejo de la época.
Y así como La patota se estrenó coincidiendo con la explosión callejera de Ni Una Menos, La cordillera comenzó a ser mucho más que un proyecto antes de que la actualidad política latinoamericana se calzara como un guante su guión.
Ni casualidad ni intuición.
Lo que Mitre representa es esa brújula que orienta hacia las profundidades de la época.
Es un director en el sentido más literal de la palabra: conduce.
¿Hacia dónde?
Su horizonte es el presente.
Su horizonte es el nosotros y lo que hacemos con nuestro tiempo, el que nos toca vivir juntos.
La batalla
La cordillera, entonces, es lo que somos: algo enorme por grandioso y algo tremendo por inquietante.
Enorme, en tanto representa todo lo que hoy es el cine como industria nacional. Inquietante, en tanto pone en acto, en gran pantalla y a la vista, todo eso que hoy, como tantas otras cosas de la política cultural, está en peligro.
Hace apenas unos pocos meses, el universo cinematográfico local tuvo que unirse y movilizarse y hacer público el debate de su destino ante la turbia maniobra con la que se quiso disfrazar un cambio de autoridades que escondía, en realidad, un cambio de horizonte del Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales (INCAA). Hizo falta, entonces, recordarles a la sociedad en general y a las autoridades en particular que el presente del cine argentino es resultado de una batalla que libró todo el sector –desde el industrial al independiente, desde el técnico hasta el artístico, desde el productor hasta el acomodador- para lograr una ley que, casi dos décadas después, puede tomarse como modelo del impacto de una legislación en el crecimiento industrial. Podría parecer una paradoja que ese sueño de la industria nacional -tantas veces prometido y tantas veces frustrado- se haya cristalizado precisamente en la producción de fantasías, pero así es Argentina: un país en el cual la ficción es próspera y vital, por necesaria, pero también por verdadera.
No sé si es por cábala o por horizonte, pero la potencia del cine argentino funciona en el sentido más estricto de la economía formal: es un recurso natural que, con la legislación adecuada, dio por resultado una industria limpia, exportable, con profesionales notables y mano de obra creciente, capacitada, competente y de nivel internacional. A esta altura del partido está claro que nada de eso puede decirse hoy de ninguna otra industria argentina y por eso mismo se hace evidente qué significa que un gobierno quiera poner en riesgo, justamente, ese único y paradojal trofeo del desarrollismo criollo.
Así estamos.
La base
La principal protagonista de La cordillera es esa industria.
Estamos hablando, entonces, de una película que impacta por su forma, por cómo está hecha y por cómo está desarrollada, desde la primera escena hasta la última. Cuando termina, dan ganas de aplaudir de pie hasta al que sirvió el catering, porque esa reacción es la que mejor dimensiona dos cosas que, aunque son diferentes, dicen lo mismo: La cordillera es hija de una industria que está en riesgo y Santiago Mitre es hijo de una época que enfrenta con la espada de los hechos a los cambiemos de hoy, que son los peligrosos de siempre.
La cumbre
La cordillera, entonces, hay que verla en tres dimensiones.
Primero, para ver lo que es: una muestra de hasta dónde pudo escalar el cine argentino. Deja en claro quién teme a esa altura que alcanzó.
No trepó hasta esa cumbre: creció.
Trabajó y trabajó hasta ser capaz de desarrollar con arte ese travelling, aquel plano, esa panorámica, pero también de exponer un nivel de actuación que encuentra en Ricardo Darín un ícono estelar, que tiene brillo propio y matices de una calidad extraordinaria, particular, precisa.
No hay otro Darín en el mundo cinematográfico global y en esta película queda claro por qué. No porque su actuación sea única, sino porque en toda la película no se percibe que actúa.
Darín es. Y esa esencia lo hace único, singular.
La política
¿Quién es Darín en esta película? Esa es la segunda dimensión de La cordillera. Darín es nada menos que el Presidente. Uno especial, por lo ordinario. No es un líder carismático ni un CEO perverso. “El Presidente invisible”, definirá la voz de Marcelo Longobardi, que interpreta al periodista radial que lo menosprecia cada mañana desde su programa matinal. (Dolores Fonzi me contará que Longobardi se sintió tan identificado con el personaje que sacó un perfil de Twitter con el nombre del periodista que encarna en esta ficción: Augusto Donatti. Mitre me dirá que la frase de “presidente invisible” fue un aporte del montajista, Nicolás Goldbart, al que presenta como “uno de los tipos que más sabe de cine de género”).
Darín, entonces, interpretará a un político sin política que va camino a una cumbre para ocupar el lugar que le corresponde: uno más de los que no se espera nada.
En ese viaje que lo transformará para siempre lo acompaña la sombra de una denuncia por corrupción –que suena menor, vieja, manejable mediática y políticamente- y una comitiva que le dicta la agenda, en el sentido literal: el orden que le da órdenes.
Lo acompañará también su hija, el personaje de Dolores Fonzi, que con los ojos, el pelo y el tono de voz deja en claro desde su aparición que está allí pariendo, una vez más, un nuevo tipo de heroína: la fuerza de su fragilidad es conmovedora.
Hasta allí La cordillera es eso y es mucho, por la belleza de sus imágenes, por la fuerza de las actuaciones y por la calidad de los diálogos, los planos, los colores. Un cuadro preciso que permite al espectador acomodarse a una situación de la que no conoce todavía el final, pero de la cual intuye el camino.
Es entonces cuando La cordillera muestra su tercera dimensión. Esa que podríamos llamar “el péndulo de Mitre”. Y representa exactamente eso: un salto filosófico. Un acto de magia. Una prueba de fe.
En medio de semejante tanque del cine industrial, marca el momento en el que un director hace lo que cree para poner a prueba todo.
Y como en todo abracadabra, no hay trampa: hay ilusión. Con su péndulo, Mitre nos pone a prueba.
¿Creemos o no creemos en el cine? Es una pregunta que puede hacerse solo ahí, en el momento exacto en el que la cámara apunta a los ojos de Dolores Fonzi.
Mitre piensa con los ojos.
Mira y opina.
Encuadra y habla.
La cordillera
Hay muchos planos de La cordillera que son monólogos.
Lo recitan las montañas, con sus nieves que contrastan con las escenas interiores, siempre oscuras.
Lo dice un caballo, que mira al Presidente en el momento exacto en el que se transforma en ese animal político que todos padecemos.
Lo susurra el pasillo que conduce a Darín a las alturas del poder, donde cae tan bajo.
Son gritos sin palabras ni estridencias.
Señales intensas, que atraviesan los escenarios de la política de palacio, arrebatándoles así la dimensión de grandeza.
Todo es pequeño al lado de La cordillera y esa es la declaración más contundente de Mitre con respecto al poder, la política y estos tiempos. Desde el título nos dice todo aquello que se olvida en épocas en que los presidentes se compran, la política se regatea y los destinos de los continentes se corrompen.
Mitre nos dice: cordillera.
Nos habla así de una sucesión de montañas enlazadas por las fuerzas internas de la tierra, que han soportado los tiempos y los climas, nutriéndose de ellos hasta convertirse en recurso natural, en memoria y también en símbolo de dignidad y esperanza.
Vivimos tiempos extraños, en los que una cordillera se coloca como pagaré de deudas que un Presidente firma a nuestra cuenta por cien años.
Mitre todavía no sabe qué suerte tendrá esta película en esta época extraña en la que está de moda votar a pérdida, pero ya tiene en su cabeza su próximo paso. Será sobre el juicio a las juntas militares y lo definió antes de que la sociedad se movilizara contra el 2×1, la impunidad a los genocidas y todo lo que eso representa como intento de llevarse por delante a esa cordillera que son los derechos humanos para nuestra democracia.
Quizá sea cábala, tal vez horizonte que ya esté soñando su próximo sueño cuando aún no despertó del actual, pero lo que esta historia pretende contar es otra cosa: qué representa un director de cine en estos tiempos inquietantes.
Mitre es cordillera.
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