CABA
Curada de espanto: Diario del coronavirus
Una periodista de MU tuvo Covid-19 y lo cuenta en este diario. Su breve paso por la internación y la reacción de los vecinos y vecinas de su edificio. Lo que sintió, lo que hizo y lo que la curó: el afecto. Sensaciones, protocolos, y la pandemia del miedo desatada alrededor de una paciente sin riesgo. Por María del Carmen Varela.

Estoy en el hospital.
Tengo coronavirus.
Hay un televisor encendido todo el tiempo, con un volumen que es puro ruido.
Por lo que veo en los noticieros y en los programas de panelistas llego a una deducción: mañana nos vamos a morir todos.
Cuando se empezó a hablar sobre la aparición de un nuevo virus en un pueblito chino llamado Wuhan, pensé: “China está muy lejos”.
Fue lo mismo que pensaron varios presidentes y ministros de diferentes países europeos y americanos, con los resultados conocidos.
Desde China, el virus infectó al mundo.
Al pensar que todo ocurría lejos cometí el error de subestimar algunos de los paradigmas de la época: la viralización, la velocidad, el contagio.
Ese cuco hiperminúsculo se hospedó también en mi cuerpo, y me convirtió en un número de la estadística local y global.
¿Por qué a mí?
Integro una cooperativa en la que agregamos nuestros propios protocolos al de los infectólogos, epidemiólogos y sanitaristas.
Mucho antes de la pandemia aprendimos con amigues y organizaciones a intentar actuar siempre desde el punto de vista del cuidado entre todes y, pese al aislamiento, mantener la empatía y la colaboración.
O sea: fui una ciudadana obediente de la cuarentena.
Pero no funcionó.
Mis excepciones:
-las pequeñas compras en los pequeños comercios,
-sacar a pasear a Lennon, el perro de raza indefinida que vive conmigo hace cuatro años,
-ir al banco.
El problema empezó un sábado, con la pizza y el vino.
No tenían gusto a nada.
El domingo ya me sentí un poco afiebrada: un 37,5º que bajó a las pocas horas sin necesidad de pastillas ni nada.
El lunes andaba tratando de oler las cosas de mi casa, sin éxito, todavía un poco resfriada.
Sin gusto ni olfato, el martes decidí llamar al 107.
Expliqué lo que me pasaba y me sugirieron hablar con mi prepaga. Llamé, expliqué todo otra vez, y me hicieron una teleconsulta. Me preguntaron detalles de lo que sentía, y les dije que me sentía bien.
La respuesta fue que, ante los síntomas típicos de la infección, me me enviarían una ambulancia.
Me dio miedo.
Era medianoche cuando tocaron el portero eléctrico de mi departamento de Floresta.
Bajé con mi mochila y lo que a esa altura era mi principal temor: que me vieran lxs vecinxs.
En la puerta me recibió una mujer vestida como una astronauta. Era una de las personas a las que se aplaude cada noche por hacerse cargo en la práctica de la salud. Se las aplaude, pero prefiriendo que estén lejos. Incluso sus vecinxs en distintos lugares combinan las dos cosas: aplausos y rechazo.
Algo de eso sentía yo.
Los chicos de la heladería de al lado estaban en la puerta y nos miraban. Les sonreí pero no sé si se dieron cuenta, por el barbijo. Tampoco entendí con qué gesto nos miraban.
La mujer me hizo algunas preguntas que contesté a toda velocidad porque quería salir rápido de ahí, que nadie más nos viera.
De ser un cuerpo confinado para estar a resguardo del contagio, había pasado a ser un cuerpo infectado, un peligro para otres, un cuerpo del que hay que mantenerse lejos, o protegido por escafandras espaciales.
No sos un cuerpo ignorado, al que nadie quiera ver, sino todo lo contrario. Sos un cuerpo individualizado, señalado, perfectamente identificado.

Me metieron en la ambulancia; viajé sentada. Poca gente en la calle. Recién ahí dejé de sentir temor. No pusieron la sirena.
Llegué al hospital privado, por haber logrado mantener la prepaga. Para mi sorpresa, vino a buscarme un camillero con una silla de ruedas. El diálogo fue breve:
-¿Tengo que sentarme? Puedo caminar perfecto.
-Protocolo.
La palabra es casi una liturgia. Un llamado a callar y obedecer. Me senté. El camillero era simpático.
En el camino me preguntó de qué trabajo. Le conté que soy periodista. Me contestó: “Ah, entonces ya me imagino que pensás que todo esto es una mentira. ¿No? Como que nos quieren tener controlados. Yo pienso lo mismo”.
Avanzábamos a altas velocidades por los pasillos en los que había médicxs apuradxs y astronautas listxs para ir a buscar otrxs infectadxs.

Me llevó hasta un lugar señalizado por un cartel con forma de círculo rojo con letras blancas que decía: “ÁREA SUCIA”.
Es el sector en el que se realiza la limpieza de materiales contaminados. Pensé en cuántos lugares del mundo merecerían tener un círculo rojo similar. Pero en este caso se atiende a las personas infectadas.
Me pusieron una pulsera de tela blanca con mi nombre, mi edad y un código QR.
Vino una doctora con barbijo y máscara a hacerme el hisopado. Por las preguntas que me hizo, en algún momento le conté que hago yoga. “Pensá en algo lindo del yoga” me dijo mientras el hisopo se introducía muy adentro en una de mis fosas nasales, hasta que del “om” pasé al “auch”. Además hubo electro, extracción de sangre, placa de tórax.
Me mandaron entonces a una habitación a pasar la noche –aislada– a esperar el resultado. La habitación tenía el techo pintado como si uno estuviese viendo el cielo celeste con nubes y las copas de unos árboles coloridos y artificiales.
Al día siguiente sonó el celular y un infectólogo me informó, sin más, que había dado positivo. No supe qué pensar.
Acto seguido me informó que me trasladarían a otra habitación. Y que me iba a tener que quedar allí 14 días.
Yo, que había ido con lo puesto, y dejé a mi perro Lennon y mi gato Silvio solos en mi casa. Por suerte solo eso.
Tiempo para pensar. Mirando el techo, o el cielo artificial. ¿Cómo me contagié? Ni idea.
Al hacer alguna compra, o quizá Lennon haya traído el virus en sus patas al volver de alguno de nuestros breves paseos… ¿Seré catalogada como boba, como irresponsable? ¿Voy a ser una apestosa, la gente va a huir de mí?
Como acto contrafóbico, agarré el celular para hacer circular un mensaje entre amigues, familiares, compañeres y conocides.
-Hola! Tengo coronaviruuuuus- fue el mensaje. Así, con muchas “u”, como haciendo buuu, les escribí para desactivar el susto que podía despertar en el otre enterarse por otra vía y de otra forma.
Y me pasé el día contestando mensajes sobre cómo estaba, qué había pasado, cómo me contagié, si me daban medicamentos. Pretendí ser un cuerpo portador de información, ya que esta vez la estaba viviendo en carne propia.
Mi respuesta intentaba tranquilizar: he pasado, como todo el mundo, por gripes y resfríos mucho más fuertes que este Covid-19. Sé que no es así siempre. Pero tener coronavirus no ha superado el malestar físico de otras ocasiones.
Sin embargo, las reacciones son de una magnitud comprensible por la sensación de catástrofe que nos acompaña cada día desde que empezó la pandemia. Nadie había salido corriendo las veces que tuve un resfrío y ahora los síntomas eran los mismos pero me trataban como una enferma de gravedad.
Me trajeron desayuno y luego almuerzo. Unas empanadas, bebida y té. Me pareció un privilegio, frente al desastre económico que nos rodea.
Las noticias son contradictorias: por un lado está la situación real de los barrios y villas en las que a veces parece no haber defensa frente a esta enfermedad, y frente a tantos virus sociales, económicos y políticos que arrasan las vidas. O la amenaza de un futuro colapso del sistema de salud, si las curvas no se aplanan y el virus se rebela frente a todos los controles.
Por el otro, la sensación de irrealidad y de desinformación que hace que sigamos preguntándonos de qué se trata todo esto. Cada año mueren 32.000 personas por gripes y neumonías en el país (ni hablar de otras problemáticas sociales y de salud) y prácticamente son temas que pasan desapercibidos.
Más tarde me llevaron del Área Sucia al Área de Transición, a una habitación sin cielo en la que había una señora que había ido para operarse por peritonitis, le hicieron el hisopado por protocolo, y dio positivo.
Creer o reventar.
Los contactos con los médicos eran por teléfono. Yo me sentía muy bien, un poco culpable de estar ocupando una cama sin necesitar tratamiento médico. Solo estaba aislada.
Al tercer día me cambiaron otra vez de habitación, con una señora de 82 años, con un nombre clásico: doña Rosa.
Cuando llegué Rosa miraba una novela de narcos colombianos a todo volumen. “Esto se va a poner candela”, decía un personaje, y yo pensé lo mismo.
Luego Rosa hizo zapping y aparecieron los testimonios de personas que conocieron no sé qué iglesia y cambiaron sus vidas al convertirse en “diezmistas” (aportan al culto el diez por ciento de sus ingresos); luego puso no sé qué número de Rápido y furioso.
Como ya eran casi las doce de la noche le pregunté si no convenía apagar la tele. Doña Rosa dijo: “Sí, muchas balas, así no se puede dormir”.

Al día siguiente Rosa me contó que no encontraba explicación a su estadía en ese lugar. “Esto es una cárcel”, exageraba.
“¿Y vos por qué estás?” me preguntó. Le conté que tenía síntomas, llamé al hospital, hice teleconsulta y me fueron a buscar en ambulancia. Me miraba asombrada. “Esto es una cárcel, ¿por qué quisiste venir?”. No podía creer que yo hubiera llamado voluntariamente.
Entró la enfermera con la merienda y me dediqué al café con aroma a nada y las galletas con mermelada y gusto a nada. Rosa me preguntó en qué dirección estábamos. Trataba de memorizarla. “En cuanto pueda me voy a casa”, sonrió como imaginando una fuga.
Momento cumbre: avisar lo que me había pasado al grupo de Whatsapp de vecinxs del edificio donde vivo. El chat se transformó automáticamente en un infierno.
Después de saludos y deseos de pronta recuperación, algunas almas comenzaron a pergeñar planes de salvataje por el peligro de contagio: propuestas de testeos a todo el edificio, fumigación intensa, ira porque el encargado no saca la basura –es mayor de 60 años– “pero gana más que todos nosotros”, amenazas de denuncias policiales cruzadas por supuesta violación de cuarentena, reenvío de audios dignos de masters en infectología.
En uno de ellos, una señora que vive en un country de zona norte aconseja a su hermana (que vive en el edificio de Floresta donde hay una infectada –yo–) que hay que seguir un pro-to-co-lo y que en el programa de tele de la mañana, Yanina Latorre dijo que a su madre (la de Yanina) le pasó lo mismo: tiene una infectada en el edificio. Y tira los tips de Yanina Latorre como si hablara de la doctora Marie Curie. Su solemne sabiduría y convicción se traban en su lengua, que repite “queronavirus”, y su audio termina magistralmente:
-No me quiero poner nerviosa, ya estoy bastante loca, pero si no nos cuidamos entre nosotros, nos morimos todos.
En ese momento –mientras compartía estos audios desopilantes con amigues y me reía un poco– me avisaron que me darían el alta al día siguiente. O sea: entré el martes a la noche, y saldría el sábado a la mañana para seguir el confinamiento en mi casa.
Así que tuve que avisar al grupo que volvería.
No sentí que la noticia generara demasiada alegría, después de los alegatos de Yanina Latorre. Aclaré que, según los médicos, a los siete días de comenzados los síntomas la carga viral es muy baja y no puedo contagiar a nadie. Se ve que la ciencia es menos convincente que la tele.
En estos días entendí como pocas veces todo lo que importan el cariño y el afecto. La mejor medicina.
Sobre el fin de mi breve estadía me llegó una bolsa con un regalo de mis compañeres de trabajo –el libro de la mexicana Valeria Luiselli Desierto sonoro– y un mensaje de mi sobrina Isabel, de 8 años, en el que me dice: “Tía, te quiero mucho. Si no hubiera cuarentena estaría en tu casa. Y si no te tuviera no sé qué haría sin vos”.

Vuelvo al mundo, a mirar cielos que no están pintados en el techo, a ver con qué cara me recibe mi gato Silvio y chequear cuán rápido Lennon mueve la cola.
La historia sigue amenazando con abismos de todo tipo: sanitarios, sociales y personales. Desde el 20 de marzo el abrazo se convirtió en un anhelo, una utopía a la que no podemos llegar pero tenemos ahí adelante, cada vez más cerca.
Me pregunto cuánto faltará para que volvamos al encuentro, a celebrar, mirarnos y tocarnos, sin que el cuerpo del otre encarne una amenaza, como lo fue el mío.
Vuelvo al mundo, a vivir sin miedo.
CABA
Super Mamá: ¿Quién cuida a las que cuidan?

¿Cómo ser una Super Mamá? La protagonista de esta historia es una flamante madre, una actriz a la que en algún momento le gustaría retomar su carrera y para ello necesita cómplices que le permitan disfrutar los diferentes roles que, como una mamushka, habitan su deseo. ¿Le será posible poner en marcha una vida más allá de la maternidad? ¿Qué necesitan las madres? ¿Qué necesita ella?
Por María del Carmen Varela
Como meterse al mar de noche es una obra teatral —con dirección y dramaturgia de Sol Bonelli— vital, testimonial, genuina. Un recital performático de la mano de la actriz Victoria Cestau y música en vivo a cargo de Florencia Albarracín. La expresividad gestual de Victoria y la ductilidad musical de Florencia las consolidan en un dúo que funciona y se complementa muy bien en escena. Con frescura, ternura, desesperación y humor, abordan los diferentes estadíos que conforman el antes y después de dar a luz y las responsabilidades en cuanto al universo de los cuidados. ¿Quién cuida a las que cuidan?
La escritura de la obra comenzó en 2021 saliendo de la pandemia y para fines de 2022 estaba lista. Sol incluyó en la última escena cuestiones inspiradas en el proyecto de ley de Cuidados que había sido presentada en el Congreso en mayo de 2022. “Recuerdo pensar, ingenua yo, que la obra marcaría algo que en un futuro cercano estaría en camino de saldarse”. Una vez terminado el texto, comenzaron a hacer lecturas con Victoria y a inicios de 2023 se sumó Florencia en la residencia del Cultural San Martín y ahí fueron armando la puesta en escena. Suspendieron ensayos por atender otras obligaciones y retomaron en 2024 en la residencia de El Sábato Espacio Cultural.
Se escuchan carcajadas durante gran parte de la obra. Los momentos descriptos en escena provocan la identificación del público y no importa si pariste o no, igual resuenan. Victoria hace preguntas y obtiene respuestas. Apunta Sol: “En las funciones, con el público pasan varias cosas: risas es lo que más escucho, pero también un silencio de atención sobre todo al principio. Y luego se sueltan y hay confesiones. ¿Qué quieren quienes cuidan? ¡Tiempo solas, apoyo, guita, comprensión, corresponsabilidad, escucha, mimos, silencio, leyes que apoyen la crianza compartida y también goce! ¡Coger! Gritaron la otra vez”.
¿Existe la Super Mamá? ¿Cómo es o, mejor dicho, cómo debería ser? El sentimiento de culpa se infiltra y gana terreno. “Quise tomar ese ejemplo de la culpa. Explicitar que la Super Mamá no existe, es explotación pura y dura. No idealicé nada. Por más que sea momento lindo, hay soledad y desconcierto incluso rodeada de médicos a la hora de parir. Hay mucho maltrato, violencia obstétrica de muchas formas, a veces la desidia”.
Durante 2018 y 2019 Sol dio talleres de escritura y puerperio y una de las consignas era hacer un Manifiesto maternal. “De esa consigna nació la idea y también de leer el proyecto de ley”. Su intención fue poner el foco en la soledad que atraviesan muchas mujeres. “Tal vez es desde la urbanidad mi mayor crítica. Se va desde lo particular para hablar de lo colectivo, pero con respecto a los compañeros, progenitores, padres, la situación es bastante parecida atravesando todas las clases sociales. Por varios motivos que tiene que ver con qué se espera de los varones padres, ellos se van a trabajar pero también van al fútbol, al hobby, con los amigos y no se responsabilizan de la misma manera”.
En una escena que desata las risas, Victoria se convierte en la Mami DT y desde el punto de vista del lenguaje futbolero, tan bien conocido por los papis, explica los tips a tener en cuenta cuando un varón se enfrenta al cuidad de un bebé. “No se trata de señalarlos como los malos sino que muestro en la escena todo ese trabajo de explicar que hacer con un bebé que es un trabajo en sí mismo. La obra habla de lo personal para llegar a lo político y social”.
Sol es madre y al inicio de la obra podemos escuchar un audio que le envió uno de sus hijos en el que aclara que le presta su pelota para que forme parte de la puesta. ¿Cómo acercarse a la responsabilidad colectiva de criar niñeces? “Nunca estamos realmente solas, es cuestión de mirar al costado y ver que hay otras en la misma, darnos esa mirada y vernos nos saca de la soledad. El público nos da devoluciones hermosas. De reflexión y de cómo esta obra ayuda a no sentirse solas, a pensar y a cuidar a esas que nos cuidan y que tan naturalizado tenemos ese esfuerzo”.
NUN Teatro Bar. Juan Ramirez de Velazco 419, CABA
Miércoles 30 de julio, 21 hs
Próximas funciones: los viernes de octubre


Artes
Sacate la careta y ponete el antifaz: una caravana para defender al teatro con color y calor

“Vestite de gala y salí a la calle. Sacate la careta, ponete el antifaz”. Con esa consigna trabajadorxs de las artes escénicas salieron a exigir la derogación del decreto 345 que desfinancia al Instituto Nacional del Teatro y pone en serio riesgo al sector teatral independiente. Hubo color y calor, pese a los tiempos oscuros y fríos. El apoyo de la gente en la calle, el fondo del planteo, y la inesperada reacción de Pluto.
Por María del Carmen Varela. Fotos: Sebastián Smok

El público en la calle, sumándose al reclamo en favor del Instituto Nacional del Teatro.
La cita fue en la puerta del cine Cacodelphia, en Diagonal Roque Saenz Peña 1150, desde donde partió la colorida y ruidosa caravana que dobló por 9 de Julio y continuó por Av. Corrientes, hasta llegar a Rodriguez Peña. A las dos de la tarde el tramo de la Diagonal entre Lavalle y Corrientes fue punto de encuentro para actores, actrices, músicxs, bailarinxs, cirquerxs y zanquistas que engalanadxs con trajes de colores, vestidos de puntillas, tapados simil piel y elegantes sombreros le pusieron alegría y movimiento a una lucha que viene desde hace tiempo y se agudizó con el decreto que pone fin a a la autonomía y financiamiento del INT, entre otros organismos afectados. Una de las consignas: “Vestite de gala y salí a la calle. Sacate la careta, ponete el antifaz”.

¿Quién dijo que hace frío?
Al grito de “Señor, señora no sea indiferente, estamos defendiendo el teatro independiente” la caravana de la cultura logró su objetivo. Irrumpieron sobre el carril peatonal de una Avenida Corrientes poblada de gente en plenas vacaciones de invierno y nadie quedó indiferente. Aplausos, bocinazos, brazos en alto y muchas gargantas se unieron al canto. El reparto de volantes con el logo de ENTRÁ –Encuentro Nacional de Teatro en Resistencia Activa– puso palabras al reclamo:

¿Te imaginás la calle Corrientes sin teatros?
Las luces apagadas, las pizzerías vacías
Los artistas callejeros sin público
¡Esta peatonal es orgullo nacional!
Y eso es gracias a nuestro teatro
Hoy, nuestro teatro llena la calle de música y color
en este desfile en defensa del Instituto Nacional del Teatro
que para quienes se pregunten ¿qué es y de qué sirve?
Para fomentar y garantizar que el teatro llegue a todo el país
Hace dos meses, el gobierno firmó el decreto 345 que vacía al Instituto
con argumentos falsos sobre su funcionamiento y financiación
¡Al INT, que con los impuestos que pagan los medios de comunicación y los juegos de azar,
produce obras, abre salas, genera trabajo y construye cultura e identidad federal!
¡El Instituto no solo implica poco gasto, sino que genera tanto valor!
¡Defendámoslo!

Las familias y el apoyo a la creación, al arte y al significado del teatro.
El teatro que habla y Pluto en marcha
Nora es una de las mujeres que no resultó indiferente. Mientras paseaba por Corrientes se topó con la caravana y se sumó con canto y aplauso. “Me resulta muy conmovedor porque están defendiendo lo más precioso que tenemos, nuestra posibilidad de seguir creando. Esta puesta en escena me emociona, es poner en escena el deseo”.
¿Vas al teatro? “Todo lo que puedo, cuando puedo pagarlo”.

Los besos vuelan.
Las niñeces se sintieron muy atraídas por la caravana y no dudaban en acercarse a saltar y aplaudir. Frente al Teatro General San Martín, hicieron una parada y allí el Teatro habló:
- Ay, ay, ay, me duele todo
- Teatro, ¿qué pasa?
- ¡Me dieron una piña en la cara! Y en la panza y en las piernas. ¡Me tiembla todo!
- ¿Por qué?
- ¡Quieren desmembrarme!
- ¿Quién?

- El teatro explicándo por megáfono la situación.
- El decreto 345 quiere vaciar mi instituto
- ¿Al instituto que produce obras y abre salas en todo el país? ¿Al instituto que genera trabajo y construye cultura e identidad?
- Sí. (El Teatro llora y casi se desvanece)
- ¡Cuidado el teatro se desmaya!

- Al teatro le da un soponcio.
- Yo les juro, no hice nada, el instituto recauda los impuestos que pagan los medios de comunicación y los juegos de azar, pero parece que no sirvo para nada
- ¿Qué serían las noches sin tus risas y tus lágrimas? ¿Sin tu forma de imaginar? ¿Sin que nos animes a encontrarnos?
- ¿Alguien vio un teatro? (Señalan a los distintos teatros de calle Corrientes y gritan: ahí, ahí)
- ¡Quiero vivir! (grita el Teatro).
- Si, acá estamos y nos organizamos– replican todas la voces.

Pluto junto a las familias en la calle, observando y aplaudiendo.
La escena de un Teatro golpeado pero en resistencia, revitalizado por la suma de voluntades que lo quieren vivo, se repitió en la puerta del Teatro Astral, donde mucha gente salía de una función infantil. Una vez más, muchxs se acercaron y acompañaron. Pluto, o la persona con el disfraz del famoso perro creado por Walt Disney, saludaba niñxs a su paso aprovechando la alta concurrencia del Astral.
Una vez finalizada la performance del Teatro que quiere seguir contando historias, la caravana emprendió el regreso hacia el lado del Obelisco. Y hasta Pluto decidió abandonar el teatro comercial y se sumó a la fiesta del teatro independiente, mientras otra mujer con su familia se hacía oír con cuatro palabras: “¡Que viva el teatro!”

CABA
Disparatemos: artistas al poder
Un experimento con artistas clave de la escena independiente cruzó textos y discursos políticos con música, danza, canto y perfomance en MU Trinchera Boutique. Qué nació como resultado de las Postas Culturales Sanitarias. Los cambios de percepción que implicó la pandemia, la vuelta a los escenarios, la creación de comunidades de sentido y la necesidad de encontrarse, más acá de Zuckerberg. ¿Que queremos ser, y qué no? Por Claudia Acuña.
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