Mu199
Tipos de cambio
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.

Primavera.
Que las flores, que los pajaritos, que vuelve la vida, que brota el amor (¿dónde?), que la juventud (¿cuál?) …
Toneladas de discursos esperables y escrituras detestables.
O con la intrascendencia de lo obvio. Tal vez esta crónica lo sea.
Uf.
Los alérgicos y los asmáticos con titánicos esfuerzos por disimular esa felicidad primaveral detrás de ahogos, lágrimas, mocos y puteadas en variados tonos.
La producción de pañuelitos de papel a full.
Hay que romper el mito de la belleza primaveral como un absoluto (soy militante de causas estúpidas). Ser un poco amargo no cuesta nada y enriquece las neuronas.
Uno de esos días de la primavera beatificada me encontró en un punto del infinito Conurbano dispuesto a sacrificar algunos verdes de la Verdadera Madre Patria que trabajosamente había ahorrado.
Mi vida de rocanrol, excesos, lujuria, descontrol y etcétera me llevó a que la guita no me alcance. Una verdadera rareza en la Argentina de la gente de bien. Entonces decidí (¿debí?) inmolar algunos Benjamines Franklin, cara chica y cara grande, con peluca y sin peluca.
El lugar de cambio, digamos una casa de cambio outlet, estaba sobre la ochava de una esquina, cerca de un paso a nivel ferroviario, eje de numerosos y curiosos cruces de calles en diagonal que eran una invitación a comerse un palo automovilístico en cualquier momento.
En el Conurbano combinamos originalidad con adrenalina. Por eso nunca nos aburrimos.
El lugar de cambio ¿semi? clandestino era en su exterior una casa de electrónica, cuya vidriera estaba tapada por un ploteo que informaba acerca de la excelencia de los productos que, se supone, habría adentro.
Un adentro pequeñito, con una señora encerrada detrás de una ventanilla antimisiles, quien se ocupaba de dar y recibir billetes, cual mesías del mundo financiero para los tirados como Yo.
De cosas de electrónica adentro del local había tanto como en mi cerebro conocimientos del chino mandarín.
El pequeño recinto estaba lleno. Me mandaron a esperar afuera haciendo cola.
A la vista de cualquier distraído, la casa de electrónica era un verdadero éxito de ventas porque rápidamente se agregaron más personas a la fila.
El dios mercado.
Nunca se sabe.
Detrás de mí se ubicó un muchacho de unos 35/40 años, bajito, retacón, con una nena de unos dos o tres años a upa. La nena, con colitas en la cabeza que parecen antenas, me miraba con algún interés antropológico.
Rápidamente entablamos conversación con el susodicho entre estornudo y estornudo porque su alergia estaba en pleno teatro de operaciones.
Primavera.
La deriva empezó por la aludida alergia, pasó a la cuestión climática (el calor empezaba a apretar) y rápidamente se estacionó donde debía: por qué estábamos allí, quemando naves al estilo Hernán Cortés.
El hombre alquilaba un local donde hacía funcionar una pizzería hacía ya un buen tiempo según me dijo.
“Un buen tiempo”: categoría opaca.
También me dijo que se estaba fundiendo. Ahí la categoría ya no es opaca.
Que no vendía nada. Que la cosa no funcionaba ni en el local ni tampoco en los envíos a domicilio.
Que estaba empezando a desesperarse.
Al costado nuestro, sobre la calle estaba estacionado un Chevrolet Corsa de color indescifrable habitado por la señora del pizzero y dos niños que no estaban muy felices de quedarse en el pequeño auto.
La mamá tampoco.
La única que parecía feliz era la nena de las colitas de antena a upa de su papá.
Soy un pelotudo me dijo sin mayores preámbulos y me imaginé lo que venía por lo que puse mi mejor cara de nada y esperé.
Tal como suponía, el fulano había votado al actual gobierno comprando (seré breve) todo su discurso. Todo.
Me dijo (sic) que había querido un cambio de verdad y desplegó todas las cosas que suelen decir aquellos que se equivocaron y necesitan explicar porque se equivocaron.
Yo lo he hecho tantas veces…
Escuché.
La voz empezó a cambiar su tonalidad, a resquebrajarse.
Y se le llenaron los ojos de lágrimas mientras me contaba de la situación de sus padres y todas las calamidades que en casi un año se le habían venido encima.
No diré más.
La pequeña de las colitas tipo antena miró atentamente a su papá y le acarició la mejilla. El papá hizo silencio.
Yo hice silencio.
Le di una suave palmada en el antebrazo.
El calor aumentaba a niveles decididamente molestos cuando entré a la casa de electrónica con la señora amurallada en la ventanilla antimisiles.
Me despedí de Benjamín Franklin y le di la bienvenida a Remedios y a Manuel, sabiendo que los alojaría en mi corazón y en mi bolsillo por poco tiempo.
Salí y saludé a medias al pizzero y la nena de colitas como antenas.
Primavera.
A veces no pasa nada.
Una crónica puede ser desvaída, no doblar en la esquina, no trepar a un árbol.
Puede pasar.
A veces la vida es obvia.
A veces la obviedad es trágica.
Puede pasar… puede pasar.
Puede pasar.

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