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Educandos

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Crónica del más acá

L a plaza Pizzurno (que no sé si se llama así) tiene algunas particularidades (que tampoco sé si llamarlas así). Ubicada frente al imponente Palacio Sarmiento (sede del Ministerio de Educación de la Nación) y acariciada en un costado por el no menos imponente Colegio del Carmen, tiene en una esquina un amenazante Rodríguez Peña, cruzado de brazos y mirando hacia abajo, con gesto severísimo. Se ve que ser patriota significa agreta.
En la otra punta de la plaza está Bernardo de Irigoyen (sí: va con I) en un ¿monumento? donde Don Bernardo parece estar de mejor humor que su colega, a pesar de estar paradito, soportando detrás a un señor y una señora medio en bolas, en una especie de imagen olímpica y horrorosa, y unos gauchos corriendo con caballos en una dirección y otros gauchos corriendo con vacas en otra dirección.
Jamás lograré comprender los misterios del arte.
La plaza tiene además senderos en vez de veredas embaldosadas, bellísimos árboles y un césped diezmado. Bancos clásicos con desesperados inquilinos sin techo, alguna pareja besándose burocráticamente y otra con entusiasmo amateur, y hacia el “fondo” (de espaldas a la ruidosa Callao) una movediza marea negra.
Me acerco cauteloso, por puro prejuicio, a dos muchachos que, solitarios y apacibles, toman una cerveza. Visten de negro y lucen rastas, tachas, aros, cadenas. Otra que Acindar. Les pregunto sobre la movida de la plaza. Sonríen y, muy cordiales, me responden que no saben porque son viejos, que ya se quedaron afuera, que cualquier cosa que me digan va a estar fuera de tiempo.
Observo la ferretería que llevan encima y calculo: ninguno de los dos debe tener más de 23 ó 24 años.
Empiezo a considerar seriamente la posibilidad de suicidarme, mientras siento que con mis 51 pertenezco al Paleozoico.
Camino hacia la marea negra y ratifico lo que sospechaba: pertenezco al Paleozoico.
Decenas de chicos reunidos en grupos pequeños comparten el espacio y una estética muy divertida: pelos multicolores y multipeinados cuidadosamente producidos, cinturones metálicos, zapatones de payaso, simulaciones de Marilyn Manson en los ojos y el vestir (feíto para mi gusto, pero bueh), tapados tipo Humphrey Bogart o Blade (¡hace mucho calor!), minifaldas con ligas de novias en los muslos, botas con suelas que deben tener más de 15 centímetros (si se caen de ahí se matan), demasiada ropa y poca exhibición de cuerpos, aros múltiples, muuuuuuucho maquillaje en ellas y en ellos, todo de color oscuro y exagerado, como si se tratara de una fiesta de disfraces al aire libre.
Hablo con varios de ellos, invariablemente muy educados. Son chicos de entre 14 y 18 que se juntan y charlan.
Eso.
Algo de cerveza circulando, no demasiado, alguna aislada botella de licor de dulce de leche (hay que tener estómago hermano, son las 6 de la tarde y con el calor doña…), no pude oler ni un porro (me quedé en Woodstock, maldición…) y ni uno, ni uno, clavado de cabeza. Bueno, uno. Un desorientado que me vino a preguntar cómo había salido River 48 horas después de haber jugado, pero no sé si su desorientación era producto de ingesta química o la pasión riverplatense.
¿Qué hacen estos pibes ahí? Repito: charlan. Bloggers, emos, punks, metaleros, anarcos… Todo el mundo en paz, salvo cuando (a veces) los célebres neonazis (¿porqué neo? Para mí siempre son los mismos…) joden y se arma alguna. Están ahí. Se juntan. Conversan frente al impasible Palacio Sarmiento.
Nada che: ni un escandalete, ni declamación acerca de la maldad del mundo o de los adultos, ni alguno/a mostrando el culo para alguna causa inhóspita, ni una actitud de romper todo y arrojar botellas a los micros o molestar a las buenas familias “normales”.
Nada. Sólo pibes y pibas charlando alrededor de un desabrido mástil rodeado de rejas, vaya uno a saber para protegerlo de qué, porque sólo tiene una inscripción premalvinas acerca de que la bandera nunca estuvo atada al carro de ningún vencedor de la tierra, bla bla bla, y del otro lado una placa derruida que anuncia (en 1971) que allí se instalará el mausoleo a Domingo Faustino. Las cosas tardan en Argentina. Supongo que Sarmiento no tiene apuro.
Por supuesto, no hay bandera.
Y la foto de la plaza, la foto que no pude sacar porque soy un tarado y no llevé cámara: 6 (seis) señoras mayores (de 60), algunas sentadas en un banco y otras paradas, en el medio de todos los pibes, charlando de sus cosas animadamente, con esos perritos impresentables que dan ganas de pisarlos o patearlos, todas vestidas con colores muy claros por lo que el contraste era doble: maravilloso.
Por supuesto, es lo que estás pensando: ahí nadie molesta a nadie.
Claro, clarísimo: esos pibes no asumen representar nada. Se exhiben y no, son tribu y no, están ahí y no.
Cualquier alegoría con el Monstruo Público Educativo que les sirve de escenografía corre por tu cuenta o por la mía. (Y no hablo del ministro, faltaba más.)
Me subí a mi Mamut y me fui pensando acerca de nada porque hace rato, hace mucho rato que dejé de entender.
Por suerte.

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Bio Política

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La organización h.i.j.o.s. no existe formal ni legalmente, pero desde hace más de diez años genera acciones y reflexiones que impactan en toda la sociedad. Algunos forman hoy parte del gobierno, otros del Estado y otros de la oposición. Algunos más siguen apostando a los lazos comunitarios. Pero todos representan una forma única de hacer y pensar la política. ¿Qué nos señala hoy esta generación?
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Los chiches de Chicha

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María Isabel Chorobik de Mariani –Chicha– es la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, aunque se separó en 1989 por razones que prefiere no revelar. En noviembre cumplió 85 años y sigue buscando a su nieta Clara Anahí, desaparecida tras un ataque descomunal dirigido por los propios Camps y Etchecolatz, contra una casa que hoy es museo, en la que mataron a cinco personas, incluyendo a la nuera de Chicha. En medio de las investigaciones y denuncias, esta mujer compraba una muñeca por cada viaje, por cada reclamo. Son más de 200. Un símbolo de paño, plástico y corazón, para que los nietos sepan que nunca dejaron de ser buscados.
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Después de la dictadura

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Esta reflexión sobre literatura y genocidio fue leída por Daniel Link en el simposio Escribir después de la dictadura realizado en Berlín el pasado mes. Para pensar.
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