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La luz de Lucía: nuevo juicio para el femicidio que sacudió al país

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Lecciones de la lucha que logró anular el vergonzoso fallo que debajaba impune el femicidio de Lucía Pérez. De Mar del Plata al primer Paro Nacional de Mujeres, las movilizaciones siguieron frente a los Tribunales de Casación en La Plata, donde se dio vuelta la historia. Por qué sirve estar en la calle. Por Anabella Arrascaeta.

La luz de Lucía: nuevo juicio para el femicidio que sacudió al país
Foto: Nacho Yuchark

Marta Montero se despertó a las 5 de la madrugada para ir a trabajar como enfermera en el Hospital Interzonal de Mar del Plata. A la salida la pasó a buscar Matías, su hijo mayor, de 23 años. Llegó a su casa y fue directamente a bañarse, parte de trabajar en un hospital en medio de una pandemia. Escuchaba que su celular sonaba. Las llamadas perdidas eran del fiscal de Casación Carlos Altuve. “Salió la sentencia -me dijo-. El juicio se va a hacer de nuevo. Qué bien -le dije yo- la verdad que ante lo que usted me está diciendo no tengo reacción: ni enojo, ni gritar, ni alegría, no es que me da lo mismo, pero no me voy poner nunca feliz ni contenta porque no la tengo a Lucía. Es un paso más que hemos dado en la justicia”. 

Mil cuatrocientos cuatro días después de que Lucía Pérez, 16 años, fuera abusada y asesinada, la Sala IV de la Cámara de Casación de la provincia de Buenos Aires resolvió anular el fallo que pretendía dejar impune su femicidio.

Juzgar a la víctima 

El 8 de octubre de 2016 Marta volvió de trabajar a las 3 de la tarde. No había nadie en la casa. Guillermo, chapista, papá de Lucía, estaba en el taller mecánico de donde lo despidieron mientras pedía justicia por su hija. Las mascotas, cuatro perros y seis gatos, estaban adentro, no en el parque que la casa tiene al fondo. La computadora de Lucía estaba sobre la mesa. Su Whastapp decía que la última conexión había sido cinco horas atrás. El teléfono respondía con el contestador cuando Marta la llamaba. Matías estaba repartiendo agua; pasó por el taller del padre y, en el momento que estaba con él, recibió una llamada. Pasó a buscar a Marta, y fueron a la comisaria. “Lo lamento señora, su hija ha fallecido”,  le dijo el comisario. 

Matías Farías, 23 años, y Juan Pablo Offidani, 41 años, llevaron a Lucía a la sala de salud de Playa Serena. Llegó muerta. Un día después los apresaron en una camioneta Fiat Strada gris donde se encontraron 38 gramos de cocaína y 250 de marihuana. La causa fue caratulada como abuso sexual seguido de muerte. El tercer detenido fue Alejandro Maciel, 61 años, acusado de encubrimiento agravado por ayudar al lavado del cuerpo muerto.

Dos años después comenzó el juicio oral en el Tribunal Oral en lo Criminal N° 1 de Mar del Plata. Los jueces Pablo Viñas, Facundo Gómez Urso y Aldo Carnevale hicieron un minucioso análisis de la vida de Lucía: qué le gustaba escuchar, qué profesión quería seguir, con quién y de qué chateaba, con quién se acostaba, qué le gustaba fumar. El tribunal condenó a Farías y Offidani a ocho años de prisión y multa de 135 mil pesos por el delito de “tenencia de estupefacientes con fines de comercialización agravado por ser en perjuicio de menores de edad y en inmediaciones de un establecimiento educativo”. A Maciel lo absolvió: el sitio marplatense 0223 informó que murió este año por un cáncer de pulmón. Ninguno de los tres fue condenado por el femicidio ni por el abuso sexual. Los argumentos: Lucía “no era sumisa” y “tenía carácter”. 

“Esto no termina acá, esto acá empieza”, dijo Marta abrazada por cientos de mujeres que en la puerta de los Tribunales lloraban de bronca después de escuchar El Fallo de la Vergüenza.

Estar en la calle

Marta prepara el ramo: tres crisantemos violetas, uno blanco, y un clavel blanco que la chica que trabaja en la florería le regaló. Son sus flores preferidas, a veces lleva también rosas rojas. Otras flores amarillas y verdes, para recordar que a Lucía le gustaba escuchar reggae. Suele ir los domingos después de trabajar pero el último fin de semana estuvo atravesado por la noticia de que anularon el fallo que dejaba impune el femicidio de su hija y el pensar cómo seguir. Entonces fue al cementerio el primer día que tuvo franco, antes pasó por la farmacia por unas gotas que no pudo comprar porque la receta llevaba más de cuatro meses vencida. “Hay cosas que vas dejando, no vas haciendo”. Llevó las flores con Matías. El día había amanecido soleado pero se fue nublando, estaba frío y húmedo. “Hoy me pasó ver el cementerio como un lugar de paz. No es un sacrificio ir, todo lo contrario: es un lugar de tranquilidad. Es con el cristal que uno mire las cosas. Voy, le llevo un ramito, rezo, y después me vengo tranquila a casa”. 

Pasaron casi dos años entre la sentencia en primera instancia que la familia de Lucía apeló y la decisión del Tribunal de Casación de anularla. Durante veintiún meses la familia de Lucía y el colectivo que la acompaña en la Campaña Nacional Somos Lucía no se quedaron quietas. Desde el Primer Paro de Mujeres hubo movilizaciones multitudinarias y sentadas de un puñado de personas frente al Tribunal. Gritazos, carteles, videos, remeras, asambleas. Caminatas con bombos y otras en silencio. Familias sobrevivientes de femicidios que se agruparon en un colectivo para compartir estrategias y abrazos en Plaza de Mayo. Cartas al presidente. El Observatorio de Violencia Patriarcal Lucía Pérez que registra y sistematiza las violencias y lo que el Estado no hace para dar respuesta, aun estando obligado. Festivales y cientos de tarros de mermeladas caseras que se vendieron para costear los kilómetros que hay que recorrer en búsqueda de justicia.  

La audiencia de apelación en La Plata fue días antes del inicio del aislamiento social, preventivo y obligatorio. La respuesta tardó meses. Finalmente los jueces Carlos Natiello, Mario Eduardo Kohan y Fernando Luis María Mancini pidieron que un nuevo juicio se realice con “la premura que el caso amerita”, y en sus argumentos recordaron lo obvio: “No se está juzgando a la víctima (como pareciera estar ocurriendo) sino a los eventuales victimarios”. 

Los jueces recordaron que el Estado está comprometido en trabajar para prevenir y erradicar la violencia machista, y que quienes son parte del Poder Judicial tienen la obligación de “valorar la prueba con perspectiva de género”. Partiendo desde ahí calificaron como “un despropósito” la evaluación que en primera instancia hicieron sobre la vida de Lucía y consideraron que en ese accionar atentaron contra su intimidad y dignidad. “No nos pueden juzgar por lo que hacemos: queremos libertad”, había dicho en el Congreso de la Nación Marta Montero sobre el accionar de los jueces marplatenses después de conocerse la sentencia. Ahora también lo deja escrito el propio Poder Judicial. 

¿Cómo interpretás, Marta, lo que pasó?

Como un paso fundamental, pero no un paso mío, es de todas, de todos y de todes. Hemos salido a pelear con lluvia, con frío, con el sol reventándonos la cabeza. Esto es tan grande que no queda solamente en esta familia. Es un tobogán: de acá saltamos para otro lado. Lucía va a tener justica y nosotros no vamos a parar más. 

¿Por qué?

Porque es histórico. Marca un precedente. Lucía va a tener justicia, claro, pero va más allá. Esta sentencia es la herramienta para poder trabajar sobre otras cosas, por eso la imprimí y me la hice un módulo. La estoy resaltando, la leo, la aprendo: son herramientas. Los jueces de Mar del Plata se preocuparon más por echarle la culpa a Lucía, que lo que le hicieron. Eso es terrible y los jueces de Casación lo remarcan diciendo: “Esto no puede ser una prueba”. 

¿Cuándo empezó a cambiar la perspectiva?

En la audiencia de apelación el fiscal Altuve les habló a los jueces y eso no fue gratuito. Se enfrentó a sus colegas, son sus superiores porque son jueces y él es fiscal, y a la vez son la misma maquinaria. No es fácil decírselos en la cara: el gran problema que nosotros tenemos se lo debemos a la justicia. Wow. No es gratuito. Se interpuso en la maquinaria y fue muy visionario en esa audiencia. Y muy directo: estuvo a la altura de la circunstancia. 

Está pendiente el juicio político a los jueces, ¿qué expectativas hay?

Al tomar esta decisión el jury tiene que avanzar directo. Si Casación está diciendo que la sentencia está anulada, que está todo mal hecho, que trabajaron mal, esta gente se tiene que ir. Además está mal intencionalmente: no saber no te da derecho a culpar a la víctima. Eso es crueldad. 

¿Se puede pensar en construir otra justicia?

Es un indicio, un empezar a pensar una justicia diferente. Creo que las personas, nosotros, tenemos las herramientas para poder hacerlo, solo tenemos que saber usarlas. Y nos tenemos que ocupar, que poner. Por ejemplo en Mar del Plata queremos una fiscalía para casos de violencia de género. Y vamos a luchar hasta que la vamos a conseguir, aunque parezca una locura. Cuando las Madres de Plaza de Mayo salían a caminar con todos esos milicos que mataban a los hijos también era una locura. 

¿Cómo vinculás la lucha por el fin de la violencia machista con el legado de los derechos humanos?

En el fondo somos personas que salimos a luchar por los derechos de nuestros seres queridos. Somos los mismos, en otra época, en otro contexto político, pero luchamos por los derechos de nuestros seres queridos. Salimos a decir: nunca más puede pasar esto. Se juzgó a una criatura por un chat, porque Lucía era una criatura, el pecado fue comprar porro a esos tipos… Eso la llevó a la muerte. Ese derecho que tenía a la vida, a fumar, a ser lo que quería, la llevó a la muerte y eso no se veía, al contrario: hacía que alguien diga: “Ella tuvo la culpa, se lo busco, que tenía que hacer con esa gente”. Y que los jueces nos digan por disciplinamiento a todas: “vos te hacés la piola, te va a pasar esto.” Nunca más. Nosotros como familia escuchamos atrocidades sobre Lucía, podíamos entrar en un lugar de una tristeza tan grande que no te permita salir. Pero yo sé quién era mi hija. Y aunque hubiese sido la reventada más grande nadie tiene derecho a ponerle una mano encima sin su consentimiento. 

¿Cómo se logró?

Cuando uno tiene una convicción y va, y va, y va, es como la gota que agujerea el piso. Yo creo que acá más que la masividad es el compromiso. Yo no tenía problema en ir, tomarme un micro seis horas y llegar aunque éramos cuatro. El hecho es ir, estar ahí molestando en ese lugar que es donde no te quieren ver. Necesitás firmeza y pedir claramente lo que querés. A nosotros nos funcionó estar en la calle. Por eso la sentencia tiene el sabor a la lucha que hemos hecho entre todas. Lucía unió, encendió una luz tan grande. Ahora viene un nuevo juicio y es volver a cero pero no somos los mismos: tenemos otra experiencia. Y no vamos a parar. 

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Lara, Brenda, Morena: Las velas del silencio

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La marcha en La Matanza, a dos semanas del triple narcofemicidio.

Por Lucas Pedulla

Fotos: Juan Valeiro/lavaca.org

En silencio.

La marcha empieza 21:29, horario en el que las chicas se subieron, hace dos semanas, a la camioneta Chevrolet Tracker blanca. Para quienes no conocen este lugar –rotonda de La Tablada, cruce de Camino de Cintura y avenida Crovara, La Matanza–, el silencio que acompaña la movilización de las familias de Brenda del Castillo, Morena Verdi y Lara Gutiérrez no se termina de dimensionar.

Lara, Brenda, Morena: Las velas del silencio

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org

El perímetro está cortado desde muy temprano por la policía bonaerense y apenas algunas motos del barrio o ambulancias urgentes pasan por una intersección que, en un día común, es puro bocinazo, ruido y tránsito sin parar. 

Así, en silencio, esta marcha grita que hace dos semanas ya no hay ningún día común. 

“El barrio está de luto”, dice Brian, un joven muy dulce que acompaña a la familia de Morena. “Antes se escuchaba música, había fiesta, baile. Ahora, nada”.

Eric, de 28 años, al lado de la familia de Brenda: “El barrio está triste”. 

Lara, Brenda, Morena: Las velas del silencio

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org

Las chicas que acompañan a Estela, mamá de Lara Gutiérrez, mueven la cabeza de un lado a otro: “Queremos justicia”, dicen. No quieren decir más. ¿Hay algo más?

De a poco, desde los monoblocks que custodian esta rotonda bajo la mirada de murales del Papa Francisco y Diego Maradona, los vecinos fueron llegando. Algunos volvían de trabajar, otros se sumaban después de cenar. Hay jubiladas, adolescentes y muchos niños y niñas que sostienen velas en cuellos de botellas de plástico. Sabrina, la mamá de Morena, marcha mirando el frente. Paula, mamá de Brenda, lleva en brazos a su nieto de un año. Hay mucho dolor, y son los niños los que marcan con una mirada de fuego una fotografía fuera de lugar, una cámara que parece no respetar este duelo.

Lara, Brenda, Morena: Las velas del silencio

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org

En silencio, nadie habla. 

Solo los pasos en una ronda a la rotonda en sentido inverso a las agujas del reloj, como las Madres en Plaza de Mayo, o los jubilados en el Congreso.

Quizá de manera inconsciente, sin saberlo, en este gesto las familias respondan una pregunta innecesaria que circula en algunos colectivos que se desvían de recorrido por el corte: “¿Por qué marchan si hay detenidos?”. Precisamente, porque el nunca más se sostiene en movimiento, como una forma de gritarle a la agenda política y social que este horror no tiene justicia. 

Lara, Brenda, Morena: Las velas del silencio

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org

En silencio, la ronda termina. 

Las familias se reúnen y sacan bengalas y globos blancos que todo este barrio que marcha estuvo inflando durante la tarde. “Ahora”, ordena Sabrina, y los globos se sueltan.

Lara, Brenda, Morena: Las velas del silencio

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org

Las bengalas se encienden.

Las familias se abrazan, se descargan. 

Y un nene, que no llega a los diez años, dice lo único que hay que decir: “Justicia”. 

Lara, Brenda, Morena: Las velas del silencio

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org

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La sociedad contra el narco: cómo se organizan los barrios

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Cómo enfrentan el avance narco dos centros barriales de la Villa 21/24 (CABA) y Puerta de Hierro (La Matanza) que reciben a jóvenes adictos. Lo que cuentan esos jóvenes: la realidad del barrio, los transas, los efectos de la crisis, las cosas que logran transformar vidas. Lo que se puede cambiar y lo que no en esta investigación que compartimos: La vida como viene, publicada en la revista MU.

Por Lucas Pedulla

Fotos: Juan Valeiro

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Femicidios territoriales: las tramas de la violencia

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Lo narco, la violencia, los femicidios. Un tema que acaba de provocar el horror a partir tres crímenes: Lara Gutiérrez, 15 años, Brenda del Castillo, 20 años y Morena Verdi, 20 años. El Observatorio Lucía Pérez y la Cooperativa lavaca vienen siguiendo e investigando desde hace años esta realidad. Ese trabajo se plasma en un libro que ya está en imprenta: Femicidios, narcotráfico y Estado, del cual adelantamos aquí el prólogo. El concepto femicidios territoriales abarca a aquellos que no se ajustan a los modelos tradicionales de la teoría de género y que no hablan de vínculos de pareja e intimidad, sino de tramas de narcocriminalidad e impunidad territorializadas, con participación de agentes estatales, tales como policías, agentes penitenciarios y fiscales. La definición de lo «narco», el sentido y el contenido del territorio y sus tramas de relaciones, el poder. Y los cuerpos que narran una historia personal y colectiva, que debemos comprender para trazar una radiografía de época.

por Claudia Acuña, Florencia Paz Landeira y Anabella Arrascaeta

Desde el Observatorio Lucía Pérez registramos e interrogamos todos los días las cifras de la violencia patriarcal. Desde ese ejercicio cotidiano sostenido durante ya doce años proponemos la categoría de “femicidios territoriales” para intentar comprender la singularidad de crímenes como los de Lucía Pérez, Melina Romero, Iara Rueda, Luna Ortiz o Araceli Fulles, por citar solo algunos casos paradigmáticos. Se trata de femicidios que no se ajustan a los modelos epistémicos tradicionales de la teoría de género y que no hablan de vínculos de pareja e intimidad, sino de tramas de narcocriminalidad e impunidad territorializadas, con participación de agentes estatales, tales como policías, agentes penitenciarios y fiscales. Participación activa, en tanto que genera condiciones de posibilidad para estas muertes en esos territorios; y también participación concreta, al garantizar y perpetuar la impunidad de esos femicidios, falseando pruebas y entorpeciendo procesos judiciales. Marta Montero, madre de Lucía Pérez, prefiere llamarlos “narcofemicidios”. Sumamos a este concepto la referencia al territorio porque quizá nos permita enfocar los factores que los producen: los narco-femicidios se originan en narco-territorios concretos en los cuales la actividad delictiva ya cuenta con impunidad estatal.

En primer lugar es necesario definir a qué denominamos “narco”:

  • Narco es un término que hace referencia a una actividad criminal que se lleva a cabo “con la participación ilícita de actores del Estado2. “
  • Lo narco opera a través de una necromáquina cuya tarea es acallar, atemorizar y doblegar resistencias hasta esclavizar las fuerzas de producción necesarias para extraer capital de todo lo vivo: cuerpos, territorios, medio ambiente, datos.3
  • Lo narco produce una forma característica de femicidio porque le otorga a ese crimen un significado político y cultural. En palabras de Reguillo, “mata dos veces: la del asesinato y la de tu muerte convertida en dato”. Tal como define la filósofa italiana Adriana Cavarero cuando traza una relación entre el genocidio del Holocausto y estos crímenes, en ambos casos se trata de “una violencia que no se contenta con matar porque sería demasiado poco: al destruir el cuerpo singular constituye el acto del fin no de la vida, sino de la condición humana”.

Lo narco gobierna territorios azotados por las políticas neoliberales que durante décadas destruyeron tanto puestos de trabajo como instituciones estatales que debían contener y reparar las consecuencias.

Estas características unen la postal de San Martín, en la provincia de Buenos Aires, con la de Palpalá, en Jujuy, escenas del crimen de los femicidios de Araceli Fulles y Iara Rueda. Dominan también puertos como los de Mar del Plata y Rosario, ciudades hermanadas por los nombres de Lucía Pérez y cada una de las mujeres masacradas en balaceras. Pero son solo aquellos femicidios que con gran esfuerzo de sus familias y su comunidad han logrado trascender con nombre y rostro la opacidad que caracteriza toda narco- actividad – desde la venta de sustancias hasta sus crímenes y fundamentalmente, sus activos financieros y redes políticas- lo que nos ha obligado a fijar la mirada en esos territorios.

¿Qué vimos?

En San Martín vimos que Araceli Fulles, de 22 años, estuvo venticinco días desparecida sin que ninguno de los rastrillajes organizados por la policía la encontraran. Su cuerpo fue hallado finalmente por su hermano el 27 de abril de 2017, enterrado debajo de la cama del sospechoso, Darío Badaracco, quien justo en ese momento estaba declarando ante la fiscal, que lo dejó ir. El hombre fue detenido en otro barrio de la periferia dos días después y gracias a que una mujer paraguaya, embarazada y en ojotas, lo corrió y entregó a los gendarmes que militarizaban el barrio. Tiempo después ese único detenido fue asesinado: le hicieron tragar agua hirviendo en la prisión de Sierra Chica, en la que el Servicio Penitenciario tenía a cargo su custodia hasta el juicio. Finalmente, en un tribunal rodeado por miles de personas que clamaban “Justicia por Araceli”, los autores materiales del femicidio fueron condenados a prisión perpetua, pero en enero de 2024 la Sala I del Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires absolvió a Marcelo Ezequiel Escobedo, Hugo Martín Cabañas y Carlos Damián Cassalz, quienes habían sido condenados el 4 de noviembre de 2021 por el Tribunal Oral en lo Criminal (TOC) 3 de San Martín. Los jueces Daniel Carral, Victor Violini y Ricardo Maidana ordenaron su inmediata liberación, cuestionando el accionar del perito Marcos Herrera, quien había ofrecido gratuitamente sus servicios a la familia de Araceli en aquellos desesperados días de búsqueda. Los magistrados en su fallo ordenaron que la Fiscalía General de San Martín investigue su actuación en esta causa, ante la posible comisión de un delito de acción pública, y solicitaron al presidente de la Suprema Corte de Justicia bonaerense y a la Procuración General que “se evalúe la posibilidad de establecer protocolos de actuación en materia de rastros odoríficos, así como en la acreditación de las certificaciones y habilitaciones”. La posible actuación dolosa de este perito dejaba, así, inválida la sentencia. La familia apeló el fallo y hasta hoy la Corte Suprema de Justicia de la Nación adeuda una respuesta. En tanto, los imputados están en libertad.

Por el crimen de Araceli no fueron sometidos a ningún proceso judicial ni el comisario ni los agentes que encubrieron a la banda de narcomenudeo que operaba en el barrio y mató a Araceli. Hubo, sí, varias condenas a autoridades policiales en otros procesos judiciales contemporáneos al que investigó el femicidio de Araceli y que probaron las vinculaciones en ese territorio entre bandas narcos y fuerzas de seguridad. Una de ellas fue en septiembre de 2023, cuando la jueza federal Alicia Vence procesó con prisión preventiva al comisario Osvaldo Javier Calderón y dos oficiales de la Comisaría Primera de San Martín que fueron filmados mientras recibían coimas para liberar a dos integrantes de una banda narco.

Territorios, cuerpos y violencias

Al hablar de territorio nos referimos no solo a la base material y orgánica de los ecosistemas, sino también a la historia y las relaciones que se han entretejido de modo constitutivo. El territorio aparece entonces como una trama de redes de relaciones que, en su dimensión conflictiva y contradictoria, configura experiencias y sujetos singulares marcados por variables procesos de jerarquización y de desigualdad.

Hay en la palabra “territorio” una serie de sentidos contradictorios anudados. Por un lado, en su propio origen etimológico aparece asociada a una voluntad de control y de dominio, en un lenguaje bélico y de conquista. Pero el territorio, en sus usos sociales y locales, también alude al saber de la experiencia, a una relación de alteridad respecto de espacios institucionales y burocratizados. El territorio, en este sentido, puede ser una analogía de la calle o, para decirlo en términos más amplios, del espacio de la vida cotidiana. El territorio también es, en un sentido más literal, la tierra. El cuerpo –nuestro cuerpo– puede ser también vivido e interpelado como territorio, pero no todos los cuerpos se constituyen en territorios en disputa, sino especialmente aquellos cuerpos feminizados, racializados, empobrecidos y marginados. Se va armando así un mapa imaginario de cuerpos y territorios simultánea e inextricablemente sometidos a procesos de desvalorización, violencia y explotación; de despojos múltiples de la vida en todas sus formas.

Pensados los territorios como configurados por relaciones de poder, las desigualdades de género se despliegan y concretan en ellos de un modo fundamental. Desde esta perspectiva, entonces, el territorio aparece como espacio tallado en donde se producen y reproducen desigualdades étnico-raciales, de género, de clase, de edad y deviene, así, un espacio de disputa. Los territorios son campos de fuerza, producto y objeto de disputas, resistencias y dominios. Por lo tanto, están siempre en devenir, nunca acabados, nunca cerrados; contingentes.

¿Es posible trazar una frontera clara y objetiva entre el cuerpo y el territorio? ¿Qué paisaje habita nuestros cuerpos? Al respecto, la filósofa feminista Donna Haraway pregunta provocadoramente por qué nuestros cuerpos deberían terminar en la piel. Los cuerpos están situados e interconectados de forma profunda con la trama de la vida. Pensar en lo viviente desde la interconexión, la interdependencia y la existencia de flujos continuos nos abre la mirada a reconocer patrones comunes que, en nuestro espacio y tiempo, hablan de formas sistemáticas de extracción de valor, despojo y violencia extractivista. Se trata de advertir la concurrencia entre procesos de pobreza y desigualdad, de violencias de género y ambientales, que expresan una lógica depredadora común que exponen cotidiana y persistentemente a las personas, a los territorios y, en última instancia, a la vida.

Hace ya décadas que, desde los feminismos, se han señalado analogías entre la explotación de los territorios desde la lógica de la ganancia capitalista y la explotación de los cuerpos feminizados desde la lógica patriarcal. En este sentido, Vandana Shiva afirma que la apropiación de recursos crea una cultura de la violación: violación de la Tierra, de las economías locales y también de las mujeres. El modelo extractivista concibe a los territorios y los cuerpos feminizados como recursos a explotar y como zonas a sacrificar en función de consolidar una forma de dominación. De hecho, en la base del ordenamiento moderno-colonial, no solo se saquearon territorios, sino también cuerpos racializados y esclavizados. En la actualidad, esta cualidad extractiva, apropiadora y cosificadora de los cuerpos aparece como nodal a la violencia femicida.

Desde esta lente, el extractivismo no es solo un modo de saqueo y explotación de la naturaleza, sino que también implica una racionalidad y una relacionalidad particulares. Es un modo de concebir las relaciones con otros humanos y no humanos y el espacio que co-habitamos. Las prácticas extractivistas se asientan en jerarquías raciales, de género y clase, multiplican las formas de violencia y exacerban las injusticias.

El extractivismo configura no solo territorios sino también relaciones sociales y las subjetividades de quienes los habitan. Se trata de prácticas sistemáticas de extracción de la vida en todas sus formas y dimensiones. Las violencias de todo tipo son consustanciales al extractivismo y se refuerzan como forma de producción de lo social.

Esta relación inherente entre extractivismo y violencia se expresa en la desestructuración de las tramas sociales y comunitarias, en el despojo de los medios de subsistencia y de sostenimiento de la vida, en la polarización y estratificación social, en el agravamiento de la criminalización y la represión estatal y, también, en la violencia contra las mujeres y el recrudecimiento de formas patriarcales de dominación y opresión. Para nombrar este entrelazamiento entre las formas neocoloniales del despojo de los espacios de vida y la profundización de las jerarquías de género, se ha propuesto el concepto de “repatriarcalización de los territorios”. Sobre todo, han sido los estudios sobre proyectos extractivistas vinculados a la minería y los combustibles fósiles los que alertaron cómo estos conducen a la masculinización de los territorios, con un aumento significativo de la violencia de género y la explotación sexual.

En el Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis, Bisexuales, Intersexuales y No Binaries de 2023, en un taller sobre Pueblos fumigados, una mujer decía que nuestros territorios nos exponen y nos entrampan entre el femicidio y el cáncer. En este y otros espacios de activismo, queda claro que las mujeres no son las únicas afectadas por este entrecruzamiento de violencia ambiental y de género, sino que también son las primeras en advertir las consecuencias del modelo extractivista en sus cuerpos, los de sus hijos y los de sus comunidades. Se constituyen, así, en la primera línea de la defensa de los territorios y rápidamente se vuelven blanco de persecución y amenazas cuya expresión más extrema son los femicidios extractivistas.

En este contexto, lo narco resulta un eslabón clave de la cadena de extracción de ganancias en cuerpos y territorios que han sido oscurecidos por la desigualdad social producida por las políticas económicas neoliberales. Lo narco convierte en consumidores y productores a aquellas poblaciones que el sistema formal descarta. La antropóloga Rita Segato lo describe como un segundo Estado. Sin embargo, consideramos que en países no europeos esa dualidad es, en realidad, una unidad y que ese desdoblamiento es la clave constitutiva en la que se establecieron los Estados coloniales para garantizar la gobernabilidad. Recordamos también que en Argentina se utiliza el término “en blanco” y “en negro” para distinguir la economía “formal” de la “informal”, entendiendo por “formal” la del mercado y por “informal” la ancestral. Aquello, entonces, que habita el “Estado en Negro” es la resistencia y lo narco es la respuesta para neutralizarla, ante la impotencia del “Estado en Blanco”.

Desde la perspectiva que venimos sosteniendo, todavía parece necesario remarcar el carácter sistémico y civilizatorio de esta crisis y continuar desanudando las lógicas androcéntricas y patriarcales de las formas de producción basadas en el despojo, la extracción y el aniquilamiento de cuerpos y territorios.

Las víctimas de femicidio y sus familias organizadas en busca de justicia nos enseñaron que para deconstruir las violencias que culminaron en estas muertes no basta con problematizar el amor romántico y los ideales de pareja. Ni tampoco alcanza con desafiar las fronteras de lo doméstico, ni las estrategias de empoderamiento. Se volvió necesario indagar en las fuerzas estructurales y cotidianas que están minando las tramas comunitarias de sostenimiento y reproducción de la vida. Y situar a los femicidios en un aumento generalizado de la violencia, la narcocriminalidad con alto involucramiento policial y penitenciario y de la crueldad y, en términos más amplios, en procesos extractivos y de despojo y precarización de las condiciones de existencia donde todos los bienes aumentan su valor a ritmo constante hasta volverse inaccesibles, excepto la vida, que cada vez vale menos. Mejor dicho, algunas vidas: el componente de clase y raza marca a fuego la categoría de femicidios territoriales.

Desde esta óptica pusimos la lupa en Rosario, ciudad que nos señala cómo el cuerpo de las mujeres emerge como un renovado territorio de disputa en el contexto del entramado narco-policial-penitenciario de la ciudad. Coincidimos con Rossana Reguillo cuando caracteriza a estas violencias como “pasillos”: “vestíbulos entre un orden colapsado y otro que todavía no es, pero está siendo. De ahí su enorme poder fundante y su simultánea ligereza”. La tensión actual es producto de la crisis del Estado en Blanco que deja expuesto al Estado en Negro y provoca la disputa por el control de todo el aparato.

Lo que la violencia hace emerger sin pudor es a aquellos territorios en disputa, sí, todavía. Pero una disputa desigual, invisibilizada por los supuestos creadores de sentido social: medios y academia.

La sociedad mexicana y en especial las mujeres de Ciudad Juárez, batallan desde hace décadas contra la máquina femicida ante el monumental silencio académico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la mayor unidad de producción de teoría social iberoamericana. Silencio que funciona como un enorme operativo de lavado epistémico de lo narco.

Los territorios argentinos que luchan hoy para que el narco-fascismo no termine de capturar el aparato del Estado y con él, la democracia, requieren toda la luz y compañía que muchos sectores políticos, culturales y sociales les siguen negando.

Los femicidios territoriales abren surcos y dejan al descubierto hilos de injusticias e impunidad que, como fibra poderosa sedimentada en el tiempo, amenazan a la vida en su totalidad y refuerzan modos estructuralmente desiguales de ser y estar en el mundo.

Acá estamos, entre ruinas, caminando con la tierra resquebrajada de muerte a nuestros pies.

Las mujeres, travestis y trans nos vemos empujadas a pensar desde el dolor para intentar regar nuestros territorios arrasados y dotarlos de horizontes de verdad y de justicia.

Nuestras muertas nos duelen, pero también nos hablan.

Sus cuerpos narran una historia personal y colectiva.

En tiempos de análisis políticos y especulaciones electorales, ¿no son las historias de estos femicidios y transfemicidios las que debemos comprender para trazar una radiografía de época?

Es urgente: enfrente está la muerte.

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