#NiUnaMás
La sociedad contra el narco: cómo se organizan los barrios
Cómo enfrentan el avance narco dos centros barriales de la Villa 21/24 (CABA) y Puerta de Hierro (La Matanza) que reciben a jóvenes adictos. Lo que cuentan esos jóvenes: la realidad del barrio, los transas, los efectos de la crisis, las cosas que logran transformar vidas. Lo que se puede cambiar y lo que no en esta investigación que compartimos: La vida como viene, publicada en la revista MU.
Por Lucas Pedulla
Fotos: Juan Valeiro

El lugar no es una oficina de la ONU, sino una parroquia.
El barrio no es la vanidad de un ministerio, sino la villa 21/24.
Y la persona que habla no es un funcionario de traje y corbata, con voz coucheada para alguna campaña electoral, sino el padre Lorenzo Toto de Vedia, vestido con jean y campera deportiva, que dice con voz ronca entre misas, líos barriales y gripes varias lo que ningún candidato en estos meses electorales: “Así como en 2009 los curas sacamos un documento que decía que en las villas la droga estaba despenalizada de hecho, hoy podríamos decir que lo que está despenalizado de hecho es el narcotráfico”.
Detrás tiene a Cristo en la cruz, carteles con mensajes de amor al papa Francisco, una foto de Francisco, otra de su sucesor León XIV, y un santuario con imágenes de personas de este barrio. Un vecino entra a rezar, otro ingresa con un andador para sentarse un rato y una mujer pregunta cuáles son los horarios para hacer los trámites por el DNI de su hija.
El documento de 2009 del que habla Toto lo escribieron los curas villeros cuando el debate de entonces giraba en torno a la despenalización. El tono fue: ojo que en los barrios eso ya sucede. El padre Pepe Di Paola, párroco de esta misma iglesia que encabezaba las firmas al poco tiempo tuvo que irse por las amenazas. Pasaron 16 años, varios gobiernos y campañas, pero a fines de junio la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) sacó otro texto con un título llano: “Si el Estado se corre, entra el narcotráfico”.
Los obispos dijeron: “Vemos con preocupación y dolor que la retirada del Estado de esos ámbitos abre paso al avance del narcotráfico, que ocupa ese lugar vacío y se convierte en una suerte de Estado paralelo, donde los narcos ofrecen a los jóvenes una vida corta pero aparentemente mejor, y esto a cambio de su dignidad, su libertad y, muchas veces, su vida”.
Lo narco, el consumo, el hambre y la falta de trabajo también se revelaron como parte de la agenda que los barrios sacaron a la calle el 7 de agosto, en el día de San Cayetano, un temario a priori invisible para la discusión política en un año electoral.
Desde la 21/24 y la parroquia Virgen de Caacupé, en Barracas, Toto muestra lo que sí es visible desde abajo: “Hoy se notan más pibes que van dejando la escuela, que se entusiasman por lo que les puede dar un transa. Porque, entre otras cosas, ya ni siquiera ven a sus papás laburando. Se ve mucho el rompimiento del tejido social. Y a la familia deshilachada”.
Pero, también, se ve lo complejo: “El hijo del transa te manda pibes para recuperarse, porque viene a catequesis”. En la cotidianidad de esta frase hay una madeja insondable, y quien la hace visible es uno de los pocos actores que hacen algo con el destino de miles de personas frente a las profundidades de lo que hoy llamamos “lo narco”.
El lugar al que llegan es uno de los centros barriales llamados Hogar de Cristo, una experiencia que nació en este barrio y hoy tiene más de 300 puntos en todo el país.
Uno de sus lemas es, también, llano: “La vida como viene”.
Y la vida, en la Argentina 2025, llega cada día más rota.


El cura Toto de Vedia: “Hoy lo que está despenalizado es el narcotráfico”. Y Gualeguay Ozuna, en Puerta de Hierro, La Matanza: del consumo y la depresión a salir del pozo y aprender a ayudar a otros.
Comunidad organizada
La referencia de Toto al documento de 2009 ubica una cronología. Dos años antes, en 2007, los obispos de América Latina y el Caribe se habían juntado en la Conferencia de Aparecida, en Brasil, donde por primera vez hablaron del consumo y el tráfico de drogas como una “pandemia”, y describieron: “El problema de la droga es como una mancha de aceite que invade todo. No reconoce fronteras, ni geográficas ni humanas”.
En 2008, esa mancha empujó a los curas a pensar algo. “Antes trabajábamos con los pibes, nos apoyábamos en comunidades terapéuticas, pero veíamos que había que crear algo nuevo porque no dábamos en la tecla”. El consumo de paco crecía, no solo en vecinos del barrio sino en personas que venían de provincia de Buenos Aires y se quedaban. Aparecieron ranchadas en las avenidas que antes no estaban. “Gente en situación de calle producto del consumo”, explica Toto. Se inspiraron en la figura del santo jesuita San Alberto Hurtado, creador del Hogar de Cristo en Chile para personas de la calle, y fundaron el centro barrial Hurtado como el primer Hogar de Cristo en Argentina para atender el consumo.
La inauguración fue el jueves santo y estuvo presente el entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio. “Leyó la parábola del buen samaritano, quien no le puso requisitos, condiciones ni horarios al que estaba tirado en el camino sino que recibió la vida como viene”, recuerda Toto. Los curas decidieron no poner como director a un trabajador social o a un psicólogo, sino a un vecino del barrio que había misionado en varias provincias. “Era un tipo solidario pero, además, era taxista”, dice Toto. “Con una camionetita recorría el barrio, juntaba a los pibes y los llevaba al centro barrial. Le decíamos la autolancia”.
¿Qué seguía después? “El centro era para ir a comer. Fuimos viendo que al chico no es que le gustaba la droga como a quien le gusta el dulce de leche, sino que el paco es la cara de la exclusión que vive. Era acompañar el paco y su circunstancia: su tiempo libre, su trabajo, su salud, sus temas judiciales, su vivienda. Llega al centro, descubrimos que tiene que desintoxicarse en una granja, ¿pero va a volver a la misma casa donde empezó el quilombo? Creamos las casas amigables. Después, vimos que había mucha gente con tuberculosis y armamos el hospitalito. Para estar con los que están detenidos creamos la Casa Libertad, para acompañarlos cuando salen o ir a visitarlos a la cárcel”.
¿Cuál fue la tecla? “Para mí fue y sigue siendo que, en el fondo, es la comunidad la que se ocupa de organizarse. Desde la iglesia se fortaleció una comunidad que encuentra respuestas a lo que el barrio necesita. No es que somos unos iluminados que venimos de San Isidro a encaminar la vida de estos villeros que están en la oscuridad. Viene gente, sí, pero se suma a la comunidad, y desde adentro se van encontrando las respuestas”.
Toto recuerda que, en Río de Janeiro, Francisco dijo que la Iglesia no es una oenegé. “Con todo respeto, pero la oenegé está más afuera”, dice el cura. ¿Por una lógica extractiva? Toto asiente: “En el fondo, es una mentalidad: yo, que tengo, te doy a vos, que no tenés”.
En 2009, año en que los curas sacaron su comunicado, Pepe se fue a Santiago del Estero –donde continúa, después de haber regresado diez años a la villa La Cárcova, en San Martín–, amenazado por los narcos. “Era la voz cantante de un grupo de curas que empezó a levantar la voz”, dice Toto, que enumera el fruto del trabajo de una comunidad que sigue: ocho comedores que alimentan 2.000 personas todos los días, otras 1.500 personas entre el jardín, la primaria, la secundaria y un terciario con la carrera de Enfermería, 600 chicos exploradores, 400 en catequesis, 50 misioneras. Y el Hurtado, ese primer centro barrial, abrió el camino para un dispositivo que sigue creciendo frente a la mancha que avanza.


Vanesa, una de las “madrazas” que reciben a los chicos y los contienen los primeros 15 o 20 días. Facundo y Jony pelan papas para el almuerzo: el daño hacia afuera, el dolor por dentro y el trabajo en el barrio.
Consigo mismo
Antes de ir al Hurtado, Agustín Maidana invita a pasar al Centro Niños de Belén, a pocas cuadras de la parroquia. Hay una mesa larga, con mate cocido y facturas, y diez personas desayunando, de las cuarenta que van por día. Es un centro de “primer umbral”, explica Agustín: “Para los pibes que recién empiezan. Los que están directamente en una situación de consumo. La vida como viene, literal: a veces llegan recontra pasados. Acá se pueden bañar, desayunar y hablar. Algunos quieren internarse. Les pedimos que sigan viniendo y articulamos con el Centro Hurtado”.
Agustín tiene 42 años y un hijo de 7, el mismo tiempo que –cuenta– lleva limpio. “Nací y me crié acá. Quedé en la calle a los 21, cuando mi vieja falleció. Me metí en el consumo. Pasé muchas cosas malas y feas. Paraba acá afuera. Empecé un proceso en el Hurtado y me encontré conmigo mismo, empecé a sentirme parte de esta familia. A valorarme primero, para después acompañar. Cuando me pusieron de coordinador no lo podía creer. Aprendí que la clave es el acompañamiento con la escucha y el estar. Sabemos el dolor de los pibes porque estuvimos ahí. Hay mucha soledad, y acá alguien lo recibe con un abrazo y le pregunta cómo está. Sentís que hay gente que te quiere y se preocupa por vos. Es lindo”.
El Centro abre a las 9 de la mañana. Una hora antes Carolina –51 años– ya está preparando todo: “Vienen de la calle donde reciben mucho desprecio. Acá los recibo con un abrazo”.
Un hombre que desayuna levanta la cabeza: “Esa es la palabra justa. Abrazo”, dice y se emociona. “Soy Darío, 45 años tengo. Lo primero que hago en la mañana es venir y abrazar a Caro. Es todo lo que necesitás en el día o en la vida. El tiempo que ellos nos dan es inigualable, no hay sueldo que lo pueda pagar: es lo más importante que le podés dar a una persona. Porque yo estoy hablando así con vos y, aunque no creas, me estoy desahogando. A estos lugares los ocultan, no tienen mucha difusión. El Estado está ausente. La droga no se va a terminar, pero va a venir una camada de jóvenes que no van a llegar a como estamos nosotros: nos cuesta más porque no tuvimos un lugar así de chicos”.
Darío sigue con su mate cocido.


Una pareja esperando para el almuerzo: un clima diferente que se nota en las sonrisas. Y el desayuno al que llegan unas 40 personas por día. Las formas de resetear existencias, cuerpos, con un apoyo que se manifiesta en acciones y transformaciones concretas.
Papa o pasta
El Hurtado –primer y segundo umbral– queda cruzando la 21/24. Carolina Sting, 47 años, es psicóloga social y parte del equipo de coordinación. “Una de las claves del Hogar es que no tenemos la mirada puesta en la sustancia, sino en la historia de cada persona. Tenemos pibes y pibas completamente rotos, en situación de calle hace más de diez años, sin partida de nacimiento. Esto no es un modelo de autoayuda, donde no hay devolución ni proceso interno, sino apropiarse de la propia historia, trabajar lo que duele, encontrar la herida y empezar a sanar. Sacarse el cartel de ‘soy un adicto’ y empezar a modificar”.
Hoy notan que aumentó el alcoholismo: “Un montón. Hombres que primero se quedan sin laburo, después no pueden pagar sus lugares, quedan en la calle y terminan consumiendo para no volverse locos”. Otro efecto de la crisis: “Muchas mujeres grandes vienen al comedor porque no tienen para comer. Y no podemos decirle que no a una señora de 80 años. Los pibes, ahí, cuidan. Nos pasó que una señora del barrio los corrió de su casa, gritándoles ‘fisuras de mierda’, y hoy es contenida por esos mismos chicos”.
¿Y sobre esos chicos? “Tenemos bien diferenciado el transa del narco, porque el narco no vive acá adentro. Acompañamos un montón de pibes y pibas que son hijos de transas, o acompañantes pares que, en su momento, fueron transas. Al comienzo era algo impensado porque los pibes son re tajantes: si vendiste, arruinaste a un pibe. Y no se corrían. Eso fue cambiando, porque el transa también consume. El que termina vendiendo droga dentro del barrio está tan vulnerado como el que está tirado en la calle”. Estudiaron la composición de esa vulneración: “Lo que fuman no tiene prácticamente nada que ver con la cocaína: es veneno para ratas, vidrio molido, virulana. Los lima”.
Jony (33) y Facundo (35) están pelando papas para el almuerzo. Jony es de González Catán, en La Matanza: “Venía a trabajar a Capital y me volvía. Un día me trajo un pibe. Me quedé un día, dos, tres y llegó un momento en que me quedé un año, dos, colgado de esto”. Facundo es del barrio: “Desde los 17 estoy en el Hogar, con altas y bajas, recaídas. Sé que le hice daño a gente que no lo merecía. Pero a veces cuestiono a la gente de todas las clases que, no siendo de la calle, juzga. No saben el dolor que tenemos por dentro”.
Araceli (35), también del barrio, se suma a la charla: “Hace cinco meses estoy limpia. Vivía abajo de un puente. Iba a la facultad, trabajaba en Falabella, después Falabella cerró, entré a trabajar en un hospital y comencé con el consumo de pasta base. Me robaba cosas del trabajo o iba a robar. Apretaba a la gente de afuera y le vendía ‘chucu’: droga que no era droga. Le decimos ‘chucu’ a algo que no es”.
Facundo muestra una papa: “Te digo que te vendo papa, pero no es papa”.
Araceli: “Es difícil. La pasta base es una droga que afecta a la psiquis, al cuerpo. Sufrí mucho la abstinencia. Me agarraban ataques de pánico, se me tensionaba el músculo, la pierna. Si una persona que fuma marihuana pasa dos días sin fumar, le puede agarrar malhumor. Pero alguien que fuma pasta base, no. El cuerpo te lo pide: temblás, fiebre, diarrea. A la noche no podía dormir, las operadoras decían que mis piernas parecía que querían salir corriendo. La psicóloga me dijo que consumía una droga que me daba algo artificialmente. Empecé a suplementar con la psiquiatría, que te re dopaban. Dos clonazepam de dos miligramos con media prometazina, y el citalopram por la depresión. Ahora tomo media. Y quiero ir desligándome. Jamás me gustaron las pastillas. Cuando empezó la medicación todavía estaba en la calle y vendía clonazepam por base. Lastimosamente es un ámbito jodido, porque cruzás la avenida y ya tenés todo”.
Facundo: “Son dos voces, la buena y la mala, que te hablan constantemente”.
Jony: “Capaz no querés saber nada, te vas por ahí y te cruzás alguno. Acá es como mercado libre: todos venden, todos consumen, todos publican. Si no es uno, es otro. Capaz vienen, revientan ese búnker y listo: el de allá está vendiendo mientras revientan acá”.
Araceli: “La misma gente en consumo, para conseguirse su moneda, compra una cantidad, lo vende a tanto y, mientras, consume otro poco”.
Jony: “Es un ovillo, una maraña, que no termina nunca”. ¿Por qué pensás? “Porque mueve mucha guita. El que la baja y maneja piola tiene toda la red armada. Tienen que hacer una llamada y entran unos cuantos kilos: son escaleras que andá a saber de dónde vienen. Te das cuenta de que viene un lote, algo bueno, porque lo vas a ver en miles de lugares: acá, en el Bajo, como si fuera un súper cargamento que llega y se reparte en todos lados”.
Araceli: “Te dicen que es una droga barata, pero te termina saliendo cara. El efecto te dura tres o cuatro segundos, máximo un minuto, exagerando”.
Facundo señala con el pelapapa un afiche con decenas de caras de hombres, mujeres, incluso niños. “¿Sabés lo que vemos nosotros en ese mural?”, pregunta y se responde. “Todos los pibes que se fueron”.
Es la hora del almuerzo. Todos se sientan y comparten la mesa.
Antes, rezan.
El método
La Familia Grande Hogar de Cristo –así es el nombre completo– es una federación con más de 300 dispositivos en todo el país. Uno de sus referentes y coordinadores nacionales es Pablo Vidal, que vive en Puerta de Hierro, en La Matanza (donde el cura Nicolás Tano Angelotti organiza el centro barrial San José), y también trabaja como coordinador de Desarrollo Humano en Cáritas, cuyas oficinas están a dos cuadras de Plaza de Mayo. La experiencia de Pablo –38 años, laico– comenzó también en el centro barrial Hurtado.
“No es un modelo a replicar sino un método a caminar”, explica Pablo, y cita los cuatro principios del bien común de Francisco: 1) el tiempo es superior al espacio; 2) la unidad es superior al conflicto (“al conflicto hay que abrazarlo”, dice Pablo); 3) la realidad prevalece sobre la idea; 4) el todo es más que las partes y la mera suma de las partes. “Esta experiencia vino a dar una respuesta a un dolor concreto –conecta Pablo–. Y cuando respondés a un dolor del pueblo, eso genera esperanza, motiva y organiza”.
Así como la experiencia de Caacupé empujó posibilidades en otros barrios, la primera experiencia grande fuera del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) fue Gualeguaychú, en Entre Ríos. “El problema más fuerte era el alcohol, no el paco. No había villas. Se llamaba a acompañar una comunidad desde ahí y sirvió para que otros se animen a hacer cosas parecidas. Las drogas no son un problema de las grandes ciudades, las ves en comunidades rurales y aborígenes. El alcohol es, sin dudas, el tema de la Argentina. En el fondo de este drama social, la raíz es la orfandad. Gente que está sola en la vida”.
La falta de trabajo, vivienda y perspectivas, sumadas en un escenario de crisis, refuerzan esa soledad. “Ahí se juega el debate de sentido. Todo lo que no sea darle la posibilidad a un pibe de poder tener su terreno es darle el lugar al narco para esa oferta, ya sea de soldadito, vendiendo o escondiendo cosas en tu casa. Con solo guardar un bolso capaz llegás a fin de mes. Sin agua, con basura, sin escuela ni centros culturales, el corrimiento hace que ese Estado paralelo avance. El paco hizo su aparición por los 2000: son 25 años de una degradación. Hay pocos que lo ven como el subsuelo de la patria y desde el campo popular hace falta describir mejor a ese sujeto. No se lo termina de entender. En las universidades no se ve el problema, no te forman para sacar a un pibe del paco. Y tampoco se debate el narcotráfico, porque no garpa, lleva tiempo, no tiene respuestas inmediatas. Si no pensamos en políticas públicas, la única respuesta va a ser Bukele”.
La parroquia San José, donde vive Pablo, queda en Puerta de Hierro, en La Matanza, a 26 kilómetros de Plaza de Mayo. El año pasado, en el polideportivo Papa Francisco, la comunidad organizó una actividad con otro título llano, para evitar palabreríos comunes: “Indefensión de la comunidad ante el narcotráfico”. MU fue uno de los pocos medios que cubrió una jornada donde jueces federales y fiscales bonaerenses escucharon durante horas el pedido de los vecinos del barrio. El 80% del auditorio lo llenaban los jóvenes de los Hogares de Cristo. Hace menos de una década, ese lugar era un basural, la terminal del “tren del paco”, bautizado así por la cercanía a la estación Villegas del ferrocarril Belgrano Sur. Los chicos bajaban corriendo y se paraban delante del tren para impedir que partiera hasta comprar pasta base. Hoy, allí, funciona de todo: comedores, escuelas, institutos de formación, escuelas de música, jardines. Y los hogares.
Rodrigo Ozuna, 38 años, coordina la Casa Enrique Angelelli, nombre del obispo asesinado por la dictadura el 4 de agosto de 1976 en La Rioja. La Casa es uno de los dispositivos del Hogar San José: “Tenemos tres hospitales de campaña (en el barrio, en la ruta 1001 y en el Mercado Central), que son lugares de primer umbral. Cinco granjas. Y alrededor de 52 casas de recuperación. El dispositivo abarca hoy 2.000 personas internadas”.
Casi la mitad vienen de otras provincias. Ese proceso, a su vez, ayuda a formar casas en otros territorios. “Decimos que exportamos jugadores, porque nos piden llevar la experiencia de San José a las provincias”. En agosto viajaron 15 chicos para formar una granja en Posadas (Misiones) y en septiembre inauguran la primera casa en Corrientes capital. Todos son –lo que llaman– acompañantes pares: “El mismo pibe que estuvo tirado en un pasillo, en la calle, que fue a buscar la comida a un comedor, ayuda al que está llegando”.
Explica el trabajo: “Hay 15 días de adaptación al hogar de primer umbral. Son 15 días de un cuerpo que consume todos los días y paró: hay abstinencia, dolores de muela, fiebre, dolores de rodilla. Estabas acostumbrado a anestesiar tu cuerpo y hoy te estás limpiando. Vemos cómo estás, cómo te manejás, y después entrás a un segundo umbral: entre mes y medio y dos meses, enseñamos a tender tu cama, doblar la ropa, lavarla, sentarte a la mañana a leer el Evangelio, hacer tareas diarias. Acá estás empezando el proceso que viniste a buscar. Pero los chicos que llegan al Hospital de Campaña muchas veces están en duda. En ese amague está el acompañamiento, la charla, el explicarle”.
Los hospitales de campaña suelen ser dispositivos en zonas de conflicto o de combate para atender enfermos y heridos. En Puerta de Hierro está en la entrada al barrio, sobre la avenida Crovara, en diagonal a la estación Villegas: “Somos los médicos y los enfermeros que curamos tu corazón. Venís con el corazón herido, con el alma vacía, quebrado mental, física y espiritualmente. Acompañamos y te enseñamos a vivir bien”. Después de estos procesos, explica Rodrigo, llega la granja: “Son cuatro meses. Primer mes: conocerme, ser familia. Segundo mes: empezar a trabajar. Tercero: sanación. Hablar el porqué, el para qué, qué me pasó. Corazón abierto. Cuarto mes: plan de vida”. Las opciones para el después pueden ser devolverle a la parroquia ese acompañamiento o trabajar: “Tenemos cooperativas de trabajo, panificadoras y una casa de comida, para que aprendan a hacer y puedan vender pan, facturas, tortas, tortillas, milanesas”.
Enfrente de la Casa Angelelli está el Hospital de Campaña. Emanuel, 31 años, de Santa Fe, es el que invita a pasar. La vida como viene, en Puerta, es disímil: “Vienen con medicación o, por ahí, les falta alguna parte del cuerpo”. Cristian tiene 42, llegó de Entre Ríos, y es uno de los coordinadores: “Recibimos al pibe por primera vez. La droga te lleva al extremo física y psicológicamente. Te desordena. La familia es lo primero que te quita. Lo último es el amor propio: no te querés bañar ni afeitar, te da lo mismo comer o no. Trabajamos el hecho de ponerte en el lugar del otro, la tolerancia. Acá no pagás nada, ni comida ni contención ni hotel. Es un cuerpo a cuerpo con la persona, levantarlo a la mañana, recuperar vínculos familiares, terminar la escuela. El problema del adicto no es la droga, sino el poder de decisión. La gran batalla es que lleguen a un segundo umbral”.
Qué ve: “La problemática está peor. Los chicos llegan más rotos que antes. No es lo mismo el consumo de ahora: antes íbamos por etapas, pero ahora el pibe se mete directamente a lo más fuerte y eso lo descompagina más rápido. Acá, el paco. En las provincias, la cascarilla: cocinan la cocaína. Pero un año de consumo acá son seis años del interior”.
Un chico escucha. Se llama Dani y dice: “Hay personas que vienen tiradas sin ganas de vivir. Acá ves a los pibes muriéndose. Tomé la decisión de salir. Estuve en la venta. No tuve papá, no tuve mamá y acá encontré el afecto. Me enojaba, porque nunca tuve enseñanza. Consumo desde los 8 años: tengo 36. Y la lucho día a día. La mejor parte es luchar cuerpo a cuerpo con la persona, dar aliento para que vean de dónde salimos y cómo estamos hoy”.
En la cocina del Hospital de Campaña está Vanesa, 42 años, también vecina, que indica los pasos a seguir para sacar el arroz con pollo del día. Ella es la “madraza” del lugar, otra de las figuras de los Hogares: “Una madraza es la que acompaña al chico, la que lo contiene de una semana a 15 o 20 días. Qué necesita de higiene, toallas, ropas. Acompañar una comida, charlas. Aprenden a cocinar. Compartimos cumpleaños. Jugamos. Es mimarlo”.
Hace un año trabaja en el Hospital. Conoció al padre Tano por intermedio de una amiga. Pesaba 44 kilos por una depresión a causa de una situación de violencia con su expareja. Le propuso sumarse. “Me ayudó mucho. Hoy hasta puedo viajar”, dice. Sobre los chicos: “Tocan fondo demasiado rápido, pero me alegro cuando los veo hacer sus caminos”.
Al contar su trabajo diario, Vanesa sonríe: “Hoy me siento bien”.
La narcoestructura
Hay quienes se tuvieron que ir de sus barrios porque balearon al hijo del transa. Hay quienes fueron transas. Los que cuentan de autos caros que se acercan al barrio para pagar alguna pierna quebrada o casa incendiada. Los que perdieron a sus hermanos atropellados por estar robando en la ruta. Los lastimados por sus madres en el ojo con una botella cortada a los cuatro años. Los abandonados por sus padres. Los que identifican a la policía devolviendo al territorio la droga decomisada en un operativo. Hay dolor y hay violencia.
La vida, como viene, es tan real como tremenda.
“El objetivo es la vida del chico. No importa lo que hiciste”, dice Rodrigo. Frente al corrimiento del Estado y lo narco que avanza, los pibes explican que el narco no te da trabajo, sino que vendas para él, que no es lo mismo: una relación de esclavitud. ¿El abordaje es el mismo? “Despegar de ese lugar es complicado”, explica Rodrigo. “Hablamos del vínculo. Es ver, llevar un plato de comida, sentarte, charlar, preguntarle si tiene DNI, si quiere tenerlo, si tiene TBC o HIV, si quiere que le digamos a la familia que está acá. Eso puede llevar dos meses, cuatro, hasta que el pibe decide: no quiero más, me voy con ustedes. Ve que no es chamuyo: me llevó al hospital, me trajo alimento, me consiguió el DNI. Es un trabajo suave, tranquilo, no se deja de un día para el otro, porque detrás de eso hay problemas: si el chico que vende debe plata, van a ir a apretar a su familia. En el medio, alguien te dice: ‘Me venís a sacar a mi chico’. No, le estoy proponiendo un estilo de vida distinto. No le digo que se va a hacer rico, sino un cambio de vida. La decisión queda en él”.
En San Cayetano se dijo claro: el desfinanciamiento a comedores, el recorte de programas sociales o la parálisis de obras de integración sociourbana permiten el avance de una narcoestructura. Si la política se sentara en serio a tener que pensar una estrategia del problema, desde la experiencia concreta, ¿qué sumarías a pensar?
Empecé a consumir a los 9 años. Tengo 38. Pasaron muchos gobiernos y todos dijeron lo mismo: vamos a luchar contra el narcotráfico. Algunos lucharon más, otros menos, otros no luchan, pero seguimos en el mismo rol: no luchemos contra, luchemos para que el narco no mate a los pibes. Una política para que los chicos no duerman en la calle, no tengan frío y no se mojen. Otra para que tengan un comedor todos los días. Otra para que tengan un espacio donde se puedan bañar. El narco, el que trae la droga, no va a cambiar: si no la hace uno, la hace el otro. Mi lucha diaria es con el pibe para el pibe, antes de poner una política de Estado que busque al que trae y distribuye. Detrás de esa distribución hay vidas, chicos que eligen eso porque están desordenados. Cuando anuncian el decomiso de 50 kilos de cocaína agarran al gil. ¿Y el narco? No sabemos. Pero sí al gil. Me incluyo, porque en algún momento lo hice, pero el pibe no lo hace para comprar un plato de comida al hijo, o un kilo de arroz. El pibe hace eso para seguir consumiendo. Pagan consumo con consumo.
A Rodrigo le dicen Gualeguay. Un día, caminando por la costanera de Gualeguaychú, el padre Tano lo vio consumiendo, debajo de una escalera. “Bajó, me preguntó cuántos años tenía y si me podía abrazar. Sí, padre, le dije. Me dijo: ‘Hay una familia que te quiere abrazar todos los días como te abrazo yo’. Lo saludé, seguí consumiendo y volví a mi casa. Estaba en pleno consumo, en un pozo. Tenía una depresión”.
Al día siguiente, le preguntó a un cura si tenía el número del Tano y lo llamó. El Tano le dijo que lo esperaba en San José, en La Matanza. “En Gualeguaychú era un problema. Peleaba, no me querían. Y cuando llegué al Hogar el padre me enseñó que si yo era el problema, para el Hogar era una solución, porque mi vida era una solución para ayudar a otro”.
El día que hizo ese viaje fue el 26 de abril de 2018.
Desde entonces Rodrigo dice que tiene dos fechas de cumpleaños.
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Transfemicidio en Neuquén: reclaman justicia por Azul, la trabajadora estatal por la que se declararon dos días de duelo

Por Evangelina Bucari
Azul Mía Natasha Semeñenko soñaba con “ser Azul del todo”. Había iniciado su hormonización, esperaba turno para realizarse una cirugía de modificación corporal y, como escribió su compañera de trabajo y amiga Ivana Meske, “buscó amor en todas sus formas”. “No tuvo una ley de identidad de género que la protegiera en su infancia –recordó–; fue excluida, juzgada, maltratada. Aun así, siempre tejió redes: trabajamos con ella el cambio de DNI, buscó apoyo en el sistema de salud y batalló por operarse. ‘Voy a ser Azul cuando me operen’, solía decir”. No logró cumplir ese sueño porque fue asesinada. A dos días del hallazgo de su cuerpo, la lloran y despiden en el Cementerio Central de la ciudad de Neuquén.

El 25 de septiembre, día de su cumpleaños 49, Azul dejó de responder mensajes. Sus compañeras de trabajo se preocuparon y la buscaron; el Estado no lo hizo tan rápido. Si bien les tomaron la denuncia, la Policía recién publicó la búsqueda el 30, cinco días después. Tras marchas y movilizaciones junto al movimiento trans y feminista para visibilizar su desaparición, tres semanas más tarde, el 15 de octubre a la noche, el Ministerio Público Fiscal neuquino informó la identificación de un cuerpo hallado en un canal de Valentina Norte: era ella, había sido víctima de un transfemicidio. De acuerdo con la autopsia preliminar, sufrió heridas punzocortantes en tórax y brazos y fracturas en la cara. La investigación está ahora a cargo de la fiscal Guadalupe Inaudi.
La vida de Azul no había sido fácil. Como muchas otras chicas trans, su camino estuvo atravesado por diferentes formas de discriminación, violencias y vulneraciones: estaba alejada de su entorno familiar, con quienes no tenía contacto; tiempo atrás había tenido que ejercer el trabajo sexual como forma de subsistencia y, en algún momento, había caído en consumos problemáticos. Por eso, cuando en 2017 entró a trabajar en la Subsecretaría de Niñez y Adolescencia como maestranza, ese espacio y sus compañeras se transformaron en su familia elegida junto a sus amigas trans que la acompañaban en su proceso. Con el cambio de gobierno en 2023, había sido trasladada de área y actualmente trabajaba como auxiliar en el Centro de Atención a las Víctimas de Violencia de Género.

La bandera en la marcha.
Apenas conocida la noticia del transfemicidio, el 16 de octubre hubo una gran marcha y abrazo colectivo. Durante la manifestación, se sumó Marcos, el hermano de Azul, que compartió el dolor de la familia pese a estar distanciados y su pedido de que el caso no quede impune.
En ese encuentro llegó el desahogo y se multiplicaron los recuerdos de quienes compartían los días con ella y la describieron: atenta con todos, llevando siempre “un matecito o café caliente”, preguntando todo el tiempo si alguien necesitaba algo o haciéndose cargo de cubrir tareas si alguien faltaba; una mujer tímida pero alegre, que personalizó su rinconcito en la oficina y que ahora nadie se anima a tocar. “Escuchar los relatos muestra cómo para Azul el trabajo fue un lugar de pertenencia. Fueron las compañeras quienes tomaron la búsqueda desde el primer día”, destacó Mariana Sarin, secretaria de Género de la CTA Autónoma provincial y delegada de ATE.

La presencia mapuche en el acto por Azul.
Cecilia Vacarezza era compañera de Azul desde sus inicios y se habían reencontrado este año en la Dirección Provincial de Protección Integral de las Violencias. La recuerda llegando en bicicleta y siendo de las últimas en irse: “Era querida por todas y todos. Luchó por su identidad, estaba feliz porque podía ser ella misma. Nos arrebataron su vida de una forma brutal”, contó entre sollozos por mensajes de WhatsApp. Muchas no podían ni hablar.
“El primer día que llegó estaba tímida. Le pregunté cómo quería que la llamara y me dijo ‘Azul’. Desde entonces se fue ganando su lugar, con su libertad, su alegría y su forma única de ser”, escribió en redes Rosana Arévalo, otra compañera de trabajo. “Voy a extrañar que camine por los pasillos cantando en inglés –continúo–, que me diga ‘Amore, ¿te traigo algo?’, que me escriba para pedirme ayuda o que me cuente que ya atendió a todos. Voy a extrañar sus stickers, sus audios, su risa pilla, sus mensajes”.

Las voces de ternura y afecto se replican. Carolina Guajardo, exsubsecretaria de Niñez y Adolescencia, fue su jefa: “En su aspecto se notaban las marcas de una vida dura, pero en su actitud siempre fue amorosa y muy atenta”, recuerda. Rememora las charlas que tenían, los consejos que pedía, su deseo de ser “realmente Azul” y lo leal que era. Repite la anécdota del cafecito, y cree que era así porque estaba muy agradecida después de una “vida que le había sido vulnerada millones de veces”.
La violencia avanza
El asesinato de Azul se inscribe en una violencia persistente: desde enero, el Observatorio Lucía Pérez contabiliza 213 femicidios y transfemicidios. La estadística no alcanza para decir quién era, pero explica el miedo y la bronca que se tradujeron en calle. “Somos parte de una marea que dice basta. El Estado es responsable de garantizar la vida y la seguridad de todas”, dice Vacarezza con angustia.
Para quienes reclaman justicia y piden que haya más prevención, la decisión del Gobierno provincial de declarar dos días de duelo en memoria de Azul y disponer banderas a media asta en edificios públicos “no reemplaza la política pública”. “El Gobierno provincial decretó dos días de duelo, pero nadie se comunicó con la familia durante la búsqueda: es un parche en medio de la campaña”, cuestionó Guajardo, que además es parte de la colectiva feminista La Revuelta.

Por su parte, Sarin apuntó al sistema judicial “machista y patriarcal” y a la necesidad de “exigir justicia en la calle”. “Desde las organizaciones denunciamos que la política de odio hacia mujeres y diversidades del gobierno de Milei mata; el desmantelamiento de los servicios de asistencia también mata”, afirmó la referente de la CTA y detalló que Azul es la tercera víctima reconocida de asesinato por violencia de género en la provincia, pero que “hay otras muertes violentas catalogadas como suicidios” y que siguen reclamando por Luciana Muñoz, desaparecida hace 15 meses.

Para la secretaria de Género de la CTA Autónoma neuquina, el transfemicidio de Azul ocurre en una provincia donde a igual que a nivel nacional “las políticas de género fueron vaciadas y el clima de odio se traduce en retrocesos concretos”.
Sarin también advirtió sobre el avance de grupos conservadores evangelistas en Neuquén. Uno de los ejemplos que dio es el de la candidata que encabeza la lista de senadores libertarios por la provincia, Nadia Márquez, hoy diputada nacional con protagonismo en la Cámara Baja. Su padre, un pastor evangélico, fue uno de los pocos que recibió fondos de ayuda alimentaria desde el Ministerio de Capital Humano nacional. «Ellos hacen política para volver a encerrar a las mujeres en la casa, para volver a meter a niñas y niños bajo la égida de la familia y que no tengan derechos garantizados por el Estado. Entendieron que el movimiento de mujeres y diversidades, con su cuestionamiento al orden patriarcal, era un riesgo para su poder político y económico, y decidieron ir contra nosotras”, aseguró la dirigenta.

También alertó sobre otros grupos antifemnistas como la organización Padres de Río Negro y Neuquén, “que obtuvo declaración de interés legislativo”. Explicó que son padres que promueve la idea de que los niños son ‘rehenes’ de sus madres» y detalló que «instalaron un tráiler frente al Juzgado de Familia, justo donde las mujeres deben presentarse a denunciar. Lo llenaron de carteles y banderas: para ir a denunciar, hay que pasar por el medio de eso”.
“Trabajo en la 148 y veo a diario casos que no encuentran respuesta; a veces el botón antipánico no funciona o no hay. Decimos ‘riesgo de femicidio’, pero ¿qué significa si no se actúa?”, interpeló Guajardo.
Hasta ahora no se sabe qué pasó. La última conexión del celular de Azul se ubicó en la zona del río Neuquén; su cuerpo fue hallado envuelto y atado, en avanzado estado de descomposición. El paso de los días borra pruebas. Por eso, queda una certeza entre quienes la quisieron: la pelea es por memoria y justicia y se convocó para una gran movilización para el 21 de octubre para pedir por el esclarecimiento del crimen. “Vamos a seguir, ya tenemos comprada la vereda de la Ciudad Judicial”, concluyó Sarin.

#NiUnaMás
Lara, Brenda, Morena: Las velas del silencio

La marcha en La Matanza, a dos semanas del triple narcofemicidio.
Por Lucas Pedulla
Fotos: Juan Valeiro/lavaca.org
En silencio.
La marcha empieza 21:29, horario en el que las chicas se subieron, hace dos semanas, a la camioneta Chevrolet Tracker blanca. Para quienes no conocen este lugar –rotonda de La Tablada, cruce de Camino de Cintura y avenida Crovara, La Matanza–, el silencio que acompaña la movilización de las familias de Brenda del Castillo, Morena Verdi y Lara Gutiérrez no se termina de dimensionar.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
El perímetro está cortado desde muy temprano por la policía bonaerense y apenas algunas motos del barrio o ambulancias urgentes pasan por una intersección que, en un día común, es puro bocinazo, ruido y tránsito sin parar.
Así, en silencio, esta marcha grita que hace dos semanas ya no hay ningún día común.
“El barrio está de luto”, dice Brian, un joven muy dulce que acompaña a la familia de Morena. “Antes se escuchaba música, había fiesta, baile. Ahora, nada”.
Eric, de 28 años, al lado de la familia de Brenda: “El barrio está triste”.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
Las chicas que acompañan a Estela, mamá de Lara Gutiérrez, mueven la cabeza de un lado a otro: “Queremos justicia”, dicen. No quieren decir más. ¿Hay algo más?
De a poco, desde los monoblocks que custodian esta rotonda bajo la mirada de murales del Papa Francisco y Diego Maradona, los vecinos fueron llegando. Algunos volvían de trabajar, otros se sumaban después de cenar. Hay jubiladas, adolescentes y muchos niños y niñas que sostienen velas en cuellos de botellas de plástico. Sabrina, la mamá de Morena, marcha mirando el frente. Paula, mamá de Brenda, lleva en brazos a su nieto de un año. Hay mucho dolor, y son los niños los que marcan con una mirada de fuego una fotografía fuera de lugar, una cámara que parece no respetar este duelo.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
En silencio, nadie habla.
Solo los pasos en una ronda a la rotonda en sentido inverso a las agujas del reloj, como las Madres en Plaza de Mayo, o los jubilados en el Congreso.
Quizá de manera inconsciente, sin saberlo, en este gesto las familias respondan una pregunta innecesaria que circula en algunos colectivos que se desvían de recorrido por el corte: “¿Por qué marchan si hay detenidos?”. Precisamente, porque el nunca más se sostiene en movimiento, como una forma de gritarle a la agenda política y social que este horror no tiene justicia.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
En silencio, la ronda termina.
Las familias se reúnen y sacan bengalas y globos blancos que todo este barrio que marcha estuvo inflando durante la tarde. “Ahora”, ordena Sabrina, y los globos se sueltan.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
Las bengalas se encienden.
Las familias se abrazan, se descargan.
Y un nene, que no llega a los diez años, dice lo único que hay que decir: “Justicia”.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
#NiUnaMás
Femicidios territoriales: las tramas de la violencia

Lo narco, la violencia, los femicidios. Un tema que acaba de provocar el horror a partir tres crímenes: Lara Gutiérrez, 15 años, Brenda del Castillo, 20 años y Morena Verdi, 20 años. El Observatorio Lucía Pérez y la Cooperativa lavaca vienen siguiendo e investigando desde hace años esta realidad. Ese trabajo se plasma en un libro que ya está en imprenta: Femicidios, narcotráfico y Estado, del cual adelantamos aquí el prólogo. El concepto femicidios territoriales abarca a aquellos que no se ajustan a los modelos tradicionales de la teoría de género y que no hablan de vínculos de pareja e intimidad, sino de tramas de narcocriminalidad e impunidad territorializadas, con participación de agentes estatales, tales como policías, agentes penitenciarios y fiscales. La definición de lo «narco», el sentido y el contenido del territorio y sus tramas de relaciones, el poder. Y los cuerpos que narran una historia personal y colectiva, que debemos comprender para trazar una radiografía de época.
por Claudia Acuña, Florencia Paz Landeira y Anabella Arrascaeta
Desde el Observatorio Lucía Pérez registramos e interrogamos todos los días las cifras de la violencia patriarcal. Desde ese ejercicio cotidiano sostenido durante ya doce años proponemos la categoría de “femicidios territoriales” para intentar comprender la singularidad de crímenes como los de Lucía Pérez, Melina Romero, Iara Rueda, Luna Ortiz o Araceli Fulles, por citar solo algunos casos paradigmáticos. Se trata de femicidios que no se ajustan a los modelos epistémicos tradicionales de la teoría de género y que no hablan de vínculos de pareja e intimidad, sino de tramas de narcocriminalidad e impunidad territorializadas, con participación de agentes estatales, tales como policías, agentes penitenciarios y fiscales. Participación activa, en tanto que genera condiciones de posibilidad para estas muertes en esos territorios; y también participación concreta, al garantizar y perpetuar la impunidad de esos femicidios, falseando pruebas y entorpeciendo procesos judiciales. Marta Montero, madre de Lucía Pérez, prefiere llamarlos “narcofemicidios”. Sumamos a este concepto la referencia al territorio porque quizá nos permita enfocar los factores que los producen: los narco-femicidios se originan en narco-territorios concretos en los cuales la actividad delictiva ya cuenta con impunidad estatal.
En primer lugar es necesario definir a qué denominamos “narco”:
- Narco es un término que hace referencia a una actividad criminal que se lleva a cabo “con la participación ilícita de actores del Estado2. “
- Lo narco opera a través de una necromáquina cuya tarea es acallar, atemorizar y doblegar resistencias hasta esclavizar las fuerzas de producción necesarias para extraer capital de todo lo vivo: cuerpos, territorios, medio ambiente, datos.3
- Lo narco produce una forma característica de femicidio porque le otorga a ese crimen un significado político y cultural. En palabras de Reguillo, “mata dos veces: la del asesinato y la de tu muerte convertida en dato”. Tal como define la filósofa italiana Adriana Cavarero cuando traza una relación entre el genocidio del Holocausto y estos crímenes, en ambos casos se trata de “una violencia que no se contenta con matar porque sería demasiado poco: al destruir el cuerpo singular constituye el acto del fin no de la vida, sino de la condición humana”.
Lo narco gobierna territorios azotados por las políticas neoliberales que durante décadas destruyeron tanto puestos de trabajo como instituciones estatales que debían contener y reparar las consecuencias.
Estas características unen la postal de San Martín, en la provincia de Buenos Aires, con la de Palpalá, en Jujuy, escenas del crimen de los femicidios de Araceli Fulles y Iara Rueda. Dominan también puertos como los de Mar del Plata y Rosario, ciudades hermanadas por los nombres de Lucía Pérez y cada una de las mujeres masacradas en balaceras. Pero son solo aquellos femicidios que con gran esfuerzo de sus familias y su comunidad han logrado trascender con nombre y rostro la opacidad que caracteriza toda narco- actividad – desde la venta de sustancias hasta sus crímenes y fundamentalmente, sus activos financieros y redes políticas- lo que nos ha obligado a fijar la mirada en esos territorios.
¿Qué vimos?
En San Martín vimos que Araceli Fulles, de 22 años, estuvo venticinco días desparecida sin que ninguno de los rastrillajes organizados por la policía la encontraran. Su cuerpo fue hallado finalmente por su hermano el 27 de abril de 2017, enterrado debajo de la cama del sospechoso, Darío Badaracco, quien justo en ese momento estaba declarando ante la fiscal, que lo dejó ir. El hombre fue detenido en otro barrio de la periferia dos días después y gracias a que una mujer paraguaya, embarazada y en ojotas, lo corrió y entregó a los gendarmes que militarizaban el barrio. Tiempo después ese único detenido fue asesinado: le hicieron tragar agua hirviendo en la prisión de Sierra Chica, en la que el Servicio Penitenciario tenía a cargo su custodia hasta el juicio. Finalmente, en un tribunal rodeado por miles de personas que clamaban “Justicia por Araceli”, los autores materiales del femicidio fueron condenados a prisión perpetua, pero en enero de 2024 la Sala I del Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires absolvió a Marcelo Ezequiel Escobedo, Hugo Martín Cabañas y Carlos Damián Cassalz, quienes habían sido condenados el 4 de noviembre de 2021 por el Tribunal Oral en lo Criminal (TOC) 3 de San Martín. Los jueces Daniel Carral, Victor Violini y Ricardo Maidana ordenaron su inmediata liberación, cuestionando el accionar del perito Marcos Herrera, quien había ofrecido gratuitamente sus servicios a la familia de Araceli en aquellos desesperados días de búsqueda. Los magistrados en su fallo ordenaron que la Fiscalía General de San Martín investigue su actuación en esta causa, ante la posible comisión de un delito de acción pública, y solicitaron al presidente de la Suprema Corte de Justicia bonaerense y a la Procuración General que “se evalúe la posibilidad de establecer protocolos de actuación en materia de rastros odoríficos, así como en la acreditación de las certificaciones y habilitaciones”. La posible actuación dolosa de este perito dejaba, así, inválida la sentencia. La familia apeló el fallo y hasta hoy la Corte Suprema de Justicia de la Nación adeuda una respuesta. En tanto, los imputados están en libertad.
Por el crimen de Araceli no fueron sometidos a ningún proceso judicial ni el comisario ni los agentes que encubrieron a la banda de narcomenudeo que operaba en el barrio y mató a Araceli. Hubo, sí, varias condenas a autoridades policiales en otros procesos judiciales contemporáneos al que investigó el femicidio de Araceli y que probaron las vinculaciones en ese territorio entre bandas narcos y fuerzas de seguridad. Una de ellas fue en septiembre de 2023, cuando la jueza federal Alicia Vence procesó con prisión preventiva al comisario Osvaldo Javier Calderón y dos oficiales de la Comisaría Primera de San Martín que fueron filmados mientras recibían coimas para liberar a dos integrantes de una banda narco.
Territorios, cuerpos y violencias
Al hablar de territorio nos referimos no solo a la base material y orgánica de los ecosistemas, sino también a la historia y las relaciones que se han entretejido de modo constitutivo. El territorio aparece entonces como una trama de redes de relaciones que, en su dimensión conflictiva y contradictoria, configura experiencias y sujetos singulares marcados por variables procesos de jerarquización y de desigualdad.
Hay en la palabra “territorio” una serie de sentidos contradictorios anudados. Por un lado, en su propio origen etimológico aparece asociada a una voluntad de control y de dominio, en un lenguaje bélico y de conquista. Pero el territorio, en sus usos sociales y locales, también alude al saber de la experiencia, a una relación de alteridad respecto de espacios institucionales y burocratizados. El territorio, en este sentido, puede ser una analogía de la calle o, para decirlo en términos más amplios, del espacio de la vida cotidiana. El territorio también es, en un sentido más literal, la tierra. El cuerpo –nuestro cuerpo– puede ser también vivido e interpelado como territorio, pero no todos los cuerpos se constituyen en territorios en disputa, sino especialmente aquellos cuerpos feminizados, racializados, empobrecidos y marginados. Se va armando así un mapa imaginario de cuerpos y territorios simultánea e inextricablemente sometidos a procesos de desvalorización, violencia y explotación; de despojos múltiples de la vida en todas sus formas.
Pensados los territorios como configurados por relaciones de poder, las desigualdades de género se despliegan y concretan en ellos de un modo fundamental. Desde esta perspectiva, entonces, el territorio aparece como espacio tallado en donde se producen y reproducen desigualdades étnico-raciales, de género, de clase, de edad y deviene, así, un espacio de disputa. Los territorios son campos de fuerza, producto y objeto de disputas, resistencias y dominios. Por lo tanto, están siempre en devenir, nunca acabados, nunca cerrados; contingentes.
¿Es posible trazar una frontera clara y objetiva entre el cuerpo y el territorio? ¿Qué paisaje habita nuestros cuerpos? Al respecto, la filósofa feminista Donna Haraway pregunta provocadoramente por qué nuestros cuerpos deberían terminar en la piel. Los cuerpos están situados e interconectados de forma profunda con la trama de la vida. Pensar en lo viviente desde la interconexión, la interdependencia y la existencia de flujos continuos nos abre la mirada a reconocer patrones comunes que, en nuestro espacio y tiempo, hablan de formas sistemáticas de extracción de valor, despojo y violencia extractivista. Se trata de advertir la concurrencia entre procesos de pobreza y desigualdad, de violencias de género y ambientales, que expresan una lógica depredadora común que exponen cotidiana y persistentemente a las personas, a los territorios y, en última instancia, a la vida.
Hace ya décadas que, desde los feminismos, se han señalado analogías entre la explotación de los territorios desde la lógica de la ganancia capitalista y la explotación de los cuerpos feminizados desde la lógica patriarcal. En este sentido, Vandana Shiva afirma que la apropiación de recursos crea una cultura de la violación: violación de la Tierra, de las economías locales y también de las mujeres. El modelo extractivista concibe a los territorios y los cuerpos feminizados como recursos a explotar y como zonas a sacrificar en función de consolidar una forma de dominación. De hecho, en la base del ordenamiento moderno-colonial, no solo se saquearon territorios, sino también cuerpos racializados y esclavizados. En la actualidad, esta cualidad extractiva, apropiadora y cosificadora de los cuerpos aparece como nodal a la violencia femicida.
Desde esta lente, el extractivismo no es solo un modo de saqueo y explotación de la naturaleza, sino que también implica una racionalidad y una relacionalidad particulares. Es un modo de concebir las relaciones con otros humanos y no humanos y el espacio que co-habitamos. Las prácticas extractivistas se asientan en jerarquías raciales, de género y clase, multiplican las formas de violencia y exacerban las injusticias.
El extractivismo configura no solo territorios sino también relaciones sociales y las subjetividades de quienes los habitan. Se trata de prácticas sistemáticas de extracción de la vida en todas sus formas y dimensiones. Las violencias de todo tipo son consustanciales al extractivismo y se refuerzan como forma de producción de lo social.
Esta relación inherente entre extractivismo y violencia se expresa en la desestructuración de las tramas sociales y comunitarias, en el despojo de los medios de subsistencia y de sostenimiento de la vida, en la polarización y estratificación social, en el agravamiento de la criminalización y la represión estatal y, también, en la violencia contra las mujeres y el recrudecimiento de formas patriarcales de dominación y opresión. Para nombrar este entrelazamiento entre las formas neocoloniales del despojo de los espacios de vida y la profundización de las jerarquías de género, se ha propuesto el concepto de “repatriarcalización de los territorios”. Sobre todo, han sido los estudios sobre proyectos extractivistas vinculados a la minería y los combustibles fósiles los que alertaron cómo estos conducen a la masculinización de los territorios, con un aumento significativo de la violencia de género y la explotación sexual.
En el Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis, Bisexuales, Intersexuales y No Binaries de 2023, en un taller sobre Pueblos fumigados, una mujer decía que nuestros territorios nos exponen y nos entrampan entre el femicidio y el cáncer. En este y otros espacios de activismo, queda claro que las mujeres no son las únicas afectadas por este entrecruzamiento de violencia ambiental y de género, sino que también son las primeras en advertir las consecuencias del modelo extractivista en sus cuerpos, los de sus hijos y los de sus comunidades. Se constituyen, así, en la primera línea de la defensa de los territorios y rápidamente se vuelven blanco de persecución y amenazas cuya expresión más extrema son los femicidios extractivistas.
En este contexto, lo narco resulta un eslabón clave de la cadena de extracción de ganancias en cuerpos y territorios que han sido oscurecidos por la desigualdad social producida por las políticas económicas neoliberales. Lo narco convierte en consumidores y productores a aquellas poblaciones que el sistema formal descarta. La antropóloga Rita Segato lo describe como un segundo Estado. Sin embargo, consideramos que en países no europeos esa dualidad es, en realidad, una unidad y que ese desdoblamiento es la clave constitutiva en la que se establecieron los Estados coloniales para garantizar la gobernabilidad. Recordamos también que en Argentina se utiliza el término “en blanco” y “en negro” para distinguir la economía “formal” de la “informal”, entendiendo por “formal” la del mercado y por “informal” la ancestral. Aquello, entonces, que habita el “Estado en Negro” es la resistencia y lo narco es la respuesta para neutralizarla, ante la impotencia del “Estado en Blanco”.
Desde la perspectiva que venimos sosteniendo, todavía parece necesario remarcar el carácter sistémico y civilizatorio de esta crisis y continuar desanudando las lógicas androcéntricas y patriarcales de las formas de producción basadas en el despojo, la extracción y el aniquilamiento de cuerpos y territorios.
Las víctimas de femicidio y sus familias organizadas en busca de justicia nos enseñaron que para deconstruir las violencias que culminaron en estas muertes no basta con problematizar el amor romántico y los ideales de pareja. Ni tampoco alcanza con desafiar las fronteras de lo doméstico, ni las estrategias de empoderamiento. Se volvió necesario indagar en las fuerzas estructurales y cotidianas que están minando las tramas comunitarias de sostenimiento y reproducción de la vida. Y situar a los femicidios en un aumento generalizado de la violencia, la narcocriminalidad con alto involucramiento policial y penitenciario y de la crueldad y, en términos más amplios, en procesos extractivos y de despojo y precarización de las condiciones de existencia donde todos los bienes aumentan su valor a ritmo constante hasta volverse inaccesibles, excepto la vida, que cada vez vale menos. Mejor dicho, algunas vidas: el componente de clase y raza marca a fuego la categoría de femicidios territoriales.
Desde esta óptica pusimos la lupa en Rosario, ciudad que nos señala cómo el cuerpo de las mujeres emerge como un renovado territorio de disputa en el contexto del entramado narco-policial-penitenciario de la ciudad. Coincidimos con Rossana Reguillo cuando caracteriza a estas violencias como “pasillos”: “vestíbulos entre un orden colapsado y otro que todavía no es, pero está siendo. De ahí su enorme poder fundante y su simultánea ligereza”. La tensión actual es producto de la crisis del Estado en Blanco que deja expuesto al Estado en Negro y provoca la disputa por el control de todo el aparato.
Lo que la violencia hace emerger sin pudor es a aquellos territorios en disputa, sí, todavía. Pero una disputa desigual, invisibilizada por los supuestos creadores de sentido social: medios y academia.
La sociedad mexicana y en especial las mujeres de Ciudad Juárez, batallan desde hace décadas contra la máquina femicida ante el monumental silencio académico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la mayor unidad de producción de teoría social iberoamericana. Silencio que funciona como un enorme operativo de lavado epistémico de lo narco.
Los territorios argentinos que luchan hoy para que el narco-fascismo no termine de capturar el aparato del Estado y con él, la democracia, requieren toda la luz y compañía que muchos sectores políticos, culturales y sociales les siguen negando.
Los femicidios territoriales abren surcos y dejan al descubierto hilos de injusticias e impunidad que, como fibra poderosa sedimentada en el tiempo, amenazan a la vida en su totalidad y refuerzan modos estructuralmente desiguales de ser y estar en el mundo.
Acá estamos, entre ruinas, caminando con la tierra resquebrajada de muerte a nuestros pies.
Las mujeres, travestis y trans nos vemos empujadas a pensar desde el dolor para intentar regar nuestros territorios arrasados y dotarlos de horizontes de verdad y de justicia.
Nuestras muertas nos duelen, pero también nos hablan.
Sus cuerpos narran una historia personal y colectiva.
En tiempos de análisis políticos y especulaciones electorales, ¿no son las historias de estos femicidios y transfemicidios las que debemos comprender para trazar una radiografía de época?
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