#NiUnaMás
La sociedad contra el narco: cómo se organizan los barrios
Cómo enfrentan el avance narco dos centros barriales de la Villa 21/24 (CABA) y Puerta de Hierro (La Matanza) que reciben a jóvenes adictos. Lo que cuentan esos jóvenes: la realidad del barrio, los transas, los efectos de la crisis, las cosas que logran transformar vidas. Lo que se puede cambiar y lo que no en esta investigación que compartimos: La vida como viene, publicada en la revista MU.
Por Lucas Pedulla
Fotos: Juan Valeiro

El lugar no es una oficina de la ONU, sino una parroquia.
El barrio no es la vanidad de un ministerio, sino la villa 21/24.
Y la persona que habla no es un funcionario de traje y corbata, con voz coucheada para alguna campaña electoral, sino el padre Lorenzo Toto de Vedia, vestido con jean y campera deportiva, que dice con voz ronca entre misas, líos barriales y gripes varias lo que ningún candidato en estos meses electorales: “Así como en 2009 los curas sacamos un documento que decía que en las villas la droga estaba despenalizada de hecho, hoy podríamos decir que lo que está despenalizado de hecho es el narcotráfico”.
Detrás tiene a Cristo en la cruz, carteles con mensajes de amor al papa Francisco, una foto de Francisco, otra de su sucesor León XIV, y un santuario con imágenes de personas de este barrio. Un vecino entra a rezar, otro ingresa con un andador para sentarse un rato y una mujer pregunta cuáles son los horarios para hacer los trámites por el DNI de su hija.
El documento de 2009 del que habla Toto lo escribieron los curas villeros cuando el debate de entonces giraba en torno a la despenalización. El tono fue: ojo que en los barrios eso ya sucede. El padre Pepe Di Paola, párroco de esta misma iglesia que encabezaba las firmas al poco tiempo tuvo que irse por las amenazas. Pasaron 16 años, varios gobiernos y campañas, pero a fines de junio la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) sacó otro texto con un título llano: “Si el Estado se corre, entra el narcotráfico”.
Los obispos dijeron: “Vemos con preocupación y dolor que la retirada del Estado de esos ámbitos abre paso al avance del narcotráfico, que ocupa ese lugar vacío y se convierte en una suerte de Estado paralelo, donde los narcos ofrecen a los jóvenes una vida corta pero aparentemente mejor, y esto a cambio de su dignidad, su libertad y, muchas veces, su vida”.
Lo narco, el consumo, el hambre y la falta de trabajo también se revelaron como parte de la agenda que los barrios sacaron a la calle el 7 de agosto, en el día de San Cayetano, un temario a priori invisible para la discusión política en un año electoral.
Desde la 21/24 y la parroquia Virgen de Caacupé, en Barracas, Toto muestra lo que sí es visible desde abajo: “Hoy se notan más pibes que van dejando la escuela, que se entusiasman por lo que les puede dar un transa. Porque, entre otras cosas, ya ni siquiera ven a sus papás laburando. Se ve mucho el rompimiento del tejido social. Y a la familia deshilachada”.
Pero, también, se ve lo complejo: “El hijo del transa te manda pibes para recuperarse, porque viene a catequesis”. En la cotidianidad de esta frase hay una madeja insondable, y quien la hace visible es uno de los pocos actores que hacen algo con el destino de miles de personas frente a las profundidades de lo que hoy llamamos “lo narco”.
El lugar al que llegan es uno de los centros barriales llamados Hogar de Cristo, una experiencia que nació en este barrio y hoy tiene más de 300 puntos en todo el país.
Uno de sus lemas es, también, llano: “La vida como viene”.
Y la vida, en la Argentina 2025, llega cada día más rota.


El cura Toto de Vedia: “Hoy lo que está despenalizado es el narcotráfico”. Y Gualeguay Ozuna, en Puerta de Hierro, La Matanza: del consumo y la depresión a salir del pozo y aprender a ayudar a otros.
Comunidad organizada
La referencia de Toto al documento de 2009 ubica una cronología. Dos años antes, en 2007, los obispos de América Latina y el Caribe se habían juntado en la Conferencia de Aparecida, en Brasil, donde por primera vez hablaron del consumo y el tráfico de drogas como una “pandemia”, y describieron: “El problema de la droga es como una mancha de aceite que invade todo. No reconoce fronteras, ni geográficas ni humanas”.
En 2008, esa mancha empujó a los curas a pensar algo. “Antes trabajábamos con los pibes, nos apoyábamos en comunidades terapéuticas, pero veíamos que había que crear algo nuevo porque no dábamos en la tecla”. El consumo de paco crecía, no solo en vecinos del barrio sino en personas que venían de provincia de Buenos Aires y se quedaban. Aparecieron ranchadas en las avenidas que antes no estaban. “Gente en situación de calle producto del consumo”, explica Toto. Se inspiraron en la figura del santo jesuita San Alberto Hurtado, creador del Hogar de Cristo en Chile para personas de la calle, y fundaron el centro barrial Hurtado como el primer Hogar de Cristo en Argentina para atender el consumo.
La inauguración fue el jueves santo y estuvo presente el entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio. “Leyó la parábola del buen samaritano, quien no le puso requisitos, condiciones ni horarios al que estaba tirado en el camino sino que recibió la vida como viene”, recuerda Toto. Los curas decidieron no poner como director a un trabajador social o a un psicólogo, sino a un vecino del barrio que había misionado en varias provincias. “Era un tipo solidario pero, además, era taxista”, dice Toto. “Con una camionetita recorría el barrio, juntaba a los pibes y los llevaba al centro barrial. Le decíamos la autolancia”.
¿Qué seguía después? “El centro era para ir a comer. Fuimos viendo que al chico no es que le gustaba la droga como a quien le gusta el dulce de leche, sino que el paco es la cara de la exclusión que vive. Era acompañar el paco y su circunstancia: su tiempo libre, su trabajo, su salud, sus temas judiciales, su vivienda. Llega al centro, descubrimos que tiene que desintoxicarse en una granja, ¿pero va a volver a la misma casa donde empezó el quilombo? Creamos las casas amigables. Después, vimos que había mucha gente con tuberculosis y armamos el hospitalito. Para estar con los que están detenidos creamos la Casa Libertad, para acompañarlos cuando salen o ir a visitarlos a la cárcel”.
¿Cuál fue la tecla? “Para mí fue y sigue siendo que, en el fondo, es la comunidad la que se ocupa de organizarse. Desde la iglesia se fortaleció una comunidad que encuentra respuestas a lo que el barrio necesita. No es que somos unos iluminados que venimos de San Isidro a encaminar la vida de estos villeros que están en la oscuridad. Viene gente, sí, pero se suma a la comunidad, y desde adentro se van encontrando las respuestas”.
Toto recuerda que, en Río de Janeiro, Francisco dijo que la Iglesia no es una oenegé. “Con todo respeto, pero la oenegé está más afuera”, dice el cura. ¿Por una lógica extractiva? Toto asiente: “En el fondo, es una mentalidad: yo, que tengo, te doy a vos, que no tenés”.
En 2009, año en que los curas sacaron su comunicado, Pepe se fue a Santiago del Estero –donde continúa, después de haber regresado diez años a la villa La Cárcova, en San Martín–, amenazado por los narcos. “Era la voz cantante de un grupo de curas que empezó a levantar la voz”, dice Toto, que enumera el fruto del trabajo de una comunidad que sigue: ocho comedores que alimentan 2.000 personas todos los días, otras 1.500 personas entre el jardín, la primaria, la secundaria y un terciario con la carrera de Enfermería, 600 chicos exploradores, 400 en catequesis, 50 misioneras. Y el Hurtado, ese primer centro barrial, abrió el camino para un dispositivo que sigue creciendo frente a la mancha que avanza.


Vanesa, una de las “madrazas” que reciben a los chicos y los contienen los primeros 15 o 20 días. Facundo y Jony pelan papas para el almuerzo: el daño hacia afuera, el dolor por dentro y el trabajo en el barrio.
Consigo mismo
Antes de ir al Hurtado, Agustín Maidana invita a pasar al Centro Niños de Belén, a pocas cuadras de la parroquia. Hay una mesa larga, con mate cocido y facturas, y diez personas desayunando, de las cuarenta que van por día. Es un centro de “primer umbral”, explica Agustín: “Para los pibes que recién empiezan. Los que están directamente en una situación de consumo. La vida como viene, literal: a veces llegan recontra pasados. Acá se pueden bañar, desayunar y hablar. Algunos quieren internarse. Les pedimos que sigan viniendo y articulamos con el Centro Hurtado”.
Agustín tiene 42 años y un hijo de 7, el mismo tiempo que –cuenta– lleva limpio. “Nací y me crié acá. Quedé en la calle a los 21, cuando mi vieja falleció. Me metí en el consumo. Pasé muchas cosas malas y feas. Paraba acá afuera. Empecé un proceso en el Hurtado y me encontré conmigo mismo, empecé a sentirme parte de esta familia. A valorarme primero, para después acompañar. Cuando me pusieron de coordinador no lo podía creer. Aprendí que la clave es el acompañamiento con la escucha y el estar. Sabemos el dolor de los pibes porque estuvimos ahí. Hay mucha soledad, y acá alguien lo recibe con un abrazo y le pregunta cómo está. Sentís que hay gente que te quiere y se preocupa por vos. Es lindo”.
El Centro abre a las 9 de la mañana. Una hora antes Carolina –51 años– ya está preparando todo: “Vienen de la calle donde reciben mucho desprecio. Acá los recibo con un abrazo”.
Un hombre que desayuna levanta la cabeza: “Esa es la palabra justa. Abrazo”, dice y se emociona. “Soy Darío, 45 años tengo. Lo primero que hago en la mañana es venir y abrazar a Caro. Es todo lo que necesitás en el día o en la vida. El tiempo que ellos nos dan es inigualable, no hay sueldo que lo pueda pagar: es lo más importante que le podés dar a una persona. Porque yo estoy hablando así con vos y, aunque no creas, me estoy desahogando. A estos lugares los ocultan, no tienen mucha difusión. El Estado está ausente. La droga no se va a terminar, pero va a venir una camada de jóvenes que no van a llegar a como estamos nosotros: nos cuesta más porque no tuvimos un lugar así de chicos”.
Darío sigue con su mate cocido.


Una pareja esperando para el almuerzo: un clima diferente que se nota en las sonrisas. Y el desayuno al que llegan unas 40 personas por día. Las formas de resetear existencias, cuerpos, con un apoyo que se manifiesta en acciones y transformaciones concretas.
Papa o pasta
El Hurtado –primer y segundo umbral– queda cruzando la 21/24. Carolina Sting, 47 años, es psicóloga social y parte del equipo de coordinación. “Una de las claves del Hogar es que no tenemos la mirada puesta en la sustancia, sino en la historia de cada persona. Tenemos pibes y pibas completamente rotos, en situación de calle hace más de diez años, sin partida de nacimiento. Esto no es un modelo de autoayuda, donde no hay devolución ni proceso interno, sino apropiarse de la propia historia, trabajar lo que duele, encontrar la herida y empezar a sanar. Sacarse el cartel de ‘soy un adicto’ y empezar a modificar”.
Hoy notan que aumentó el alcoholismo: “Un montón. Hombres que primero se quedan sin laburo, después no pueden pagar sus lugares, quedan en la calle y terminan consumiendo para no volverse locos”. Otro efecto de la crisis: “Muchas mujeres grandes vienen al comedor porque no tienen para comer. Y no podemos decirle que no a una señora de 80 años. Los pibes, ahí, cuidan. Nos pasó que una señora del barrio los corrió de su casa, gritándoles ‘fisuras de mierda’, y hoy es contenida por esos mismos chicos”.
¿Y sobre esos chicos? “Tenemos bien diferenciado el transa del narco, porque el narco no vive acá adentro. Acompañamos un montón de pibes y pibas que son hijos de transas, o acompañantes pares que, en su momento, fueron transas. Al comienzo era algo impensado porque los pibes son re tajantes: si vendiste, arruinaste a un pibe. Y no se corrían. Eso fue cambiando, porque el transa también consume. El que termina vendiendo droga dentro del barrio está tan vulnerado como el que está tirado en la calle”. Estudiaron la composición de esa vulneración: “Lo que fuman no tiene prácticamente nada que ver con la cocaína: es veneno para ratas, vidrio molido, virulana. Los lima”.
Jony (33) y Facundo (35) están pelando papas para el almuerzo. Jony es de González Catán, en La Matanza: “Venía a trabajar a Capital y me volvía. Un día me trajo un pibe. Me quedé un día, dos, tres y llegó un momento en que me quedé un año, dos, colgado de esto”. Facundo es del barrio: “Desde los 17 estoy en el Hogar, con altas y bajas, recaídas. Sé que le hice daño a gente que no lo merecía. Pero a veces cuestiono a la gente de todas las clases que, no siendo de la calle, juzga. No saben el dolor que tenemos por dentro”.
Araceli (35), también del barrio, se suma a la charla: “Hace cinco meses estoy limpia. Vivía abajo de un puente. Iba a la facultad, trabajaba en Falabella, después Falabella cerró, entré a trabajar en un hospital y comencé con el consumo de pasta base. Me robaba cosas del trabajo o iba a robar. Apretaba a la gente de afuera y le vendía ‘chucu’: droga que no era droga. Le decimos ‘chucu’ a algo que no es”.
Facundo muestra una papa: “Te digo que te vendo papa, pero no es papa”.
Araceli: “Es difícil. La pasta base es una droga que afecta a la psiquis, al cuerpo. Sufrí mucho la abstinencia. Me agarraban ataques de pánico, se me tensionaba el músculo, la pierna. Si una persona que fuma marihuana pasa dos días sin fumar, le puede agarrar malhumor. Pero alguien que fuma pasta base, no. El cuerpo te lo pide: temblás, fiebre, diarrea. A la noche no podía dormir, las operadoras decían que mis piernas parecía que querían salir corriendo. La psicóloga me dijo que consumía una droga que me daba algo artificialmente. Empecé a suplementar con la psiquiatría, que te re dopaban. Dos clonazepam de dos miligramos con media prometazina, y el citalopram por la depresión. Ahora tomo media. Y quiero ir desligándome. Jamás me gustaron las pastillas. Cuando empezó la medicación todavía estaba en la calle y vendía clonazepam por base. Lastimosamente es un ámbito jodido, porque cruzás la avenida y ya tenés todo”.
Facundo: “Son dos voces, la buena y la mala, que te hablan constantemente”.
Jony: “Capaz no querés saber nada, te vas por ahí y te cruzás alguno. Acá es como mercado libre: todos venden, todos consumen, todos publican. Si no es uno, es otro. Capaz vienen, revientan ese búnker y listo: el de allá está vendiendo mientras revientan acá”.
Araceli: “La misma gente en consumo, para conseguirse su moneda, compra una cantidad, lo vende a tanto y, mientras, consume otro poco”.
Jony: “Es un ovillo, una maraña, que no termina nunca”. ¿Por qué pensás? “Porque mueve mucha guita. El que la baja y maneja piola tiene toda la red armada. Tienen que hacer una llamada y entran unos cuantos kilos: son escaleras que andá a saber de dónde vienen. Te das cuenta de que viene un lote, algo bueno, porque lo vas a ver en miles de lugares: acá, en el Bajo, como si fuera un súper cargamento que llega y se reparte en todos lados”.
Araceli: “Te dicen que es una droga barata, pero te termina saliendo cara. El efecto te dura tres o cuatro segundos, máximo un minuto, exagerando”.
Facundo señala con el pelapapa un afiche con decenas de caras de hombres, mujeres, incluso niños. “¿Sabés lo que vemos nosotros en ese mural?”, pregunta y se responde. “Todos los pibes que se fueron”.
Es la hora del almuerzo. Todos se sientan y comparten la mesa.
Antes, rezan.
El método
La Familia Grande Hogar de Cristo –así es el nombre completo– es una federación con más de 300 dispositivos en todo el país. Uno de sus referentes y coordinadores nacionales es Pablo Vidal, que vive en Puerta de Hierro, en La Matanza (donde el cura Nicolás Tano Angelotti organiza el centro barrial San José), y también trabaja como coordinador de Desarrollo Humano en Cáritas, cuyas oficinas están a dos cuadras de Plaza de Mayo. La experiencia de Pablo –38 años, laico– comenzó también en el centro barrial Hurtado.
“No es un modelo a replicar sino un método a caminar”, explica Pablo, y cita los cuatro principios del bien común de Francisco: 1) el tiempo es superior al espacio; 2) la unidad es superior al conflicto (“al conflicto hay que abrazarlo”, dice Pablo); 3) la realidad prevalece sobre la idea; 4) el todo es más que las partes y la mera suma de las partes. “Esta experiencia vino a dar una respuesta a un dolor concreto –conecta Pablo–. Y cuando respondés a un dolor del pueblo, eso genera esperanza, motiva y organiza”.
Así como la experiencia de Caacupé empujó posibilidades en otros barrios, la primera experiencia grande fuera del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) fue Gualeguaychú, en Entre Ríos. “El problema más fuerte era el alcohol, no el paco. No había villas. Se llamaba a acompañar una comunidad desde ahí y sirvió para que otros se animen a hacer cosas parecidas. Las drogas no son un problema de las grandes ciudades, las ves en comunidades rurales y aborígenes. El alcohol es, sin dudas, el tema de la Argentina. En el fondo de este drama social, la raíz es la orfandad. Gente que está sola en la vida”.
La falta de trabajo, vivienda y perspectivas, sumadas en un escenario de crisis, refuerzan esa soledad. “Ahí se juega el debate de sentido. Todo lo que no sea darle la posibilidad a un pibe de poder tener su terreno es darle el lugar al narco para esa oferta, ya sea de soldadito, vendiendo o escondiendo cosas en tu casa. Con solo guardar un bolso capaz llegás a fin de mes. Sin agua, con basura, sin escuela ni centros culturales, el corrimiento hace que ese Estado paralelo avance. El paco hizo su aparición por los 2000: son 25 años de una degradación. Hay pocos que lo ven como el subsuelo de la patria y desde el campo popular hace falta describir mejor a ese sujeto. No se lo termina de entender. En las universidades no se ve el problema, no te forman para sacar a un pibe del paco. Y tampoco se debate el narcotráfico, porque no garpa, lleva tiempo, no tiene respuestas inmediatas. Si no pensamos en políticas públicas, la única respuesta va a ser Bukele”.
La parroquia San José, donde vive Pablo, queda en Puerta de Hierro, en La Matanza, a 26 kilómetros de Plaza de Mayo. El año pasado, en el polideportivo Papa Francisco, la comunidad organizó una actividad con otro título llano, para evitar palabreríos comunes: “Indefensión de la comunidad ante el narcotráfico”. MU fue uno de los pocos medios que cubrió una jornada donde jueces federales y fiscales bonaerenses escucharon durante horas el pedido de los vecinos del barrio. El 80% del auditorio lo llenaban los jóvenes de los Hogares de Cristo. Hace menos de una década, ese lugar era un basural, la terminal del “tren del paco”, bautizado así por la cercanía a la estación Villegas del ferrocarril Belgrano Sur. Los chicos bajaban corriendo y se paraban delante del tren para impedir que partiera hasta comprar pasta base. Hoy, allí, funciona de todo: comedores, escuelas, institutos de formación, escuelas de música, jardines. Y los hogares.
Rodrigo Ozuna, 38 años, coordina la Casa Enrique Angelelli, nombre del obispo asesinado por la dictadura el 4 de agosto de 1976 en La Rioja. La Casa es uno de los dispositivos del Hogar San José: “Tenemos tres hospitales de campaña (en el barrio, en la ruta 1001 y en el Mercado Central), que son lugares de primer umbral. Cinco granjas. Y alrededor de 52 casas de recuperación. El dispositivo abarca hoy 2.000 personas internadas”.
Casi la mitad vienen de otras provincias. Ese proceso, a su vez, ayuda a formar casas en otros territorios. “Decimos que exportamos jugadores, porque nos piden llevar la experiencia de San José a las provincias”. En agosto viajaron 15 chicos para formar una granja en Posadas (Misiones) y en septiembre inauguran la primera casa en Corrientes capital. Todos son –lo que llaman– acompañantes pares: “El mismo pibe que estuvo tirado en un pasillo, en la calle, que fue a buscar la comida a un comedor, ayuda al que está llegando”.
Explica el trabajo: “Hay 15 días de adaptación al hogar de primer umbral. Son 15 días de un cuerpo que consume todos los días y paró: hay abstinencia, dolores de muela, fiebre, dolores de rodilla. Estabas acostumbrado a anestesiar tu cuerpo y hoy te estás limpiando. Vemos cómo estás, cómo te manejás, y después entrás a un segundo umbral: entre mes y medio y dos meses, enseñamos a tender tu cama, doblar la ropa, lavarla, sentarte a la mañana a leer el Evangelio, hacer tareas diarias. Acá estás empezando el proceso que viniste a buscar. Pero los chicos que llegan al Hospital de Campaña muchas veces están en duda. En ese amague está el acompañamiento, la charla, el explicarle”.
Los hospitales de campaña suelen ser dispositivos en zonas de conflicto o de combate para atender enfermos y heridos. En Puerta de Hierro está en la entrada al barrio, sobre la avenida Crovara, en diagonal a la estación Villegas: “Somos los médicos y los enfermeros que curamos tu corazón. Venís con el corazón herido, con el alma vacía, quebrado mental, física y espiritualmente. Acompañamos y te enseñamos a vivir bien”. Después de estos procesos, explica Rodrigo, llega la granja: “Son cuatro meses. Primer mes: conocerme, ser familia. Segundo mes: empezar a trabajar. Tercero: sanación. Hablar el porqué, el para qué, qué me pasó. Corazón abierto. Cuarto mes: plan de vida”. Las opciones para el después pueden ser devolverle a la parroquia ese acompañamiento o trabajar: “Tenemos cooperativas de trabajo, panificadoras y una casa de comida, para que aprendan a hacer y puedan vender pan, facturas, tortas, tortillas, milanesas”.
Enfrente de la Casa Angelelli está el Hospital de Campaña. Emanuel, 31 años, de Santa Fe, es el que invita a pasar. La vida como viene, en Puerta, es disímil: “Vienen con medicación o, por ahí, les falta alguna parte del cuerpo”. Cristian tiene 42, llegó de Entre Ríos, y es uno de los coordinadores: “Recibimos al pibe por primera vez. La droga te lleva al extremo física y psicológicamente. Te desordena. La familia es lo primero que te quita. Lo último es el amor propio: no te querés bañar ni afeitar, te da lo mismo comer o no. Trabajamos el hecho de ponerte en el lugar del otro, la tolerancia. Acá no pagás nada, ni comida ni contención ni hotel. Es un cuerpo a cuerpo con la persona, levantarlo a la mañana, recuperar vínculos familiares, terminar la escuela. El problema del adicto no es la droga, sino el poder de decisión. La gran batalla es que lleguen a un segundo umbral”.
Qué ve: “La problemática está peor. Los chicos llegan más rotos que antes. No es lo mismo el consumo de ahora: antes íbamos por etapas, pero ahora el pibe se mete directamente a lo más fuerte y eso lo descompagina más rápido. Acá, el paco. En las provincias, la cascarilla: cocinan la cocaína. Pero un año de consumo acá son seis años del interior”.
Un chico escucha. Se llama Dani y dice: “Hay personas que vienen tiradas sin ganas de vivir. Acá ves a los pibes muriéndose. Tomé la decisión de salir. Estuve en la venta. No tuve papá, no tuve mamá y acá encontré el afecto. Me enojaba, porque nunca tuve enseñanza. Consumo desde los 8 años: tengo 36. Y la lucho día a día. La mejor parte es luchar cuerpo a cuerpo con la persona, dar aliento para que vean de dónde salimos y cómo estamos hoy”.
En la cocina del Hospital de Campaña está Vanesa, 42 años, también vecina, que indica los pasos a seguir para sacar el arroz con pollo del día. Ella es la “madraza” del lugar, otra de las figuras de los Hogares: “Una madraza es la que acompaña al chico, la que lo contiene de una semana a 15 o 20 días. Qué necesita de higiene, toallas, ropas. Acompañar una comida, charlas. Aprenden a cocinar. Compartimos cumpleaños. Jugamos. Es mimarlo”.
Hace un año trabaja en el Hospital. Conoció al padre Tano por intermedio de una amiga. Pesaba 44 kilos por una depresión a causa de una situación de violencia con su expareja. Le propuso sumarse. “Me ayudó mucho. Hoy hasta puedo viajar”, dice. Sobre los chicos: “Tocan fondo demasiado rápido, pero me alegro cuando los veo hacer sus caminos”.
Al contar su trabajo diario, Vanesa sonríe: “Hoy me siento bien”.
La narcoestructura
Hay quienes se tuvieron que ir de sus barrios porque balearon al hijo del transa. Hay quienes fueron transas. Los que cuentan de autos caros que se acercan al barrio para pagar alguna pierna quebrada o casa incendiada. Los que perdieron a sus hermanos atropellados por estar robando en la ruta. Los lastimados por sus madres en el ojo con una botella cortada a los cuatro años. Los abandonados por sus padres. Los que identifican a la policía devolviendo al territorio la droga decomisada en un operativo. Hay dolor y hay violencia.
La vida, como viene, es tan real como tremenda.
“El objetivo es la vida del chico. No importa lo que hiciste”, dice Rodrigo. Frente al corrimiento del Estado y lo narco que avanza, los pibes explican que el narco no te da trabajo, sino que vendas para él, que no es lo mismo: una relación de esclavitud. ¿El abordaje es el mismo? “Despegar de ese lugar es complicado”, explica Rodrigo. “Hablamos del vínculo. Es ver, llevar un plato de comida, sentarte, charlar, preguntarle si tiene DNI, si quiere tenerlo, si tiene TBC o HIV, si quiere que le digamos a la familia que está acá. Eso puede llevar dos meses, cuatro, hasta que el pibe decide: no quiero más, me voy con ustedes. Ve que no es chamuyo: me llevó al hospital, me trajo alimento, me consiguió el DNI. Es un trabajo suave, tranquilo, no se deja de un día para el otro, porque detrás de eso hay problemas: si el chico que vende debe plata, van a ir a apretar a su familia. En el medio, alguien te dice: ‘Me venís a sacar a mi chico’. No, le estoy proponiendo un estilo de vida distinto. No le digo que se va a hacer rico, sino un cambio de vida. La decisión queda en él”.
En San Cayetano se dijo claro: el desfinanciamiento a comedores, el recorte de programas sociales o la parálisis de obras de integración sociourbana permiten el avance de una narcoestructura. Si la política se sentara en serio a tener que pensar una estrategia del problema, desde la experiencia concreta, ¿qué sumarías a pensar?
Empecé a consumir a los 9 años. Tengo 38. Pasaron muchos gobiernos y todos dijeron lo mismo: vamos a luchar contra el narcotráfico. Algunos lucharon más, otros menos, otros no luchan, pero seguimos en el mismo rol: no luchemos contra, luchemos para que el narco no mate a los pibes. Una política para que los chicos no duerman en la calle, no tengan frío y no se mojen. Otra para que tengan un comedor todos los días. Otra para que tengan un espacio donde se puedan bañar. El narco, el que trae la droga, no va a cambiar: si no la hace uno, la hace el otro. Mi lucha diaria es con el pibe para el pibe, antes de poner una política de Estado que busque al que trae y distribuye. Detrás de esa distribución hay vidas, chicos que eligen eso porque están desordenados. Cuando anuncian el decomiso de 50 kilos de cocaína agarran al gil. ¿Y el narco? No sabemos. Pero sí al gil. Me incluyo, porque en algún momento lo hice, pero el pibe no lo hace para comprar un plato de comida al hijo, o un kilo de arroz. El pibe hace eso para seguir consumiendo. Pagan consumo con consumo.
A Rodrigo le dicen Gualeguay. Un día, caminando por la costanera de Gualeguaychú, el padre Tano lo vio consumiendo, debajo de una escalera. “Bajó, me preguntó cuántos años tenía y si me podía abrazar. Sí, padre, le dije. Me dijo: ‘Hay una familia que te quiere abrazar todos los días como te abrazo yo’. Lo saludé, seguí consumiendo y volví a mi casa. Estaba en pleno consumo, en un pozo. Tenía una depresión”.
Al día siguiente, le preguntó a un cura si tenía el número del Tano y lo llamó. El Tano le dijo que lo esperaba en San José, en La Matanza. “En Gualeguaychú era un problema. Peleaba, no me querían. Y cuando llegué al Hogar el padre me enseñó que si yo era el problema, para el Hogar era una solución, porque mi vida era una solución para ayudar a otro”.
El día que hizo ese viaje fue el 26 de abril de 2018.
Desde entonces Rodrigo dice que tiene dos fechas de cumpleaños.
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Cecilia Basaldúa: el cuerpo desaparecido

Daniel y Susana denunciaron que desapareció el cuerpo de su hija, Cecilia Basaldúa, que reclamaban para realizar nuevas pericias. La historia de lo ocurrido y el rol de la fiscal de Córdoba Paula Kelm “que hizo todo lo posible para que los asesinos de Cecilia sigan hoy libres e impunes”.
Por Claudia Acuña
El 7 de noviembre Cecilia Basaldúa hubiese cumplido 42 años y no hay festejo porque no hay Cecilia: la desaparecieron, violaron y mataron en abril del año 2020, en Capilla del Monte y en pleno aislamiento por la pandemia de Covid. Su familia, como cada año, reunió amistades y familiares de otras víctimas de femicidios territoriales –el padre de Natalia Melman, el hermano de Laura Iglesias– en el mural que la recuerda en su barrio de Belgrano. Fue ese el marco elegido por Daniel y Susana, los padres de Cecilia, para compartir lo que significa buscar justicia para este tipo de crímenes. Con la voz partida por el dolor narró cómo fue la última reunión con la nueva fiscal responsable de la investigación: es la cuarta. La primera – Paula Kelm– desvió las pruebas para atrapar a un perejil, que fue liberado en el juicio oral y así la investigación del femicidio de Cecilia volvió en punto cero; el segundo estaba a meses de jubilarse y pidió varias licencias para acortar su salida; el tercero –Nelson Lingua– no aprobó el examen para ocupar el puesto y, finalmente, desde hace pocos meses, llegó ésta –Sabrina Ardiles– quien los recibió junto a dos investigadores judiciales y los abogados de la familia. Antes se habían reunido con el ministro de Justicia de la provincia de Córdoba, Julián López, quien le expresó el apoyo para “cualquier cosa que necesiten”. Fue entonces cuando Daniel y Susana creyeron que había llegado el momento de trasladar el cuerpo de su hija hasta Capital, donde viven y, además, habían logrado conseguir que se realice una pericia clave para la causa y que siempre, en estos cinco años, les negaron. Fue la joven investigadora judicial quien soltó la noticia: el cuerpo de Cecilia no está.

Gustavo Melmann, que sigue buscando justicia por su hija Natalia, junto a Daniel Basaldúa y Susana Reyes, los padres de Cecilia.
Según pudo reconstruir la familia después del shock que les produjo la noticia, fue en 2021 –cuando todavía estaban vigentes varias restricciones originadas por la pandemia– cuando el cuerpo fue retirado de la morgue judicial, a pesar de que Daniel y Susana habían presentado un escrito solicitando lo retuvieran allí hasta que se realicen las pruebas por ellos requeridas. La fiscal Kelm no respondió a ese pedido ni notificó a la familia de lo que luego ordenó: retirar el cuerpo de la morgue y enterrarlo.
¿Dónde? La familia está ahora esperando una respuesta formal y sospechando que deberán hacer luego las pruebas necesarias para probar la identidad, pero no dudan al afirmar que con esta medida han desaparecido el cuerpo de su hija durante varios años y definitivamente las pruebas que podía aportar su análisis.
A su lado está Gustavo Melmann, en el padre de Natalia, asesinada en 4 de febrero de 2001 en Miramar, quien desde entonces está esperando que el Poder Judicial realice el análisis de ADN del principal sospechoso de su crimen: un policía local. Por el femicidio de Natalia fueron condenados a prisión perpetua otros tres efectivos policiales. Uno ya goza de prisión domiciliaria. Falta el cuarto, el del rango más alto.
Melmann cuenta que se enteró de la desaparición de Cecilia Basaldúa por su sobrina, quien había ido al secundario con ella. “Fue el primero que nos llamó”, recuerda Daniel. También rememora que no entendió por qué le ofrecía conseguir urgente a un abogado “si yo la estaba buscando viva. Hoy me doy cuenta de mi ingenuidad”.
El silencio entre quienes los rodean es un grito de impotencia.
Daniel y Susana lo sienten y responden: “Nosotros no vamos a parar. Nada nos va a detener. Ningún golpe, por más artero que sea, va a impedir que sigamos exigiendo justicia. Elegimos contar esto hoy, rodeados de la familia y los amigos, porque son ustedes quienes nos dan fuerza. Que estén hoy acá, con nosotros, es lo que nos ayuda a no parar hasta ver a los responsables presos, y esto incluye a la fiscal Kelm, que hizo todo lo posible para que los asesinos de Cecilia sigan hoy libres e impunes”.

Los padres y hermanos de Cecilia, junto al mural que la recuerda en el barrio de Belgrano.
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Femicidios, cifras y vidas: lo que Bullrich oculta

Por el Observatorio de violencia patriarcal Lucía Pérez
Todas las administraciones del Estado se han adjudicado falsamente la baja de femicidios y la ministra de Seguridad Patricia Bullrich acaba de rendirle tributo a esta tradición. Pero las cifras del Observatorio Lucía Pérez, construidas a partir de casos judiciales, denuncias y relevamientos provinciales, demuestran una realidad diferente.
Antes de los números, una aclaración: el 2023 fue el primer año en que el Estado nacional publicó estadísticas criminales sin clasificar. Lo hizo con un archivo Excel desordenado que abarcaba una década, sin distinguir delitos ni consolidar provincias. Algunas jurisdicciones directamente no informaron datos en categorías sensibles, como violaciones. Así, la ciudadanía no puede verificar ni auditar los números oficiales.
En ese vacío, las declaraciones de Bullrich remiten a una lógica conocida: la de la inflación. Como con los precios, la diferencia entre los números oficiales y la vida real se amplía cuando se manipula o se oculta información.
Por eso, este Observatorio público y autogestionado carga 12 padrones de manera diaria. Para realizar un seguimiento estructural de la violencia machista, y también para controlar el rol del Estado.
A diferencia de los 178 registrados que mencionó la ministra, el Observatorio Lucía Pérez contabiliza 217 femicidios y travesticidios en lo que va del 2025. Estos son las cifras que pueden verse y verificarse, ya que el OLP es un padrón público:

Otro dato que se oculta es el que representan los femicidios cometidos y sufridos por integrantes de fuerzas de seguridad, que están bajo la responsabilidad de la ministra.
En 2025, el primer femicidio del año fue el de una mujer policía asesinada con su arma reglamentaria (Guadalupe Mena). Y el último, ocurrido apenas el 26, también: Daiana Raquel Da Rosa.
Si bien existen medidas para en estos casos limitar su acceso por parte de los uniformados por “representar un riesgo inminente para la víctima”, como indica la resolución 471/2020 del Ministerio de Seguridad de la Nación, los datos muestran que esto no siempre se cumple. Según el relevamiento de funcionarios denunciados por violencia de género del Observatorio Lucía Pérez, 71 de ellos pertenecen a las fuerzas de seguridad. Es decir que muy probamente porten armas.
Armas reglamentarias, vínculos jerárquicos y falta de sanción disciplinaria conforman una trama donde la violencia institucional se reproduce dentro y fuera de las comisarías. ¿Y Bullrich?
Más preguntas que emergen: ¿cómo se mide el porcentaje de crueldad? Los “narcofemicidios” de Lara, Brenda y Morena muestran una violencia cada vez más planificada y asociada a redes delictivas con complicidad del Estado.
Otra cifra invisibilizada en este crimen social que es un femicidio es la de las infancias huérfanas. En lo que va de 2025, el Observatorio registra 139 infancias huérfanas por femicidios. En todo 2024 fueron 173. Y detrás de cada una hay un Estado que sigue sin garantizar la Ley Brisa, que establece una reparación económica y acompañamiento a hijas e hijos de víctimas de femicidio.
Mientras la violencia machista sigue cobrando vidas, multiplicando huérfanos y exponiendo la precariedad institucional, el Estado tergiversa y oculta.
La pregunta es: ¿por qué?
#NiUnaMás
Un mes sin Brenda, Lara y Morena: lo que se sabe de la trama narcofemicida

Este lunes se está cumpliendo un mes del triple narcofemicidio. La causa que investiga el asesinato de Brenda (20), Morena (20) y Lara (15) tiene nueve personas detenidas y tres prófugas. Una de ellas es Alex Ydone Castillo, acusado de ser el dueño de los 30 kilos de cocaína que habrían sido robados, posible móvil de los brutales asesinatos.
Lo increíble: Castillo estaba preso pero fue excarcelado “por razones humanitarias” durante la pandemia del coronavirus, según lo reveló el periodista de Infobae Federico Fahsbender. En su artículo se detalla que Ydone Castillo había sido detenido en Argentina por una circular roja de Interpol –emitida desde Perú, su país de origen– por “un movimiento de 51 kilos de cocaína”. Fue la Sala II de Casación la que lo excarceló. Desde que quedó en libertad, el gobierno peruano tampoco envió en los plazos pertinentes el pedido formal de extradición. Y siguió libre.
Los otros dos prófugos de la causa del triple narcofemicidio son David González Huamani (“El loco David” o “El Tarta”, por tartamudo) y Manuel Valverde, tío de Tony Janzen Valverde, alias “Pequeño J”, que está detenido en Perú a la espera de un juicio de extradición.
Los narcos robados
A Huamani, Celeste Magalí Guerrero (una de las detenidas que mayor información aportó) lo reconoció dentro de su casa del barrio Villa Vatteone. Fue una de las personas reconocida por tener guantes de látex. Huamani también aparece en la declaración de Víctor Sotacuro, detenido en Villazón, frontera con Bolivia, acusado de manejar el auto de apoyo a la Chevrolet Tracker blanca que levantó a las chicas en las calles de Ciudad Evita el 19 de septiembre. Sotacuro dijo que fue Huamani quien lo contrató para hacer los viajes de esa noche y que le pidió que le llevara ropa para cambiarse. Sotacuro declaró que lo fue a buscar a Varela y lo llevó hasta la 1-11-14, en el Bajo Flores, y dijo que Huamani estaba sucio de barro, al igual que otros dos hombres que se subieron a su auto. La mamá de Morena lo señaló como el que maneja la droga en Las Antenas, un barrio de Lomas del Mirador, y en la Palito, en San Justo, dos localidades de La Matanza.
Según una de las hipótesis de la investigación, los prófugos Castillo, Huamani y Valverde integran la organización cuya droga había sido robada. Sobre ellos pesan órdenes de captura internacional. Esa línea también busca a otros tres sospechosos, todavía no identificados, pero que en el expediente aparecen como “NN Paco”, “NN Nero”, y el “canoso de la Glock”, en referencia al arma que llevaba un hombre que Guerrero ubicó en su casa, bajándose de la camioneta con Pequeño J, en las calles Río Samborombón y Chañar.
Quiénes están en prisión
Hasta el momento las nueve personas detenidas son:
- Daniela Ibarra (19) y Maximiliano Parra (18), quienes encontraron limpiando con lavandina la casa de Varela.
- Celeste Magalí Guerrero (28) que alquilaba la casa. Su declaración aportó múltiples detalles que la justicia debe corroborar. Por un lado, explicó la estructura del clan, con jerarquías divididas en “Abuelos”, “Papás”, “Tíos”, “Pequeños” y “Mulos”, según el orden de importancia en la organización. Según su declaración, Pequeño J, que era presentado como el líder de una banda narco transnacional, en realidad tenía un rol menor, aunque lo ubicó en la escena del crimen. También declaró cómo esa noche fueron a comprar artículos de limpieza y bidones de nafta.
- Miguel Villanueva Silva (25), pareja de Guerrero. A ambos los detuvieron en un hotel alojamiento. Ella declaró que, al llegar a la casa de madrugada, lo vio con la mano ensangrentada y, según dijo, le confesó que había matado a una de las chicas al intentar escaparse. Un kiosquero del barrio de Florencio Varela dijo que Silva había ido a comprar con otro chico y que le dejó una mancha de sangre en la reja del comercio, que su mujer terminó limpiando.
- Ariel Giménez (29), uno de los acusados de cavar la fosa en la casa.
- Víctor Lázaro Sotacuro (41). Al principio se creía que solo era remisero pero, según Guerrero, tiene un lugar importante en la estructura. El hombre declaró que nunca estuvo en la escena, que no era el dueño de la droga robada, que tampoco era el jefe de la banda y que su apodo no era “El Duro”, como había dicho Guerrero. De todas formas, según La Nación, Sotacuro pagaba las cocheras en las que se estacionaban los cuatro vehículos de la banda: la Chevrolet Tracker blanca (que fue incendiada), el Volkswagen Fox blanco que manejó, un Renault 19 gris y un Chevrolet Cruze negro. Sus abogados pidieron un careo con Guerrero por supuestas “contradicciones”.
- Florencia Ibáñez (30), sobrina de Sotacuro, acompañante en el Volkswagen Fox, fue detenida luego de salir de los estudios de A24, donde defendió a su tío y dijo que habían pasado por el recorrido de la Tracker de casualidad. El fiscal Arribas dijo que Ibáñez reconoció que el móvil de los femicidios había sido un robo de un cargamento de droga que pertenecía a su pareja, el prófugo Alex Ydone Castillo.
- Tony Janzen Valverde, alias “Pequeño J”, 20 años. Guerrero lo ubicó en su casa con Sotacuro y el “canoso de la Glock”. También dijo que Pequeño J había llamado a Villanueva para pedirle la casa para una fiesta. Está detenido en el penal de Cañete, en Perú, a la espera de la extradición. La declaración de Guerrero lo rebajó en la estructura: hoy está acusado de organizar dealers. Según la investigación, el abuelo y el papá de Valverde también se dedicaban al negocio narco. Su padre fue asesinado. Una cámara de seguridad ubicó a “Pequeño J” el 6 de septiembre a la salida de un pool de Flores con Lara y otra joven.
- Matías Ozorio (28), ladero de Pequeño J. Su historia es increíble y grafica una época: el periodista Carlos Burgueño contó que el joven tenía un trabajo en relación de dependencia en el Hospital Italiano –obra social, aportes, vacaciones, aguinaldo–, lugar del que se hizo echar, según sus familiares, para cobrar una indemnización que invirtió en el mundo cripto. Entre sus apuestas estuvo $Libra, bendecida por el presidente Javier Milei, cuyo desplome hizo a Ozorio perder todo y pedir un préstamo a un transa. Ya no se despegó de lo narco. Según Guerrero, fue una de las tres personas que cavó los pozos en la casa de Varela. Como Pequeño J, fue detenido en Perú. Guerrero también declaró que Ozorio le traía cocaína en 100 o 120 envoltorios que ella vendía a un valor de $10.000 cada uno.
Vínculo de confianza
Según publicó La Nación, el fiscal Carlos Arribas describió: “Tras producirse la referida sustracción cuyos autores fueran presumiblemente allegados o conocidos las víctimas, fue que mediante maniobras de engaño, y ardides y aprovechándose de su especial condición de vulnerabilidad, integrantes de la organización mencionada precedentemente, en su mayoría de sexo masculino, lograron establecer un vínculo de confianza con las tres jóvenes, por lo que el 19 de septiembre de 2025, a las 21.29, consiguieron las jóvenes abordaran una Chevrolet Tracker blanca con dominio que había sido robado, en la que viajaban al menos tres personas. El vehículo contaba con el apoyo de un Volkswagen Fox blanco en el que circulaban al menos otras dos personas de la organización y de Chevrolet Cruze negro”.
Según las publicaciones, todavía no está claro quiénes integran el grupo que habría robado el cargamento de cocaína. Pero la descripción de la estructura hace presumir que la causa está próxima a pasar a la órbita de la Justicia Federal.
Ya pasó un mes.
Las familias de Brenda, Lara y Morena siguen exigiendo justicia.

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