#NiUnaMás
Mujeres del oeste: Feminismo de barrio
Desde hace 20 años libran la batalla contra la violencia machista en el conurbano. Qué ven desde esa trinchera: los cambios, las necesidades y las estrategias sociales creadas para dar respuesta a pesar de la indiferencia estatal. Por Anabella Arrascaeta.
Los cuerpos están transpirados, la sensación térmica superó ampliamente los 40 grados y aunque las suelas queman sobre el asfalto cuatro mujeres caminan para recibir a otras mujeres. Son integrantes de Mujeres al Oeste, una organización feminista del oeste del conurbano bonaerense que en el primer piso de la Sociedad de Fomento La Salita, en Castelar, todos los miércoles se sientan a escuchar.
Mujeres escuchando a mujeres.
La semilla de Mujeres al Oeste fue, en 1995, el programa de radio Aquelarre al Oeste, en una FM comunitaria del gran Buenos Aires. Durante siete temporadas se sostuvieron frente al micrófono hasta que en el año 2002 la época las empujó a asumir la necesidad de expandirse hacia un espacio físico propio. Abrieron las puertas en Morón y así las sostuvieron hasta diciembre del año pasado. En momentos en que el encuentro es más urgente y vital el actual panorama económico no les permitió renovar el alquiler, y el año que acaba de arrancar las vuelve a poner, como ellas mismas relatan en un folleto, a la intemperie.
Así están ahora estas mujeres del oeste: como todas, en la calle.
Escuchar la violencia
Mujeres al Oeste desde hace más de veinte años trabaja fundamentalmente sobre tres ejes muy concretos
Salud sexual y reproductiva: incluye una militancia incansable por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito. Zulema Palma, médica especialista en ginecología e integrante de Mujeres al Oeste, definió cómo trabajan en una entrevista con MU: “En la formación médica en las universidades, de grado y postgrado, falta todo lo que tiene que ver con violencia contra las mujeres, con sexualidades y con derechos. Una de las claves es cómo trabajamos con los médicos y médicas para que se relacionen con el aborto desde otro lugar que no sea la moral: comprender cómo se forman, cómo se deforman, cómo se rehabilitan y cómo cumplen con sus obligaciones a conciencia. Los médicos no toman el aborto como un problema de salud. Lo juzgan moralmente, desde una perspectiva estrecha y muy personal. Enseguida hablan de objeción de conciencia, cuando muchas veces no lo es. Me han dicho: ´No estoy de acuerdo con el aborto porque no estoy de acuerdo con que las mujeres aborten´. Eso no es objeción de conciencia: ese es un argumento político. Eso es decir: ´Yo tengo el conocimiento, pero como no quiero que las mujeres aborten, si tuviste una complicación no te atiendo´.”
Atención y prevención de la violencia contra las mujeres: espacio que Adelina, trabajadora social que desde hace un año integra la organización, define como el área de “interacción y llegada constante a la comunidad, el servicio directo que prestamos”. En ese contacto hay mujeres formadas en diversas disciplinas como médicas, psicólogas sociales, abogadas y trabajadoras sociales, entre otras, que tienen la “convicción de que las mujeres que sufren violencia en su vida cotidiana precisan de un espacio y un tiempo donde, con respeto y sin juzgarlas, se las acompañe en la tarea de reconstruir su autoestima, su salud física y emocional y sus derechos como personas”, explica uno de los folletos del espacio.
Aprendieron así qué pueden garantizar como organización y qué no: por eso deciden no trabajar en la emergencia. Si reciben un llamado telefónico de una mujer en situación de emergencia le pasan la información y recursos que comprueban disponibles e intermedian la derivación a otros espacios. “Pero en general las que llegan al llamado telefónico son mujeres que comienzan a tener un registro de la situación que viven”, explica Cristina, psicóloga social que junto a otras compañeras se encarga de recibir a las mujeres en un primer encuentro que se coordina después de la llamada. “Lo que hacemos es, a través del relato de la mujer que viene a solicitar contención e información, es ir desarmando estereotipos”. ¿Qué estereotipos? “Los estereotipos del patriarcado que dicen que el violento es violento porque se droga, porque es alcohólico, porque está enfermo, porque sufrió violencia. Los vamos desarmando porque en realidad son justificaciones: el único responsable de la violencia es el agresor que la ejerce”.
Mitos y realidades
En el primer piso de La Salita de Castelar, sobre la mesa y junto al mate, hay un tríptico de papel que anuncia: Mitos y realidades sobre la violencia contra las mujeres. Es una de las herramientas que elaboraron en base a la experiencia de todos estos años de trabajo acumulado y que reparten en escuelas, organizaciones sociales y centros vecinales donde ofrecen charlas y talleres. Son aportes para desnaturalizar la violencia que señalan, por ejemplo:
Mito: La violencia contra las mujeres, cuando sucede al interior de la familia, es un problema de ámbito privado, y por ende, nadie debe meterse.
Realidad: Considerar la vida familiar como “ámbito privado” invisibiliza la magnitud del problema y perpetua la violencia. Las mujeres maltratadas sienten que traicionan a su pareja y a su “familia” cuando cuentan a alguien lo que les pasa o cuando piden ayuda, porque hacen público lo que consideran privado. Por otro lado, reducir la violencia contra las mujeres al ámbito privado impide que la sociedad en su conjunto se haga cargo del problema.
Mito: Los casos de violencia contra las mujeres al interior de la familia no representan un problema de gran magnitud.
Realidad: En Argentina en 1 de cada 5 parejas hay violencia. En el 42% de los casos de mujeres asesinadas, el crimen lo realiza su pareja. El 37% de las mujeres golpeadas por sus esposos lleva 20 años o más soportando abusos de este tipo. Según datos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires el 54% de las mujeres golpeadas son agredidas por sus maridos o parejas. El 30% denuncia que el maltrato se prolongó más de 11 años. Si bien estas son cifras contundentes, representan solo la punta del iceberg.
Mito: La violencia contra las mujeres es un problema de las clases sociales más pobres.
Realidad: Según datos oficiales de la Dirección de Políticas de Género de la Provincia de Buenos Aires un 70% de las denuncias recibidas por violencia familiar son de clase media.
Mito: Las mujeres golpeadas se quedan porque les gusta que les peguen.
Realidad: A ninguna mujer le gusta ser golpeada ni humillada. Esta es una interpretación simplista, propia de una sociedad patriarcal y machista que considera a las mujeres “culpables de todo lo que les pasa”.
Mito: Los hombres violentos son enfermos o adictos y por eso golpean a las mujeres.
Realidad: Tratar a los violentos como enfermos justifica su violencia, principalmente cuando el problema llega a la justicia. Golpear es un delito que tiene un responsable: el golpeador.
Mito: Las mujeres son maltratadas y/o golpeadas porque se lo merecen.
Realidad: Nadie tiene derecho a ejercer violencia sobre otra persona. Pensar que las mujeres “merecen” el maltrato y/o los golpes es culparlas por la violencia que sufren. Este es el argumento que utilizan los victimarios para justificar su violencia, de tal manera que las victimas sientan que hicieron algo que los “provocó”. Repetirlo socialmente es una forma de trasladar la culpa del victimario a la víctima, impidiendo que ésa última reconozca la violencia que padece.
Lo que se ve cuando se mira
¿Qué se ve cuando analizan las entrevistas con víctimas de violencia que mantuvieron en los últimos años? Cristina aporta: “Pudimos ver que la violencia se está dando en parejas con menos años de convivencia. La mujer lo detecta antes. Ya no vemos esos casos de 10, 15 años de padecer violencia, son muy pocos. Las que más nos consultan son mujeres jóvenes, con hijos pequeños”.
Adelina suma: “La parte negativa de ese indicador es la intensidad: los ciclos de la violencia suelen ser más cortos, más breves, entonces la intensidad de la agresión tiende a acumularse más rápido, por ahí se llega a escalas mucho más violentas en menos tiempo. El ciclo se da más acelerado y por eso mismo la mujer lo detecta más rápido”.
Otro foco en el que ponen la mirada es en las adolescentes. Cristina: “Vemos mucho el tema de la violencia informática, en las redes sociales, hackear cuentas, el escrache, formas de hostigamiento, de amenaza. También mucho noviazgo violento en la adolescencia”.
Adelina analiza: “La lógica del violento sigue siendo la misma; hay un trabajo muy minucioso en la denigración de la mujer, en aislarla. Va destrozando poco a poco lo que es la autonomía y la autoestima de la mujer. Ese es el objetivo. Todo lo que va apareciendo en el camino son medios para alcanzar ese objetivo y las redes sociales resultan ser un medio bastante viable para la reproducción y efectos que quieren lograr”.
Cristina advierte otra arista para mirar: “El violento, a medida que la mujer va teniendo estrategias para salir de esa violencia, lo que hace es generar nuevas formas cada vez más violentas. Ahora, por ejemplo, el homicidio es vinculado, mata al entorno familiar, es lo que empezamos a ver como nuevo. Esa es la respuesta del patriarcado”.
Graciela explica: “Vemos que con esta impunidad que tienen no les importa ni la perimetral ni nada. Hemos escuchado mensajes que le dicen: ‘Sabés que me importa tres carajos que tengas la perimetral’. Por otro lado vemos lo que llamamos depredadores sociales. Se da cuando si en algún punto una mujer pudo, a través de todo su proceso, ponerle un corte, él va a buscar otra mujer y va a seguir en la misma”. Por eso las Mujeres al Oeste creen necesaria la pregunta ¿Qué hacemos con los varones violentos?
Saben que la respuesta es social y por eso trabajan para llevar sus folletos a escuelas y espacios mixtos, del que participan adolescentes varones.
Trabajo fino
Graciela es psicóloga social, desde hace cuatro años integra Mujeres al Oeste y coordina los grupos los miércoles a la tarde en La Salita de Castelar. “Trabajamos los mandatos, los roles, la desnaturalización de la violencia, el poder verse como sujeto porque el violento las puso en un lugar de objetivación, de objeto, a merced de lo que él quería y decía. Si bien no es un grupo terapéutico, todo grupo funciona terapéuticamente en el hecho de poder ver al otro. Como están en distintos procesos hay un juego de identificación. Nuestro rol es ser co-pensantes de ellas: nunca decimos lo que tienen que hacer”.
Lo definen como un espacio de empoderamiento. Cristina agrega desde su experiencia: “Lo que creemos que es un pilar en el espacio grupal es que las mujeres se ven reflejadas en otras. Van viendo los distintos procesos de cada una porque no todas entran al espacio grupal con el mismo proceso. Al escuchar a las demás ven que lo que les pasa a ellas no les pasa a ellas solas. El violento lo que hace, durante mucho tiempo, es intimidarlas, un trabajo muy sutil que corta la capacidad de acción y de pensamiento a las mujeres. Es quitarles toda capacidad de toma de decisiones, más allá de las profesiones y clase social. Es un trabajo muy fino el que hay que ir haciendo para que estas mujeres recuperen su identidad”.
Los grupos, que son abiertos, tienen como objetivo que las mujeres puedan construir un proyecto propio. “Al mejorar su calidad de vida, porque empieza a aparecer la voz de la mujer que estuvo tapada por la voz del violento, empiezan a poder construir un nuevo proyecto de vida, a retomar estudios, actividades, trabajos. Cuando llega ese momento, ellas solas se dan el ´alta´ del espacio grupal: la idea del espacio es esa”
Camino al 8M
Adelina es contundente: “Todas tenemos el trabajo, por más feministas que seamos, de deconstruir, de revisarnos a nosotras mismas y a nuestros propios mandatos. Cada una tiene que hacerlo a nivel individual y también a nivel grupal, por eso nos juntamos en organizaciones como la nuestra”
Graciela remarca el termómetro de realidad que se tiene desde la geografía femenina: “Nos hicieron creer eso del sexo débil, pero en estos momentos demostramos que somos más fuertes que nunca. Tenemos muchos ejemplos históricos que demuestran que en las mayores crisis hemos tenido que salir, empezando por las Madres y las Abuelas. Creo que de alguna manera somos portavoz de la realidad”.
Como síntesis, deja en claro: “Si hay que decir que estamos en contra de algo es en contra de la cultura patriarcal”
La noticia esperanzadora es que algo nuevo está naciendo. “Lo personal es político se está haciendo carne. Lo estamos pudiendo poner en el escenario público”, dice Adelina.
Hacia las calles y desde el oeste del conurbano así van al 8 de marzo.
#NiUnaMás
Lara, Brenda, Morena: Las velas del silencio

La marcha en La Matanza, a dos semanas del triple narcofemicidio.
Por Lucas Pedulla
Fotos: Juan Valeiro/lavaca.org
En silencio.
La marcha empieza 21:29, horario en el que las chicas se subieron, hace dos semanas, a la camioneta Chevrolet Tracker blanca. Para quienes no conocen este lugar –rotonda de La Tablada, cruce de Camino de Cintura y avenida Crovara, La Matanza–, el silencio que acompaña la movilización de las familias de Brenda del Castillo, Morena Verdi y Lara Gutiérrez no se termina de dimensionar.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
El perímetro está cortado desde muy temprano por la policía bonaerense y apenas algunas motos del barrio o ambulancias urgentes pasan por una intersección que, en un día común, es puro bocinazo, ruido y tránsito sin parar.
Así, en silencio, esta marcha grita que hace dos semanas ya no hay ningún día común.
“El barrio está de luto”, dice Brian, un joven muy dulce que acompaña a la familia de Morena. “Antes se escuchaba música, había fiesta, baile. Ahora, nada”.
Eric, de 28 años, al lado de la familia de Brenda: “El barrio está triste”.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
Las chicas que acompañan a Estela, mamá de Lara Gutiérrez, mueven la cabeza de un lado a otro: “Queremos justicia”, dicen. No quieren decir más. ¿Hay algo más?
De a poco, desde los monoblocks que custodian esta rotonda bajo la mirada de murales del Papa Francisco y Diego Maradona, los vecinos fueron llegando. Algunos volvían de trabajar, otros se sumaban después de cenar. Hay jubiladas, adolescentes y muchos niños y niñas que sostienen velas en cuellos de botellas de plástico. Sabrina, la mamá de Morena, marcha mirando el frente. Paula, mamá de Brenda, lleva en brazos a su nieto de un año. Hay mucho dolor, y son los niños los que marcan con una mirada de fuego una fotografía fuera de lugar, una cámara que parece no respetar este duelo.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
En silencio, nadie habla.
Solo los pasos en una ronda a la rotonda en sentido inverso a las agujas del reloj, como las Madres en Plaza de Mayo, o los jubilados en el Congreso.
Quizá de manera inconsciente, sin saberlo, en este gesto las familias respondan una pregunta innecesaria que circula en algunos colectivos que se desvían de recorrido por el corte: “¿Por qué marchan si hay detenidos?”. Precisamente, porque el nunca más se sostiene en movimiento, como una forma de gritarle a la agenda política y social que este horror no tiene justicia.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
En silencio, la ronda termina.
Las familias se reúnen y sacan bengalas y globos blancos que todo este barrio que marcha estuvo inflando durante la tarde. “Ahora”, ordena Sabrina, y los globos se sueltan.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
Las bengalas se encienden.
Las familias se abrazan, se descargan.
Y un nene, que no llega a los diez años, dice lo único que hay que decir: “Justicia”.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
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La sociedad contra el narco: cómo se organizan los barrios
Cómo enfrentan el avance narco dos centros barriales de la Villa 21/24 (CABA) y Puerta de Hierro (La Matanza) que reciben a jóvenes adictos. Lo que cuentan esos jóvenes: la realidad del barrio, los transas, los efectos de la crisis, las cosas que logran transformar vidas. Lo que se puede cambiar y lo que no en esta investigación que compartimos: La vida como viene, publicada en la revista MU.
Por Lucas Pedulla
Fotos: Juan Valeiro
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Femicidios territoriales: las tramas de la violencia

Lo narco, la violencia, los femicidios. Un tema que acaba de provocar el horror a partir tres crímenes: Lara Gutiérrez, 15 años, Brenda del Castillo, 20 años y Morena Verdi, 20 años. El Observatorio Lucía Pérez y la Cooperativa lavaca vienen siguiendo e investigando desde hace años esta realidad. Ese trabajo se plasma en un libro que ya está en imprenta: Femicidios, narcotráfico y Estado, del cual adelantamos aquí el prólogo. El concepto femicidios territoriales abarca a aquellos que no se ajustan a los modelos tradicionales de la teoría de género y que no hablan de vínculos de pareja e intimidad, sino de tramas de narcocriminalidad e impunidad territorializadas, con participación de agentes estatales, tales como policías, agentes penitenciarios y fiscales. La definición de lo «narco», el sentido y el contenido del territorio y sus tramas de relaciones, el poder. Y los cuerpos que narran una historia personal y colectiva, que debemos comprender para trazar una radiografía de época.
por Claudia Acuña, Florencia Paz Landeira y Anabella Arrascaeta
Desde el Observatorio Lucía Pérez registramos e interrogamos todos los días las cifras de la violencia patriarcal. Desde ese ejercicio cotidiano sostenido durante ya doce años proponemos la categoría de “femicidios territoriales” para intentar comprender la singularidad de crímenes como los de Lucía Pérez, Melina Romero, Iara Rueda, Luna Ortiz o Araceli Fulles, por citar solo algunos casos paradigmáticos. Se trata de femicidios que no se ajustan a los modelos epistémicos tradicionales de la teoría de género y que no hablan de vínculos de pareja e intimidad, sino de tramas de narcocriminalidad e impunidad territorializadas, con participación de agentes estatales, tales como policías, agentes penitenciarios y fiscales. Participación activa, en tanto que genera condiciones de posibilidad para estas muertes en esos territorios; y también participación concreta, al garantizar y perpetuar la impunidad de esos femicidios, falseando pruebas y entorpeciendo procesos judiciales. Marta Montero, madre de Lucía Pérez, prefiere llamarlos “narcofemicidios”. Sumamos a este concepto la referencia al territorio porque quizá nos permita enfocar los factores que los producen: los narco-femicidios se originan en narco-territorios concretos en los cuales la actividad delictiva ya cuenta con impunidad estatal.
En primer lugar es necesario definir a qué denominamos “narco”:
- Narco es un término que hace referencia a una actividad criminal que se lleva a cabo “con la participación ilícita de actores del Estado2. “
- Lo narco opera a través de una necromáquina cuya tarea es acallar, atemorizar y doblegar resistencias hasta esclavizar las fuerzas de producción necesarias para extraer capital de todo lo vivo: cuerpos, territorios, medio ambiente, datos.3
- Lo narco produce una forma característica de femicidio porque le otorga a ese crimen un significado político y cultural. En palabras de Reguillo, “mata dos veces: la del asesinato y la de tu muerte convertida en dato”. Tal como define la filósofa italiana Adriana Cavarero cuando traza una relación entre el genocidio del Holocausto y estos crímenes, en ambos casos se trata de “una violencia que no se contenta con matar porque sería demasiado poco: al destruir el cuerpo singular constituye el acto del fin no de la vida, sino de la condición humana”.
Lo narco gobierna territorios azotados por las políticas neoliberales que durante décadas destruyeron tanto puestos de trabajo como instituciones estatales que debían contener y reparar las consecuencias.
Estas características unen la postal de San Martín, en la provincia de Buenos Aires, con la de Palpalá, en Jujuy, escenas del crimen de los femicidios de Araceli Fulles y Iara Rueda. Dominan también puertos como los de Mar del Plata y Rosario, ciudades hermanadas por los nombres de Lucía Pérez y cada una de las mujeres masacradas en balaceras. Pero son solo aquellos femicidios que con gran esfuerzo de sus familias y su comunidad han logrado trascender con nombre y rostro la opacidad que caracteriza toda narco- actividad – desde la venta de sustancias hasta sus crímenes y fundamentalmente, sus activos financieros y redes políticas- lo que nos ha obligado a fijar la mirada en esos territorios.
¿Qué vimos?
En San Martín vimos que Araceli Fulles, de 22 años, estuvo venticinco días desparecida sin que ninguno de los rastrillajes organizados por la policía la encontraran. Su cuerpo fue hallado finalmente por su hermano el 27 de abril de 2017, enterrado debajo de la cama del sospechoso, Darío Badaracco, quien justo en ese momento estaba declarando ante la fiscal, que lo dejó ir. El hombre fue detenido en otro barrio de la periferia dos días después y gracias a que una mujer paraguaya, embarazada y en ojotas, lo corrió y entregó a los gendarmes que militarizaban el barrio. Tiempo después ese único detenido fue asesinado: le hicieron tragar agua hirviendo en la prisión de Sierra Chica, en la que el Servicio Penitenciario tenía a cargo su custodia hasta el juicio. Finalmente, en un tribunal rodeado por miles de personas que clamaban “Justicia por Araceli”, los autores materiales del femicidio fueron condenados a prisión perpetua, pero en enero de 2024 la Sala I del Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires absolvió a Marcelo Ezequiel Escobedo, Hugo Martín Cabañas y Carlos Damián Cassalz, quienes habían sido condenados el 4 de noviembre de 2021 por el Tribunal Oral en lo Criminal (TOC) 3 de San Martín. Los jueces Daniel Carral, Victor Violini y Ricardo Maidana ordenaron su inmediata liberación, cuestionando el accionar del perito Marcos Herrera, quien había ofrecido gratuitamente sus servicios a la familia de Araceli en aquellos desesperados días de búsqueda. Los magistrados en su fallo ordenaron que la Fiscalía General de San Martín investigue su actuación en esta causa, ante la posible comisión de un delito de acción pública, y solicitaron al presidente de la Suprema Corte de Justicia bonaerense y a la Procuración General que “se evalúe la posibilidad de establecer protocolos de actuación en materia de rastros odoríficos, así como en la acreditación de las certificaciones y habilitaciones”. La posible actuación dolosa de este perito dejaba, así, inválida la sentencia. La familia apeló el fallo y hasta hoy la Corte Suprema de Justicia de la Nación adeuda una respuesta. En tanto, los imputados están en libertad.
Por el crimen de Araceli no fueron sometidos a ningún proceso judicial ni el comisario ni los agentes que encubrieron a la banda de narcomenudeo que operaba en el barrio y mató a Araceli. Hubo, sí, varias condenas a autoridades policiales en otros procesos judiciales contemporáneos al que investigó el femicidio de Araceli y que probaron las vinculaciones en ese territorio entre bandas narcos y fuerzas de seguridad. Una de ellas fue en septiembre de 2023, cuando la jueza federal Alicia Vence procesó con prisión preventiva al comisario Osvaldo Javier Calderón y dos oficiales de la Comisaría Primera de San Martín que fueron filmados mientras recibían coimas para liberar a dos integrantes de una banda narco.
Territorios, cuerpos y violencias
Al hablar de territorio nos referimos no solo a la base material y orgánica de los ecosistemas, sino también a la historia y las relaciones que se han entretejido de modo constitutivo. El territorio aparece entonces como una trama de redes de relaciones que, en su dimensión conflictiva y contradictoria, configura experiencias y sujetos singulares marcados por variables procesos de jerarquización y de desigualdad.
Hay en la palabra “territorio” una serie de sentidos contradictorios anudados. Por un lado, en su propio origen etimológico aparece asociada a una voluntad de control y de dominio, en un lenguaje bélico y de conquista. Pero el territorio, en sus usos sociales y locales, también alude al saber de la experiencia, a una relación de alteridad respecto de espacios institucionales y burocratizados. El territorio, en este sentido, puede ser una analogía de la calle o, para decirlo en términos más amplios, del espacio de la vida cotidiana. El territorio también es, en un sentido más literal, la tierra. El cuerpo –nuestro cuerpo– puede ser también vivido e interpelado como territorio, pero no todos los cuerpos se constituyen en territorios en disputa, sino especialmente aquellos cuerpos feminizados, racializados, empobrecidos y marginados. Se va armando así un mapa imaginario de cuerpos y territorios simultánea e inextricablemente sometidos a procesos de desvalorización, violencia y explotación; de despojos múltiples de la vida en todas sus formas.
Pensados los territorios como configurados por relaciones de poder, las desigualdades de género se despliegan y concretan en ellos de un modo fundamental. Desde esta perspectiva, entonces, el territorio aparece como espacio tallado en donde se producen y reproducen desigualdades étnico-raciales, de género, de clase, de edad y deviene, así, un espacio de disputa. Los territorios son campos de fuerza, producto y objeto de disputas, resistencias y dominios. Por lo tanto, están siempre en devenir, nunca acabados, nunca cerrados; contingentes.
¿Es posible trazar una frontera clara y objetiva entre el cuerpo y el territorio? ¿Qué paisaje habita nuestros cuerpos? Al respecto, la filósofa feminista Donna Haraway pregunta provocadoramente por qué nuestros cuerpos deberían terminar en la piel. Los cuerpos están situados e interconectados de forma profunda con la trama de la vida. Pensar en lo viviente desde la interconexión, la interdependencia y la existencia de flujos continuos nos abre la mirada a reconocer patrones comunes que, en nuestro espacio y tiempo, hablan de formas sistemáticas de extracción de valor, despojo y violencia extractivista. Se trata de advertir la concurrencia entre procesos de pobreza y desigualdad, de violencias de género y ambientales, que expresan una lógica depredadora común que exponen cotidiana y persistentemente a las personas, a los territorios y, en última instancia, a la vida.
Hace ya décadas que, desde los feminismos, se han señalado analogías entre la explotación de los territorios desde la lógica de la ganancia capitalista y la explotación de los cuerpos feminizados desde la lógica patriarcal. En este sentido, Vandana Shiva afirma que la apropiación de recursos crea una cultura de la violación: violación de la Tierra, de las economías locales y también de las mujeres. El modelo extractivista concibe a los territorios y los cuerpos feminizados como recursos a explotar y como zonas a sacrificar en función de consolidar una forma de dominación. De hecho, en la base del ordenamiento moderno-colonial, no solo se saquearon territorios, sino también cuerpos racializados y esclavizados. En la actualidad, esta cualidad extractiva, apropiadora y cosificadora de los cuerpos aparece como nodal a la violencia femicida.
Desde esta lente, el extractivismo no es solo un modo de saqueo y explotación de la naturaleza, sino que también implica una racionalidad y una relacionalidad particulares. Es un modo de concebir las relaciones con otros humanos y no humanos y el espacio que co-habitamos. Las prácticas extractivistas se asientan en jerarquías raciales, de género y clase, multiplican las formas de violencia y exacerban las injusticias.
El extractivismo configura no solo territorios sino también relaciones sociales y las subjetividades de quienes los habitan. Se trata de prácticas sistemáticas de extracción de la vida en todas sus formas y dimensiones. Las violencias de todo tipo son consustanciales al extractivismo y se refuerzan como forma de producción de lo social.
Esta relación inherente entre extractivismo y violencia se expresa en la desestructuración de las tramas sociales y comunitarias, en el despojo de los medios de subsistencia y de sostenimiento de la vida, en la polarización y estratificación social, en el agravamiento de la criminalización y la represión estatal y, también, en la violencia contra las mujeres y el recrudecimiento de formas patriarcales de dominación y opresión. Para nombrar este entrelazamiento entre las formas neocoloniales del despojo de los espacios de vida y la profundización de las jerarquías de género, se ha propuesto el concepto de “repatriarcalización de los territorios”. Sobre todo, han sido los estudios sobre proyectos extractivistas vinculados a la minería y los combustibles fósiles los que alertaron cómo estos conducen a la masculinización de los territorios, con un aumento significativo de la violencia de género y la explotación sexual.
En el Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis, Bisexuales, Intersexuales y No Binaries de 2023, en un taller sobre Pueblos fumigados, una mujer decía que nuestros territorios nos exponen y nos entrampan entre el femicidio y el cáncer. En este y otros espacios de activismo, queda claro que las mujeres no son las únicas afectadas por este entrecruzamiento de violencia ambiental y de género, sino que también son las primeras en advertir las consecuencias del modelo extractivista en sus cuerpos, los de sus hijos y los de sus comunidades. Se constituyen, así, en la primera línea de la defensa de los territorios y rápidamente se vuelven blanco de persecución y amenazas cuya expresión más extrema son los femicidios extractivistas.
En este contexto, lo narco resulta un eslabón clave de la cadena de extracción de ganancias en cuerpos y territorios que han sido oscurecidos por la desigualdad social producida por las políticas económicas neoliberales. Lo narco convierte en consumidores y productores a aquellas poblaciones que el sistema formal descarta. La antropóloga Rita Segato lo describe como un segundo Estado. Sin embargo, consideramos que en países no europeos esa dualidad es, en realidad, una unidad y que ese desdoblamiento es la clave constitutiva en la que se establecieron los Estados coloniales para garantizar la gobernabilidad. Recordamos también que en Argentina se utiliza el término “en blanco” y “en negro” para distinguir la economía “formal” de la “informal”, entendiendo por “formal” la del mercado y por “informal” la ancestral. Aquello, entonces, que habita el “Estado en Negro” es la resistencia y lo narco es la respuesta para neutralizarla, ante la impotencia del “Estado en Blanco”.
Desde la perspectiva que venimos sosteniendo, todavía parece necesario remarcar el carácter sistémico y civilizatorio de esta crisis y continuar desanudando las lógicas androcéntricas y patriarcales de las formas de producción basadas en el despojo, la extracción y el aniquilamiento de cuerpos y territorios.
Las víctimas de femicidio y sus familias organizadas en busca de justicia nos enseñaron que para deconstruir las violencias que culminaron en estas muertes no basta con problematizar el amor romántico y los ideales de pareja. Ni tampoco alcanza con desafiar las fronteras de lo doméstico, ni las estrategias de empoderamiento. Se volvió necesario indagar en las fuerzas estructurales y cotidianas que están minando las tramas comunitarias de sostenimiento y reproducción de la vida. Y situar a los femicidios en un aumento generalizado de la violencia, la narcocriminalidad con alto involucramiento policial y penitenciario y de la crueldad y, en términos más amplios, en procesos extractivos y de despojo y precarización de las condiciones de existencia donde todos los bienes aumentan su valor a ritmo constante hasta volverse inaccesibles, excepto la vida, que cada vez vale menos. Mejor dicho, algunas vidas: el componente de clase y raza marca a fuego la categoría de femicidios territoriales.
Desde esta óptica pusimos la lupa en Rosario, ciudad que nos señala cómo el cuerpo de las mujeres emerge como un renovado territorio de disputa en el contexto del entramado narco-policial-penitenciario de la ciudad. Coincidimos con Rossana Reguillo cuando caracteriza a estas violencias como “pasillos”: “vestíbulos entre un orden colapsado y otro que todavía no es, pero está siendo. De ahí su enorme poder fundante y su simultánea ligereza”. La tensión actual es producto de la crisis del Estado en Blanco que deja expuesto al Estado en Negro y provoca la disputa por el control de todo el aparato.
Lo que la violencia hace emerger sin pudor es a aquellos territorios en disputa, sí, todavía. Pero una disputa desigual, invisibilizada por los supuestos creadores de sentido social: medios y academia.
La sociedad mexicana y en especial las mujeres de Ciudad Juárez, batallan desde hace décadas contra la máquina femicida ante el monumental silencio académico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la mayor unidad de producción de teoría social iberoamericana. Silencio que funciona como un enorme operativo de lavado epistémico de lo narco.
Los territorios argentinos que luchan hoy para que el narco-fascismo no termine de capturar el aparato del Estado y con él, la democracia, requieren toda la luz y compañía que muchos sectores políticos, culturales y sociales les siguen negando.
Los femicidios territoriales abren surcos y dejan al descubierto hilos de injusticias e impunidad que, como fibra poderosa sedimentada en el tiempo, amenazan a la vida en su totalidad y refuerzan modos estructuralmente desiguales de ser y estar en el mundo.
Acá estamos, entre ruinas, caminando con la tierra resquebrajada de muerte a nuestros pies.
Las mujeres, travestis y trans nos vemos empujadas a pensar desde el dolor para intentar regar nuestros territorios arrasados y dotarlos de horizontes de verdad y de justicia.
Nuestras muertas nos duelen, pero también nos hablan.
Sus cuerpos narran una historia personal y colectiva.
En tiempos de análisis políticos y especulaciones electorales, ¿no son las historias de estos femicidios y transfemicidios las que debemos comprender para trazar una radiografía de época?
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