#NiUnaMás
Vencer al miedo: la trama que nos hizo ver el caso Araceli
La impunidad que quedó al descubierto con el hallazgo del cuerpo de Araceli Fulles expone qué hay detrás de estos femicidios. El barrio exige ahora “que la policía deje de amparar a los delincuentes” en un territorio donde el huevo de la serpiente del narcomachismo pudo romperse por la acción de una familia y sus vecinas. ▶ CLAUDIA ACUÑA Y ANABELLA ARRASCAETA
Llueve.
En estos bordes del conurbano eso significa que a la tristeza de las persianas bajas de los negocios quebrados, las siluetas fantasmales de las fábricas bombardeadas por sucesivas décadas de recesión y los baches que surcan las avenidas transitadas por autos destartalados, se suma una humedad helada, penetrante.
Si todo lo que acá duele fuera una serie, estarías viendo los escenarios de la primera temporada de The Killing.
En estos tiempos tremendos, las series tiene la virtud de ordenar en secuencias la violencia. Por eso lo primero que te muestra The Killing es lo que importa: el miedo que le hacen sentir a una mujer transitando los bordes de la ciudad, sola.
Ese miedo es el protagonista de esta historia.
La heroína principal es Araceli Fulles, esa joven de 22 años que todos conocimos por su final, transmitido por todos los medios en directo. Culminaba así la gran lección que nos dejó Araceli: cómo funciona la máquina de la violencia.
Analizarla hoy es una tarea, un aprendizaje y una deuda.
La que tenemos con ella, con su familia y con todas las mujeres.
La injusticia
Llueve.
La ropa y los pies de todas las mujeres están empapados y las lágrimas se mezclan con las gotas densas de la tormenta. Son rostros desfigurados por el dolor, con ojeras de insomnios y miradas desconfiadas.
Están alertas y cansadas y despeinadas.
Siete mujeres están sentadas al lado de una estatua que reproduce en bronce a San Martín, al que por algún motivo -a simple vista inexplicable- le han cruzado cintas de peligro y colocado delante un cartel que anuncia “Informes”. Es lo primero que se ve cuando se ingresa a los tribunales de San Martín, en cuyo hall las cintas de peligro se multiplican, creando una atmósfera como las de esas escenas del crimen que abundan en las series tipo The Killing.
A unos metros de donde están sentadas las siete mujeres, con el San Martín de bronce que grita peligro a sus espaldas, están paradas otras mujeres que acaban de escuchar la sentencia a perpetua para el femicida de Micaela González. No festejan, pero se las ve aliviadas. La abogada Gabriela Konder resume el caso: le rompió la cabeza con un ladrillo en la puerta de su casa, delante de su hijita de dos años y de su hermano de 11. “Fue un caso relativamente fácil de resolver, por suerte, porque se trató de un femicidio parental en la vía pública, no tuvimos que depender de la investigación policial ni judicial para esclarecerlo”.
Pregunto a la abogada qué fue lo que más le impactó del juicio: “Escuchar a los testigos, que describían a la pareja como ´normal´, pero después detallaban que él la agarraba de los pelos o que la denigraba delante de la familia. Esa naturalización de la violencia me impactó”. Se queda unos segundos en silencio y agrega: “Y también cómo se construye el no ver, no escuchar, no meterse. Aquel día, al comenzar a discutir la pareja, los vecinos se dieron vuelta. Literalmente le dieron la espalda. Pero cuando les preguntás por qué, no dicen que es para no meterse, sino porque no quieren ser parte de lo que viene después. ¿Entendés? No confían en la justicia. Y cuando no hay justicia, no hay testigos. Es una cadena”.
En la puerta y bajo la lluvia hay más mujeres con niños en brazos, mojándose. Son integrantes del FOL (Frente de Organizaciones en Lucha), el movimiento que acompañó la denuncia del femicidio de Micaela González en el barrio y en tribunales. Están ahí, bajo ese cielo inclemente, que consideran un castigo menor al lado del peligro de impunidad que podían consagrar los jueces si no acompañaban hoy a la familia de una mujer asesinada.
Mientras, el grupo de siete mujeres sigue sentado.
La que me habla ahora es otra mujer, quejándose porque le entregaron un botón antipánico como única protección para evitar las palizas de su pareja. Protesta porque ella trabaja limpiando casas en Capital y el botón deja de funcionar apenas cruza la General Paz. Le acaban de explicar que así funciona: es decir, no tiene el alcance que ella necesita.
¿Y?
Me repite: “Y nada. Así funciona”.
Llueve.
Cuando todas estas mujeres llegaron a estos tribunales eran las 7 de la mañana y había frío, pero no lluvia, así que ahora -que ya es mediodía y la tormenta golpea-, no hay paraguas ni impermeables, sino calzas y buzos de algodón empapados.
Si la historia de este miedo fuera el argumento de una serie, quizá arrancaría con lo sucede después: las siete mujeres empapadas se ponen de pie, frente MU, el único medio que respondió a la convocatoria de su conferencia de prensa. Ante ese solo grabador, la prima de Araceli lee un comunicado solemne. Intentan así desmentir la cantidad desconcertante de falsas noticias que estuvieron circulando esa semana.
Es una conferencia de prensa que le habla a una prensa ausente.
Una vez terminada la lectura del comunicado, la joven prima de Araceli anuncia:
-Ahora pueden hacer preguntas.
¿Qué hipótesis evalúan cuando ya se cumplen 27 días de la desaparición de Araceli?
Nosotras no hacemos hipótesis. Eso es algo que solo hace gente que está sentada en un escritorio y tiene tiempo para perder. Nosotras, desde el primer día, hacemos lo mismo: organizarnos para buscarla.
Así comenzó el peor día del Caso Araceli.
La tierra que traga
Araceli desapareció en San Martín en la madrugada del 1° de abril y durante 27 días su destino fue ocultado por todos: la policía, la justicia y la prensa. Es la trilogía de la impunidad, pero también la santísima tríada que consagra qué, dónde y cuándo vemos lo que vemos.
En la casa de la mamá de Araceli hay una enorme pantalla de televisión que ahora mismo muestra la cara de Jorge Rial con un zócalo que informa sobre el último escándalo mediático. “Le levanté la mano después de que ella me pateó la cara”, dice el zócalo.
La tele está sin sonido, las paredes sin revoque y en la cocina, que también es comedor, hay media docena de hombres que esperan las novedades que traen las mujeres de Tribunales. “Nada”, resume la mamá de Araceli.
Luego uno de sus tres hermanos pone la pava para el mate.
Otro de los hombres se me acerca con una carpeta donde está guardada la denuncia que hicieron en la comisaría por la desaparición de Araceli, aquel día que le mandó el mensaje a su mamá (“andá poniendo la pava que ya voy para allá)” y nunca llegó. Estaba a una cuadra y media, me aclara.
Le pregunto quién es y me responde: “De la Brigada. Estoy viviendo con ellos, compartiendo las 24 horas. Mi trabajo es de contención”, detalla.
Sospecho qué contiene.
En esa cocina comedor está el único y verdadero centro de operaciones de la búsqueda de Araceli.
Ahora mismo están alterados por un llamado que recibieron alertando sobre un posible dato. El hermano mayor de Araceli es el encargado de hacer con ese dato lo que la familia hizo desde el primer día: llevar las pistas recibidas al juzgado y al Comando de Patrullas Comunitarias (CPC), que depende de la municipalidad de San Martín.
Ubiquémonos en ese territorio.
San Martín es el municipio del conurbano en el que viven casi 500 mil personas, 100 mil en asentamientos pobres: hay más de 30, todos sometidos en las últimas décadas al maltrato social y económico, hasta convertirlos en escenarios de las más diversas transas delictivas. Desde el primer día que asumió el gobierno de Mauricio Macri se retiraron de todos esos barrios las fuerzas nacionales –básicamente, Gendarmería- dejando la llamada “seguridad” a cargo de las fuerzas municipales y provinciales, en esta proporción:
- La fuerza policial municipal, llamada Protección Ciudadana, que tiene 200 integrantes, 80 patrulleros y 875 cámaras de seguridad, que se monitorean desde el CPC.
- La Bonaerense, que depende del gobierno provincial, tiene 800 integrantes, y 40 patrulleros, de los cuales funcionan 33.
Durante 27 días ninguna de estas fuerzas y herramientas aportó nada sobre el paradero de Araceli.
Tuvieron que correr, sí, detrás de cada pista que llegaba al 911 o el celular que difundió la familia para encontrarla. Y en este peor día volvieron a correr, empujados por esa llamada que había aportado algo diferente: el dato que la familia estaba esperando.
La red de impunidad
“Estamos rodeados de amarillo”, sintetiza un funcionario municipal para describir la situación política del municipio de San Martín. Para explicar lo que esto significa pone un ejemplo: “La única obra del gobierno nacional anunciada para esta zona es el Metrobus y nos saltea. Viene de la Capital, pero se retoma recién en Tres de Febrero, que es de ellos”. Ellos son el gobierno de Cambiemos, que sortea la obra pública según un reparto colorido: deja en blanco a los municipios opositores.
¿El color político afectó el destino de la búsqueda de Araceli?
¿Es esta interna política el motivo por el cual el gobierno nacional no activó la difusión en los medios de la foto de Araceli ni envió los equipos suficientes y necesarios para encontrarla?
La respuesta del funcionario es otro dato: “El intendente (Gabriel Katopodis) se dio cuenta de que los rastrillajes se hacían sin perros y se tuvo que encargar de conseguirlos. Averiguó que los Bomberos Voluntarios de Punta Alta tenían perros entrenados; los contactó y nos prestaron dos”.
Uno fue el que marcó la casa donde encontraron el cuerpo destrozado de Araceli.
El dato que llegó aquel peor día fue concreto: dónde habían visto a Araceli por última vez.
En una plaza.
Y con qué personas: los hombres que ahora están detenidos.
Ahora ya conocemos varios nombres y quedó expuesta la red que mató e hizo desaparecer a Araceli –diez hombres, tres son policías de la seccional en la que la familia presentó la denuncia de desaparición y de la cual dependía la búsqueda- pero aquel día ese dato confirmó lo que la familia sospechaba desde el primer día: en su desaparición estaban involucrados conocidos del barrio que contaban con un sistema de impunidad territorial, protegidos por la Policía Bonaerense.
Habían logrado, al fin, superar el principal obstáculo.
La no fiscal
La oficina de la fiscal Graciela López Pereyra tiene en su puerta pegado un cartel que proclama: “No estás sola: podemos ayudarte”. Promociona así al Sistema Integral Contra la Violencia de Género. La fiscal no atiende a la prensa. Atiende, sí, a esa policía que le fue marcando el ritmo de la investigación judicial. Así, ninguna de las hipótesis que argumentó la fiscal para definir los esfuerzos de la investigación tuvo asidero. La primera fue la droga, que la llevó a no hacer nada durante los primeros diez días. La segunda, llegó con la conmoción por el femicidio de Micaela García: la de la trata. La tercera fue investigar a la familia. Se activó justo después de que los hermanos de Araceli declararan públicamente: “La policía no quiere encontrarla. Ya saben quién la tiene”.
Todas estas hipótesis de investigación fueron plantadas en la causa por la policía y tuvieron su correspondiente difusión en la prensa.
Los medios presentaron a Araceli primero como una consumidora de drogas duras, a pesar de que nadie que haya visto cómo afecta a los cuerpos la adicción al paco pudiera asociarlo a la imagen de Araceli.
Luego, agitaron el fantasma de la trata, que recorre las tinieblas de la explotación sexual en un país en el que el comercio de cuerpos es cada vez más intenso, abusivo y alentado por factores sociales tan diversos como la destrucción de la autoestima, la falta de horizontes vitales y productivos de las mujeres. El mercado de la explotación sexual hoy no necesita secuestrar esas vidas que ya están presas de sus destinos sociales. Necesita, sí, mantenerlas atadas, con violencia y abusos, a esos miserables destinos. Y para lograrlo cuenta con cómplices privilegiados.
Eso que llaman “trata” es la policía, la justicia y los medios que se alimentan de prostituir mujeres. Es la misma máquina abusadora que hizo funcionar la no-búsqueda de Araceli.
Es la misma máquina abusadora que hizo funcionar la no-búsqueda de Araceli.
Lobo suelto
Cada uno de los días sin Araceli, la familia y sus amigas hicieron funcionar otra máquina, la única capaz de conjurar la impunidad de ese poder. Con los pies y las manos, volantearon cada cuadra del barrio, miraron a los ojos a cada vecino y recorrieron cada casa, desde las mejores hasta las más precarias.
Aquel peor día estaban repartiendo esos volantes cuando llegó la noticia de que habían encontrado el dato que buscaban. En el grupo hay mujeres jóvenes que ya son madres de varios hijos. Su preocupación principal es una siniestra: tienen miedo de que se los roben. Es una preocupación que repite cada una, como si fuera una verdad y no una pesadilla. Lo dicen con convicción y cuentan hasta cómo se organizan para evitar lo peor: hacen cadenas para que siempre haya un adulto acompañando a los hijos a la entrada o salida de la escuela y no los dejan jugar nunca en la calle.
¿De dónde sale ese miedo?
Busco y encuentro.
Hace diez años, en San Martín desapareció Milagros, una nena de 5 años. Nunca apareció. El único sospechoso detenido, quedó libre. La fiscal fue Graciela López Pereyra, la misma del caso Araceli.
En los bordes del conurbano los fantasmas que dan miedo son alertas que hay que tomar siempre en serio. Son memoria de impunidad que advierten: peligro, lobo suelto.
Quizás ahora que el femicida de Araceli logró ser atrapado -por una mujer paraguaya y embarazada, de quien se rio Gendarmería cuando los alertó de la presencia del asesino en el barrio- al fin dejen de acecharnos los fantasmas que reproducen cuentos sobre chicas que estuvieron a punto de ser secuestradas.
Quizás.
Pedagogía de la crueldad
Aquel peor día pasó lo que todos ya sabemos. El cuerpo destrozado de Araceli fue encontrado por un perro que siguió el rastro de su perfume desde la plaza hasta la casa donde estaba enterrada. Su madre me había dicho: “A mi hija no se la tragó la tierra”, pero de la manera más perversa habían querido que eso sucediera.
Sin embargo, tenía razón.
A Araceli no se la había tragado la tierra.
A Araceli se la habían tragado la policía cómplice de sus femicidas, las internas políticas y las operaciones de prensa. El hallazgo de su cuerpo destrozado dejó al descubierto todo eso y mucho más.
¿Qué más?
Si esta historia del miedo fuera una serie, la última escena quizá mostraría el zapping por diferentes pantallas de televisión que exhiben en directo el show del terror.
Es la síntesis perfecta de aquello que la antropóloga Rita Segato describe como “la pedagogía de la crueldad”. Un shock de noticias que, una y otra vez, resaltan lo que ya no es noticia, sino prédica: las mujeres estamos en riesgo.
Es cierto: lo estamos.
Es cierto: las hijas tienen miedo de andar solas por las calles, las madres tienen miedo de que sus hijas anden solas por la calle y las que no son madres, también.
¿Es esa la lección que quieren transmitirnos con el Caso Araceli?
Llueve.
La prima de Araceli estudió Ciencias Políticas. La conocí la mañana de aquel peor día en Tribunales y la vi luego organizar la volanteada al día siguiente, hasta que llegó el momento en que tuvo que irse a la escuela de adultos nocturna donde da clases, allá por el final de la ruta 8, me dijo, antes de subirse la capucha de la campera, cruzarse la cartera al pecho y caminar bajo la tormenta esas largas y desoladas cuadras que la llevaban hasta la parada del colectivo. Antes, me pide:
“Poné que Araceli era muy carismática, que te hacía reír, que era muy compañera. Una dulce, muy. Poné que Araceli estaba buscando qué seguir, qué estudiar, qué le gustaba. Poné que era una piba de 22 años común, muy familiera”.
Pongo.
Pongo también la última frase que me dice al despedirse:
“La sociedad sabe lo mal que trabaja la justicia o cómo los medios manipulan la información. Sabe también que los que tienen un rol social no asumen la responsabilidad que tienen. Sabe además que la desventaja siempre la soportamos las de abajo. Estos casos suceden ya todos los días, pero todos los días tenemos soportar que el sistema empiece de cero. Pero nosotras no empezamos de cero. Cada vez estamos más despiertas, cada vez sabemos más qué hacer”.
Cada vez sabemos más qué hacer, pongo y repito.
Pongo, además, esa última imagen que miro alejarse mientras el cielo truena:
Una mujer joven caminando sola por la calle, con miedo.
Llueve.
Hágase la luz
Tres días después de hacer aparecer el cadáver de Araceli, la familia, las amigas, las vecinas, organizan una marcha para exigir justicia. Ya saben a qué se enfrentan. “Esto recién comienza”, dirá el tío para sintetizar lo que ya saben. “Te tiene que pasar algo así para que te des cuenta, pero está todo a la vista. Ahora no pueden taparlo”. Se refiere a la red que protegió hasta ahora a quienes están involucrados en el femicidio de Araceli. Una trama que va desde el narcotráfico territorial, atraviesa a la Bonaerense y llega a la justicia. Señala, indignado, que Darío Badaracco, el femicida de Araceli, tenía una denuncia por abuso y maltrato de los hijitos de su pareja, que fue archivada.
¿Por quién?
Por la fiscal Graciela López Pereyra, la misma que dejó enredar la búsqueda de Araceli.
“Estamos furiosos y le deseamos a esta gente lo peor, pero sabemos que no es el momento para que pensemos claramente cuál es la mejor manera de terminar con esto”.
Las mujeres del barrio, sin embargo, ya aprendieron cómo comenzar a construir el largo camino que tienen por delante. Trazaron el recorrido de esta marcha para que el punto culminante fuera la plaza donde fue vista por última vez Araceli con vida.
Llevaron hasta allí velas y las encendieron. Convirtieron así en santuario ese negro territorio dominado por los transas del barrio.
Es un mensaje.
La luz de las velas enfrentando la oscuridad con que el poder protege a los delincuentes.
Hay más de quinientas personas acompañándolas y muchas vecinas que salen a la puerta de su casa para aplaudirlas a su paso.
Lograron así, con los pies y las velas, que en esta noche estrellada en la que ya no llueve las mujeres tengan menos miedo.
#NiUnaMás
Otoño Uriarte: cuando el tiempo que pasa es la verdad que huye
Por Dolores Reyes y Camila Vautier. Este miércoles 5 a las 13.30 se conocerá la sentencia sobre el crimen de Otoño Uriarte en Cipolleti, Río Negro. “Una vez más, una chica hermosa y bienamada descartada entre ramas y restos de basura” escriben Dolores y Camila sobre el caso de la menor asesinada en 2006: tenía 16 años.
Dolores Reyes es una de las más relevantes escritoras argentinas del momento y una mujer capaz de entender como pocas estos tiempos tormentosos. Fue además perseguida por el oficialismo y sus trolls por su tremendo y maravilloso libro Cometierra. Camila Vautier se define como periodista feminista, socorrista y sureña.
Ambas han trabajado juntas este artículo para lavaca. Los detalles de lo que pasó. La movilización y los testimonios. Los niveles de impunidad que suman en muchos casos más años que los que tenía la víctima. La expectativa sobre el tribunal (María Florencia Caruso Martin, Amorina Liliana Sánchez Merlo y Juan Pedro Puntel) y la posibilidad de lograr un bien siempre esquivo: justicia.
Fotos desde Cipolletti: Silvina Ojeda.
Pasaron 18 navidades sin Otoño Uriarte
18 cumpleaños sin Otoño
18 años se cerraron sin Otoño e infinitos están por comenzar
18 años de impunidad es mucho tiempo, demasiado, y una constante que abruma: En nuestro país la impunidad es más larga que la vida de nuestras chicas muertas: 17 años Melina Romero, 9 años Nair Mustafá, 16 Lucía Pérez. La injusticia eterna para todas ellas se ha convertido en nuestra gran vergüenza nacional.
En la sala 6 de la Oficina Judicial de Cipolletti, el calor es agobiante. Son las 9:40 de la mañana del 26 de diciembre de 2024 y la audiencia lleva cuarenta minutos de demora por la ausencia de uno de los acusados. En esa sala se están por escuchar los alegatos finales del proceso judicial que debía sacar a la luz la verdad sobre el femicidio de Otoño Uriarte, desaparecida la noche del 23 de octubre de 2006 en Fernández Oro, hallada sin vida seis meses más tarde en el desarenador de un canal de riego. Una vez más, una chica hermosa y bienamada descartada entre ramas y restos de basura.
Roberto Uriarte, el padre de Otoño, frente al Tribunal que este miércoles dictará sentencia sobre el crimen de la menor asesinada. Fotos desde Cipolletti: Silvina Ojeda
La tensión en el aire se siente al respirar. De un lado, espera sentado Roberto Uriarte, el papá de Otoño. Con su remera negra y el pelo largo y canoso, parece haberse vuelto un experto de la espera. Ya hace tiempo que no cree en la justicia, en ese poder judicial al que denuncia como parte del “entramado de complicidad y encubrimiento que hubo en estos 18 años”. Pero ahora en sus ojos hay un dejo de tristeza todavía más profundo: la verdad, esa esperanza última que es tanto su derecho como el de su hija, amenaza también diluirse.
Aun así, se aferrará a ella hasta el final y se lo verá siempre presente, exclamando ante quien preste un micrófono o un oído, que todos están esperando la verdad para Otoño, porque justicia sería que ella continuase entre los suyos invenciblemente viva.
Las audiencias son tan largas, densas y dolorosas que en cada una de ellas el tiempo parece detenerse. En la sala declararon los testigos –varios de ellos bajo amenazas–, los vecinos que la vieron por última vez, las amigas que estuvieron con ella el último día, su familia, los expertos, los peritos, el médico forense.
Algunos de los acusados. Fotos desde Cipolletti: Silvina Ojeda
Algunos, pocos, policías. Como el comisario ahora retirado Ives Vallejos, jefe de la comisaría local en ese entonces, quien, pese a la relevancia del caso, dijo casi no recordar prácticamente nada de él. Vallejos no pudo explicar cómo supo la vestimenta que llevaba Otoño el día de su desaparición para describirla al detalle en el radiograma emitido minutos después de que el padre realizara la exposición policial. El papá de Otoño no se lo había dicho porque ese día se había ido a trabajar temprano, sin siquiera ver a su hija.
O el actual ministro de Seguridad y Justicia de Río Negro, Daniel Jara, quien declaró luego de que Roberto Uriarte fuera a pedirle personalmente, durante el acto por el día de la Policía, que se presentara a declarar de manera presencial y no por escrito, como iba a hacerlo, amparado en una acordada del Superior Tribunal de Justicia. Jara encabezó la comisión policial investigadora del caso y sostuvo que “la evidencia siempre apuntó a los acusados como responsables del crimen”.
También desfilaron por el juicio los cuatro imputados que se dijeron inocentes o se echaron culpas entre ellos e incluso hacia la cúpula policial, sombríos, llegando tarde o quedándose dormidos en pleno juicio. La abogada de la familia Uriarte, que hizo lo imposible por juntar testigos y pruebas, presentando los elementos que posibilitaron este juicio por Otoño un día antes de que el caso prescribiera para siempre, y los abogados defensores, algunos ya con historial de representar acusados por violencia de género, con sus trajes y su indiferencia como escudo.
Afuera, en las puertas del juzgado, el amor y el deseo de que este feminicidio brutal se esclarezca de una vez juntaba a las amigas de Otoño, a sus hermanas, a su familia, a sus profesoras de la escuela. Se pasaban el mate en ronda mientras empapelaban las paredes con la cara de Otoño, con los ojos de Otoño, con las ilustraciones de Otoño que llevan casi dos décadas pidiendo verdad. También se pasaban consejos para soportar. La injusticia multiplica el daño y para todas ellas el juicio fue revivir todo eso que desde hace 18 años habían tratado de guardar muy adentro, hecho una bolita detrás del corazón, para de alguna manera poder seguir con sus vidas. Pero abajo de las montañas de bronca y de la tristeza que se vuelve insoportable, Otoño hecha carne en sus cuerpos sigue ahí. Algunas tomaban té de valeriana, tilo. Otras llegaron hasta el clonazepam. Soportar es difícil y Otoño vuelve hasta hecha pesadillas.
La abogada de la familia Gabriela Prokopiw. Fotos desde Cipolletti: Silvina Ojeda
En la sala a Roberto lo sigue Gabriela Prokopiw, abogada querellante, y en el otro extremo, la fiscal Teresa Giuffrida. Enfrente, con los rostros entre las manos, los cuatro acusados de secuestrar, ultrajar y torturar a Otoño hasta su muerte, parecen hacer envejecido por portar una maldad infinita, que niega no ya la vida a sus víctimas, sino el simple derecho a la verdad.
La audiencia de alegatos finales es la última oportunidad de la acusación para demostrar la responsabilidad penal de los cuatro: Néstor Ricardo Cau, su hermano José Iram Jaffri, Maximiliano Lagos y Germán Ángel Antilaf, como coautores de la “privación ilegítima de la libertad agravada por la duración, participación de más de tres personas, por ser la víctima menor y por el resultado muerte”, de Otoño Uriarte. No feminicidio porque en 2006 esa figura no existía en el Código Penal argentino –se incorporó recién en el 2012– y, además, porque la escasez de pruebas contundentes impediría una condena bajo esa calificación legal. Sólo hay indicios, dirá la fiscal.
Y la justicia, una vez más, se nos escapa.
En ocho horas el juicio por Otoño llegará a su fin, Un proceso que parece no juzgar solo a sus asesinos, sino desdoblarse sobre sí mismo para demostrar cómo funciona en nuestro país la justicia para las mujeres.
O cómo no funciona…
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Otoño tenía 16 años cuando fue desaparecida mientras volvía a su casa en la zona de chacras de Fernández Oro, un pequeño pueblo del Alto Valle de Río Negro que en ese entonces no tenía más de 6.000 habitantes y en el que sus vecinos decían conocerse “todos con todos”.
Tras su desaparición, gran parte de la comunidad se movilizó para encontrarla. Marcharon todos los días durante seis meses, empapelaron el pueblo y las ciudades cercanas con un cartel que decía “se busca” y la cara de una Otoño sonriente, desbordante de posibilidades de futuro, absolutamente viva. Rastrillaron cada chacra, cada pastizal y cada descampado. Dieron vuelta cielo y tierra en busca de cualquier indicio que les dijera que esa pesadilla no podía ser cierta, que Otoño tenía que volver.
En la parroquia del padre Pancho se organizaba la logística y se reunían a rezar. El polideportivo del pueblo era el punto de encuentro tras la jornada de búsqueda para escuchar el parte policial. “Sin novedad”, era la respuesta. “Sin novedad”, como se repite un mantra indiferente que adora a algún dios que hace tiempo nos ha abandonado.
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La fiscal Teresa Giuffrida viste un blazer color crema y una pollera tubo, es la primera en hablar. “El paso del tiempo conspira para que tengamos detalles certeros de todo lo que ocurrió en este hecho entre el 23 de octubre de 2006, que es cuando desaparece Otoño, hasta el 24 de abril de 2007 que es cuando se encuentran sus restos”. Así comienza su alegato y continúa: “Pero más allá de que no podamos tener todo por acreditado, detalles certeros de lo que ha ocurrido, hemos podido acreditar circunstancias que permiten establecer la responsabilidad penal de cada uno de los imputados que ha llegado a este juicio”.
Algo importante, dice: “El día 23 de octubre de 2006, cuando Otoño sale de su casa para ir a la escuela, no pasaba por su cabeza que no iba a regresar”.
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Ese lunes Otoño se sentó donde lo hacía siempre: sobre la ventana, tercera fila de su aula, la primera que se ve al entrar. Había salido de su casa temprano, había dejado a su hermano menor en la parada del colectivo, se había encontrado con su amiga Leire –quien la esperaba para ir juntas a la escuela–, había dejado la bicicleta en lo de su compañera Ercilia para seguir caminando rumbo al CEM 14, donde cursaba el tercer año de secundaria.
Después se quedó contraturno a la clase informática, fue a educación física, asistió a la clase de voley y a eso de las nueve de la noche pasadas, se encontró con Federico Saavedra en la Plaza María Elena Walsh. Caminaron juntos por la avenida Cipolletti, llegaron hasta la rotonda y siguieron por la ciclovía paralela al ferrocarril.
“Cruza la vereda. La veo cruzar de una vereda a la otra y seguir caminando como a una cortada a la calle Libertad. No veo si ella sigue o dobla. En la pista había chicos jugando a la pelota, se viene la pelota a los pies de mi marido. Me doy vuelta riéndome. Camino para atrás, levanto la cabeza y veo a una persona. Iba cruzando el puente. Es lo último que veo: ella caminando con su colita alta” declaró Silvina Troncoso, una de las últimas personas en verla desde la pista de atletismo.
Esa noche, Federico Saavedra volvió a su casa, pero Otoño nunca regresó.
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Desde un principio, se pensó que la desaparición podía estar ligada a la trata de personas para la explotación sexual. El 9 de abril de 2007 esa conjetura cobró fuerzas cuando el diario Río Negro publicó unas escuchas telefónicas, halladas en el marco de la investigación por el paradero de Otoño, que dejaban al descubierto la connivencia entre efectivos policiales de la Comisaría 8° de Choele Choel y proxenetas.
Recién en ese momento la jueza a cargo del caso, María del Carmen García García, tomó la decisión de cambiar la carátula de la causa de “averiguación de paradero” a “privación ilegítima de la libertad”, una medida que era reclamada desde siempre por la familia.
En ese momento comenzaron a llegar llamadas anónimas que indicaban haber visto a Otoño en prostíbulos de distintos puntos del país. Dijeron que estaba en la Triple Frontera, en Posadas, Concordia, Córdoba, Tucumán, Córdoba. El 24 de abril de 2007, día que el cuerpo de Otoño fue hallado sin vida dentro del canal de El Treinta, en Cipolletti, Roberto Uriarte se encontraba en Santa Cruz siguiendo una de estas pistas. Hay quienes dudan de que ese llamado, que resultó contener información falsa, haya sido una casualidad.
El subjefe de la Policía de Río Negro en ese entonces era Víctor Ángel “Tito” Cufré, quien fue el primero en declarar ante los medios estar “convencido de que Otoño se fue de su casa por su propia voluntad”. Cuatro años después, el gobernador Saiz lo ascendió a secretario de Seguridad y Justicia de la Provincia. Actualmente, Cufré se encuentra con prisión domiciliaria por las muertes de Sergio Cárdenas y Nicolás Carrasco, de 29 y 16 años respectivamente, ocurridas durante la represión policial del 17 de junio de 2010 en Bariloche, tras el asesinato, también en manos de la Policía, de Diego Bonefoi.
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En este juicio, no se juzgó ningún tipo de complicidad, mal desempeño o responsabilidades de policías y funcionarios judiciales sino que se focalizó únicamente en los cuatro imputados. Para ampliar responsabilidades habría que esperar a un segundo juicio y el cansancio de los 18 años se hace sentir.
Mientras tanto, los restos de Otoño, finalmente en manos de quienes la amaban, volverán a las montañas, las playas y los lugares que ella conoció y supo querer, libres de las sombra putrefacta de sus asesinos y libres también de la impunidad exasperante de una justicia lenta e inficaz: [1] de más de veinte feminicidios en Cipolletti solo el de Agustina Fernández obtuvo una condena ejemplar.
“No hay prueba directa pero sí hay indicios”, dijo la fiscal. “Y el valor que se le tiene que dar, pido que sea el que dice el Superior Tribunal de Justicia: los indicios, de manera concatenada y ordenados entre sí en base a los principios de la lógica, la experiencia y el sentido común permiten afirmar responsabilidad penal. No debe haber un análisis de los indicios por separado, el análisis es global”.
¿Cuáles son esos indicios? “Primero, el acoso, los imputados la estaban acosando”, aseguró la querellante Gabriela Prokopiw. Luego, la desaparición de la bicicleta de la casa de Ercilia y posterior aparición en casa de los hermanos Cau-Jafri, las pericias odorológicas que indicaron la presencia de olor de Cau, Jaffri y Lagos en el nylon hallado en cercanías a la usina donde fue encontrado el cuerpo, la presencia de perfil genético de Jaffri en la bombacha de Otoño. La declaración de Héctor Candia, ex amigo y compadre de Maximiliano Lagos, quien contó que este en una cena le confesó “que su tío el Cacha Pelada y su tía la Turca le habían pagado para ir a buscar a Otoño a un lugar especificado y que él la había llevado a la casa de unos hermanos, que ahí la habían tenido a la chica forzada unos días hasta que el Cacha Pelada le dijo que tenía que deshacerse de ella porque se le había complicado todo”. El nombre real del “Cacha Pelada” es Luis Miguel Ayala, uno de los narcotraficantes más conocidos de Allen, asesinado en 2011.
Roberto Uriarte durante el juicio. Fotos desde Cipolletti: Silvina Ojeda
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A las seis de la tarde de un día extenso hasta la crueldad, en las puertas de la Oficina Judicial de Cipolletti, se descuelgan las banderas en donde la imagen de Otoño se reproduce como un mantra. Familiares y amistades se abrazan, se consuelan, se dan fuerzas para el día siguiente. En las paredes quedará el rastro de estos días de espera y lucha. Ahora, la suerte está en manos de los jueces María Florencia Caruso Martin, Amorina Liliana Sánchez Merlo y Juan Pedro Puntel.
El 5 de febrero a las 13:30 darán su veredicto y en él, quizás resida la última oportunidad de que la justicia salve para sí misma algunas migajas de credibilidad.
Para los imputados esperamos la cárcel que los aleje de las calles y de las otras pibas.
Para Otoño, memoria viva en los corazones y las paredes de Fernández Oro, su verdad.
Actualidad
Una marcha que hace Historia
Por Claudia Acuña y María del Carmen Varela
Hay algo de revolución en este día que hará Historia y es una de las clásicas, que deja al mismo tiempo perplejas a las bibliotecas, sacude las cabezas, cuestiona a la política partidaria y enciende los sentimientos sociales. Es, además, de aquellas alegres y rabiosas, pero sobre todo, poética. Es lógico: si hay alguien a quien atribuirle la primera puntada que hizo posible esta jornada imposible es a una bordadora de esas bellas artes. Susy Shock fue quien comenzó a señalar el horizonte de esta utopía con precisión: un frente antifascista. Lo repitió tanto y en tantos lados y durante tanto tiempo, que cuando llegó el momento de escoger una palabra para esta convocatoria brotó ese término, como una flor que nace con el riego de los tiempos urgentes.
A las trabajadoras sexuales de Constitución, en general, y en la voz de Georgina Orellano en particular –a quien días antes vimos azotada por las botas policiales– les debemos la puntada que la unió con la siguiente: antirracista.
Susy Shock . Fotos Lina Etchesuri y Nacho Yuchark para lavaca.
A las travas históricas, el coraje y la memoria, que sonó como advertencia o como reto y que sintetizó la voz disonante expresada por Marlene Wayar: “Estamos cansadas de luchar porque sus manos son débiles”.
El reloj, en cambio, lo marcaron las infancias y adolescencias: el sufrimiento concreto con el que castigaron sus vidas esas palabras crueles infringidas desde lo más alto del poder institucional.
Fotos Lina Etchesuri y Nacho Yuchark para lavaca.
Dirá hoy la actriz trans Flor de la V: “Ese es el límite. Desde que asumió este gobierno hace un año y meses, no paran de agredirnos, de decirnos cosas horribles sobre nuestras identidades y lo que sucedió en Davos fue la gota que rebalsó el vaso. Hasta ahí llegamos. Tenemos una ley de género que deben respetar y una de matrimonio igualitario que no pueden ignorar. La verdad es que hace décadas que nos bancamos el maltrato y el desprecio de una sociedad, pero hoy con leyes que nos reconocen, no lo vamos a permitir más”.
Flor de la V Fotos Lina Etchesuri y Nacho Yuchark para lavaca.
Juana y Agos, de El Teje –una organización autogestiva dedicada al cuidado de las infancias trans y no binarias– lo sintetizan así: “Había que decir basta para demostrar que la calle nos pertenece, que la palabra libertad nos pertenece, por sobre todas las cosas, para demostrar que las personas a quienes no quieren dejarnos existir somos aquellas que más unimos a esta sociedad”.
Poetas, putas, travas, infancias, adolescencias y juventudes trans y no binarias, las más empobrecidas, las más castigadas, las últimas de la fila se pusieron al frente y convocaron a mover este mundo horrible al que nos quieren condenar.
Lo siguiente fue la marea que emerge, brava y colorida, para desafiar las violencias. Ese tesoro social que tiene la Argentina y que nadie, nada, nunca, puede ni predecir ni controlar.
Una vez más el Nunca Más.
Fotos Lina Etchesuri y Nacho Yuchark para lavaca.
El plan
Otra vez Juana: “Este ataque es parte de un plan económico que impone quién accede al capital y quién no, quién accede al trabajo y quién no, quiénes acceden a qué tipo de trabajo y quiénes no. Quiénes tienen que hacerlo en la prostitución, quiénes tienen que empobrecerse para que unos pocos puedan tener mucho acceso al capital”.
Agos: “Para frenar el fascismo y estos discursos de odio poner el cuerpo es una estrategia eficaz, por eso estamos todes acá, pero formar parte de El Teje me hizo darme cuenta de que una buena forma de enfrentarlo es parar la bola, escuchar y bajar el ego”.
Fotos Lina Etchesuri y Nacho Yuchark para lavaca.
Juana: “Y armar red. Lo que propone el fascismo, lo propone desde la individualidad. Si logramos combatir este plan económico que nos obliga a tener dos, tres trabajos que nos sostengan, es a partir de preguntarle a la persona que tenemos al lado –no importa si es de nuestra comunidad o no– cómo estás, qué necesitas, en qué te puedo ayudar”.
En la calle, los obreros de la UOCRA saludan eufóricamente a las columnas y los bancarios sacuden abanicos con los colores de la diversidad. Los jubilados y jubiladas bailan. Las parejas con canas sostienen carteles hechos con cartón que proclaman “Basta de fascismo” y un joven alza su cartulina escrita con marcador azul para recordar: “El pedófilo no era gay: era tu diputado”, en referencia a Germán Kiczka, el legislador de la oficialista La Libertad Avanza, cuya causa por abuso infantil fue elevada a juicio el 21 de enero.
Fotos Lina Etchesuri y Nacho Yuchark para lavaca.
El balcón es para dos estrellas, María Becerra y Lali Espósito, que saludan a la multitud mientras le cantan “¿Quiénes son?”, una complicidad espontánea y profunda, que sólo se comprende con el resto de la letra:
“Yo tiro flores, bebé.
No tengo tiempo pa`nada,
menos para atajar tu agresividad”.
Fotos Lina Etchesuri y Nacho Yuchark para lavaca.
Fotos Lina Etchesuri y Nacho Yuchark para lavaca.
Fotos Lina Etchesuri y Nacho Yuchark para lavaca.
Fotos Lina Etchesuri y Nacho Yuchark para lavaca.
#NiUnaMás
Enero femicida: los datos y conceptos que hay que recordar
Julia Monárrez Fragoso es antropóloga, profesora e investigadora. Vive en Ciudad de Juárez, México, y todos estos saberes y circunstancias la convirtieron en una experta en el crimen sistémico de mujeres. Como perito de la Corte Interamericana de Derechos Humanos tuvo que dictaminar en el caso conocido como Campo Algodonero: allí creó la relación entre el término femicidio sexual sistémico y la ley penal para fundamentar por qué el Estado era responsable de los crímenes de esas mujeres. Ese dictamen fue fundamental para condenar a México y con esa sentencia se ha construido toda la arquitectura jurídica que ahora la Presidencia de Javier Milei intenta desarmar, sin ninguna posibilidad de concretarlo. Sus dichos, coronados por el golpe bajo del ministro de Justicia Cúneo Libarona (“vamos a terminar con la joda de género”), parecen apuntar a imponer un debate dónde no lo hay, por eso mismo conviene hoy conocer datos y recordar argumentos ya que lo hace en pleno enero, mes históricamente record en estos crímenes. Este no ha sido la excepción:
29 femicidios en 31 días.
La víctima más joven tenía 19 años; la mayor, 80.
Una era madre de 7 hijos y en total la violencia femicida dejo huérfanas a 17 infancias.
La característica particular de este enero es la cantidad de mujeres miembros de las fuerzas de seguridad asesinadas por sus parejas, también policías. En un solo domingo hubo 3 víctimas asesinadas con el arma reglamentaria.
Por qué son femicidios los femicidios
Nos explica Julia, quien generosamente nos acompaña en el Observatorio Lucía Pérez con su mirada experta: la figura de feminicidio refiere a la responsabilidad que tiene el Estado en estos crímenes:
“El feminicidio sexual sistémico es el asesinato de una niña/mujer trans cometido por un hombre, donde se encuentran todos los elementos de la relación inequitativa entre los sexos: la superioridad genérica del hombre frente a la subordinación genérica de la mujer, la misoginia, el control y el sexismo.
No solo se asesina el cuerpo biológico de la mujer, se asesina también lo que ha significado la construcción cultural de su cuerpo, con la pasividad y la tolerancia de un Estado masculinizado.
Los asesinos, por medio de los actos crueles, fortalecen las relaciones sociales inequitativas de género que distinguen los sexos: otredad, diferencia y desigualdad.
Al mismo tiempo, el Estado, secundado por los grupos hegemónicos, refuerza el dominio patriarcal y sujeta a familiares de víctimas y a todas las mujeres a una inseguridad permanente e intensa, a través de un período continuo e ilimitado de impunidad y complicidades al no sancionar a los culpables y otorgar justicia a las víctimas.
El Estado lo acepta y al mismo tiempo lo presenta y lo formula como un cuerpo coherente de violencia sistémica contra las mujeres, con ideas y principios que permiten que se lleve a cabo regularmente.”
Julia Monárrez Fragoso: los crímenes de ciudad de Juárez, México, como clave para analizar los femicidios.
Sintetiza Julia: “el feminicidio/femicidio es una palabra que tiene la potencia de nombrar las razones patriarcales por las cuales las mujeres son asesinadas por parte de los hombres”.
Lo que buscan entonces es silenciarnos.
Podés leer en este PDF el artículo académico completo de Julia Monárrez, donde detalla el origen histórico y semántico del término, su apropiación como bandera de varios movimientos sociales de diversos países latinoamericanos y también lo conquistado y ahora en riesgo.
El desafío, tal como nos advierte Julia, es escapar de las simplificaciones y complejizar hasta “concebir una unidad entre el sufrimiento individual de víctimas y familiares de víctimas, y las estructuras económicas, políticas y sociales que lo sostienen, requiere tener en cuenta la hermenéutica social del sufrimiento”.
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