Nota
El 17 de Octubre al revés: racismo y política
La movilización del 1A se puede analizar de distintos modos, pero los discursos del poder sólo pueden definirse de una sola manera: racismo. La teoría decolonial para pensar el presente y las generaciones que se debaten cómo nos afecta lo que nos pasa en esta época: cómo la evadimos o cómo la cambiamos.
La movilización del sábado en apoyo al gobierno de Mauricio Macri sorprendió a muchos progres veteranos con la misma intensidad que despertó la indiferencia de los sub 30. No solo en cuanto a la participación, compuesta mayoritariamente por personas cuyos referentes (o influencers, para decirlo en término de actualidad y mercado) son dos actores -Mirtha Legrand (90) y Luis Brandoni (76)-, sino también en cuanto al impacto que representó que la calle sea ocupada por un actor social inesperado.
¿Cómo definirlo?
Arriesgo:
Como si se tratara de un 17 de Octubre al revés, lo que ocupó la calle fue un movimiento social racista. En Argentina el término es reemplazado desde hace demasiadas décadas por la palabra “antiperonismo” o su equivalente popular “gorila”, pero hoy esos términos producen la misma confusión que genera las mil formas que adquiere el partido justicialista, desplazando así un eje que quizá nos permita analizar este fenómeno en el contexto global, histórico y de profundos cambios que caracterizan los días que vivimos.
Describir como racista a este sector social no solo nos permite trazar un paralelo con las tensiones actuales de la democracia en Francia, Estados Unidos, Grecia o Alemania, sino algo más trascendente: encontrar la teoría que nos ayude a reflexionar sobre la época, sus batallas y desafíos. Así y sólo en el pensamiento decolonial se puede encontrar una larga década de producción teórica que analiza no sólo este fenómeno, sino su origen y qué representa como síntoma actual.
Es el racismo, justamente, el que ha impedido a la academia criolla actualice su currícula teórica con estos pensadores que han revolucionado el pensamiento de las ciencias sociales en toda la elite intelectual del Norte, esa que tanto gusta hacer repetir sin soplar en los claustros porteños.
Es el racismo, sin duda, el que ha impedido que un intelectual de la categoría de Aníbal Quijano sea hoy un referente en cualquier análisis político y social.
Quijano es peruano e indígena, que es lo mismo que decir choripán en idioma Puán.
Es actualmente profesor de la universidad de Binghamton, en Estados Unidos.
Su texto fundamental es La decolonialidad del poder, escrito en la década del 90. Es a la teoría social lo que El Capital, de Carlos Marx representó para la teoría económica: un horizonte político, además de una herramienta teórica. Pero Marx tuvo la ventaja de ser alemán, y Quijano la de trabajar con comunidades, así que sus teorías fueron escuchadas en Buenos Aires primero en la calle, por ejemplo en ocasión de realizarse el capítulo argentino del Foro Social Mundial en una carpa montada en la Plaza Houssey, sin presencia de intelectuales, pero sí de cientos de personas que siguieron en silencio de misa su clase magistral.
La decolonialidad del poder es una teoría que expone la siguiente tesis: lo que llamamos capitalismo es un sistema que comenzó en América con la dominación española y que luego se globalizó y dominó todas las relaciones sociales y productivas. Ese sistema se basa en un eje central: clasificar a toda la población según su raza. Surge así un paradigma de dominación que consagra al blanco del centro europeo como superior, y al resto de los colores de la raza humana como inferior, estén donde estén y se organicen políticamente como se organicen.
Esta teoría se completa con el aporte fundamental de una filósofa argentina radicada desde su juventud en Estados Unidos: María Lugones. Ella es quien, a partir de una lectura atenta de Quijano, define otro de los ejes centrales del sistema: la clasificación por sexo. El blanco dominante es varón, apunta Lugones. Y desarrolla una interesante investigación para probar que antes de la dominación española en muchas civilizaciones, tanto del Norte como del Sur, ni siquiera existían los términos “hombre” y “mujer”. Hasta tanto las personas no llegaran a la pubertad, eran para la comunidad, la cultura, la familia y la sociedad solo eso: personas. Imaginemos por un momento lo que representa en el imaginario individual y social que nadie sea definido por su sexualidad hasta que la elija. Ese paradigma fue violentamente reemplazado durante la irrupción española.
Así, violentamente, al mismo tiempo que se instauró el racismo instauró el machismo.
Así, violentamente, al mismo tiempo que instauró la explotación y el saqueo como sistema de producción se instauró el patriarcado.
Eso es lo que llamamos capitalismo.
La teoría decolonial parte de esta visión histórica para analizar el presente. Su propuesta es que miremos este mundo como el fin de una etapa que nos dominó durante más de 500 años. Y que pensemos qué viene después.
Lo que estamos viendo entonces, aquí y allá, es la irrupción de la urdimbre misma que sostiene toda la trama del sistema de poder actual. Para decirlo más simple, es un sistema basado en un acuerdo previo: los varones blancos y del Norte mandan. Y el resto, obedece. Eso mismo es lo que se está discutiendo en todo el mundo en estos momentos de todas las maneras posibles y a través de las demandas más puntuales.
Argentina expresa hoy una característica muy especial: desparramados, concentra todos los problemas que discute el mundo actual.
El Bauen representa la discusión de la producción sin patrón a un gobierno de CEO´s.
El Ni Una Menos canta “se va a caer, se va a caer, el patriarcado se va a caer”.
Los maestros defienden el territorio en el cual “caen” blancos, negros, amarillos y colorados.
En la Patagonia, el pueblo mapuche discute los límites de la frontera colonial.
En la precordillera, Esquel o Jáchal defienden lo básico: que lo que comamos y tomemos no sea ni envenenado ni enajenado.
El sábado una cantidad de personas salió a la calle a defender una democracia que no cuestione el piso colonial, aterrada quizá por lo que representa estar parada sobre algo que se resquebraja, sin saber si lo que viene será aún más tremendo.
No son personas optimistas, por cierto.
Los que creen en el futuro son las y los jóvenes, que están en otra.
¿En cuál?
Ese es el verdadero enigma de estos tiempos.
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Nota
Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar: