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Encubrimiento tras un crimen: ¿Uno menos?

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Este lunes comienza el juicio oral al sargento Lucio Montero, acusado matar a Lucas Roldán, limpiavidrios de Lugano, y de ocultar el asesinato con una causa fraguada. Lo habría hecho con la colaboración de un emblemático sargento de la Policía Federal: Rubén Percha Solares, que será acusado, en otro juicio, por encubrimiento. Sebastián Hacher resume en esta crónica los íconos de este caso: la Brigada, los medios, la justicia y esa madre que planchando camisas juntó el dinero necesario para contratar los peritos que demostraron que los delincuentes eran los policías.

por Sebastian Hacher . El Sargento de la Policía Federal argentina Rubén «Percha» Solares es un icono de la limpieza social en la zona de Lugano, el extremo sur de Buenos Aires. En los pasillos de Villa 20 se volvió célebre por la impunidad de la que hace gala. Se dice que, incluso, llegó a firmar un fusilamiento dejando un pedazo de percha sobre el cadáver de su víctima.
Hoy su suerte parece haber cambiado. Otro sargento, Lucio Montero (que actualmente está detenido), comenzará a ser juzgado por el asesinato de Lucas Ariel Roldán, un joven de 28 años que limpiaba vidrios en un semáforo de la zona. Y Solares, en otra causa que involucra además a su Brigada, será juzgado más adelante por encubrimiento. Después de tres años de lucha de la madre de Lucas, el caso empezará -muy lentamente- a llegar a los tribunales.
La tarde del 6 de marzo del 2003, el cuerpo de Lucas apareció en un automóvil robado, con un arma a pocos metros de él y más de un kilo de cocaína debajo del asiento. Le habían pegado cuatro tiros. Los policías -todos miembros de la brigada de la Comisaría 52- declararon que cuando lo quisieron identificar, Lucas los atacó a balazos y tuvieron que repeler la agresión.
Preocupada por la ausencia de su hijo, Elvira recorrió comisarías y hospitales durante seis días, hasta que encontró una publicación barrial donde se hablaba de la muerte de un «peligroso narcotraficante». Tuvo un presentimiento y no se equivocó: el muerto era su hijo. Pronto se enteró que en el operativo había participado Percha Solares, y que las familias de otros jóvenes muertos -entre ellas las de «Pipi» Alvarez, «Cañito» Gramajo, Marcelo Barboza – también lo señalaban como verdugo. Con esos familiares, Elvira tejió la trama que este cronista intentó describir en agosto del 2004, en un artículo donde se daba cuenta que Solares parecía actuar como un asesino serial amparado por el Estado.
Esto es lo que decíamos en ese entonces, en cuanto al caso de Lucas:
La versión policial fue dada a conocer por la declaración del Sargento Rubén «Percha» Solares, que fue parte del operativo. Percha dijo que mientras se desplazaban por la zona junto al resto de la Brigada de la Comisaría 52, vieron un auto sospechoso. Al darse cuenta de que eran policías, el conductor aceleró la marcha y comenzó a disparar, todo al mismo tiempo. Luego de que el supuesto hampón le acertara a la rueda del Falcon en el que iba la Brigada, perdió control del auto y chocó contra un árbol. Los cuatro miembros de la Brigada se bajaron del coche para enfrentarlo. Estaban el sargento Lucio Montero (alias «el Paraguayo»), el inspector Morteyru, el sargento La Loggia (alias «el 22») y el citado Solares. Siempre según la versión de éste último, La Loggia se escondió detrás de la puerta, Percha y Morteyru cruzaron la calle para parapetarse detrás de un cantero y Montero, el héroe de la jornada, se paró de frente al agresor.
El joven murió de cuatro balazos; uno en el cuello, dos en el brazo y otro en el tórax. Unos días después, un diario de la zona publicaba una crónica titulada:
«Uno menos: cayó en tiroteo peligroso narcotraficante».
El diario barrial, que reproducía la primera versión policial, contaba que los agentes habían encontrado dentro del coche un kilo y medio de cocaína. La crónica difería un poco de lo que luego los policías declararían en la justicia; para el periódico, al intentar escapar, el joven había perdido el control del coche y huía a pie, «mientras se parapetaba detrás de las columnas de alumbrado». En la versión judicial, el enfrentamiento se había dado a menos de un metro del automóvil. El Sargento Montero, único de los policías que disparó, logró -además de darle cuatro tiros a Lucas- romper el parabrisas delantero del coche que éste en teoría manejaba.
En esa crónica también se señalaba que el asesinato de Lucas tenía muchas similitudes con otros ocurridos en la zona. En uno de esos casos, las víctimas también fueron dos jóvenes limpiavidrios, acribillados a balazos por agentes de la comisaría 52. La diferencia fue que uno de esos jóvenes sobrevivió a los once tiros que le pegaron y contó su versión: declaró que hombres de civil los habían reclutado para bajar cajas de una camioneta, pero que cuando llegaron al lugar para hacer el trabajo, los obligaron a entrar una casa de quiniela a punta de pistola, y a la salida los recibieron a balazos. Igual que con Lucas Roldán, antes de la ambulancia y los peritos, en aquella ocasión llegaron un móvil y un fotógrafo de Crónica TV.
No se trató de un acontecimiento extraño: las causas fraguadas son una constante en la Capital Federal, y se utilizan tanto para hacer negocios –generar estadísticas o ganar asensos- como salir en la televisión.
En la mayoría de ese tipo de casos, se utilizan drogas y armas de grueso calibre para montar escenas creíbles, aunque la desidia de la justicia y el hecho de que por lo general las víctimas resulten asesinadas, ayuda a que los posibles errores en el armado de las causas queden en el olvido. Por eso se suele elegir como blanco a limpiavidrios, mendigos o adictos a las drogas. Su casi nulo acceso a la justicia es la garantía de la impunidad policial.
Nuevas pruebas
Elvira aprendió a viajar desde Rafael Castillo hasta cualquier parte, siempre con las moneditas justas para el colectivo y un termo de mate para juntar fuerzas en las horas de espera. La causa recayó en el juzgado de Silvia Ramond (la misma jueza que tuvo 14 meses en prisión a los 15 hombres y mujeres que participaron de una manifestación contra el Código Contravencional y fueron sobreseídos en el juicio oral) si bien no la cerró, la mantuvo en estado comatoso. Pero Elvira nunca se rindió. Como la justicia no le daba importancia a su caso, salió a planchar camisas ajenas para pagarle a los peritos que ella y su joven abogada contrataron para que aporten nuevos puntos de vista y señalen las irregularidades de la causa.
Gracias esa infinita paciencia, y con cambio de juez mediante, se comprobó que el relato de los policías era inverosímil por donde se lo mire. Más de tres años después del crimen, el 12 de julio del 2006, Montero, Solares y Monteyru fueron procesados como partícipes necesarios del asesinato de Lucas Roldán. En la actualidad, los tres están detenidos en el penal de Marcos Paz.
Algunos de los elementos centrales para procesarlos fueron:

  • Según el relato de los policías, la ambulancia se pidió apenas terminado el enfrentamiento y llegó pocos minutos después. Los forenses demostraron que Lucas murió entre las 14:50 y las 15:50, pero en las actas del procedimiento figura que los peritos llegaron al lugar a las 18:50 y que la ambulancia fue pedida a las 17:51. En sus declaraciones, Montero y Monteyru dijeron que el enfrentamiento fue después de las 5 de la tarde, mientras que Solares sostuvo que fue alrededor de las 15 horas. Más allá de las contradicciones entre ellos, la diferencia de horas entre la muerte de Lucas y la llegada de médicos, peritos y testigos, es tiempo precioso para armar una escena del crimen a medida del relato policial.
  • Al momento de ser asesinado, Lucas Roldán estaba alcoholizado. Los expertos coincidieron en señalar que resultaba imposible, con el grado de alcohol que tenía en la sangre, que haya podido manejar el automóvil a gran velocidad con una sola mano, mantener firme el volante y hacer cambios bruscos mientras que con la otra mano disparaba con mucha puntería contra el móvil policial. Esto, aún en el hipotético caso de que supiera manejar, cosa que la familia niega sin que nadie haya probado lo contrario, porque Lucas nunca tuvo registro.
  • Tampoco hay marcas de frenadas u otros elementos que demuestren la existencia de una persecución. Según la versión de los imputados, el móvil policial se detuvo «como clavado» luego de recibir un disparo en el radiador, y pocos metros más adelante el auto que conducía Lucas también frenó. Varios peritos coincidieron en que el disparo que recibió el Falcon policial no pudo haber provocado su detención brusca. De haber existido una persecución, es imposible que no hayan quedado marcas en el asfalto y vainas servidas a lo largo del trecho recorrido. Además, de haberse frenado el auto policial, el perseguido hubiese aprovechado para escapar. Nada puede explicar por qué en vez de hacerlo Lucas prefirió estacionar en forma prolija para luego bajarse a los tiros.
  • El argumento de cómo se dio el supuesto intercambio final de disparos no serviría ni como guión para una mala película de acción de los años 80. Según los policías, la persecución comenzó porque tuvieron un «cruce de miradas» con Lucas Roldán al verlo circular en automóvil con el torso desnudo y una gorra que le tapaba parte de la cara. Cuando pusieron las sirenas, explicaron los policías, Lucas intentó escapar y comenzó a dispararles. Al frenar, Lucas se bajó del auto y disparó contra los policías, que también dejaron el Falcon donde venían y se abrieron en abanico para repeler la agresión. En el relato policial, Montero se paró frente a frente con Lucas y lo enfrentó a tiros. Sin embargo, los peritos comprobaron que las balas que mataron a Lucas fueron disparadas desde una distancia menor a cinco metros y mayor a cincuenta centímetros. Además de ser inverosímil que el policía se haya parado frente a su agresor sin protección alguna, la posición de los disparos que mataron a Lucas no coincide con su relato.

Según se desprende de las pericias, al momento de ser asesinado Lucas estaba sentado al volante del automóvil, con la puerta cerrada y de costado a su matador. Ni siquiera lo estaba mirando de frente.

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De la idea al audio: taller de creación de podcast 

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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

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Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.

Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Darío Santillán.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Maximiliano Kosteki

Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.

El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.

Siguen faltando los responsables políticos.

Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.   

Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.

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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

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Pablo Grillo
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83 días.

Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.

83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.

83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.

83 días y seis intervenciones quirúrgicas.

83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo. 

83 días hasta hoy. 

Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro. 

Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”. 

Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).

Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca. 

El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”. 

La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».

La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería. 

Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.

Esta es parte de la vida que no pudieron matar:

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