Nota
Mar del Plata, una película de terror
El periodista de lavaca, Bruno Ciancaglini, viajó a Mar del Plata para cubrir el Festival Internacional de Cine. En la madrugada del sábado fue esposado y retenido durante 4 horas en un patrullero. Un testimonio en primera persona de la pesadilla que representa estar en manos de la Bonaerense.
(por Bruno Ciancaglini, integrante de lavaca)
Tecleo y me duelen las muñecas. Parece que pasaron semanas, pero no. Fueron tres días nada más. Y dos noches. Dos noches en las que me dormía con las manos debajo de la almohada y de repente las sacaba para ver si las esposas todavía seguían ahí.
Sábado 26 de noviembre.
Desde el martes estaba cubriendo por tercera vez consecutiva el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Ese día había entrevistado al crítico y programador peruano John Campos Gómez en su habitación del hotel Hermitage, con vista al mar, y había visto lo que para mí fueron las dos mejores películas argentinas del festival: Hermia & Helena, último largo de Matías Piñeyro, y Monger, un documental sobre el submundo del »turismo sexual» en Buenos Aires. Una película es el reverso de la otra: Piñeyro es argentino y vive en Estados Unidos. Filma, con elegancia y precisión, a una mujer argentina que viaja a Estados Unidos por una beca, sus encuentros amorosos y pormenores en una Nueva York diurna y nevada. Jeff Zorrilla es norteamericano y vive en Argentina. Su película es un documental oscuro y provocador sobre un estadounidense que vive en Buenos Aires y oficia como nexo entre turistas que viajan exclusivamente para tener sexo con prostitutas locales. Dos miradas sobre la soledad y el desarraigo.
Esa noche estábamos en una fiesta organizada por DAC (Directores Argentinos Cinematográficos) en un gran boliche sobre la playa. Un conocido, de casualidad, me presentó a Zorrilla. Lo felicité por la película y cuando me dispuse a bombardearlo con preguntas sobre el rodaje y sobre cómo se había acercado a los personajes, se encendieron las luces: la fiesta había terminado. Alguien propuso ir a la plaza Cristobal Colón a tomar una cerveza; ahí había un kiosko que vende alcohol toda la noche. Luego supe que en Mar del Plata hay ley seca, que después de las 22 solo bares y restaurantes pueden vender alcohol, pero ahí estaba, a la vista de todos, lo que por eso mismo no advertí que era la excepción a esa regla.
Accedí a ir a la plaza, entre otras cosas, porque quería hablar con Jeff sobre Monger. Llegamos y alguien compró la cerveza, pero antes de destaparla Zorrilla decidió irse: al otro día tenía varias cosas que hacer antes de la entrega de premios y ya eran las cuatro de la mañana. Quedó un grupo conformado por una guionista argentina, dos directores colombianos, uno brasilero y yo, que con la partida de Jeff ya no tenía mucho incentivo para estar ahí. Se acercó un marplatense solitario que necesitaba hablar con alguien sobre sus problemas familiares. Yo me sacrifiqué por el resto del grupo, mientras ellos tomaban la cerveza y hablaban de cine, de sus estudios en la universidad, del informe de Lanata sobre los extranjeros que vienen a estudiar y otras cosas que escuché solo lateralmente.
En ese momento se bajaron cuatro policías de un patrullero. Se acercaron de manera intimidatoria y a los gritos. Cuando me di vuelta el marplatense ya se había ido, casi como un acto reflejo. Una oficial bastante alterada pateó la botella de cerveza al piso. Los otros nos ordenaron que les mostráramos los documentos. Como no lo tenía, les mostré la credencial de prensa que llevaba colgada en el pecho.
-Tranquilos, somos invitados del festival de cine- le dije.
-A mí qué carajo me importa- respondió.
Le digo que no puede tratarnos así, que no conocemos la ciudad y que no estamos molestando a nadie. Me dice que somos infractores por estar tomando alcohol en la vía pública. Le digo que yo no estoy tomando. Me dice que estamos cometiendo una contravención. Los cuatro oficiales se van turnando para discutir con cada uno de nosotros. Todos ellos están tensos, duros.
El oficial me hace saber que tiene autoridad como para llevarme detenido. Le digo que tengo derechos. Se ríe y da media vuelta. En ese momento, tomo la decisión que marcaría el destino irreversible de una noche que ya estaba clareando. Me alejo unos metros, apunto a los oficiales con el celular y saco dos fotos.
Click, click.
Flashback.
Son las cuatro de la tarde de ese mismo sábado. Camino por la avenida Peralta Ramos desde el Hotel Provincial hacia el hotel donde me hospedo. Cuatro policías van a paso acelerado detrás de un muchacho de gorra y camiseta de fútbol. En un momento, el muchacho detiene la marcha y, en tono conciliatorio, les dice: «Dale, loco, no me peguen». La respuesta no tarda en llegar: uno de los policías saca un tubo de gas pimienta y se lo tira en la cara. El viento trae la sustancia hasta mis ojos. El muchacho se aleja caminando. Los policías, satisfechos, lo dejan ir. Me acerco al que tiró el gas y lo increpo. Con desprecio, me pide que me retire. Pregunto a unos comerciantes y transeúntes por qué hicieron eso, pero nadie sabe: nadie vio un robo, nadie vio un altercado o algo parecido.
Volvemos a la madrugada del sábado. Ya es prácticamente de día. Los oficiales se abalanzan sobre mí. Me agarran de los brazos y me llevan hasta el patrullero. Me empujan contra el capó, me ordenan que abra las piernas y que me calle la boca. Uno pone su mano sobre mi nuca, y quedo acostado sobre el calor del motor, mirando e horizonte vertical. A los demás los obligan a alejarse y les dicen que no me va a pasar nada. Le doy la billetera a mi amigo colombiano. Me sacan las demás cosas que tenía encima: el celular y la credencial de prensa.
Cada vez que pregunto por qué me detienen, me responden «callate la boca».
Pasa media hora.
Ya es completamente de día.
Me dicen que están esperando al «superior» para que él decida mi situación. Mientras tanto, hablan entre ellos en voz alta para que los escuche:
-¿Viste qué giles que son estos? Se piensan que porque son periodistas pueden hacer lo que quieran.
-Y mirá cómo terminan… ¿Este va derecho al penal, no?
-Sí, porque lo que hizo es coacción agravada, así que se come 12 horas allá, aunque para mí no dura ni dos (risas).
Llega el «superior». Conversa a lo lejos con algunos de ellos. Se acerca. Con tono intimidante, me dice que estoy en falta, cometiendo una contravención y que además puedo ir preso por coacción agravada, porque sacar fotos es una forma de amenazar a un funcionario público. Le digo que está equivocado. Me dice que me calle la boca. Habla un rato más en secreto con otro de los oficiales. Los demás me miran y se ríen. Vuelve y, con la convicción de quien sabe que ha ganado la partida, me dice:
-Claro, vos no vas a publicar nada de esto, porque te tiene que dar vergüenza ¿Qué le vas a decir a tu jefe? ¿Qué van a pensar de vos en el festival? Estás tomando alcohol a cualquier hora, no tenés excusas, te pueden echar.
A esa altura ya no tenía ni fuerza ni ganas para explicarle que:
- No estaba tomando alcohol.
- No tengo jefe.
- No tengo nada que ocultar ante el festival ni ante nadie.
Así y todo se lo dije, pero no le importó. Me di cuenta de que estaba en serios problemas. El «superior» estaba convencido -en su concepción del trabajo como un sistema de jerarquías, con premios y castigos y quizás consciente de la precarización que sufre la profesión-, de que un redactor joven detenido a altas horas de la madrugada por «tomar alcohol en la vía pública» jamás se animaría a poner en riesgo su trabajo o su prestigio y preferiría que nadie se entere de lo que pasó.
Ordenó que me esposaran y se retiró. «Ponele los ganchos duros, para que aprenda», sugirió antes de irse. Así fue que uno de los oficiales me calzó las esposas- las clásicas, las «duras», las de metal- y casi sin despegar los dientes recitó mis derechos. Pedí acceder a uno solo de ellos: llamar a mi abogada. Respondieron que podía hacerlo en la comisaría, a una cuadra de donde estaba esposado, muy cerca del kiosco que transgredía la ley seca, justo al lado del Hotel Provincial y en la entrada del Auditorio Astor Piazzolla, en el mismo edificio donde unas horas después sería la entrega de premios del festival. Para ese momento solo quedaban la guionista y mi amigo colombiano. Me dijeron que me esperarían en la puerta de la comisaría.
Me suben al patrullero. Voy con dos oficiales: la mujer y el hombre que se dio el gusto de esposarme. Ponen el auto en marcha. En vez de dar la vuelta para ir a la comisaría, toman dirección en el sentido opuesto. Pienso que en algún momento van a girar, pero siguen varias cuadras.
-La comisaría es para el otro lado- digo.
-Callate la boca- responde el oficial.
Siguen varias cuadras más en el sentido contrario a la comisaría. Por primera vez siento miedo. El oficial me dice que la podría haber terminado antes, que por hablar de más ahora estoy acá, que no sé lo que me espera. Continúan dando vueltas por calles de Mar del Plata que no conozco, lejos del Hotel Provincial, lejos de la comisaría a la que tenía que ir.
Por fin, estacionan el auto frente a un edificio. Es el complejo Vucetich, escuela y centro de operaciones de la bonaerense en Mar del Plata, aunque yo aprenderé unos minutos más tarde que es otra cosa.
Siempre esposado, me llevan hasta un pasillo en el fondo del salón central. Me hacen esperar mirando la pared. El oficial me dice que me va a ver un médico para verificar que no tengo heridas. Me repite que me esperan 12 horas de detención. Pienso que no podré ir a la entrega de premios ni a las funciones para las que ya tenía entrada. Llega otro oficial con dos detenidos más. Uno de ellos está sin remera y tiene todo el cuerpo ensangrentado (incluso los tobillos), con cortes y moretones. En fila, los tres miramos una pared descascarada con inscripciones en lapicera. Leo «yuta puta», «ratis de mierda».
El que está sin remera le pide al policía que le afloje las esposas. El policía deniega la petición. El hombre, evidentemente dolorido, insiste. El oficial niega de nuevo (no hace falta aclarar el grado de cordialidad de sus respuestas). El muchacho ensangrentado se da vuelta y, mirándolo a los ojos, repite: «Dale, aflojame las esposas». Antes de que pudiera pestañear, el policía lo da vuelta, lo agarra de la nuca y le estrella la cara contra la pared. Le da una patada en los pies y le golpea la cabeza contra el piso. «Mi» oficial me arrastra hacia un pasillo perpendicular. Me apreta contra la pared, carga el puño como si en cualquier momento me fuera a soltar una trompada y me grita que en la calle mandan ellos, que no me vuelva a hacer el piola nunca más, que iba a terminar mal, que ellos hacen lo que quieren y que no les importa si soy periodista o lo que mierda sea. El puño de su mano apunta a mi cara y tiembla como si estuviera haciendo un gran esfuerzo para no soltarlo. Afloja. Me desplaza de nuevo hacia el primer pasillo, donde el muchacho en cuero, ahora con nuevas heridas camufladas entre las otras, ya está reincorporado. Se acerca la oficial y me grita al oído: «Mirá cómo terminaste, gil. Esposado. Y yo acá diciéndote lo que tenés que hacer. Que te quede claro que acá mandamos nosotros, ¿Eh?». El oficial vuelve a cargar el puño y ella insiste, esperando una respuesta: «¿Eh?». El muchacho de cuero me advierte: «No digas nada porque te van a pegar». Confío en su criterio. Miro al piso y no respondo. La oficial insiste dos o tres veces más esperando una respuesta, pero me quedo callado. El oficial baja la mano. Se ríen.
Me hacen pasar a la sala del «médico».
Ahora me doy cuenta de que esa espera en ese pasillo no es casual. Todo lo contrario: es el momento clave, el punto ciego. Durante esa espera y en ese pasillo está el limbo.
El médico es una señora que está sentada en un escritorio frente a una computadora. Es amable, tranquila, respetuosa; casi en sintonía con lo que pasa del otro lado de la puerta de su despacho. Sin levantar la vista de la pantalla, me pregunta si tengo heridas, si tengo tatuajes, si tengo alguna enfermedad, cuánto mido, cuánto peso, dónde vivo.
Me llevan nuevamente hacia el patrullero. Me dicen que mi situación depende del fiscal. Que lo que hice es un delito penal, por lo tanto puedo ir derecho a la cárcel o pasar, repiten, doce horas en la comisaría. El auto está estacionado y el policía empieza a limpiar la puerta con un cepillo. Me doy cuenta de que las manos me laten, la circulación no fluye bien, me duelen las muñecas y siento, por primera vez, desesperación por sacarme las esposas. Una de las peores cosas de estar esposado, además de sentir literalmente el control arbitrario que ejerce el Estado sobre el cuerpo a través de ese artefacto que reduce la motricidad y la integridad psicológica de una persona, es no poder rascarse.
Terminan la limpieza del auto y arrancamos de nuevo. Ahora sí vamos hacia la comisaría del Hotel Provincial.
Los oficiales me dejan hacer preguntas, están más tranquilos. Ya me dieron la lección que querían. En la puerta está mi amigo colombiano tratando de no dormirse de pie. Son las 8:30 de la mañana. Los oficiales bajan y me quedo solo en el patrullero media hora más, con las manos que me laten cada vez más. Se acerca el que tuvo el gusto de esposarme y me dice: «Ya quedás en libertad. Esto fue para que aprendas nada más».
Me baja del auto. Camino esposado por la alfombra roja, la misma que unas horas después, entre flashes y cámaras, será transitada por celebridades del festival.
Entro a la comisaría. Me sacan las esposas. Me miro las manos y están deformadas.
La oficial y el que tuvo el gusto de esposarme me devuelven mis únicas pertenencias, que para ellos eran armas: el celular y la acreditación de prensa. Me dicen que firme el acta. La leo.
Dice que soy infractor de los artículos 72 y 74, inciso A del régimen contravencional. Más tarde buscaré qué significa esto:
Artículo 72.- (Dec-Ley 9163/78 y Dec-Ley 9399/79) Será sancionado con pena de multa del quince (15) al cuarenta (40) por ciento del haber mensual del Agente de Seguridad (Agrupamiento Comando) de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y arresto de hasta cuarenta (40) días, el que transite o se presente en lugares accesibles al público en estado de ebriedad o se embriague en lugar público o abierto al público. La pena se duplicará si se ocasionare molestias a los demás (*).
Artículo 74.- (Dec-Ley 9164/78, Dec-Ley 9321/79, Dec-Ley 9399/79) Serán reprimidos con multa entre el quince (15) y el cuarenta (40) por ciento del haber mensual del Agente de Seguridad (Agrupamiento Comando) de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y/o arresto de dos (2) a treinta (30) días:
a.- Los que individualmente o en grupo, en lugar público o abierto al público, profieran gritos, se reúnan tumultuosamente, insulten, amenacen o provoquen de cualquier manera.
Nunca me hicieron un control de alcoholemia ni me vieron con una botella en la mano, por lo tanto la primera infracción no tiene sustento.
Respecto a la segunda, tendremos que discutir qué entiende la Bonaerense por amenaza, insulto o provocación. Pero eso lo hablaré con mi abogada.
Agarré mi celular y me colgué la credencial de prensa en el pecho. Lo último que hice fue sacarle una foto a la patente del patrullero en el que me pasearon durante esa madrugada. Los dos policías, la mujer y el que tuvo gusto de esposarme, me gritaron algo que no entendí.
Volví inmediatamente a Buenos Aires. Me perdí la entrega de premios y algunas funciones que quería ver.
Me queda un sabor amargo de una experiencia que venía siendo perfecta. Pasé grandes momentos con amigos y vi buenas películas. Como La flor (primera parte), de Mariano Llinás- película que esperaba poder ver desde hace años-, que luego de tres horas y media de historias delirantes y tenebrosas termina con un cartel y una palabra que entendemos como una promesa.
Yo, después de más de cuatro horas estar esposado, me alejo caminando por la avenida Peralta Ramos y pienso en esa misma palabra, pero con signos de pregunta:
¿Continuará?
Nota
Escritos sobrevivientes: Un nuevo libro escrito por ex detenidos desaparecidos
Este 24 de marzo, a 49 años del golpe, la editorial lavaca publica Escritos sobrevivientes, un libro creado junto a un grupo de personas que estuvieron secuestradas y desaparecidas en distintos centros clandestinos de represión durante la última dictadura militar. Se presenta el próximo viernes 28, pero ya podés pasar a buscarlo por MU (Riobamba 143) desde hoy. En este texto, Claudia Acuña cuenta qué representa esta obra parida en colectivo y en medio de aires negacionistas.
Por Claudia Acuña
Este libro representa muchas cosas y todas y cada una nos parecen decisivas para estos tiempos desesperados.
Ni sé por dónde comenzar a enumerarlas, así que sin orden de importancia ni cronológico enumero algunas, aunque sin duda me faltarán otras que invito a que completen quienes lo lean.
Lo primero, para mí, es reconocer el valor social, político, histórico y ético que merecen las personas detenidas-desaparecidas por la dictadura cívico militar que azotó este país desde el 24 de marzo de 1976. No olvidamos esa fecha gracias a ellas, pero no siempre se las nombra con la relevancia que han tenido para construir verdad, justicia y memoria.
A algunas de ellas he tenido el honor de escucharlas y verlas testimoniar en los juicios de lesa humanidad, pero también en los diferentes procedimientos contra la impunidad que crearon y sostuvieron para que esos juicios sucedan.
Una y otra vez.
Una y otra vez.
Una y otra vez.
Hasta lograrlo.
Solo a una pude agradecerle con palabras y lágrimas el esfuerzo, el coraje y el legado que recibíamos por su esfuerzo, pero fundamentalmente por sus vidas consagradas a hacer posible lo imposible. Fue en la puerta de los tribunales de Comodoro Py, mientras los altoparlantes transmitían la primera condena a los genocidas responsables del centro de detención clandestino y de tortura que funcionaba en la Esma. Ahora, con este libro queremos extender esas gracias a cada una, a cada uno.
Sé, porque comprendí la lección que nos daban, que no puedo afirmar que lo hicieron solo ellas, ellos. Esa es otra de las cosas que representa este libro: el saberse parte – y reconocerlo siempre- de algo más grande, más importante y más trascendente no solo del yo, sino incluso del núcleo colectivo en el que nos organizamos, reflexionamos y tomamos fuerza para resistir. Nuestras fuerzas individuales y nuestras construcciones políticas suman, activan, empujan, pero alcanzan sus objetivos cuando sincronizan con la necesidad social, con la época y con la Historia. Tienen alas porque tienen raíces y mueven al mundo hacia lugares mejores porque se sabe más grande y más poderosa que lo que nos rodea.
Eso que aquí las y los autores definen como “subjetividad sobreviviente” nos advierte eso: somos nuestros cuerpos y la sombra que proyectan, lo que hacemos y lo que soñamos, nuestras obras y nuestra imaginación, nuestros saberes y nuestra intuición, pero también y además aquellos cuerpos, proyecciones, hechos, batallas ganadas y perdidas, que nos anteceden y desbordan para fortalecernos y sostenernos de pie. Aquello que ilumina la oscuridad es la memoria sensible: de eso se trata este libro, además.
Otra: el valor de las utopías. En los momentos más aterradores hemos gritado “Aparición con vida y castigo a los culpables”. Bueno: la noticia es que hemos tenido éxito y aquí están las personas que cuando pronunciábamos esas palabras mágicas no podíamos abrazar. Algunas de ellas son las que el tercer sábado de cada mes vimos ingresar a nuestra trinchera durante el largo y desalentador año 2024. Para nosotros ese taller de escritura significó una cita con la esperanza, cada vez. Y una comprobación: el futuro se construye con el hacer colectivo, cada vez.
Por último: este no es un libro de testimonios sobre el horror de la dictadura, sino su contracara o quizá, lo que se puede pensar después de cruzar el abismo de la impunidad.
Quizá.
Me falta todavía superar la alegría de haberlo logrado, de sostener con las manos esta pequeña utopía realizada en tiempos de saqueo de recursos simbólicos y materiales, en las cuales sólo proponerlo sonaba casi irresponsable, para poder encontrar las palabras certeras, que expresen lo que representa que personas empobrecidas y violentadas podamos hacer lo que querramos financiadas sólo por el deseo y la convicción, que siempre es política.
Quizá la palabra exacta sea una sola: Argentina.
La presentación
Escritos sobrevivientes y compila una serie de textos producidos en un taller de escritura que tuvo lugar en MU durante 2024. Estos relatos abordan historias marcadas por lo que el grupo denomina «subjetividad sobreviviente». El resultado es un conjunto de textos poéticos, políticos y filosóficos, de una potencia y belleza conmovedoras.
Participan: Rufino Almeida, Margarita Fátima Cruz, Graciela Daleo, Lucía Fariña, Mercedes Joloidovsky, Eduardo Lardies, Susana Leiracha, María Alicia Milia, Claudio Niro, Silvia Irene Saladino, Stella Maris Vallejos e Inés Vázquez.
Así lo resumen sus autoras y autores: «Un grupo de compañeras y compañeros, ex detenidos desaparecidos por el terrorismo de Estado, nos reunimos en un taller de escritura para crear textos enfocados en la subjetividad sobreviviente, mientras la voz del poder alimenta el negacionismo y la reiteración del sufrimiento popular por variados medios».
El libro se presentará el próximo viernes 28 de marzo a las 20 horas en Mu Trinchera Boutique, Riobamba 143.
Podés conseguirlo desde hoy, 24 de marzo, también en MU.

Nota
La Justicia esquiva la causa por el disparo a Pablo Grillo: “Hasta ahora no se investigó nada”

La recuperación de Pablo “es muy rápida” pero la investigación sobre su intento de asesinato, muy lenta, o directamente inexistente. Qué dijo el padre hoy frente al Hospital Ramos Mejía donde Pablo sigue pelando por su vida, aún en terapia intensiva pero con avances prometedores, y las abogadas del caso que presentaron ante la Justicia: primero Servini de Cubría y luego el candidateado a la Corte Ariel Lijo rechazaron la causa, y ahora se sortea en la Cámara Federal de Casación a qué juez le tocará investigar a quien le disparó y a sus superiores jerárquicos. Los dichos de Adorni en conferencia de hoy, y quién cortó el diálogo con la familia; las pruebas que se pidieron y las que se aportaron; y el texto de la presentación judicial en la que la familia pide ser querellante, con las pruebas que aportamos desde decenas de medios, fotoperiodistas y organizaciones sociales.
Por Francisco Pandolfi
Pablo Grillo todavía no está fuera de peligro, pero la mejoría día a día, paulatina y constante, le permite a la familia hablar ya no sólo de su estado de salud. Hasta hoy, el único foco era la supervivencia de este fotógrafo de 35 años impactado por una granada de gas lacrimógeno, fuera de toda legalidad, por las fuerzas de inseguridad comandadas por la ministra Patricia Bullrich.
La pérdida de masa encefálica y la fractura de cráneo con la que llegó de urgencia al Hospital Ramos Mejía –el miércoles 12 de marzo, cuando se desató la represión en la marcha por las paupérrimas condiciones en las que viven las y los jubilados–; la primera operación esa misma noche en la que se bajó la presión intracraneal y se le reconstruyó algo del tejido. Las pupilas que empiezan a reaccionar bien. La merma en la sedación. Los primeros movimientos – prematuros e inesperados por los propios médicos–. Otra operación por un derrame que es revertido a tiempo. La baja de los glóbulos blancos como síntoma de la baja en la infección. Y a solo una semana del disparo, Pablo abre los ojos. Y le sacan el respirador para ver cómo reacciona y lo hace agarrándole la mano a la mamá. Y por si fuera poco le susurra las palabras más hermosas a su papá: “Hola, viejo”.
Pablo continúa en terapia intensiva, en estado crítico, pero respondiendo bien neurológica y físicamente. “Es asombroso el nivel de avance que tuvo”, dice Fabián, su viejo, con los ojos emocionados e incrédulos por la mejoría impensada en tan poco tiempo. Esa sucesión de buenas noticias las que posibilitan a la familia convocar este viernes a una conferencia de prensa «para contar novedades en la causa judicial».
Primero, habla Fabián, su papá, sobre la salud de Pablo: “Las novedades son que está estable, por lo tanto es bueno. Está con los ojos abiertos y sigue sin respirador”.
Fabián lleva puesta una remera azul, con letras blancas que dicen: “Justicia por Pablo Grillo”. Se lo nota cansado, pero más distendido. Se ríe cuando cuenta: “Tengo un video con saludos de (Ricardo) Bochini, veremos si los médicos nos permiten que se lo pasemos. Si lo escucha al Bocha, va a volver a hablar seguro Pablo”. Mantiene los pies sobre la tierra: “Todavía la situación es grave: está en terapia y con riesgo de vida. Pero en ese marco todo lo que estuvo ocurriendo es favorable. A todos nos sorprendió su evolución. Incluso los médicos manifiestan que la evolución que está teniendo es asombrosa. Es muy rápida”.
Este jueves, el vocero presidencial Manuel Adorni dijo que el diálogo con la familia quedó roto desde que el padre de Pablo acusó a Bullrich de ser cómplice. Fabián le responde: “Nosotros no cortamos nada porque nunca existió el diálogo. Lo mío fue una respuesta a una declaración mentirosa de Bullrich, por tanto si es que alguien cortó el diálogo fueron ellos. Yo estoy dispuesto a escuchar, si alguien me llama”. Y agregó: “A esta altura no lo espero (ese llamado). Espero poco. Pero demostraría que tienen todavía un grado de humanidad”.
En relación a las mentiras de Bullrich sobre el trayecto del proyectil, expresó: “Me da vergüenza la forma en que fue acomodando la mentira. La va acomodando a medida que la realidad se lo desmiente, es hasta absurdo, burdo, grotesco: no sé que palabra utilizar”. Cuando le preguntaron si le diría algo al gendarme que, según los elementos reconstruidos hasta el momento, sería quien disparó (presuntamente, el cabo Guerrero), afirmó: “Personalmente no le diría nada. Sí lo vamos a decir de forma jurídica. El mejor diálogo que podemos tener con esta gente es en lo judicial”.
La causa, sin avances
Fabián estuvo acompañado por Claudia Cesaroni, de la Liga Argentina por los Derechos Humanos, y a Paula Litvachky, del CELS, organismos que patrocinarán legalmente a la familia, que este 21 de marzo se presentó ante el Juzgado Criminal y Correccional Federal Nº 1 para ser tenida en cuenta como querellante en la investigación judicial.
Lo más importante de la causa hasta ahora: desde el 12 de marzo “no se investigó nada y reclamamos que se empiece a investigar urgente”. Las abogadas cuentan el por qué: “La causa iniciada por la denuncia de la Procuvin (Procuraduría de Violencia Institucional) que dio inicio a la instrucción estaba presentada en el Juzgado 12 de Ariel Lijo, quien se la devolvió a la Jueza Servini de Cubría, que otra vez la rechazó. Ninguno de los dos quiere hacerse cargo de la investigación. Ahora irá a sorteo para definir quién la sigue. La Cámara Federal de Casación Penal tiene que resolver”. Agregan: “Hasta ahora el Ministerio de Seguridad dijo que no hará sumarios internos por el accionar de su Fuerza, lo que refleja el encubrimiento”.
La causa aún no tiene carátula porque no está radicada en ningún juzgado. La denuncia presentada es por tentativa de homicidio agravado, por abuso de autoridad e incumplimiento de funcionario público.
Dice Paula Litvachky, del CELS: “Es muy importante que la causa salga de este limbo judicial y se inicie el pedido de pruebas antes de que pase más tiempo”.
Dice Claudia Cesaroni, de la Liga Argentina por los Derechos Humanos: “Esperamos que en estos primeros 9 días en los que no se hizo nada, no haya ninguna prueba que se haya destruido, modificado, alterado. Hay cámaras del Gobierno de la Ciudad que tienen un tiempo de duración determinado, o de negocios que también se van borrando y si no las pedís inmediatamente después ya no están. Es vergonzoso que un hecho así no lo esté investigando nadie”.
Las abogadas pidieron una serie de pruebas. Las más relevantes: “Quién dio las órdenes, cómo se manifestaron esas órdenes y cuáles fueron, antes y después del impacto; cuál fue el protocolo que se aplicó, quienes integraban el equipo donde estaba incluido el cabo Guerrero y qué órdenes se le impartió a ese grupo en particular; qué armas utilizaron”. También exigen que se lo llame a indagatoria a Guerrero. “Ya hay suficientes elementos para hacerlo”.
Completa Paula Litvachky: “Hicimos una presentación con los hechos, tenemos un montón de pruebas para que se reconstruya ese tramo del operativo de modo tal que se pueda tener la responsabilidad de quién disparó y de toda la cadena jerárquica”.
Concluyen ambas: “Las pruebas están. Nunca hubo tanto registro fotográfico y audiovisual. Necesitamos el acompañamiento social para empujar a que se haga justicia y que no quieran desviar el foco de la investigación”.
Nota
La causa de la caída: la denuncia de Beatriz Blanco, la jubilada gaseada y golpeada por la Policía

Traumatismo encéfalo craneano, herida cortante e irritación ocular: las heridas causadas a Beatriz Blanco (81 años) ya forman parte de una causa judicial que inició ella misma y también la Procuraduría de Violencia Institucional, y apunta contra dos efectivos que la gasearon y le pegaron, provocando su caída. También apunta a la responsable del operativo, la ministra Patricia Bullrich, que se desplegó el miércoles de manera feroz, pero que -plantea la denuncia- es parte de un “plan sistemático”. Beatriz fue golpeada a las 16:10, antes de los principales incidentes, mientras se manifestaba en una esquina: cómo fue el momento, según relata ella misma en la denuncia y cuenta su hija. Quién es esta jubilada que trabajó de todo. Cómo está: recuperándose, enojada y “con más fuerza que nunca”. La voz de una de sus hijas junto a quienes lucha por justicia, y paz.
Por Franco Ciancaglini.
La imagen de Beatriz Blanco cayendo en seco al suelo -tras ser gaseada y empujada por dos efectivos de la Policía Federal- dio la vuelta al mundo.
En el video se ve el fin de una secuencia más larga que inicia cuando la Policía Federal empuja de manera violenta a jubiladas y jubilados que se encontraban haciendo el clásico semaforazo de todos los miércoles en el Congreso.
“Ella lo que cuenta es que estaba con el grupo de jubilados, cortando Entre Ríos, para mostrar sus carteles. Y cuando el semáforo se pone verde se vuelven a la esquina. Y en ese momento vino la policía, apurando a todos los viejos a subirse a la vereda”.
La que habla es una de sus hijas, Paula.
El relato coincide con la temprana decisión de las fuerzas de abalanzarse sobre personas que hacen lo mismo todos los miércoles -un semaforazo, y luego una movilización que da la vuelta al Congreso-: Beatriz fue atacada a las 16:10.
Esta vez, por lo especial de la fecha, los Policías iban además con el gas apretado y el palo suelto. Cualquiera que estuvo en la manifestación pudo apreciar cómo apenas una persona se acercaba a los efectivos, o incluso estando a metros, sin hacer nada, podía ser gaseado. Incluso teniendo 81 años.

Los camiones hidrantes fueron parte de la cacería desatada. Foto: Lina Etchesuri.
El arma y la palabra
Beatriz Blanco no está afiliada a ninguna barrabrava ni milita en ningún partido político.
Es jubilada.
Trabajó toda su vida como empleada en cooperativa de fletes, empleada cuidando niños, costurera, y de casera hasta los últimos tiempos.
Tiene tres hijas.
Una de ellas, Paula Ippolito, cuenta que junto a su madre Beatriz y su hermana Paula suelen ir juntas a las marchas. “Esta vez fue sola porque justo yo estaba operada de la rodilla. Suele ir, no va todos los miércoles pero cuando puede va”.
Beatriz ya conocía a varios y por eso se acercó al grupo de jubilados que realiza los miércoles el semaforazo. Luego de que la empujaran a la vereda, se puso a hablarle a un cordón policial, una práctica habitual de jubilados anodados ante la violencia sin sentido que ejercen las fuerzas: “Ella siempre es de ir y hablar, de decir qué están haciendo, cómo no les da vergüenza; mi mamá siempre como que quiere hacer conciencia. Ella le debería estar gritando al policía que estaba de espaldas y lo toca con el bastón como diciendo ´mirame´. Ahí el chabón se da vuelta y le tira el spray, y el otro que le pega con el palo en la cabeza”.
Ese combo, que representa un ataque, de gaseo, empujón y golpe, hace que Beatriz pierda el equilibrio instantáneamente, y caiga al suelo.
La primera pregunta es cómo está: “Se está recuperando. Está en reposo, en observación por el golpe que recibió en la cabeza. Está con mucho dolor en todo el cuerpo, con un poco de inestabilidad, con el dolor en los ojos por el gas que le tiraron. Tiene los ojos muy hinchadas: le tiraron gas directo en la cara”.
Este dato del gas directo a sus ojos explica a la vez la pérdida del equilibrio, desechando por tierra las mentiras del Jefe de Gabinete, Guillermo Francos, que aseguró que se “cayó sola”. También el título de la empresa La Nación que habló de que la jubilada “atacó” a la policía previo a su “caída”: “Ella le tocó con su bastón para que se diera vuelta, para que la escucharan, no golpeó a nadie. Habría que mostrar los videos enteros donde la Policía increpa primero a los jubilados para que se suban a la vereda, con la agresividad que suelen tener”.

Beatriz Blanco, tras los gases recibidos y el golpe posterior. Foto: Lina Etchesuri.
El caso de Beatriz es uno de los dos -junto al del fotógrafo Pablo Grillo- denunciados por la Procuraduría de Violencia Institucional (Procuvin) ante la Cámara del Crimen. En esas denuncias a las que accedió lavaca, el organismo que se encarga de monitorear a las fuerzas -en estos tiempos, con menos entusiasmo- presenta como “pruebas” distintos recortes periodísticos alrededor del ataque a Beatriz. Y solicita a la justicia que requiera al Ministerio de Seguridad el personal policial afectado a los lugares de ambos ataques, así como los datos de la “sala de operaciones” a la que reportaban los agentes a cargo del operativo.
Por otro lado, la propia familia de Beatriz presentó una denuncia contra los dos agentes de la Policía Federal y contra la propia ministra Bullrich. Narra en su presentación lo mismo que refiere su hija en esta nota: “Siendo aproximadamente las 16:10 hs me encontraba en las inmediaciones de la esquina de las avenidas Entre Ríos y Rivadavia de esta ciudad (…) cuando fui rociada con una sustancia lacerante por un efectivo de la Policía Federal. Inmediatamente después, y también a manos de un efectivo de la PFA, recibí un golpe en la cabeza, con un elemento que creo se denomina ‘tonfa’, lo que provoca mi caída al piso”.
Tras el golpe, Beatriz fue derivada al Hospital Argerich, donde diagnosticaron lo producido por el ataque: traumatismo encáfalo craneano, herida cortante e irritación ocular.
Por eso, por un lado, reclama la identificación de los dos efectivos que la atacaron, plausibles de ser responsables de “delitos de lesiones leves” agravadas por tratarse de personal de la fuerza. Y por otro, califica a la ministra de Seguridad Patricia Bullrich como “autora mediata” por ser responsable del operativo y algo más: la valiente presentación habla de que estos hechos son parte de un plan sistemático.

Una síntesis del plan sistemático. Foto: Juan Valeiro.
“Como en los momentos más aciagos de nuestra historia, desde el Poder Ejecutivo se ha montado un Programa de Miseria Planificada cuya consecuencia natural es la Protesta Social. Y sabido es que este tipo de políticas socioeconómicas sólo resultan aplicables cuando se pone a disposición de las mismas al aparato represor del Estado”.
Firma toda esta historia la propia Beatriz, acaso poniendo en contexto lo que representan los golpes que sufrió, su historia y el futuro por el que pelea junto a sus hijas. “Nosotras somos fieles a las marchas que son para los derechos del pueblo”, cuenta Paula, una de ellas. “No militamos en ningún partido político, siempre vamos independientes y solas”, aclara por si hiciera falta.
Paula habla siempre en plural femenino, pensando en su madre y su hermana. Desde ese lugar cuenta: “Nos están sacando todo. Nos están metiendo miedo para que no salgamos a las calles. Están imponiendo todo lo que quieren imponer. Siempre estamos atentas a todas las luchas. Esto va a por todos, no es solamente por los jubilados. A mi me han robado plata con la AFJP a pesar de que ya tengo 30 años de aportes. Estos vienen por todo, por todo lo que conquistamos”.
Junto a Natalia, las jóvenes militan tocando tambores en Batuka, uno de los conjuntos que lleva el ritmo a la calle y es la banda de sonido de la protesta social y la lucha. Hoy, del lado de la víctima, Paula asegura: “Estamos luchando para que esto no vuelva a suceder. Para que tengamos memoria y el pueblo no se duerma. No tenemos miedo. Ya la verdad que queda poco por perder”.
Esta lucha incluye, claro, a Beatriz: “Está más fuerte que nunca. Está enojada, muy enojada. Pero está fuerte para seguir la lucha”.
La lucha, ahora, es por justicia: “Solamente queremos que los responsables tengan justicia, sean los policías o la ministra de Seguridad: que la justicia trabaje a favor del pueblo. Y que no salga nadie más impune”.
¿Tenés esperanzas? “Y no. Pero hay que hacerlo igual: nos corresponde”.
La esperanza tal vez siga estando en la calle, mientras estas jóvenes sin contención psicológica ni asistencia estatal de ningún tipo enfrentan los golpes: “Estamos nosotras, las hijas, para cuidarla y para que se reponga de esto”.
¿Necesitan algo? “Sí: paz”.
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