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De nunca acabar
La mentira se pasea libremente entre el sometimiento sexual, vaginas de chocolate, fiscales que marchan por esclarecer las causas que encajonaron y funcionarios que quieren ser ejemplo de transparencia luego de usar a los servicios de inteligencia para apretar a dirigentes sociales. Pablo Marchetti y las mentiras verdaderas.
Las chicas quieren ser sumisas. Al menos se fascinan con las historias de sumisión. Una sumisión sexual, afectiva, psicológica que, dicen, surge del deseo. Las chicas se hacen cargo: van al cine, llenan los cines, desbordan los cines. Llevan puestas remeras que dicen “Soy sumisa”, con la misma naturalidad con que hace poco vimos gente con pancartas que decían “Soy Nisman” o “Soy Charlie”.
Las chicas, además, leen. No sólo van al cine a ver Las 50 sombras de Grey: la trilogía de libros de la historia de Ana Steele y Christian Grey ya vendió más en todo el mundo que la saga completa (siete tomos) de Harry Potter. Y, obviamente, esto generó el dispositivo publicitario de debates sobre la sumisión, el sadomasoquismo y un montón de prácticas sexuales más que, hasta este momento, formaba parte de una información para el pequeño círculo de iniciados e iniciadas.
Esto fue lo que pasó: lo que era para una minoría y estaba oculto salió a la luz y, dicen, ahora es una opción de mayorías. La sumisión como práctica sexual, el bondage, se ha vuelto una práctica de millones. La pregunta, entonces, es: ¿será verdad? Y hablo de todo, inclusive de las cifras de venta. ¿Serán ciertas? ¿Cómo podemos corroborarlo en un momento en que nada resulta creíble? Pongamos que sí, que hay muchas chicas que leen esos libros y se ponen la remera de la sumisión. ¿Eso significa que estamos ante la sumisomanía?
Ya tuvimos, hace algunos años (no muchos) varias “olas” juveniles disparadas desde los medios a partir de un par de casos televisados: la ola de los adolescentes que se volcaban a la militancia, la ola de los adolescentes que se emborrachaban y rompían todo, la ola de los adolescentes que se emborrachaban y hacían petes en los boliches, la ola de los adolescentes que tomaban colegios… ahora llegó el momento de la sumisión.
Palabra difícil, áspera, incómoda: la sumisión es un desafío a la libertad porque representa la negación de la libertad. ¿O debería ser una instancia más de la libertad? ¿Se puede ser libremente sumiso o la sumisión (aún la voluntaria) no tiene nada que ver con la libertad? Y si existe la sumisión voluntaria, ¿es porque forma parte de una construcción cultural, social y política? ¿Es factible elegir ser sometido como parte de un ejercicio de libertad extremo y, por lo tanto, infinito? Porque cuanto más ancha se vuelve la libertad, más grandes son sus dominios.
Pero…
De qué estamos hablando
El punto es que estamos haciendo pública una práctica privada. ¿Eso está bueno? ¿Es liberador u opresor? ¿Sirve como información y toda información es útil para ejercer libremente la sexualidad? ¿O estamos ante la creación de un nuevo cánon colectivo predigerido que sólo apunta a marcar pautas sociales que desembocan en el control de aquello más sagrado, más puro y más descontrolado, como nuestro deseo?
Continuar con la discusión sobre la sumisión significa seguir el camino planteado por una gran corporación de la industria del entretenimiento (Universal Pictures), que no sólo pretende vender una película: también intenta instalar una discusión. Y, sobre todo, una forma de presentar y consumir los fenómenos del entretenimiento, para así garantizarse no sólo esta venta, sino también las que vendrán. Es el control social lo que está en juego. Es la verdad, estúpidos.
Ok, una gran corporación del entretenimiento, pero… ¿hay alguien más interesado en el asunto? Por supuesto, las corporaciones mediáticas, que llenan páginas y minutos hablando de la película. Y las corporaciones que auspician a esos medios corporativos. Cuando no son las mismas propietarias de esos medios. Por ejemplo, ya sabemos que a Madonna no le gustó el filme, como tampoco le gustaron los libros. O sea, ¿vio y leyó todo? Y, lo más importante: ¿debería interesarnos?
“Sumisión” parece ser la palabra de moda. No sólo por el éxito arrollador (eso dicen, no sé si creerlo) de la película 50 sombras de Grey.
Sumisión es también el título de la nueva y sexta novela del escritor francés Michel Houellebecq. Una caricatura de Houellebecq en la tapa de Charlie Hebdo fue el detonante para el atentado en el que fueron asesinadas 12 personas en París, el 7 de enero pasado. O sea, 11 días AN (Antes de Nisman).
En Sumisión, Houellebecq imagina una Francia dentro de una década, en la que asume el primer presidente musulmán, porque un supuesto Partido Islámico gana las elecciones. El libro salió el mismo día del atentado en París. En realidad, el lanzamiento, con una tirada inicial de 150 mil ejemplares, estaba planeado para ese día. Y después del atentado, la fecha no se modificó. Lógico, ¿acaso alguien podía planear un modo mejor de promocionar un lanzamiento editorial? Lo mismo que vale para Universal Pictures, también vale para Flammarion, la editorial francesa que editó Sumisión. Pero también está el arte del escritor para aportar a la confusión, al negocio, al relato.
Cuando editó Plataforma, en 2002, Houellebecq hizo una lectura-lanzamiento bastante particular para la presentación de la edición en castellano. Fue en Barcelona. Mientras el escritor leía fragmentos de su novela, dos chicas desnudas se ponían moldes con chocolate tibio en sus vaginas, creando chocolatines con formas genitales que dejaban enfriar y repartían entre el público. El propio Houellebecq comió algunos chocolates durante la lectura.
¿Cuál es el límite, pues, entre la literatura y la creación de un acontecimiento mediático y comercial? Aclaro que Houellebecq es un autor que me gusta mucho y a quien considero un gran escritor. Pero, ¿cuál es el límite entre la obra y el marketing? Y no es tanto el marketing lo que importa: una obra de arte merece tener una gran repercusión. Por no contar las veces que obra y campaña de marketing son una sola cosa. No sólo eso, el problema es la operación de prensa que sostiene una obra.
Una cosa es Andy Warhol reflexionando sobre la sociedad de consumo con su repeticiones en serie del retrato de Marilyn Monroe o de las latas de sopas Campbell’s. Y otra es la llegada del libro de Tini Stoessel a las principales librerías de Roma y otras grandes capitales europeas. El problema no es el pop: el problema es el spam. Los límites, luego de la posmodernidad (¿cómo se llamará esta sociedad post-post?) se volvieron obsoletos. Entonces la mentira es la moneda corriente. Sí, otra vez la mentira. Otra vez la necesidad de crear falsas discusiones, falsas antinomias que esconden la verdad.
La mentira se escurre entre la fantasía del bondage para todos (y todas), mainstream y para adolescentes, y las fantasías políticas de la máxima estrella literaria de la muy literaria Francia. La mentira va de la vagina ultralamida de Anna Steele, cortesía de Christian Grey, a las vaginas de chocolate servidas por Monsieur Houellebecq. Mentiras que lo tiñen todo y que hacen que casi nadie se pregunte por la verdad, porque a casi nadie le interesa la verdad.
Mientras tanto, la verdad…
Por casa, lo mismo da
Es difícil sostener la búsqueda de una idea de verdad que parece no existir. Pero lo llamativo no es eso: lo que llama la atención es la comodidad con que nos resignamos a no escuchar lo que se acomode a nuestro molde, como chocolate en vagina. No queremos la verdad, nos conformamos con lo que nos quede cómodo. Por eso creemos que lo que nos pasa es porque sólo nos pasa a nosotros. Que este es el único país del mundo donde pasan estas cosas. Y que lo que ocurre aquí es universal.
La ilusoria antinomia K-anti K nos da la impresión de que divide al planeta como si no se tratara de un infladísimo fenómeno local, sino de un nuevo orden mundial, algo así como el resurgimiento de la Guerra Fría. Eso creemos, mientras nos miramos el ombligo. Quienes se sienten K y quienes se consideran anti K. Hacen de estas categorías una cuestión de fe, y siguen estos postulados como si de corpus teóricos se tratara.
La muerte del fiscal Alberto Nisman no hizo más que profundizar esta brecha ilusoria y desmedida. Y como nunca se puso de manifiesto la imposibilidad de encontrar la verdad en la Argentina actual. Casi tanto como en el bondage de Hollywood o en las literarias vaginas de chocolate, la verdad en el país está acorralada por gente que jamás reconocerá que hay que deponer miserias para alcanzar algo parecido a la justicia.
Por un lado, el Gobierno sobreactúa el odio a quienes anteayer fueron sus aliados. Hace con Stiuso y los sectores más nefastos de los servicios de inteligencia y la “justicia” lo mismo que hizo alguna vez con Clarín o Hugo Moyano: pasaron de ser aliados a los que nadie criticaba ni mostraba un solo archivo, a ser los agentes de la antipatria a los que hay que escrachar como enemigos.
No está mal escracharlos: lo que está mal es haberlos cuidado tanto antes. En el caso de Clarín y de Moyano, podrá aducirse como atenuante la necesidad de cuidar una gobernabilidad que puede resultar endeble. Recordemos que en Grecia, Syriza no dudó en aliarse con la ultraderecha racista y homofóbica para formar gobierno. De todos modos, la ruptura con Moyano generó una alianza con sectores sindicales que están a la derecha de Moyano, como Gerardo Martínez. Pero bueno, pasemos esto por alto. Supongamos que se trata de realpolitik.
La alianza con los ultra reaccionarios servicios de inteligencia fue más compleja y repudiable. Porque no se trató de “dejar hacer” a sectores nefastos para garantizar una gobernibilidad vulnerable. Hubo allí negocios en común que incluyeron carpetazos a opositores de todo tipo, redes de espionaje a luchadores sociales y la implementación del Proyecto X, que abarcó desde militantes de izquierda hasta curas villeros y, sí, sectores del propio oficialismo, como dirigentes del Movimiento Evita.
Por otra parte, el proyecto de modificación de los servicios de inteligencia responde a otra práctica muy común en el Gobierno: presentar con una pomposa retórica progre algunas medidas que, en los hechos, nada cambian o tienen aspectos tan negativos como positivos. Pasó con la modificación del Código Civil, con la “estatización” de YPF (que no fue tal y que terminó siendo un traspaso de Repsol a Chevrón) y pasa ahora, con una ley que no modifica casi nada. Lo peor es que tras esa hojarasca se pierde una oportunidad histórica para cambiar las cosas en profundidad.
Claro que del otro lado…
Marcha de los que callan
La marcha del 18F es la consumación de una gran hipocresía por parte de buena parte de la oposición. El juego es el siguiente: por un lado, el Gobierno expulsa de su conglomerado de medios a las voces opositoras. Entonces la oposición busca amplificar sus reclamos en los medios opositores. Y van donde los medios opositores les ponen cámaras. Si esos medios opositores van a cubrir una marcha, la mayoría de los dirigentes asiste, aún a regañadientes, para no perder su oportunidad de estar frente a las cámaras.
Eso los más honestos, claro. Los
demás, hacen su negocio sucio. Y transforman a Nisman en un héroe, por más que antes lo crucificaron, cuando los investigó a ellos. Porque no importa, acá nadie tiene pasado. Si la verdad no existe, la historia de cada uno, tampoco. No importa si Nisman era un tipo que trabajaba para servicios de inteligencia extranjeros. Ni siquiera importa si en lugar de haber sido asesinado,
el tipo realmente se suicidó. Porque podría ser, hay pruebas para pensar eso. Quién sabe. Pero no, no puede pensarse algo así. No hay margen
político para asumir una verdad que no es la verdad que se espera.
Allá van, entonces. Los mismos que, cuando pudieron, utilizaron a estos mismos servicios de inteligencia para hacer exactamente lo mismo por lo que acusan hoy al Gobierno Nacional.
No están equivocados en lo que dicen del Gobierno. Del mismo modo que en el Gobierno no están equivocados sobre lo que dicen de la mayoría de la oposición. El problema no es lo que dicen, sino lo que callan.
Cuestión de fe
Una vez más, la imposibilidad de encontrar la verdad. Que no pasa tanto por ocultar pruebas, sino porque, aunque las pruebas estén, ya nadie va a creer en ellas. Entonces, la mentira. Sí, la mentira asumida como tal parece ser la única verdad.
Hubo un momento en el que la sociedad se consolaba con el “roba pero hace”. Hoy la consigna bien podría ser “miente, pero admite”. Y de ser así, deberíamos a esperar a un nuevo mesías, a un Luis Barrionuevo que dijera públicamente “acá tenemos que dejar de mentir por lo menos por dos años”.
Los servicios de inteligencia son la máxima usina productora de esa mentira. Son la bestia negra de la democracia, la institución para la que nunca terminó la dictadura, la que no cambió nada, más allá de sus jefes políticos, de este y de todos los gobiernos elegidos en las urnas. De ese gran agujero negro el actual oficialismo se aprovechó como nadie en los los últimos 12 años. Pero también hicieron lo suyo muchos (muchísimos) políticos, periodistas, empresarios y sindicalistas opositores. Por no hablar de la Justicia, ese otro agujero negro, que hoy de manera hipócrita decide movilizarse “por un colega muerto”.
Unos usaron a Nisman vivo y otros usan a Nisman muerto. Y lo hacen porque Nisman fue parte de todos ellos. Todo vale si se trata de esconder la verdad. Una verdad que parece cada vez más inalcanzable entre tanta mentira.
Es la mentira la que está en juego.
La mentira social y la mentira íntima.
La mentira del deseo personal puesto a consideración pública, no importa si se trata de la repercusión de una película o del trabajo de los espías.
La mentira de no poder desear lo que cada uno desea:
Justicia
Sexo
Verdad
Libertad.
Una mentira bondage, una mentira sumisa, una mentira atada, ultrajada, masturbatoria.
Una mentira cómplice: la mentira de nunca acabar.
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