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El país del nomeacuerdo

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La violación de los derechos humanos durante la dictadura uruguaya sigue siendo un tema que avanza tan lentamente como el movimiento social que lo sostiene.

En Uruguay los conflictos sociales y políticos no llegan a la explosión, porque “toda tensión se compone o compromete, al final, en un acuerdo”, escribe Carlos Real de Azúa en 1973. El más lúcido intelectual uruguayo del siglo 20 acuñaba en los años de mayor confrontación de clases y proyectos, el concepto de “sociedad amortiguadora” para dar cuenta de sus propias perplejidades, entre las que destacaba el tono “conformista”, que observaba incluso entre aquellos compatriotas más castigados por la crisis de aquellos años.
El análisis –mucho más intrincado, complejo y profundo que lo que permite una brevísima referencia–, puede aplicarse con puntos y comas a la breve historia del movimiento por los derechos humano uruguayo. Cómo surge, crece y se desarrolla este movimiento, los modos como la sociedad ha ido procesando la cuestión de los desaparecidos, torturados, presos y exiliados, revela que las generalizaciones no valen, ya que el paisito presenta un conjunto de peculiaridades que desafían buena parte de los estereotipos al uso, más allá de las fronteras.
Un país de instituciones
El primer organismo de derechos humanos que nace en el país es el Serpaj, que comienza a funcionar recién en 1981, en la última etapa de la dictadura (que finaliza en 1985), y luego de que Adolfo Pérez Esquivel ganara el Premio Nobel de la Paz.
Hasta ese momento el apoyo a los presos era una cuestión básicamente familiar, aunque había pequeñas reuniones de personas en torno a la solidaridad con los prisioneros. A diferencia de lo sucedido en otros países de la región, no hubo movilización por los derechos humanos hasta que el régimen comenzó a aceptar la acción pública del movimiento sindical y estudiantil, luego de que la reforma constitucional que propusiera la dictadura fuera derrotada en las urnas, en 1980.
En mayo de 1983, poco después del primer acto sindical autorizado por el régimen, comenzaron las reuniones entre todos los partidos para buscar una re-democratización negociada. Luego de múltiples reuniones, de idas y venidas por la intransigencia de los militares, y de un breve período de intensificación de la represión, se firma el Pacto del Club Naval, el 3 de agosto de 1984.
El Partido Colorado, el Frente Amplio y la Unión Cívica firmaron con los militares las “Bases para la transición”, un documento cuyo contenido nunca fue revelado, que estipulaba la realización de elecciones en noviembre de ese año y en los hechos significó el fin de la dictadura. El Partido Nacional no participó en el Pacto, ya que su principal dirigente, Wilson Ferreira Aldunate, estaba proscripto, al igual que el dirigente del Frente Amplio, Liber Seregni.
Es interesante constatar cómo se salió de la dictadura de un modo pacífico. El régimen no cayó ni fue fracturado por la protesta social, sino que tuvo aire suficiente como para sobrellevar más de un año de negociaciones, en las que incluyó a todos los partidos. Aun los más radicales terminaron disciplinándose y aceptaron las decisiones de la mayoría del Frente Amplio, sin que se produjeran desbordes callejeros.
Durante un año, aproximadamente, las fuerzas sociales nacidas durante la dictadura (el Plenario Intersindical de Trabajadores, la asociación estudiantil Asceep, la Intersocial creada junto a las cooperativas de vivienda y el Serpaj) tuvieron un importante protagonismo que, por momentos, desplazó a los partidos del escenario central: la calle. Sin embargo, la cultura política institucional del país se impuso y los partidos recuperaron el centro del escenario político con el Pacto del Club Naval.
La caducidad y sus consecuencias
La violación de los derechos humanos durante la dictadura militar fue un tema candente durante el primer gobierno de Julio María Sanguinetti (1985-1990). Hasta que en diciembre de 1986 el parlamento aprobó la ley de impunidad, con un increíble nombre que lo dice todo: “Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado”.
La indignación popular se tradujo en la inmediata formación de más de 300 comisiones barriales en Montevideo, que luego se extendieron al Interior, para trabajar por la derogación de la ley. El camino adoptado fue el natural en un país amortiguador de los conflictos sociales: juntar firmas para convocar un referendo revocatorio. Fue un movimiento importante, quizás el más novedoso y creativo en la historia reciente uruguaya. Un dato no menor: las tres principales referentes públicas del movimiento eran mujeres y buena parte de quienes se movilizaron, incluyendo las brigadas que recorrieron el país casa por casa, fueron jóvenes. La campaña, de casi dos años, consiguió modificar las formas tradicionales de hacer política, por lo menos durante los tres años que existió. En abril de 1989 el 57 por ciento de los uruguayos votaron amarillo, a favor de mantener la Ley de Caducidad, y sólo el 43 restante votó verde, el color de la lista que clamaba por su anulación.
El tema salió de la agenda política durante un largo período. Recién a partir de 1996, al calor de la aparición de la agrupación HIJOS en Argentina, se comenzaron a realizar las Marchas del Silencio todos los 20 de mayo, en la misma fecha del asesinato, ocurrido en Buenos Aires en 1976, de cuatro uruguayos: Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo y William Whitelaw.
En 2005, cuando asumió la presidencia Tabaré Vázquez, se decidió no anular la Ley de Caducidad, pero varios militares y civiles fueron encarcelados y procesados a partir de 2006. En paralelo, se realizaron excavaciones en cuarteles en donde se encontraron restos de desaparecidos. El argumento del Poder Ejecutivo en el sentido de que aún sin derogar la ley de caducidad se podía hacer justicia, resultaba en parte respaldado por ambos hechos.
En 2007 se lanzó una campaña apoyada por la central sindical, los estudiantes universitarios, diversos movimientos sociales, algunos partidos del Frente Amplio y los organismos de derechos humanos, para volver a juntar firmas para convocar un nuevo referendo que derogara la ley. Una parte del Frente y el propio gobierno argumentaban que en la medida en que la ley de impunidad había sido reafirmada por un plebiscito, debía ser otra consulta popular la que la derogara, porque si se hacía mediante una votación parlamentaria podría tener menos legitimidad.
En 2009 el Poder Legislativo y la Suprema Corte de Justicia declararon, cada una, la inconstitucionalidad de la ley. Finalmente, en las elecciones del 25 de octubre de 2009, en las que triunfó José Mujica, se votó también por la derogación de la Ley de Caducidad. Un nuevo fracaso, ya que la propuesta alcanzó sólo el 48 por ciento de los votos. En 2010, el parlamento votó una ley “interpretativa” que en los hechos anulaba la ley de caducidad, pero la negativa de un diputado tupamaro a votarla hizo imposible su aprobación por un solo voto.
La política institucional sigue modelando la vida cotidiana del país. Tal vez hoy la sociedad uruguaya sea más amortiguadora que la de medio siglo atrás, como lo probaría el hecho de que la izquierda social volvió a repetir el error de confiar en las urnas para abolir una ley inmoral e ilegítima.
Sin embargo, algo muy de fondo está cambiando: con 10 mil presos, Uruguay es el país de la región que tiene la mayor tasa de encarcelados por habitante. La amortiguación funciona sobre todo para esas clases medias consumistas que se denominan a sí mismas como “ciudadanos”, que excluyen sistemáticamente a los más pobres, o sea a mujeres, niños y jóvenes de piel del color de la tierra.

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