Mu54
Animaladas notables
Crónicas del más acá.
Yo he vivido confundido, eso es notorio para cualquiera que me conoce. Incluso para los que no. Por ejemplo, en Lanús hay una enorme empresa de colectivos (ni bus ni bondi: colectivos) de color verde y blanco, el 37. Un clásico sureño. Y uno liga esa antigua empresa con su infancia, con paseos y vivencias y hasta le da un cierto carácter folclórico a esa asociación ilícita que se hace entre el viaje en colectivo y la vida.
Una pelotudez.
Porque uno no sabe si la empresa está conformada por un rejunte de negreros de la peor estofa o si contamina como nadie o si no paga impuestos o si las medidas de seguridad son “agarrate fuerte que chocamos”. O todo eso junto.
Romantizo lo peor del capitalismo y así me va.
El sábado a la tarde me subí al 37 y atravesé zonas del conurbano Sur con cierto encantamiento limítrofe con la estupidez. El 37 recorre barrios sólo conocidos por quienes lo habitan (y por el 37), dignos de Marechal. Barrios chatos y grises, tajeados por restos de fábricas devenidas en Macro Algo o simplemente abandonadas, emblemáticas de un pasado feliz que nunca lo fue.
Ya se sabe de la invencibilidad de ciertos mitos.
Después, el 37 cruza el puente Vélez Sarsfield, puente de pobre marketing, para ingresar a la avenida del mismo nombre, que después se llama Entre Ríos y finalmente deviene en la coqueta Callao.
Prócer, Patria, geografía y conchetez: el crisol de razas.
El 37 pierde su encanto conurbano, se saca las pilchas barriales, se coloca sus mejores galas y desemboca por Las Heras en Plaza Italia. Ahí, cual inmigrante desorientado me fui para la Rural. Una muestra de Nuestros Caballos y Nuestros Perros se anunciaba. No tengo ninguno de los dos y como se trataba de la Rural, fui a recuperar lo que me habían afanado.
Siempre me impresiona la Rural. Es una suerte de tensión entre la indignación y el asombro. Allí están ellos. Siempre.
Un pelado proletario que salía con niños a la rastra me regaló una entrada y me mandé sin pagar. Solidaridad popular y redistribución anarco de la riqueza.
Que Biolcatti venga por mí.
Venceremos.
En el pabellón de Nuestros Caballos había un remate. Pista al medio, sillas alrededor, gente paquetísima y el rematador con voz tonante: “Linda yegua, mansa, bien montada”. Y parece que era importante lo de bien montada porque ¡dale el tipo repitiendo el atributo! Yo, canchero y ganador, sonreía buscando una mirada cómplice de picardía criolla y pornográfica.
Un pelotudo marítimo.
Falsamente digno y disimulando, enfilé a los ¿studs? ¿stands? donde hay encerrados caballitos de todos los colores y tamaños, peinados, lustrados, cepillados, encerados. Sus cuidadores igual. Todo bien con los caballos, pero les desconfío. Nunca sé muy bien si miran de frente. Y no se puede confiar en un individuo que te mira perpendicular. O parece. Mucho noble equino y todo eso, pero la mayoría pone su patricio (y cepillado) culo para el lado en que uno los mira. Seguro que los tipos (y las tipas) están hartos. Pero yo no tengo la culpa y el culo de un caballo no es un paisaje gratificante.
Una madre profundamente indignada porque su pequeño monstruo, popularmente conocido como hijo, le reclama un caballito de plástico pontifica algo así como “para qué mierda querés un caballo de plástico si está lleno de caballos de verdad”. El interpelado, fiel a la Modernidad Líquida, no entra en razones y se mantiene inoxidable en su reclamo. La violencia se ve venir y como buen cobarde, me retiro. Otro monstruo (léase niño) de unos 3 años está metiendo su manito en la bosta, absolutamente fascinado con su pastosidad, mientras su padre, mate en mano, mira a una yegua de dos patas que atraviesa el recinto.
Por todos lados, ellos. Llenos de cotillón gauchesco, con bombachas y alpargatas más caras que un traje.
Ellos en su casa. Ellos en su estancia.
En busca de raíces populares me voy para el lugar de Nuestros Perros. Allí hay circuitos con aros de plástico, túneles, subibaja, pelotas, aparatejos colgantes, donde una variada gama de pichichos muestra su destreza con una pericia objetable… Uno, (que debía ser fino, pero no) de largas orejas y un correr entusiasta, se ocupa de tirar absolutamente todo, armando un desorden fantástico. Luego se sienta mirando amorosamente a su entrenadora en reclamo de su chiche. La entrenadora lo mira fijo, el tipo mueve la cola, los demás perros reclaman sus derechos a armar quilombo… La entrenadora no lo asesinó tal vez por amor, tal vez porque todos nos reíamos o tal vez porque decidió esperar para perpetrar el crimen.
Millones de niños amenazan la estabilidad del Universo gritando, llorando, pidiendo algo, lo que sea pero ya, ante padres de mirada perdida que se interrogan acerca de los pecados que están pagando. En una pista, un perro pastor, escocés o santiagueño, chiquito, blanco y negro, arrea ¡gansos! hasta su jaula. El can se toma en serio su tarea, los gansos también y yo siento que algo no encaja en mi comprensión del mundo.
En otra parte, peluqueros atienden a espantosos perros blancos haciéndoles un corte que carece de la sensatez del ridículo, con rodetes y pompones y plumeros en la cola. ¿Eso no es maltrato animal?
Un enorme rotweiler, gordo como una vaca, se deja acariciar por todo el mundo mientras su lengua kilométrica y su cara desencantada habla de un hartazgo existencial. Una suerte de Schopenhauer cánido.
Mucha gente, todos comiendo.
Todos.
Los puestos de comida repletos y la gente en tránsito masticando y masticando. ¿Por qué? Hambre no es.
En el pabellón principal, con letras delicadamente grabadas, el ayuda memoria con el nombre del fundador, José Alfredo Martínez de Hoz.
Afuera, cuando me iba a tomar el 37 de vuelta a la Patria Chica me crucé con los otros perros. Esos que no son nuestros, que son de nadie, enfermos, maltrechos, olorosos, custodiando a veces a alguien que busca ser humano.
No vi carros ni caballos moribundos. Tampoco pude ver mi alma por ningún lado.
En la vereda mugrienta, un globo amarillo termina su viaje a mis pies.
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