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Chosmky: «¿Hacia dónde se dirige el mundo?»

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Este texto es un extracto de la Lakdawala Memoria Lecture, pronunciada en Delhi, por Noam Chomsky. Casi una clase magistral, donde traza su análisis del mundo luego de la invasión a Afganistán.

El nuevo milenio ha comenzado con dos crímenes monstruosos: los atentados terroristas del 11 de septiembre y la respuesta a los mismos, que a buen seguro se ha cobrado un número mucho mayor de víctimas inocentes. Las atrocidades del 11 de septiembre se han considerado un acontecimiento histórico, y es cierto. Pero deberíamos dejar claro por qué.Esos crímenes representan quizá el más devastador tributo humano instantáneo jamás pagado, a no ser en la guerra. La palabra ‘instantáneo’ no debería pasarse por alto; es triste, pero cierto, que los crímenes no son en absoluto infrecuentes en los anales de una violencia que se acerca mucho a la guerra. Las consecuencias son una de sus innumerables ilustraciones. La razón por la que ‘el mundo nunca será igual’ tras el 11 de septiembre, usando la frase ahora tan en boga, es otra.

La dimensión de la catástrofe que ya ha tenido lugar en Afganistán, y lo que puede venir a continuación, sólo se puede suponer. Pero sí conocemos las proyecciones en las que se basan las decisiones políticas, y a partir de éstas podemos entender un poco la pregunta de hacia dónde se dirige el mundo. La respuesta es que avanza por sendas muy trilladas. Incluso antes del 11 de septiembre, millones de afganos se mantenían -apenas- gracias a la ayuda alimentaria internacional. El 16 de septiembre, el New York Times informó de que Washington había ‘exigido la eliminación de los convoyes que suministran buena parte de los alimentos y otros bienes a la población civil afgana’. No se detectó ninguna reacción en EE UU o Europa a la exigencia de que una enorme cantidad de desposeídos fuesen sometidos al hambre y a una muerte lenta. En las semanas siguientes, el principal periódico del mundo informó de que ‘la amenaza de ataques militares ha obligado a evacuar a los trabajadores de las organizaciones de ayuda internacional y ha paralizado los programas de ayuda’; los refugiados que llegaban a Pakistán, ‘tras un duro viaje desde Afganistán, describen escenas de desesperación y miedo en su país, mientras la amenaza de ataques militares dirigidos por EE UU convierten la miseria que padecen desde hace tiempo en una potencial catástrofe’. ‘El país pendía de una cuerda de salvación’, dijo un voluntario evacuado, ‘y acabamos de cortarla’.

El programa de alimentación mundial de Naciones Unidas, así como otras asociaciones, lograron hacer algunos envíos de alimentos a comienzos de octubre, pero, tras el bombardeo, se vieron obligados a suspenderlos para reanudarlos más tarde a un ritmo mucho más lento, mientras los organismos de ayuda condenaban ‘sin paliativos’ los lanzamientos aéreos de ayuda estadounidenses, ‘herramientas propagandísticas’ apenas disimuladas. El New York Times informó, sin comentarios, de que se preveía que el número de afganos necesitados de ayuda alimentaria aumentaría en un 50% como resultado del bombardeo, hasta llegar a 7,5 millones de personas. En otras palabras, la civilización occidental basa sus planes en la suposición de que pueden provocar la muerte de varios millones de civiles inocentes: no talibanes, sino sus víctimas. El mismo día, el líder de la civilización occidental volvió a rechazar con desdén las ofertas de negociación hechas por los talibanes y su petición de que les dieran pruebas creíbles que sustentasen las exigencias de capitulación. Su postura se consideró justa y adecuada, quizá incluso heroica. El relator especial de la ONU para el Derecho a la Alimentación rogó a EE UU que acabara el bombardeo, que estaba ‘poniendo en peligro la vida de millones de civiles’, y renovó el llamamiento de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Mary Robinson, que advirtió de que se gestaba una catástrofe como la de Ruanda. Ambos llamamientos fueron rechazados, como los de los principales organismos de ayuda humanitaria. Y prácticamente no recibieron cobertura informativa.

La FAO había advertido a finales de septiembre de que más de siete millones de personas podrían morir de hambre a no ser que se renovase inmediatamente el envío de ayuda y se pusiese fin a la amenaza de acciones militares. Una vez iniciado el bombardeo, la FAO avisó de que se iba a producir una catástrofe humana todavía más grave, de que el bombardeo había interrumpido la siembra que proporciona el 80% de las provisiones de grano al país, de forma que los efectos el año próximo serán todavía más graves. Tampoco se publicó.

Estos llamamientos no hechos públicos coincidieron con el Día Mundial de la Alimentación, del que también se hizo caso omiso, como de la acusación del relator especial de la ONU de que los ricos y poderosos tienen los medios, pero no la voluntad, de superar este ‘genocidio silencioso’.

Los bombardeos aéreos han convertido las ciudades en ‘ciudades fantasma’, informaba la prensa, y han destruido las fuentes de energía eléctrica y de agua, una forma de guerra biológica. Se informó de que el 70% de la población había huido de Kandahar y Herat, la mayoría al campo, donde, en tiempos normales, entre 10 y 12 personas mueren o quedan lisiadas cada día por las minas. Esas condiciones son ahora mucho peores. Se han suspendido las operaciones de desactivación de minas de la ONU y las armas estadounidenses que no han explotado se suman a la tortura, especialmente la mortal metralla de las bombas de fragmentación, mucho más difíciles de eliminar.

Si nos fiamos de los precedentes, sabemos que nunca se conocerá, ni se investigará, el destino de estos desgraciados. Eso es algo que se reserva para las consecuencias de los crímenes imputables a enemigos oficiales. En tales casos, la investigación toma en consideración adecuadamente no sólo a los que han muerto inmediatamente, sino al número infinitamente mayor de los víctimas de las políticas que se condenan. En caso de investigarse, los criterios para nuestros crímenes son completamente diferentes. Los efectos de los actos criminales no se tienen en cuenta. Suceda lo que suceda en Afganistán, si se investiga, se culpará a cualquier cosa -la sequía, los talibanes- menos a los que consciente y deliberadamente han perpetrado unos crímenes que sabían que iban a causar una matanza masiva de inocentes.

Sólo quienes desconocen la historia contemporánea pueden sorprenderse de ello. Al fin y al cabo, las víctimas no son más que ‘tribus incivilizadas’, como dijo desdeñosamente Winston Churchill de los afganos y los kurdos cuando pretendía, hace 80 años, usar gas venenoso para inspirarles un ‘vivo terror’. Y tampoco en este caso sabremos mucho de las consecuencias. Hace diez años, Gran Bretaña tuvo la iniciativa de instaurar un ‘gobierno abierto’. Su primer acto fue eliminar del archivo público todos los informes sobre el uso de gas venenoso contra las tribus incivilizadas. Si hay que ‘exterminar a la población indígena’, que así sea, declaró el ministro de la Guerra francés al anunciar, a mediados del siglo XIX, lo que se estaba haciendo, y no por última vez, en Argelia. Es así de fácil. Lo que sucede ahora en Afganistán es clásico, forma parte de la historia contemporánea. Es normal que suscite poco interés o preocupación, y que incluso no sea noticia.

Los crímenes del 11 de septiembre son, de hecho, un punto de inflexión histórico, y no por su magnitud, sino por su objetivo. Es la primera vez, desde que los británicos quemaron Washington en 1814, que EE UU ha sido atacado, o incluso amenazado, en territorio nacional. No debería ser necesario revisar lo que les ha sucedido a los que se cruzaron en su camino o les desobedecieron en los siglos transcurridos desde entonces. El número de víctimas es enorme. Por primera vez, las armas han apuntado en sentido opuesto. Es un cambio histórico.

Lo mismo se puede decir, de manera más dramática, de Europa, que ha sufrido destrucción asesina, pero por guerras internas. Mientras tanto, las potencias europeas conquistaban buena parte del mundo de manera no muy cortés. Con raras y limitadas excepciones, no fueron atacadas por sus víctima
s extranjeras. El Congo no atacó ni devastó Bélgica, ni las Indias Orientales, Holanda, ni Argelia, Francia. La lista es larga, y los crímenes, horrendos. No sorprende, pues, que Europa se horrorizase ante las atrocidades terroristas del 11 de septiembre.

Pero, si bien éstas señalan un cambio drástico en los asuntos mundiales, la respuesta no representa cambio alguno. Los líderes estadounidenses y de otros países han señalado correctamente que enfrentarse al monstruo terrorista no es una tarea a corto plazo, sino de larga duración. Por tanto, deberíamos considerar atentamente las medidas a tomar para mitigar lo que se ha denominado, en las altas instancias, ‘el maligno azote del terrorismo’, una plaga extendida por ‘depravados que se oponen a la civilización’ en ‘una vuelta a la barbarie en plena edad contemporánea’.

Deberíamos comenzar por identificar la plaga y a los elementos depravados que están haciendo que el mundo vuelva a la barbarie. La acusación no es nueva. Las frases que acabo de citar son del presidente Reagan y su secretario de Estado, Shultz. El Gobierno de Reagan llegó al poder hace 20 años y proclamó que la lucha contra el terrorismo internacional sería el elemento central de la política exterior estadounidense. Respondieron a la plaga organizando campañas de terrorismo internacional de una escala y violencia sin precedentes, que provocaron incluso que el Tribunal de Justicia Internacional condenara a Estados Unidos por ‘uso indebido de la fuerza’ y que una resolución del Consejo de Seguridad hiciera un llamamiento a todos los países a observar el derecho internacional, resolución vetada por EE UU, que votó también en solitario con Israel (y en un caso, El Salvador) contra resoluciones similares de la Asamblea General. La orden emitida por el Tribunal Superior de Justicia de que se pusiese fin al terrorismo internacional y se pagasen sustanciales indemnizaciones fue rechazada con desdén en todo el espectro de opinión; los votos de la ONU prácticamente no recibieron cobertura informativa. Washington reaccionó multiplicando las guerras económicas y terroristas. También dio órdenes oficiales a las tropas mercenarias de que atacasen ‘objetivos fáciles’ -objetivos civiles indefensos- y evitasen el combate, algo que podían hacer gracias a que EE UU controlaba el espacio aéreo y proporcionaba un complejo equipo de comunicación al ejército terrorista que atacaba desde los países vecinos.

Esas órdenes se consideraban legítimas siempre que cumpliesen criterios pragmáticos. Un importante analista, Michael Kinsley, considerado el portavoz de la izquierda en el debate general, sostuvo que no bastaba con rechazar las justificaciones del Departamento de Estado acerca de los ataques terroristas a ‘objetivos fáciles’: ‘Una política sensata debe soportar la prueba del análisis de costes y beneficios’, escribió, un análisis de ‘la cantidad de sangre y miseria que se va a producir, así como las probabilidades de que allí emerja la democracia’ (‘democracia’ tal como la entienden las élites occidentales, una interpretación que los países de la región ilustran muy bien).

Se da por sentado que se tiene derecho a realizar el análisis y emprender el proyecto si se aprueban los exámenes. Y se aprobaron. Cuando Nicaragua cayó por fin ante el asalto de la superpotencia, los expertos de todo el abanico de opinión respetable aplaudieron el éxito de los métodos adoptados para ‘hundir la economía y llevar a cabo una guerra a través de intermediarios hasta que los exhaustos nativos depongan al Gobierno que se desea derrocar’, con un coste ‘mínimo’ para nosotros, dejar a las víctimas ‘con puentes destruidos, centrales eléctricas saboteadas y explotaciones agrícolas arruinadas’, proporcionando así al candidato estadounidense ‘una posibilidad de ganar’: poniendo fin al ‘empobrecimiento del pueblo nicaragüense’ (Time). Estamos ‘unidos en el gozo’ por este resultado, proclamó el New York Times, orgulloso de esta ‘victoria del juego limpio estadounidense’, según un titular del periódico.

El mundo civilizado volvió a sentirse ‘unido en el gozo’ hace unas semanas cuando el candidato de EE UU ganó las elecciones en Nicaragua después de que Washington advirtiera seriamente sobre lo que pasaría si no ganaba. The Washington Post explicó que el ganador ‘había basado su campaña en recordar al electorado las dificultades económicas y militares de la era sandinista’, es decir, la guerra terrorista y la estrangulación económica fomentadas por EE UU y que devastaron el país.

Entretanto, el presidente nos instruyó sobre la única ‘ley universal’: todas las variedades de terror y asesinato ‘son malignas’ (a no ser, claro, que nosotros seamos los causantes).

Las actitudes que prevalecen en Occidente respecto al terrorismo se revelan con gran claridad en la reacción provocada por el nombramiento de John Negroponte como embajador ante la ONU para dirigir la ‘guerra contra el terrorismo’. El currículo de Negroponte incluye su servicio como ‘procónsul’ en Honduras en los años ochenta, donde fue supervisor local de la campaña terrorista internacional por la que el Tribunal Internacional de Justicia y el Consejo de Seguridad condenaron a su Gobierno. No se detecta ninguna reacción. Hasta Jonathan Swift se quedaría sin habla.

Menciono el caso de Nicaragua sólo porque no es polémico, dadas las sentencias emitidas por los más altos organismos internacionales. Es decir, no es polémico entre aquellos que están mínimamente comprometidos con los derechos humanos y las leyes internacionales. Podemos calcular el tamaño de dicha categoría determinando con qué frecuencia se mencionan siquiera estas cuestiones elementales. Y a partir de este sencillo ejercicio se pueden sacar sombrías conclusiones sobre lo que se nos avecina si los centros de poder de ideología existentes se salen con la suya.

El caso nicaragüense dista mucho de ser el más extremo. Sólo en la era Reagan, terroristas de Estado patrocinados por EE UU dejaron en Centroamérica cientos de miles de cadáveres torturados y mutilados, millones de lisiados y huérfanos y cuatro países en ruinas. En los mismos años, las depredaciones surafricanas respaldadas por Occidente causaron un millón y medio de muertos y daños por valor de 60.000 millones de dólares. Por no hablar del oeste y el sureste asiáticos, de Suramérica o de tantos otros lugares. Y no fue una década especial.

Es un grave error analítico describir el terrorismo como un ‘arma de los débiles’, como se suele hacer. En la práctica, el terrorismo es la violencia que Ellos cometen contra Nosotros, independientemente de quién sea ese Nosotros. Sería difícil encontrar una excepción histórica. Y, dado que los poderosos determinan qué es historia y qué no lo es, lo que pasa los filtros es el terrorismo de los débiles contra los fuertes y sus clientes.

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De la idea al audio: taller de creación de podcast 

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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

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Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.

Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Darío Santillán.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Maximiliano Kosteki

Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.

El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.

Siguen faltando los responsables políticos.

Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.   

Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.

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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

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Pablo Grillo
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83 días.

Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.

83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.

83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.

83 días y seis intervenciones quirúrgicas.

83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo. 

83 días hasta hoy. 

Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro. 

Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”. 

Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).

Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca. 

El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”. 

La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».

La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería. 

Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.

Esta es parte de la vida que no pudieron matar:

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