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MU en Chile: Despertó y sueña
Cómo se vivieron las manifestaciones más grandes de la historia chilena. De dónde vienen y adónde van. De la pelea estudiantil a las revindicaciones feministas, en defensa de los recursos naturales y los servicios básicos: salud, educación, vivienda, jubilación. La deuda como mecanismo de control. La voz de la familia de un asesinado por Carabineros. Y cómo continúa en los barrios la organización de otra forma de entender la política. FRANCO CIANCAGLINI
Desde Plaza Italia se llega a ver apenas una partecita de la Cordillera de los Andes, porque el resto está tapada por edificios vidriosos. En lo alto, muestran sus carteles de publicidad. Abajo, millones de chilenos y chilenas agitan banderas de su país con ese decorado de Canon, KFC, Huawei, McDonald´s, Coca-Cola y otras variantes, mientras bailan, cantan y corren de los gases lacrimógenos que durante todo el día -durante semanas- no dejarán de arrojar los Carabineros.
A un lado el banco Santander arde y es grafiteado hasta desnaturalizarse, mientras los propios manifestantes detienen a un pequeño grupo que intentaba hacer lo mismo con un local de comidas rápidas, para evitar que la televisión muestre saqueos, principal justificación oficial para desplegar el terrorismo de Estado. Un banco es un banco.
En la calle queda claro que Carabineros empieza la violencia, la siguen los jóvenes a los que les da el cuerpo y la rabia, pero la gran mayoría participa pacíficamente, con carteles, banderas, cuerpos escritos, patines, panderetas, trompetas, cervezas y agua con bicarbonato y limones para paliar el picor de los ojos, gargantas y bocas que generan las bombas de gas. Muchos jóvenes llevan guantes para agarrar esas bombas y tirárselas de vuelta a los Carabineros. Cada vez que la operación se completa con éxito, todos alrededor festejan saltando y cantando: “El que no salta es paco”.
Todo sucede en las calles de Santiago al mismo tiempo: la alegría y la rabia, la fiesta y los muertos, los desaparecidos de ayer y de hoy, la sensación de libertad y los detenidos, los jóvenes y los jubilados, las mujeres, lxs trans y las barrabravas de la U de Chile y de Colo Colo, según dicen, juntas por primera vez.
El epicentro del enfrentamiento es la boca de metro (subte) de Plaza Italia, otra síntesis de cómo se inició y aún sigue este conflicto: por debajo de la tierra, moviendo todos los cimientos.
La revolución joven
La semana que quebró para siempre la historia chilena fue la del lunes 14 al viernes 18 de octubre. El detonante de la insurrección fue el aumento en el boleto de subte. Fueron los adolescentes, sobre todo los estudiantes del Liceo de Aplicación y del Instituto Nacional –los más emblemáticos de Santiago-, quienes desde sus páginas en redes sociales lanzaron una campaña para “evadir” (léase: no pagar) el subte, de manera masiva y organizada. La tarifa había aumentado de 800 a 830 pesos (unos 70 pesos argentinos): 30 pesos, menos del 4% después de sucesivos aumentos que rebalsaron la paciencia social. El ministro de Economía Juan Fontaine había caldeado los ánimos: “Quien madrugue puede ser ayudado a través de una tarifa más baja”, declaró, lo cual fue tomado como una burla hacia la gente.
La tevé mostró estupefacta las primeras grandes evasiones que comenzaron en las bocas del centro de Santiago y que rápidamente se expandieron a las distintas comunas de esa capital en el servicio subterráneo más grande de Sudamérica. Cientos de jóvenes realizaban asambleas en estaciones de metro, para luego saltar el “torniquete” todos juntos y así evitar cualquier variante de represión.
Durante la semana los distintos liceos comenzaron a coordinar cada vez más las evasiones, unificando el mensaje: “No son 30 pesos, son 30 años”, fue una de las frases célebres. La policía intentó reprimir las evasiones, y fue contraproducente. La mirada larga muestra que siempre fue la juventud la que se manifiesta, desde la dictadura de Pinochet.
Un cartel actualiza: “Piñechet”.
Rodrigo Pérez, 18 años, es presidente del centro de estudiantes del Instituto Nacional José Miguel Carrera, cuna de personalidades destacadas de la política, la cultura y del mundo empresarial. Cuenta a MU la raíz de este conflicto: “Hace años nos tratan como terroristas y delincuentes por organizarnos y manifestarnos reclamando un derecho que es constitucional, como el derecho a la educación, que en la práctica no se aplica. Tiene un rol muy importante la lucha estudiantil porque somos los que mamamos palos y gases desde hace tiempo. Y se profundizó un discurso violento desde el Estado: es en la historia de Chile el proceso más violento desde el 73. Pese a todas las barreras, nosotros permanecimos en nuestro discurso, y por eso llegamos hasta acá”.
La voz de Rodrigo retumba en la Casa Central de la Universidad de Chile, edificio antiguo, hermoso y vacío, tomado por los estudiantes. En una de las aulas de arriba hay una asamblea. Y afuera, sobre la avenida La Alameda, no para de pasar gente rumbo a Plaza Italia. Sus palabras reconstruyen una parábola: cómo se pasó del aula al subte y de ahí se subió a la calle: “La primera evasión fue el lunes 14 y se llamó cada día a hacer lo mismo. El miércoles ya empezamos a coordinar entre liceos organizados de la comuna, y después de toda la región. Para el jueves ya teníamos por lo menos 5 ó 6 comunas evadiendo de manera paralela el metro. Agarró vuelo hasta el viernes, cuando se generó una evasión masiva en la Capital y en la región”.
La represión policial siguió escalando, y se tomó una decisión que cambió todo, a las 3 de la tarde: “La empresa que controla el metro respondió cerrando las estaciones. Entonces colapsó el transporte: se generó una desestabilización. Y toda la gente tuvo que salir a la calle: cinco millones de personas en hora punto (pico) en la calle empezaron a canalizar el descontento social que existía”. La gente estaba en la calle, sin poder viajar, hastiada, y dándole la razón a los estudiantes. Fue el momento que reunió a trabajadores, oficinistas, y jóvenes. Pero ahí, hablando, compartiendo la situación, se comprendió que el problema no era solo el aumento del transporte, sino los calvarios de la vida cotidiana, los salarios, la vivienda, la salud, la educación, el endeudamiento. Tomaron con bronca las calles ese día y siguieron organizándose con astucia las semanas siguientes, desafiando todas las represiones y confirmando que la mecha había prendido. Piñera derogó el aumento del metro, luego cambió el gabinete, pidió perdón, pero nada frenó la ebullición social. Su esposa describió la situación como “una invansión extranjera, alienígena”.
En la calle la sorpresa se sintetizó en dos palabras: “Chile despertó”.
Democracia endeudada
as manifestaciones en Plaza Italia pueden verse como un gran mar de gente endeudada. Aunque no lleven carteles o alusiones específicas a ese tema, cuando se habla de salud, vivienda o educación (tres de los principales reclamos) lo que se cuestiona es el acceso a esos servicios mediante créditos eternos. La deuda como mecanismo de vida aquí llevó a la gente a la presión, la angustia y el hartazgo. El modelo chileno, tildado de exitoso, parece funcionar gracias a esa financiarización de la vida, con el Estado muchas veces como acreedor. Las finanzas ganan, los chilenos pierden.
¿Cómo funciona este modelo en la práctica? Marcos lleva colgada a su cuello una foto un desaparecido durante la dictadura del 73. Tiene 50 años y una hija de 30. Ella se recibió hace dos años como asistente social y “ahora tiene que pagar durante 20 años su educación”. ¿Cómo? “Le hicieron un préstamo”. Él también es deudor: “El Estado me prestó 3 millones y medio (300 mil pesos argentinos) para comprar mi casa. Estoy pagando hace 10 años y me quedan 10 más. Y ya he pagado dos veces y medio ese préstamo: casi 3 casas. Y me quedan, al menos, 2 casas más”.
Los intereses aumentan, las cuentas no cierran y por eso Nicolás y Camila, 24 años, están parados en Plaza Italia juntos y serios. Ambos sostienen carteles. El de ella dice: “Ni izquierda ni derecha me representan”. El de él: “Estudié 5 años, pagué 15”. Explica: “La vida social que tiene un chileno es a base de endeudarse, sacando préstamos para poder tener educación, salud o remedios para los abuelos”.
Sonia González, 66 años, jubilada y vecina del barrio de Ñuñoa, explica: “Trabajé 32 años en Recursos Humanos de una empresa. Hubo una reducción y me despidieron. Tenía 52 años: difícil encontrar trabajo a esa edad. No llegaba a la edad de jubilación, tenía que esperar, y pedí un crédito para pagar las cuentas”.
Ya jubilada, Sonia logró percibir una pensión (jubilación): “Pero no me alcanza, porque arriendo, y se me va más de la mitad en luz, agua, gas y gastos de comida. Si no fuera por la ayuda de mis hijos, no podría vivir”.
¿Y el crédito que pidió al ser despedida? Sonia describe un laberinto del que no se logra escapar: “En enero tuve que pedir otro crédito de un millón, para arreglar mis deudas. Ahora me lo descuentan de mi pensión. Yo lo pedí a 24 meses, entonces me van descontando 56 mil pesos mes a mes. Ya veo que voy a tener que pedir otro crédito”.
Sonia se ríe, para no llorar. El cartel que lleva en alto propone: “Quiero mi plata AHORA”. Según sus cuentas, su fondo de jubilación privada tiene más de 117 millones en aportes: “Si me dieran mi plata ahora yo podría, por ejemplo, comprarme casa, dejar de arrendar, y pagar todas mis deudas”. La discusión para Sonia es quién administra su plata: ella o los fondos buitre: “Trabajan con lo nuestro. La gente recibe una miseria de plata y ellos especulan, la ponen en acciones y ganan, mientras nosotros perdemos”. Este mecanismo tiene una sigla que se repite en los carteles junto a la palabra “Basta”: AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones), un modelo de aporte jubilatorio individual y privado creado en dictadura, similar al que en Argentina funcionó con las AFJP manejadas por entidades del sector financiero.
Noemí lleva una bandera de la Alianza de Agrupaciones de Pacientes, que preside. Cuenta que “las familias terminan pobres endeudándose para pagar tratamientos” y propone: “Que cada uno pague de acuerdo a su posibilidad. Falta una fuerte inversión en el área pública y garantizar los recursos a quienes más lo necesitan. Hoy es exactamente al revés”.
Una compañera de la Alianza lleva otro cartel que conecta más realidades: “Sin salud mental no hay justicia social”, dice. Noemí explica: “Están subiendo las tasas de suicidio, de depresión y es sabido que los pobres se enferman más. En el fondo, la desigualdad genera problemas de salud mental: no poder acceder a lo básico te termina volviendo loco”.
Sonia coincide en que a mayor presión, mayor enfermedad: “Este sistema genera angustia, porque no sabes cómo llegar a fin de mes, piensas que has fracasado. Es una mezcla de impotencia también, porque tú dices: trabajé toda mi vida, era profesional, debiera estar tranquila y gozando de mi plata… pero no”.
También marcha por La Alameda Nicolás, estudiante endeudado. Para él ésa angustia es el motor de la protesta: “Hay un estrés individual constante, que ahora tiene respuesta colectiva. En los medios se oculta esta información o la explican con palabras demasiado técnicas que la gente promedio no entiende. Ahora se ve la situación real y se dejó de normalizar el abuso. Es que la gente ya no tiene nada que perder: todo lo tiene el Estado”.
Otro cartel de la marcha explica: “Nos quitaron tanto, que nos quitaron el miedo”.
El saqueo y la explotación
Se ve: la calle es un enjambre de historias. Natalia trajo la suya: un pañuelo verde por la legalización del aborto que mide unos 10 por 10 metros y es sostenido por varias mujeres de la Coordinadora por el 8M de Santiago. Natalia: “Es fundamental vincular al feminismo las demandas que hemos impulsado como pueblo. La violencia hacia las mujeres y el problema de la reproducción de la vida es estructural a este conflicto. Cuando hablamos de violencia estructural hablamos de situaciones cotidianas que son parte de un modelo económico y político. La organización de la vida necesita de la violencia contra las mujeres para poder sostenerse: no es casual que en los últimos años de neoliberalismo hayan subido las tasas de femicidios en Chile, México, Argentina o Ecuador, en contextos de protesta social. Es otra cara de la misma crisis”.
Alrededor, la sincronía de la movilización parece mágica: todas las causas confluyen y nadie considera que hay una más importante que otra. Hay una bandera mapuche al lado de un pañuelo verde, o una asamblea de 300 guitarristas que claman por apoyo a la cultura. Todo es parte de lo mismo: Chile hoy. Natalia conecta: “Queremos que se entienda al feminismo desde la protesta social, saber que no puede haber ningún tipo de diálogo con los militares en la calle, y eso nos lleva a pensar cómo sería un proceso de autonomía. Hay aportes estructurales para esa lucha: feminismo no son ‘las políticas de género ’. Nosotras venimos del barrio, por lo tanto estamos fortaleciendo los espacios territoriales, sindicales y organizándonos más allá del Estado”.
Esta etapa represiva provocó decenas de denuncias por violencia sexual a mujeres detenidas por Carabineros. Dice Natalia: “La visibilización de la violencia sexual es algo que lograron las sobrevivientes de la dictadura como otra cara más de la violencia del Estado. Ahora vuelve a surgir, hay al menos una decena de denuncias por desnudamiento, amenazas de violación y, con la compañeras travestis, cosas mucho peores”.
A pocos metros del pañuelo verde gigante pasa una bandera que dice: “Agua para todxs”. La encabeza Rodrigo Mundaca, un ingeniero agrónomo y activista galardonado con el Premio Internacional de Derechos Humanos de Núremberg por su lucha contra la privatización del agua en Chile. Parado en medio de una movilización histórica con más de un millón y medio de personas en la calle, cuenta a MU otra de las bases de la desigualdad: “La apropiación de los bienes naturales como el agua, transformada en un bien de capital que es la principal fuente de riqueza del país. Por lo tanto instalar la lucha por el agua, la desmercantilizacion y desprivatización del agua, es una demanda que se extiende a lo largo de todos los territorios”.
¿Cómo se encarna esa privatización? Mundaca tiene las cifras en la cabeza: “En Chile hay 3 millones de personas que viven en el mundo rural sin acceso al agua potable. En nuestra región metropolitana, 17 de 18 comunas rurales están en emergencia hídrica por sequía. El problema empieza a impactar en las grandes ciudades y Chile ocupa el número 18 del planeta como país de riesgo hídrico”.
La privatización de las fuentes del agua data de 1981. Y los conflictos en el norte se extienden fundamentalmente por la mega minería a cielo abierto; en el centro por el agro negocio; en el sur por las hidroeléctricas y las forestales; y en todos los ciudadanos del país por pagar la tarifa más alta de América Latina para consumir agua potable. Mundaca concluye: “La dictadura permitió la apropiación del agua y de la tierra, por eso ambas problemáticas están imbricadas, y llevan a otra necesidad: hay que reformar la Constitución”.
Tanto Natalia como Rodrigo describen la fórmula para hacer confluir los distintos reclamos en una agenda común: “Vamos a llegar hasta el final”.
Sigue todo, weón
El Estado reconoció 20 personas muertas durante el estallido, aunque en Chile presumen que son el doble, por lo menos. La cara más oscura de esta revolución la representan esos crímenes, más de 2100 detenidos, las torturas que empiezan a conocerse y decenas de desapariciones: un combo acrecentado por el presidente Piñera con sus promesas de endurecimiento de la represión.
Alex Nuñez es uno de los tantos asesinados por Carabineros. Natalia, su ex esposa, y sus tres hijos Rodrigo, Ernesto y Chihuahua nos reciben en la comuna de Maipú.
¿Qué paso ese día? Rodrigo Nuñez (20 años): “El domingo 20 de octubre él andaba entregando un trabajo –era eléctrico y herrero-. El toque de queda comenzó antes, avisaron con muy poco tiempo. Se topó en mala hora. Estaba con un amigo, llegaron dos camiones de policía y ellos, asustados, corrieron arrancando para la casa. Me imagino que quería doblar por la calle Las Vizcachas pero por atrás lo emboscaron motos y autos policiales. El amigo no sabemos si está vivo o no, porque lo llevaron. A mi padre le pegaron en las piernas y después entre tres le dieron principalmente en la cabeza. Se levantó como pudo y se vino caminando hacia acá. Era otra persona, estaba desfigurado, pero contó todo como sucedió”.
Natalia Pérez (ex esposa): “Me dijo que lo habían apaleado los pacos con la luma (cachiporra). Le pegaron en las piernas cuando corrió, cayó al suelo y le pegaron. “Mi cabeza parecía una pelota de fútbol”, me dijo. Estaba lúcido, sabía lo que le había pasado”.
Rodrigo: “No quiso ir al hospital: solo quería descansar, dijo. Durmió y a las 7 y media de la mañana no reaccionaba. Vino la ambulancia, lo tenían entubado. Vomitó y botó cosas por la nariz, por la boca. Pasó todo el lunes hasta la madrugada del martes, cuando fallece”.
Se hace un silencio que es decorado con cantos de pájaros en este hermoso barrio de Maipú, donde las puertas se dejan siempre entreabiertas. Parece difícil imaginarlo como escenario de conflicto, pero fue de los lugares movilizados. La familia de Alex venía participando de esas movidas locales hasta que un grupo apareció con molotov para convertir a la estación de Maipú en un museo de la bronca contra el neoliberalismo, quemado y grafiteado.
Recuerda Natalia: “El domingo de la muerte de Alex nosotros habíamos salido a manifestarnos. Éramos familias con los cabros (niños), todo en familia. Pero los Carabineros estaban endemoniados, enloquecidos: tiraban bombas lacrimógenas sobre los techos de las casas”.
Alex no había salido a manifestarse en todos esos días. “Al contrario, él nos decía: ‘qué hacen ahí, vuelvan’”. La imagen según la cual los carabineros abatieron a los “violentos” se derrite: “Todos los vecinos han dicho: qué muerte más injusta. Él no se estaba ni manifestando, ni siquiera eso. Él miraba siempre de lejos, ¿cachai?”.
Alex estaba separado de Natalia y vivía a metros de esta casa, con su madre, que cuando intenta hablar con MU se quiebra en llanto. Su padre, diabético, tiene amputada una pierna. Rodrigo cuenta que sus abuelos viven “en un constante desespero por no tener plata”. Alex los ayudaba para buscar medicamentos, pañales y pincharle la insulina a su padre por la mañana y la noche. Les entregaron el cuerpo una semana después de la muerte, adjudicando la demora a la parálisis estatal generada por las protestas. La familia, sin embargo, sospecha de esa morgue estatal y se ataja ante la autopsia que viene. Natalia asegura que un hombre la estuvo siguiendo por el barrio; Rodrigo cuenta que el empleado de la farmacia lo vino a ver, muy nervioso, porque sus cámaras habrían filmado la golpiza y los Carabineros lo fueron a visitar.
¿Cómo entender esta violencia? Natalia: “Son estrategias del gobierno. La primera y más violenta es el toque de queda. La gente que vivió el golpe de Estado, empieza a recordar lo que pasó en el 73 como un efecto postraumático. Y las que tenemos alrededor de 40 años, que éramos chicas, también: nos privaron de poder salir y jugar tranquilos, porque de la nada aparecían milicos y empezaban a disparar”.
Su hijo Rodrigo lo vive de otra forma: “Esto lo empezaron los estudiantes de mi generación porque los viejos estaban destrozados. No tengo miedo. Han hecho artimañas para parar esto, de hecho levantaron el toque de queda, pero sigue todo, weón”.
Lo político y el beso
¿Qué va a pasar en Chile? En la calle se repite una idea: “Ya está pasando, weón”. Muchos señalan la necesidad de que la insurrección no se institucionalice ni sea cooptada por los partidos, como sucedió en otras ocasiones con dirigentes estudiantiles que hoy están en el Parlamento.
Rodrigo, el joven del centro del Instituto Nacional, analiza: “Hay que replantear la organización política desde las comunidades. La propuesta de Piñera fue generar una mesa amplia con dirigentes sociales y eso responde a la lógica de la república representativa sin participación de la sociedad: eso es lo que está en crisis. La democracia participativa significa que cada uno pueda tomar las decisiones de manera vinculante, que intervengamos activamente a través de cabildos territoriales, que se organicen las juntas de vecinos. Una herencia de la dictadura fue desarticular a los movimientos sociales: a la junta de vecinos ya no va el vecino, no va el estudiante a la asamblea, y así se fragmenta todo espacio político, como si fuera algo dañino, algo malo. Tenemos que repolitizar y rescatar esos espacios de convivencia”.
Rodrigo separa “la” política de “lo” político, y critica la postura de los partidos: “No comparto poner los intereses partidarios por sobre los de la comunidad. Tuvimos un quiebre importante en el 2017 cuando el gobierno propone una nueva Ley de Educación Púbica: las comunidades educativas no apoyaban ese proyecto, pero las dirigencias sí. Eso nos marcó”. Él no milita en ningún partido: no está en “la” política, sino en “lo” político. Su definición: “Lo político es lo participativo, pero además está inserto en lo que como, lo que visto, cómo me corto el pelo, o cómo viajo. Lo político es transversal y nadie está ajeno. La política es una discusión institucional, jerarquizada, elitizada y privilegiada: muy distante a la realidad. La política debe quebrarse. Y lo político debe realizarse: es algo que no te enseña el colegio, ni mucho menos el gobierno”.
Para Rodrigo, para muchos en Chile, la salida es una gran asamblea constituyente: “Eso en un plazo más o menos largo. Mientras tanto el gobierno va a jugar al desgaste, a que se canse el pueblo. Ya hemos vivido esa estrategia como estudiantes: tenemos que empezar a actuar rápido. Quizá se pueda establecer un petitorio nacional, o en nuestro caso articular con todos los estudiantes, establecer demandas nacionales e ir con propuestas a disputarle al gobierno”.
Sonia González, la vecina de Ñuñoa, y sus percepciones del cambio: “Conocí gente que era totalmente de derecha, de Piñera, y me he asombrado porque me han mandado videos en la manifestación. ¡Todos están acá! Yo creo que se dieron cuenta: eso de que Chile despertó, es así”.
En los barrios ya brotó la organización. Una tarde de domingo a las 17 horas tocan bandas de vecinos en el barrio de Yungay; hay feria, buffet, y a las 20 comienza la asamblea. Es apenas uno de los tantos territorios que se autoconvocaron para continuar en envión de las manifestaciones masivas y convertir la energía social en demandas concretas.
Llegada la hora los vecinos y vecinas se dividen en 4 grupos; cada uno, compuesto por unas 40 ó 50 personas, se va a una esquina de la plaza.
Dato: todas las asambleas son coordinadas por mujeres.
Primer tema: el cambio de ministros del gobierno. Alguien dice: “¿Quién quiere que se vaya Piñera?” Todos levantan la mano. El mismo: “¿Quién cree que si se va Piñera, es la solución?”. No la levanta nadie.
Segundo tema: fuera los militares de la calle. Alguien propone crear un proceso de Verdad y Justicia sobre lo que pasó durante el estado de emergencia y el toque de queda.
Tercero: reforma de la Constitución y asamblea constituyente. Se dice: “Esto es una asamblea constituyente, ya empezamos”.
Otro vecino anuncia que no sabe qué es una asamblea constituyente, si le pueden explicar. Una mujer con una beba en brazos da un paso al frente y lo cuenta.
Se planean medidas diarias: cacerolazos todos los días, a las 20 horas.
Se propone convocar a los artistas del barrio para crear estrategias creativas de comunicación.
Pasa un helicóptero policial y los jóvenes le hacen fuck you.
Un señor sesentón propone no pagar los servicios de agua, luz y electricidad.
Se crean subcomisiones: derechos humanos, abastecimiento, propuestas, y acciones.
Alguien se postula para coordinar con otras asambleas.
Una joven dice emocionada que las marchas masivas van a cesar algún día, “así que lo importante está acá”.
Cuando termina de hablar, todo el barrio la aplaude, y su novia le encaja un beso.
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