Nota
Desde Porto Alegre (IV). Coca Cola y las petroleras: la génesis de la violencia
Colombia sufre estadísticas alucinantes de violencia desde hace décadas. Abogados e investigadores de dicho país han iniciado juicios en los Estados Unidos contra las multinacionales (Coca Cola, y las petroleras Repsol y Occidental) por múltiples crímenes y homicidios, el exterminio de pueblos indígenas, y la degradación ambiental. Cifras de la muerte, para comprender qué quieren decir estos holdings cuando aseguran que todo va mejor.
Alirio Uribe Muñoz estaba sentado en una de las muchas carpas que funcionan como auditorios en el Foro, a la espera de que comenzara una de las charlas.
Se lo notaba distendido, luego de mucho tiempo: en Colombia debe moverse con custodia y en auto blindado porque el colectivo de 17 abogados y abogadas que integra, llamado José Alvear Restrepo, brinda asistencia legal a víctimas de violaciones graves a los derechos humanos.
Recientemente, su organización le inició en Estados Unidos un juicio a la Coca Cola por la muerte de unos sindicalistas colombianos en su planta de Carepa, tal como contó a lavaca. Unos metros más adelante, otro colombiano -el investigador Oscar Cañas Fajardo- daba por lanzada una campaña internacional contra las petroleras Occidental y Repsol por el exterminio de dos comunidades indígenas.
La gaseosa de los paramilitares
En Colombia se cometen 19 asesinatos por día, 5 en conflictos armados -entre policía, paramilitares, militares y guerrilleros- y 14 cuyos blancos son civiles: estudiantes, campesinos, indígenas, sindicalistas, jueces, políticos… Ese es el abanico de defendidos del colectivo Restrepo, desde hace 25 años.
Incluye también a personas sometidas a torturas, persecuciones, detenciones arbitrarias, expulsiones compulsivas, entre otras víctimas del «estado y los paramilitares porque son conniventes y actúan en conjunto», tal como señala Uribe Muñoz.
De los 45 millones de habitantes del país, unos tres millones fueron forzados a desplazarse de sus lugares. De modo que, a la par que recibían esas denuncias, los abogados empezaron a sospechar que había «beneficiarios de esa violencia.»
Atrás -o al lado- del gobierno, los militares y los paramilitares se encontraroncon empresas multinacionales interesadas en la explotación de cultivos ilícitos; en la producción de oro, petróleo, carbón; en la construcción de represas hidroeléctricas o en megaproyectos viales.
Así llegaron, entre muchas otras empresas, hasta la Coca Cola. En Colombia fueron asesinados más de tres mil sindicalistas, desde mediados de la década del 80. En 1999, un grupo paramilitar entró a la planta de la embotelladora en Carepa y a punta de fusil obligó a los trabajadores a renunciar al sindicato.
Luego interceptaron el bus de los empleados y mataron a los sindicalistas delante de sus compañeros, y poco después volaron con una bomba la sede del gremio. Desde entonces ya no hay sindicatos en la zona.
Haciendo uso de la Ley ATCA, de los Estados Unidos -según la cual se puede reclamar por las ofensas a extranjeros- los abogados pudieron demandar a las casas matrices de empresas estadounidenses por violación a los derechos humanos. Exigen reparaciones individuales y colectivas (al sindicato y a la comunidad afectada). La causa, que incluye también el caso de unas detenciones ilegales realizadas en la planta de Bucaromanga, fue elevada por el colectivo a la Corte Federal de La Florida. Es un precedente de suma importancia para que se inicie una investigación criminal en Colombia y para «probar la responsabilidad de la empresa en la contratación de paramilitares para matar».
Denuncia contra Repsol
En la misma carpa donde Muñoz esperaba, el investigador colombiano Oscar Cañas Fajardo repartía el petitorio de la campaña internacional contra dos compañías petroleras, Occidental y Repsol, por el extermino de las comunidades indígenas y la degradación ambiental que causan en el departamento de Arauca desde 1982, cuando iniciaron la explotación de tierras pertenecientes a las comunidades guahiba y uwa.
Desde entonces el lugar se militarizó y el accionar violento de grupos paramilitares se hizo cotidiano, agudizándose desde 1998 con los asesinatos de campesinos, mujeres y niños perpetrados ya no solo por los paramilitares sino también por oficiales y suboficiales de la policía nacional. Poco después se incrementaron los asesinatos selectivos, a dirigentes y luchadores de los derechos humanos. Solo entre enero y mayo de 2004, en un solo municipio, mataron a 82 personas. y hubo más víctimas antes y más después, en toda la zona: la lista impresiona porque no deja de crecer.
«Esta comprobado que en las zonas de influencia de las trasnacionales Occidental y Repsol, donde exploran y explotan hidrocarburos, es donde se dan con mayor rigor las acciones de violencia que se expresan en la degradación de los derechos humanos, la destrucción ecológica, el exterminio de comunidades indígenas, los destierros de campesinos y la apropiación de sus bienes mediante la fuerza sucia», denuncia el documento que acompaña el petitorio que ayercomenzó a circular por el Foro.
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Nota
Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar: