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La entradera. Leticia Coronel y su obra Ojos látigo
La actriz y directora presenta un trabajo que recupera la historia del mejor amigo de su hermano, asesinado por la policía durante un asalto. Las lógicas y realidades del conurbano de 2001 hasta el presente, y lo que aprendió: los valores de la esquina y los del teatro, cuando lo íntimo se pone en escena para transformar las cosas. Por María del Carmen Varela.

Al traspasar la puerta de entrada de MU Trinchera Boutique, el espacio que alberga a la Cooperativa Lavaca en la calle Riobamba al 100, una foto gigante en blanco y negro atrae las miradas por su fuerza expresiva. La foto grita. El encuadre muestra el torso desnudo de una chica, con los brazos abiertos y los ojos cerrados, la boca en alarido y detrás el Congreso de la Nación. La foto fue tomada por el fotógrafo Nacho Yuchark en el marco de una acción callejera que la Fuerza Artística de Choque Comunicativo (FACC) realizó frente a la Casa Rosada, Tribunales y el Congreso en 2017, a dos años de la primera marcha espontánea y multitudinaria del Ni Una Menos y la efervescencia de la Marea feminista que exigía “Paren de matarnos”. En la acción Femicidio es Genocidio 120 mujeres pusieron el cuerpo, se desnudaron en el frío de junio, se apilaron una a una y con esa montaña de anatomías inertes le imprimieron dimensión a la violencia machista. Una orquesta de 15 mujeres musicalizaba la escena y se oía una voz que a través del megáfono recitaba un texto tan poético como desgarrador. Siete años más tarde, la actriz, dramaturga, directora, productora y docente Leticia Coronel entró al local de Riobamba para una entrevista por su obra Estoy acá sin fin y dijo: “Soy la chica de la foto”.
Recuerda Leticia: “Esa acción fue muy fuerte, hay algo que no me lo olvido más que tiene que ver con poner el cuerpo en algo colectivo. Lo individual, lo colectivo, son frases que están superconstruidas, pero no pasa por la palabra: lo sentís. Y ese día sucedió lo colectivo”. Después de haber participado de esa actividad artística callejera tan impactante, Leticia comenzó a escribir y a dirigir, y no paró: Hijas, Yo duermo con la ropa del día, Hacer vivir un corazón, Un presente, Estoy acá sin fin y ahora Ojos látigo, su nueva obra, estrenada en el mes de abril en el teatro El Extranjero.
El mejor amigo
Trabajar con la realidad como materia prima, explorar recuerdos y sensaciones, recorrer viejos caminos, detenerse en el presente para mirar con otros ojos son quehaceres que Leticia reúne y amalgama. Sin habérselo propuesto, el dolor suele ser su inspirador, aunque no con la intención de extirparlo sino de abrazarlo y así transmutarlo: algo semejante al proceso que desencadena la formación de una perla. Un cuerpo extraño ingresa en la ostra, y al no poder expulsarlo genera una sustancia que se convierte en nácar y envuelve al intruso. La belleza puede más. Ojos látigo es una perla y Leticia trabajó mucho para lograrla. La obra es una ofrenda a Juanjo, muerto hace dos años por las balas de un policía, al intentar una entradera. Juanjo era el mejor amigo de Leonel, uno de los cuatro hermanos de Leticia, amigo de la familia y vecino en Ciudad Evita, Partido de La Matanza.
Ojos látigo es una ceremonia barrial para invocar su alegría y a través del baile, la música y los relatos aferrados a su entrañable insolencia, una forma de decirle gracias. “Juanjo vivía al lado de casa, fue el referente que me dio esa fuerza como para sentir que yo me la podía bancar en el barrio. Cuando jugábamos al fútbol no me mandaba al arco ni decía ‘cuidado que es mujer’. No hacía diferencia de géneros. Me enseñó a ser ‘machona’ y fue la manera en la que aprendí a defenderme”. La mamá de Juanjo le pidió que en la obra de teatro lo recuerden con alegría. “A veces parece una frase hecha, pero si te ponés a pensar son pocas las personas que te dan alegría. Él fue una de las pocas personas que me hicieron feliz: durante mi infancia me enseñó a reirme”.
Ojos látigo está dedicada a su hermano Leonel: “Él vivió la entrada del paco a la provincia, en los 90, 2000. Tuvo una mala racha con sus amigos, cayeron presos, piraron o murieron. Se estropeó su vínculo de amistades. Y el amigo que le quedaba era Juanjo. Él decía que Leonel era su medio hermano y había algo de la lealtad que apenas la conocí en otras personas”.
La vereda era el lugar de encuentro, de aprendizaje, el espacio para charlar, reír, soñar. Por eso la obra transcurre allí. “En el 2001, los padres estaban todo el día trabajando y nosotrxs estábamos todo el día en la vereda. En mi historia personal tiene un valor muy grande. Para algunas personas la esquina puede ser la manera de pensar la vida o sentirse a salvo”. Los cuatro actores –Julián Vila Graca, Mathías Percat, Matías Coronel, hermano de Leticia, y Vicente Pérez– son en escena los pibes de Ciudad Evita. Se instalan en una esquina recreada en la sala teatral y con la cumbia, las camisetas de fútbol, las bromas, las carcajadas y la inevitable emoción, construyen un altar invisible donde se enciende el recuerdo del amigo ausente.
Alta entrega
Leticia creció en uno de esos chalets de estilo californiano que comenzaron a construirse en Ciudad Evita a fines de la primera presidencia de Perón. Entregados entre 1953 y 1957, fueron pensados como un proyecto de vivienda social destinada a lxs trabajadorxs. Su madre y su padre trabajaban todo el día en el almacén y la casa le quedaba enorme a una niña tímida y solitaria. “No tenía mucha cancha como para ir a hacerme amigas y jugar. Todo me costaba bastante. Si podía estar con mis cuatro hermanos y sus amigos, me sentía más cuidada”. Luego de atravesar trastornos alimentarios, a los 14 años se preguntó: ¿Qué se hace para sentirse bien? Encontró una respuesta: Teatro. La primera clase fue reveladora. “Estaba fascinada, sentía una furia, un entusiasmo. Lo que más recuerdo es la ronda final, donde te preguntaban cómo te habías sentido. Era un torbellino, sentía tantas cosas en el cuerpo, las podía actuar y las podía nombrar”.
La primera obra en la que actuó fue Pintando a Berni, transcurrió en su barrio y estaba dedicada a las infancias. A los 17 y para una muestra de fin de año fue a la peluquería y se rapó. “Alto nivel de entrega. Pensaba: esto lo hago por el teatro, te sentías una heroína. Y después en la calle, ay dios, toda rapada. Después me acostumbré a ese voltaje, pero al principio era muy fuerte”. Una vez terminado el secundario no lo dudó, se anotó en el Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA), actual Universidad Nacional de las Artes (UNA) y al poco tiempo se mudó de Ciudad Evita a Capital. Uno de los maestros que tuvo a lo largo de su recorrido artístico y al que recuerda con mucho cariño fue el actor y director Juan Carlos Gené. “Yo tengo un tono más bien suave para hablar porque soy muy tímida. Pero en el teatro sale otra cosa. Él me dijo: ‘la dulce esa, no. Lo otro. Vos tenés lo otro’. Y cuando yo me iba para el otro lado, me decía: ‘vos sos una bestia’”.
A los 22 años, Leticia dio a luz a Amanda, que ahora tiene 14. A ella le dedicó la obra anterior, Estoy acá sin fin, que volverá a la cartelera porteña en julio. Amanda presenció desde pequeña los ensayos de su madre, que iba de un lado a otro cargada con mochila, colchoncito, juguetes y todo lo necesario para los cuidados de la niña. “Era un quilombo, ahora lo recuerdo con mucha valentía, pero al principio me daba vergüenza. Después pensé: Yo quiero estar acá y lo voy a hacer como pueda”. Con el tiempo Amanda desarrolló antipatía hacia el teatro. “Es insoportable la vida de ustedes, si no sufren por una cosa, sufren por otra”. Leticia: “Cuando me pongo sentimental por algo, me dice: ‘es menos, mamá, es mucho menos’”.
Estoy acá sin fin, emerge de un vínculo concreto: el de Leticia y Amanda, madre-hija, y a medida que avanza, ese límite queda sin efecto, nos involucra a todxs. “No quería que quedara en mi historia, no me interesa cuando el material tiene un perímetro pequeño de trabajo”. La obra se propone ante todo ser sincera, dibujar la maternidad con trazos incompletos, irregulares, pero auténticos, dar lugar a las luces y también a las oscuridades. Su próxima obra está relacionada con la muerte de su abuela. “La vida le pasó muy rápido, no quiero que a mí me pase tan rápido. Me llevó a preguntarme: ¿dónde está la juventud? ¿En qué partes del cuerpo, en qué partes de la vida? Quiero que la obra sea muy vital. El teatro me dio momentos en que pude aplacar los dolores, la grupalidad es un acontecimiento feliz. Ahí el teatro vale oro para mí. Son esos segundos donde la vida se transforma y me gusta trabajar con ese sentimiento donde el teatro toque una ausencia, pero genere belleza o esperanza, un sentimiento con el que las personas puedan conmoverse”.
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