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Un año de macrismo. Eso que llamamos macrismo, visto desde abajo, no existe. Es la propuesta de esta mirada que pretende echarle fuego a la leña: qué hicimos y qué dejamos hacer para que nos metan el perro. Por Pablo Marchetti.

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No es Macri. No, definitivamente no. Caer en la trampa de culpar al “macrismo” es caer en la trampa tendida por el macrismo.

Si concedemos que el macrismo efectivamente existe, lo que haremos no será más que ayudar a construir aquello que no deseamos que exista. Si le damos entidad, si insistimos con que efectivamente existe, deberíamos replantearnos nuestro deseo de que no exista, porque estaremos confirmando que no hay una identidad que nos constituya, sino que apenas podemos lograr que esa identidad se exprese cuando construimos al enemigo. O, peor aún, que nos conformamos con espejismos, con anécdotas, para no tener que ver las cosas como son. Y, lo que es peor (sí, peor), para evitar autocríticas sobre por qué las cosas son como son.

Que se entienda: el “macrismo” es un partido político que tiene una estructura y un accionar. No estoy negando la existencia de eso, ni el liderazgo que tiene Mauricio Macri en la representación política argentina. Lo que llama poderosamente la atención es la insistencia en dar una representación a un idiota útil cuando en realidad lo que importa no es quién tiene las llaves de ese sistema para ponerle cara por un tiempo, sino cómo funciona ese sistema. Porque si analizamos cómo funciona nos daremos cuenta de que el macrismo no es más que una anécdota, inclusive cuando hace un año que gobierna.

Es evidente que desde hace un año en Argentina algunas cosas se hicieron más explícitas que aquello a lo que nos habíamos acostumbrado. Si hay algo que deberíamos conmemorar con este año de gobierno de eso que erróneamente llamamos “macrismo” es el aniversario del fin de la metáfora. No hay lugar para la simulación, no existe un discurso progre que intente justificar aquello que nos pasa. Pero, en verdad, ¿eso es malo o es bueno? ¿Debería el poder mostrarse bajo los efectos de la anestesia? ¿O es mejor la crueldad sin eufemismos ni ilusiones?

La discusión es eterna: algunas personas creen que el mal menor siempre es una tabla a la que aferrarse, porque siempre es mejor flotar (aunque sea en un mar lleno de tiburones; aún a kilómetros de la costa y a la deriva terminal) que hundirse definitivamente sin esperanza alguna de al menos poder nadar. Otras, en cambio, prefieren la sinceridad del mal mayor, la honestidad brutal de lo peor con su peor cara, sin ninguna clase de empatía, ni siquiera de representación, ni siquiera retórica.

¿Mejor y peor para qué?

Se supone que toda esta discusión gira en torno de generar cambios. De intentar construir mejores condiciones de vida, más equidad social, menos exclusión. Cosas básicas que suenan utópicas. Pues bien, esas conquistas sólo se ganan en un lugar: la calle. Es ese el lugar desde donde pueden conseguirse los cambios que más tarde se incorporarán a la vida institucional a través de leyes sancionadas en el Parlamento o de acuerdos en algún ministerio.

Si el cambio se hace en la calle, eso que errónea y perezosamente llamamos macrismo es ideal para tomar la calle.

Sucede que cuando se crea la ilusión de un Estado al que no hay que presionar, en nombre del fantasma de aquello que pomposamente llamamos “derecha”, estamos jodidos. El fin de la metáfora, en cambio, es el marco ideal para lograr que todo el mundo salga a la calle. Inclusive aquellos que preferían esperar, porque se suponía que era el gobierno y no la calle quien se iba a encargar de resolver las cosas.

¿Por qué insistir entonces con que el macrismo no existe?

¿Por qué repetir tozudamente que es la pereza y la simplificación obsoleta de fenómenos más complejos lo que nos lleva a hablar de “macrismo”?

Muy sencillo: porque si así fuera, los problemas se solucionarían simplemente quitando a Macri del medio.

Supongamos que así fuera.

Muy bien, estamos en democracia y a nadie se le ocurriría hablar de golpe de Estado. O, peor aún, de revolución social o de la toma del poder con las armas. No, aflojemos con la ginebra.

La única forma de sacar a Macri del medio es con las elecciones. Y si sólo fuera ese el problema, no habría más que ganarle las elecciones a Macri, con quien fuera y como fuera. Recordemos, entonces, que no son buenos tiempos para combatir a la derecha. Y que siempre se puede estar peor.

Miren a Trump, si no me creen.

Macri no es Trump, aunque los parecidos son muchos. Las construcciones políticas son distintas, aunque no lo crean. Macri tiene una cara amable y gradualista. Trump, ni eso.

Y si sumamos el botón atómico, van a ver que lo de Trump da más miedo.

Decir que Macri es Trump es ridículo.

No una ridiculez cualquiera: el tipo de ridiculez que sirve para garantizar la existencia de aquello que llamamos macrismo y que, como hemos dicho ya, no existe. Pensar que todo se decide ganándole las elecciones a Macri como sea es creer en la existencia del macrismo y, lo que es peor, en la existencia de un antimacrismo, que sería el único objetivo al cual llegar para luego pasar a cuidar eso con los mismos argumentos perezosos de siempre: “hacerle el juego a la derecha” y todas sus variantes.

Negar la existencia del macrismo no significa negar la capacidad de daño que tiene el Gobierno encabezado por Mauricio Macri. El gobierno también creó una serie de ilusiones que funcionan en paralelo y como espejo del relato progre antimacrista y, como vimos, constitutivo de aquello que erróneamente llamamos macrismo. Hubo múltiples espejismos: el segundo semestre, el gradualismo, la pesada herencia, Antonia, Juliana, la comunicación.

La metáfora del perro Balcarce sentado en el sillón de Rivadavia es acaso la más perfecta de todas las que definen esta época. El Presidente es un perro: ¿qué hace falta aclarar al respecto? Se trata, además, de un perro sobre el que se dijo que había muerto y gracias al cual surgieron numerosas conjeturas sobre su posible adiós a este mundo. ¿Murió o no murió Balcarce? El interés por esa historia, primero, y el desinterés por el dato preciso sobre si el perro aún sigue en este mundo, luego, son informaciones elocuentes de cómo fluye la comunicación política (o, más bien, la política) en estos días.

El otro dato clave para entender la época es la detención de la dirigente social Milagro Sala, por un acampe en Jujuy.

Sí, por un acampe.

Sala está imputada por crímenes, golpizas y defraudación del Estado.

Todo esto se le sumó luego de su detención por una acampe.

Sí, como forma de reprimir la protesta social.

Esto no quita que Sala haya sido señalada por sus procederes mafiosos, de apriete permanente a otros luchadores sociales, con menos recursos y menos ayuda estatal que ella. Pero esto no justifica que se altere el Estado de Derecho para criminalizar la protesta social. Y mucho menos, que no deban cumplirse las recomendaciones de distintos organismos de derechos humanos de todo el mundo, que al unísono pidieron la libertad de la líder de la organización Túpac Amaru.

No fue Macri quien permitió la aprobación de la Ley de Emergencia Social. Fueron los movimientos sociales quienes se movilizaron, cortaron las calles y fueron a reclamar a los ministerios de Trabajo y de Acción Social por lo que ellos consideraban justo.

Y lo que es más importante, no fueron ni Macri ni el macrismo quienes hicieron sentar a un perro en el Sillón de Rivadavia.

Sería bueno que este espejismo llamado macrismo nos sirviera para hacernos cargo de cual es nuestro aporte para crear esta construcción ficcional.

Porque puede ser muy feo cumplir un año desde que comenzó a gobernar eso que llamamos “la derecha”.

Pero mucho peor es permitir que nos sigan metiendo el perro.

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