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Efecto frío

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Crónica del Más acá de Carlos Melone.

En Viena, dabas vuelta la esquina y si te agarraba la brisita (que no era un huracán, era una brisita) cortabas monedas con el culo. Viena es así: bella, imponente, aristocrática y helada hasta la desesperación.

14 grados bajo cero.

En Bratislava, la pequeña y modesta Capital de Eslovaquia, el sol era un monumento a la ironía. Estaba claro, luminoso, sin nubes.

17 grados bajo cero.

Reinaba la armonía y la paz entre los seres humanos porque se congelaban hasta las puteadas.

Frío y chinos. Muchos chinos.

En la pequeña y promocionada Praga nevaba como si el tiempo no tuviese otra cosa que hacer. Romántico y tierno la primera media hora. Después… La nevada era cerrada, intensa, húmeda. Los culazos y las caídas de circo estaban en total summa. Imposible reírte porque se te congelaban los dientes. Si te quedabas quieto para burlarte del accidentado, el riesgo de morir era palpable: por el frío, por la nieve y porque era muy probable que un chino te llevara por delante: o son todos chicatos o todo les importa tres carajos, pero siempre están apurados.

Es muy fácil distinguir a un japonés de un chino. Los japoneses se visten mal y los chinos peor. Los japoneses son muy educados y respetuosos y los chinos…son chinos.

En la antiquísima capital de  “la Checa” los que piden limosna se ponen estirados de cara al piso, apoyando los codos sobre el suelo y elevando la tacita con sus manos,  mientras hunden la cabeza entre los hombros. Impresiona la actitud de sumisión. Una guía nicaragüense que hablaba a razón de unas 135 boludeces por minuto, me aseguró que era una herencia de los modos monárquicos.

La pesada herencia.

Todos jóvenes. Cada tanto se sacudían la nieve que amenazaba sepultarlos y volvían a su posición, intensos, impertérritos, inexplicables, obvios.

Praga, cuando la nieve se toma un respiro, se peina con una suave llovizna, por lo cual apreciar su hermosura era un desafío contra todos los elementos.

Y sin embargo, cautiva. Me gusta esa belleza difícil, inaccesible y seductora: en primavera somos todos dioses.

Así, cualquiera.

Un frío…

Polonia es una extensa llanura, poblada por esos flacos (son todos delgados) rubios, casi blancos de tan rubios que son, que hablan inglés como cuchilladas. Su lengua es un código imposible como el de todos los países del Este Europeo.

Gente seria, muy seria.

Claro: de qué mierda se van a reír con el frío que hace.

20 grados bajo cero.

El trato con el visitante es correcto, lejos de los patrones clásicos de la amabilidad. Por momentos bordean los límites de la descortesía, pero nunca la atraviesan. Los polacos son un misterio como nación: despedazados, traicionados y resucitados, insisten.

Su capital es muy moderna, reconstruida casi totalmente (debido a los  bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial: más del 70% hecho trizas) por lo que carece de casco histórico. Su resurgimiento tiene menos prensa que la impresionante Berlín, pero poco y nada que envidiarle.

Avenidas amplias, monumentos y parques muy bellos, todo cuidado, prolijo, sin ahogos.

Aman a Chopin. En las plazas de Varsovia hay bancos (de plaza) que tienen un botón. Si el transeúnte oprime, surgen aladas polonesas del gran Frederic. Así estuvimos un rato una noche, escuchando en la plaza, tiritando, junto a un emotivo mausoleo al Soldado Desconocido.

Por supuesto, hay chinos por todos lados. Apurados.

Los polacos parecen temer una sola cosa en la actualidad: los rusos.

En todo el Este y en Polonia con particular intensidad, se ve la mano de la época soviética: viviendas, plazas, monumentos, edificios gubernamentales devenidos en otros usos, teatros. Todo bien soviético: macizo, cuadrado, gris, gigante y, en algunos casos (teatros) bello. Mezclado con las delicias y espectacularidades capitalistas, el resultado, sin embargo, al menos en Varsovia, es una rara síntesis y no un mamarracho.

A pesar de que ya no comparten frontera con el Oso Ruso, lo miran de reojo todo el tiempo. Que el gas, que los movimientos en Ucrania, que el frío siberiano…

Antes de llegar a la capital, tuvimos una parada en Cracovia. Nevaba y hacía un frío que  cortaba cualquier intento amoroso o de odio. Solo había que concentrarse en sobrevivir. Un nuevo aporte a la armonía de la humanidad.

Fue en Cracovia donde nos perdimos de vista con Natalia. Ella pasó a ser una entidad viva tras varias capas de ropa y Yo un ser vivo sumergido en botas de abrigo (compradas de urgencia en la república Checa ante la posible amputación de mis pies) con dos pares de medias de esquí (también compradas de urgencia), calzoncillos estándar, calzoncillos largos térmicos y dos pares de pantalones frizados. Hacia arriba, remera térmica, remera común, otra remera térmica, un saco de abrigo y la campera con abrigo interior e impermeable externo. En el cuello la correspondiente cuellera, un gorro de lana y la capucha de la campera. Si me moría, nadie se enteraba porque quedaba parado.

En Cracovia nos presentaron a Ana, la guía local. Su tarea era llevarnos a una vuelta guiada a pie. Luego nos soltaría en el centro. Ana no se correspondía con el estereotipo polaco: bajita, de pelo y ojos negros,hablaba un muy buen castellano, de sonoridad metálica, pero claro y  preciso. Sabía lo que decía. Por ejemplo, que le sacáramos una foto al frente del hotel con el nombre del mismo (impronunciable) por si nos perdíamos y no sabíamos cómo volver. Podías llegar a tomar el tranvía y aparecer en Estonia. No se entienden ni los cartelitos del baño.

Ana hablaba a toda velocidad, fuerte, con mucho entusiasmo. Tendría unos 40/45 años y se la notaba cultivada, aunque gozando (¿padeciendo?) del mal de los guías; problemas para escuchar y para decir “no sé”.

Arrancó con los elogios del caso para su ciudad y continuó con San Juan Pablo II, ya que si bien no nació en Cracovia, fue su ciudad por adopción. Cuando escuché el “San” temí lo peor. Era doctrinariamente correcto porque el fulano fue santificado hace poco, pero me la vi venir.

Y vino.

El recorrido era donde el fulano -siempre con el San encabezando su denominación- había estudiado, había hablado, había soñado, había pensado. Todas eran puertas y ventanas. La nevada aumentaba, el discurso de Ana era completamente panfletario y mi calentura empezaba a recorrer distritos que creía perdidos por el frío.

Pasamos a la carrera por una estatua del gran Nicolás Copérnico, al que nombró porque le pregunté quién era y porque aún no lo había tapado la nieve. Después fuimos 22 segundos a la Universidad donde Copérnico estudió.

Ponele 24 segundos. Ponele.

Después a la iglesia. Literalmente.

Nos sentó dentro de una iglesia que estaba calentita y vacía y empezó a explicarnos la historia de Polonia desde una visión ultranacionalista y ultra católica. Su discurso era furiosamente antiruso.

Furioso.

Como era una mujer instruida, su relato contenía algunas sensateces, pero los mezclaba con disparates valorativos dignos de una lobotomía. Le faltó poco, muy poco, para decir que fue  Polonia la que ganó la Segunda Guerra Mundial. Antes había mencionado que los polacos habían invadido y dominado Rusia a mediados del 1600 y durante dos años (cosa históricamente cierta) y que se habían ido para que los rusos no se pelearan entre ellos (cosa insostenible hasta para la revista Barcelona). Natalia dormitaba sacrílegamente sobre un banco, ajena a los devenires del Mundo, después de estar 15 minutos sacándose ropa. Una directora de escuela rosarina le agradecíó a la guía su sabiduría y le preguntó si los rusos eran amigos o no, porque no le había quedado claro. Yo decidí aislarme y mirar la iglesia,  que estaba llena de finados.

Salimos a la nieve nuevamente y llegamos a la Plaza Central. La visita finalizaba y Natalia y Yo nos alejábamos. De pronto escuchamos gritos: “¡¡Comunista, comunista, asesino, comunista!!”. Volvimos sobre nuestros pasos, intrigadísimos. La pequeña guía parecía haber entrado en fase de éxtasis y repetía “comunista” a los gritos, como una maldición o un acto de exorcismo.

El misterio se develó muy pronto.

Un brasileño le había preguntado que pensaba de Zygmunt Bauman, el sociólogo polaco que había fallecido ese día. Ana no sabía de su muerte y se desató. Desarrolló, a los gritos, una catarata de barbaridades de las que nos alejamos rápidamente, mientras la directora rosarina le agradecía tanto conocimiento.

Copérnico estaba casi tapado por la nieve.

En Cracovia lo líquido se volvía sólido.

Un frío… Ni chinos había…

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