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Tierra viva: MU en campos agroecológicos de Lincoln

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36 productores y 12 ingenieros agrónomos que manejan casi 12.000 hectáreas se volcaron a la agroecología: no usan agrotóxicos, mejoran el ambiente, la producción y sus ganancias. Las claves de lo grupal y lo personal. Los argumentos profesionales y prácticos en un viaje al corazón de la nueva Pampa húmeda. Por Sergio Ciancaglini.

El grupo de 40 personas formado por ingenieros agrónomos, productores y vecinos, está en ronda en medio de un campo, ante la curiosidad de las vacas. Más allá quedaron las camionetas que nos acercaron al establecimiento Don Joaquín de Lincoln, provincia de Buenos Aires, Pampa húmeda, surfeando caminos embarrados. 

En términos camperos, 40 personas son una multitud. Botas de goma de caña alta, ponchos, boinas, una cordialidad que los urbanos hemos disuelto en neurosis, frío de campo y de aire libre, y la sorpresa con la que nos esperaban Hernán y Carolina: un chocolate caliente, hecho con leche de este campo agroecológico.

Las personas en ronda señalan el suelo, tocan hojas con las yemas de los dedos, hacen cálculos, hablan de estilos de vida, y sueltan palabras que forman una red o un rompecabezas: fertilidad, deudas, leguminosas, sequía, rentabilidad, malezas, tecnología, miedo, insumos, cheques, bosta, transiciones…

La ronda está rodeada de verde, cielo y horizontes. Una palada en el suelo logra que el ingeniero agrónomo Eduardo Cerdá atraiga la atención del resto. Tranquilo, didáctico, un académico que mete los pies en el barro, Cerdá es fundador de la RENAMA (Red Nacional de Municipios y comunidades que fomentan la Agroecología), de la cual Lincoln forma parte.

La pala muestra la tierra negra, las raíces y los tallos de esas pasturas. Se ven zigzaguear unas lombrices, cosa que todos celebran. No es que piensen en ir a pescar: las lombrices son un síntoma de algo positivo que está ocurriendo en estos suelos que ya no padecen aplicaciones del paquete tecnológico de herbicidas, insecticidas y fertilizantes.     

Cerdá acerca su nariz a los puñados de tierra. Todos lo imitan. Parece una cata de suelo. Tomo una porción de esa pala que parece una cuchara gigante. Es tierra esponjosa, no ensucia.

Tierra viva: MU en campos agroecológicos de Lincoln

Foto: Martina Perosa

¿Cómo sería una crónica del olor? Habría que recuperar el sentido genuino de algunas palabras: la tierra sana tiene un olor limpio, fresco, vegetal, agradable, vital, profundo, suave, agreste, natural, que me envía hacia la memoria de algo que no sé qué es, pero es bueno. (Esto no se reemplaza con los desodorantes de ambientes que financian publicitariamente parte de la televisión argentina, que sigue oliendo como ya se sabe). Cerdá: “La tierra en el modelo convencional es dura, cuesta meter la pala, y casi no tiene olor. No hay lombrices ni organismos. Es un suelo sin vida”.

El grupo recorre luego varios lotes del campo en un clima que la productora Mabel Vesco refiere así: “Andamos muy animosos”. Están tramando, aprendiendo y explorando juntos algo que hasta ahora aporta como resultados: hacer lo que quieren, vivir más tranquilos, cuidar lo que los rodea y perder menos plata. O sea, ganar más.

Tierra viva: MU en campos agroecológicos de Lincoln

Foto: Martina Perosa

11.828 hectáreas

Daniela Rumi es una combinación de profesora de Química y Biología con campesina sub-40. Su marido, Pablo Argilla, es especialista en sistemas y vegano con estilo chacarero. Gente con capacidad de sentir algo, y ponerse a hacer cosas al respecto.

Pablo: “Supimos que se iba a crear RENAMA en Rojas, acá a 100 kilómetros. Era mayo de 2016. Agarramos el auto,  fuimos con nuestro hijito (Efraim) a ver qué onda”. Daniela: “Yo me crié en el campo, me fui a los 18, siempre pensé en volver, pero descubrimos que ya no era un lugar muy saludable”. Ella fue a escuchar las charlas técnicas de la RENAMA; él, las dedicadas a la producción: “Vivo de hacer sistemas de facturación para pequeñas empresas, además cultivo una huerta familiar, y mi papá tiene un campo de 50 hectáreas. Quedamos muy tocados por todo lo que se dijo allí”. 

Los 100 kilómetros de vuelta a Lincoln fueron un torbellino: “No teníamos tanta información sobre lo que provocan los agrotóxicos en la salud del suelo, el ambiente y las personas”. Quedaron en contacto con Cerdá, fueron a conocer campos como La Aurora, de Juan Kiehr en Benito Juárez (Mu 79: La que se viene), modelo agroecológico según la FAO (Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura). Daniela: “A fines de 2016 vinieron unas 30 personas al patio de mi casa, y fundamos el grupo Conciencia Agroecológica”. Surgió lo inesperado: “Al principio la mayoría eran docentes, jubilados, comerciantes, pensamos que era algo que iba a interesar desde la educación, la salud, la alimentación, la feria agroecológica. Pero el tema explotó por el lado de la producción”.

Durante 2017 se multiplicaron las reuniones y visitas de productoras y productores a La Aurora y también a Guaminí, con ocho campos en producción agroecológica (Mu 106: Campo recuperado). La movida en Lincoln sigue creciendo. Hasta ahora:  

  • Hay 24 productores en Conciencia Agroecológica que suman 2.253 hectáreas propias y 2024 que alquilan. Total: 4.277 Ha.
  • En el grupo hay además 14 ingenieros agrónomos, 12 de los cuales asesoran a otros tantos productores que no integran formalmente C.A., pero están en transición agroecológica y suman campos de 7.551 Ha.
  • Total para Lincoln: 36 productores trabajando agroecológicamente, que manejan 11.828 Ha.
  • Pablo: “Y se suma cada vez más gente. Eso te muestra una tendencia”.
Tierra viva: MU en campos agroecológicos de Lincoln

Susana con tierra fértil.
Foto: Martina Perosa

Campos drogados

Cerdá completa datos sobre esa tendencia: “En la RENAMA hay 28 grupos que suman más de 70 productores en 7 provincias, y son 9 los municipios incorporados formalmente (Chabás, Lincoln, Bolívar, Guaminí, Gualeguaychú, Salliqueló, Coronel Suárez, General Alvarado, Coronel Pringles). Trabajamos con instituciones, universidades, grupos de investigación, defensorías del pueblo, las cátedras de soberanía alimentaria, el Hospital Italiano, facultades de Agronomía, el Colegio de Ingenieros Agrónomos de Córdoba, la Asociación para la Agricultura Biodinámica de Argentina y tantos otros”.

Habría que sumar muchas experiencias de este tipo que no forman parte de la RENAMA, como la Granja Naturaleza Viva en Santa Fe (Mu 22) o la Colonia 26 de abril en Jáuregui, de la Unión de Trabajadores de la Tierra (Mu 124) por poner apenas dos ejemplos entre tantos. Todas hacen rancho aparte con respecto al modelo de fumigaciones masivas, monocultivo, transgénicos, desertificación, empobrecimiento y vaciamiento de los campos: una fumigación social y cultural.

Cerdá no deja de asombrarse: “Hay mucha gente con ganas de cambiar. Lo que prometió el modelo no resultó. Los costos se cuadruplicaron, los productores se endeudaron, estalló un conflicto porque las comunidades reclaman que se pare de fumigar, y se produjo una condena social”. Conviene recordar que diversos cultivos fueron genéticamente modificados por corporaciones como Monsanto, Bayer & Afines para que fueran inmunes a los venenos. El “paquete tecnológico” de los transgénicos, por lo tanto empieza en la semilla, pero obliga a los productores a usar agrotóxicos.     

Tierra viva: MU en campos agroecológicos de Lincoln

Mabel Vesco, tambera.
Foto: Martina Perosa

 

“Pese a todo cada vez hay más malezas resistentes: de una o dos hace 20 años pasamos a más de 30 actualmente, explica Cerdá. “Entonces ¿qué propone el modelo? Tirar más y más agrotóxicos, cada vez más caros, ni hablar ahora con el precio del dólar”. Argentina está consumiendo entre 300 y 400 millones de litros de herbicidas por año, unos 3.500 millones de dólares que los productores transfieren a las corporaciones, mientras organizaciones como Aapresid (la asociación de siembra directa cooptada por el negocio transgénico) emiten “alertas rojas” por el Yuyo colorado o por biotipos de nabos resistentes a todos los herbicidas conocidos. 

Síntomas del presente, según Cerdá: “Hay enfermedades crónicas cada vez más difundidas: cáncer, celiaquía, tiroidismo. Dicen que no hay evidencias científicas de que sean por este modelo de producción, pero está claro que las enfermedades aumentan, que aumenta el uso de plaguicidas y que se detectan los venenos en los alimentos, como lo viene estudiando el EMISA (Espacio Multidisciplinario de Investigaciones Socio Ambientales) de La Plata. Eso se acumula en nuestro cuerpo: ahí puede estar el origen de muchas enfermedades crónicas”.   

Sobre drogas: “El modelo enajena mucho. Funde a los productores y los deja presos de un sistema que es como la droga: precisa cada vez más. Lo vendieron como un remedio, pero un remedio es algo que uno toma una vez para curarse, y después lo dejás. Lo de los agrotóxicos no es un remedio, sino una adicción. Se precisa cada vez más, y los productores creen que no pueden dejar de usarlos. Acá se está demostrando lo contrario”.

Tierra viva: MU en campos agroecológicos de Lincoln

Roberto Perkins, asesor.
Foto: Martina Perosa

¿Qué es la agroecología?

Santiago Sarandón, fundador de la primera Cátedra de Agroecología en el país define: “La Agroecología surge como un nuevo campo de conocimientos, un enfoque, una disciplina científica que reúne, sintetiza y aplica conocimientos de la agronomía, la ecología, la sociología, la etnobotánica, y otras ciencias afines, con una óptica holística y sistémica y un fuerte componente ético, para generar conocimientos, validar y aplicar estrategias adecuadas para diseñar, manejar y evaluar agroecosistemas sustentables”. Cerdá y muchos otros agregan a esa idea el concepto de biodinámica que implica conocimiento de preparados biológicos y de ciclos lunares (entre muchas otras cosas) para enriquecer la vida de suelos, plantas, animales y personas. 

O sea: no se trata de recetas ni cócteles de herbicidas sino de enfoques científicos y prácticos, estilos de trabajo, que funcionan según el lugar. Es diferente lo que hacen en Misiones que en la Pampa húmeda o Neuquén. Es diferente la agroecología aplicada a la producción de huertas, que la que propone dinámicas de trabajo en grandes extensiones agropecuarias. Las une el modo de pensar la relación con la Naturaleza y la mirada sobre la actividad agropecuaria. 

“La agroecología tiene tres patas: ambientalmente sustentable, socialmente justa, y económicamente rentable”, agrega Pablo Argilla. Lo económico tiene un sentido obvio: “Si no se es rentable, si no hay sustento, no se puede continuar”. Muchos productores empiezan atraídos por ese aspecto, aunque luego suele percibirse eso que Mabel llama “andar animosos”: una actitud diferente hacia lo grupal y hacia la vida.

Lo social se refiere especialmente a que “los alimentos lleguen a todos, que no tengan un precio mayor”. Eso diferencia los productos agroecológicos de los orgánicos, que requieren una certificación que los encarece y terminan siendo productos de exportación o para sectores de altos ingresos. “Lo agroecológico además revaloriza lo que el productor sabe, y facilita que más gente viva en el campo”.

¿Qué de todo esto se ve en Lincoln? Pantallazo de principiante: se asocian cultivos de leguminosas (como la vicia o el trébol) con gramíneas (trigo, sorgo, maíz y demás). Las leguminosas cubren y protegen el suelo, lo nutren, fijan nitrógeno, lo enriquecen. Así se evitan los fertilizantes químicos. Explica Cerdá: “La gente piensa que el fertilizante es un alimento para el suelo pero es como darle jamón crudo, intoxica al campo, crea necesidad de más agua, y faltante de agua para las otras plantas”. Por una serie de procesos internos la planta fertilizada con químicos produce aminoácidos que atraen más plagas. “Entonces tenés que fumigarlas, y empieza la rueda de nuevo. Y todo lo provocó el propio sistema con un cultivo desequilibrado”. 

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Hernán Fanelli, productor.
Foto: Martina Perosa

Otra clave: las leguminosas nutren realmente al suelo pero además, al ocupar el espacio, impiden la aparición de malezas, evitándole al productor financiando las guerras de las corporaciones contra los nabos y los yuyos.

En un suelo cada vez más vital, los cultivos crecen mejor y nacen pasturas sanas para ganado, que a su vez abona y fertiliza aún más el suelo: nada se pierde, todo se transforma. Se diseñan corredores biológicos para los insectos, con lo que se elimina el gasto en insecticidas y se facilita la aparición de insectos benéficos.

Frente a un modelo de monocultivo, químicos y enfermedad, aparece un enfoque que lleva al policultivo, la biodiversidad y logra tal vez una utopía: que ciencia y sentido común, por fin, sean aliados.

Mosquito a la vista

Hernán Fanelli es ingeniero agrónomo, alto, flaco, dueño del campo Don Joaquín, y anfitrión del chocolate caliente: “Son 120 hectáreas propias y se están alquilando 270 más. Estamos en una transición: todavía no tenemos todo el sistema funcionando agroecológicamente, pero vamos hacia eso”.

Tienen unas 800 cabezas de ganado, tambo, y un antecedente: “Intentábamos trabajar con menos insumos. Cuando me enteré de las reuniones del grupo el año pasado, y entendí que podía aplicarse a mediana o gran escala, dije: vamos con esto”. ¿Qué cambió? “Bajás los costos. Mejora la condición de los suelos y todo evoluciona de forma más natural”.

Sostiene Fanelli: “Los rendimientos no bajaron en los forrajes de invierno para producción de leche, ni en los cultivos de verano como el maíz para hacer reservas para silo y para grano. Lo que sí bajó fue el costo de insumos”.

¿Cuánto ahorró?  Fertilizantes, de 14.000 litros en 2016 se pasó a cero. Glifosato: de 393 litros en 2016 a 48 este año. “Estoy haciendo la cuenta a ojo, pero el ahorro debe ser de unos 150.000 pesos anuales, según el precio del dólar. Quiero llegar a producir sin ningún insumo y que el sistema se autoabastezca”.

La hostilidad del modelo quedó en evidencia mientras recorríamos Don Joaquín. A menos de 50 metros, por el camino de tierra, pasó un mosquito del campo vecino fumigando con la mayor naturalidad del universo. “Tienen que haber visto que hay 40 personas acá reunidas, pero fumigan igual, no les importa, y además perjudican a los otros campos”, dice Carolina Sgarbi, la pareja de Hernán, con quien tienen niño y niña, de 7 y 4 años. Es ingeniera agrónoma, profesora en Junín de la Universidad Nacional del Noroeste de la  Provincia de Buenos Aires (UNNOBA) en Manejo integrado de plagas. “Siempre tuve una mirada crítica hacia los agroquímicos, que incluso la gente usa en los jardines de su casa. Aquí hace tiempo se quiere trabajar de otro modo”.  Sobre el mosquito: “Hay una inconciencia total. Para mí es falta de educación”. ¿O falta de prohibiciones? “Tal vez somos hijos del rigor”, dice Carolina mirando el artefacto amarillo que se aleja fumigando hacia campos vecinos.

Tierra viva: MU en campos agroecológicos de Lincoln

La boina de Jorge Themtham.
Foto: Martina Perosa

Acompañante terapéutico

Mabel Vesco, del campo El Trébol, abrió su hogar a todo el grupo. Nunca pude conocer casas de campo que sean “estilo campo”. Esta casa es “estilo Mabel”, mujer baja, con rulos, movediza,  enérgica. “Tengo tambo, ganadería y algo de agricultura. Son 150 hectáreas. Viajé a Guaminí. Lo que vi me convenció: me volví con mis tres bolsas de vicia para sembrar. Todos me cargaban. Hicimos un pequeño ensayo en lotes no muy buenos, pero creció bien. No usábamos herbicida, achicamos gastos y nos encontramos con un suelo más vivo”. Mabel sonríe: “Terminé vendiendo 37.000 kilos de pasturas”.

La recorrida cruza por lotes de avena con vicia. Pablo explica lo que se ve: “La avena tiene hojas gruesas y bien verdes, con excelente estado de salud y vigor”. Vimos también vimos el silo de avena y vicia, la nueva producción de El Trébol.

Juan Carlos Pelizza, esposo de Mabel: “Vivimos en el campo y nos dimos cuenta de que este también era un tema de salud nuestra y de los animales”. El contagio, según Mabel: “Ver los campos de Guaminí fue extraordinario, pero además nos explicaron cosas que me generaron emoción y entusiasmo. Y confianza. Nadie se funde por hacer esto, y la tierra te devuelve cosas muy importantes”. ¿Qué cosas? “Paz interior”.

El campo de Mabel tiene un asesor: el ingeniero agrónomo Alfredo Alcaraz, correntino radicado en Córdoba. Alfredo conoció la experiencia de La Aurora a través de Mu: “Mi señora también es ingeniera agrónoma, me pasó la revista, y fui. Y aquí estamos haciendo esa transición. A veces me dicen que más que asesor soy el psicólogo, el acompañante terapéutico. Pasa que asusta pasar de un modelo al otro, pero los problemas técnicos son secundarios”.

El ingeniero Alcaraz explica: “El sistema lo único que te ofrece es una determinada rentabilidad teórica en función de insumos. Eso es falso. Y uno se siente solo. Por eso es importante que aquí haya un grupo”. Reconoce Alcaraz un problema de base: “Todos los colegas, agrónomos, veterinarios y técnicos, venimos de una formación productivista que tergiversa la cosa. La maleza es para la soja transgénica. Pero para mí, es alimento para la vaca: no hay tal maleza. Entonces se trata de pensar y aplicar una tecnología de procesos y no de insumos. Entender cómo funcionan las cosas y leer la realidad. Porque si te quedás en aplicar lo que te dicen en la facultad vamos muertos”.

Los pioneros de Lincoln, en el primer año de experiencia, compraron 2.000 kilos de semillas de vicia para iniciar la producción sin insumos. Gracias a los resultados, la segunda compra fue de 30.000 kilos.

Maíz y mujeres

Las conversaciones en Lincoln son sorprendentes. En tiempos técnicamente horribles, saqueados y embrutecidos, estas personas hablan de fertilidad, producción, convivencia e incluso felicidad. No como palabras o ilusiones, sino como prácticas.

También hablan de números. En el campo de Susana Rabaza, Cerdá explica una diferencia invisible entre el maíz transgénico y el agroecológico. “Siempre se habla del rendimiento, pero no sobre el contenido de ese maíz”. El maíz natural tiene 6113 partes por millón (ppm) de calcio, contra 14 del transgénico. Potasio: 113 ppm contra 7. Magnesio, 113 ppm contra 2. La desproporción también se verifica en cultivos como lechuga, tomate, espinaca y frijoles, según estudios de la Rutgers University de los Estados Unidos. “Son alimentos que ya no alimentan”.

Susana reconoce a Mu: “Yo era desconfiada, pero cuando conocí La Aurora fue espectacular: me cambió la cabeza. Vi una avena con hojas anchas así, el campo hermoso, el aprovechamiento de cada cosa”. Ha decidido que una hectárea de su campo se utilice para hacer huerta agroecológica que gestionará un grupo de jóvenes para producir verduras. “Tenemos incluso chefs en el grupo. La idea es que mucha gente pueda hacer lo mismo, que sea una huerta frutihortícola que pueda comercializar en la Feria Agroecológica que se hace en Lincoln todos los meses”, explican Eduardo González y Bernardo Agudo, a cargo del proyecto. Cerdá agrega un dato: “Ya pude hacer canelones y tortillas de vicia, que tiene casi tantas proteínas como la carne. Los que dicen que quieren alimentar al mundo tendrían que producir este tipo de cosas”. 

Soledad Varela es otra mamá joven -de Eloísa- propietaria junto a su pareja de dos campos que suman 350 hectáreas que ella gestiona: “Con la producción tradicional gastaba la mitad de los terneros en generar la comida para las vacas. Apareció esto de la agroecología, fui incorporando lotes al sistema y este año ya no compré insumos, las vacas se mantienen con los cultivos, y tengo todas las terneras para reposición. Solo gasté en impuestos y mantenimiento”.   

Otra cuenta de Soledad: “Me ahorré dolores de cabeza con contratistas que no te cumplen, con pagar insumos, cubrir cheques, vender para tapar el agujero anterior… manejaba mucha plata para vivir con poca plata. Y no quería fumigarme yo, ni a la gente, ni a mi hija. Rescato que volví a tener contacto con la naturaleza, porque pensás en  cómo nacen los pastos, y no en cómo matarlos. Y al final, trabajo menos”. Es veterinaria, y alguna vez trabajó vendiendo agroquímicos. “Te dabas cuenta de que era una porquería, pero parecía lo único posible”.

Lo grupal: “Como mujer es muy difícil conocer otras mujeres que hagan esto. Vas a un cumpleaños en el pueblo y no hay muchas productoras. Acá en el grupo sí hay bastantes, pero además todos son muy abiertos. Se puede hablar, compartir inquietudes, eso es muy valioso”. Soledad habla de su nombre: “Salís de la soledad pero no como algo trivial, que no te hace crecer en tu vida personal. Salís dentro de un grupo con intereses en común. Eso vale mucho”.

Tierra viva: MU en campos agroecológicos de Lincoln

Benjamín Themtham, Soledad Varela, Eduardo Cerdá, Carolina Sbargi y Susana Rabaza: un nuevo estilo de producción.
Foto: Martina Perosa

Salida laboral

Roberto Perkins, ingeniero agrónomo y sobrino 2º del piloto Gastón Perkins fallecido en 2006, está con un grupo alumnos de la Tecnicatura Superior en Producción Agrícola Ganadera. Les dice: “No hay que enamorarse de la tecnología. La mayor seguridad es conocer el recurso con el que trabajamos, que es la naturaleza”.

Perkins es asesor de Santiago Paolucci, 71 años, que se permite hablar a un tiempo de utilidad y felicidad: “Veníamos con una decepción. Usábamos todos los agroquímicos y fertilizantes, sin ganancia, sin utilidad. En cambio ahora los lotes superaron varias veces la oferta forrajera que teníamos, y la tierra está sana. De 300.000 pesos de costos pasamos a 100.000. Pero además, cuando uno lo piensa, todos esos productos te hacen convivir con la muerte. Matás plantas, matás suelo y es como que estás en una guerra, en una actitud de agresión. ¿Por qué? Me parece mejor vivir en un estado de amistad. Es más tranquilo y más feliz”.      

Marcelo Calles es otro ingeniero agrónomo, asesor en campos que suman 12.000 hectáreas, el 80 % dedicado a la producción convencional. En su 4×4 explica: “Esto está empezando. Cuando fui a Guaminí, ver esos cultivos fue mucho más importante que todas las palabras que me podían decir. Vi trigo sano, verde, bárbaro, sin problemas de pulgones, sin malezas. Ahí me entusiasmé y es lo que estoy aplicando por ahora en 400 hectáreas que monitoreo. Hoy veo a la agroecología como algo muy importante para el cuidado de los suelos, del ambiente, y también como salida laboral. Porque no hay muchos ingenieros agrónomos que estén preparados, y esto es lo que se va a venir. La gente en las ciudades cada vez más va a decir que paren de contaminar: se nota un cambio de conciencia. Y yo quiero estar capacitado para producir de ese modo”.

Jorge (61) y Benjamin Themtham (37), padre e hijo, llegaron desde 30 de agosto con sus boinas de alta gama. La familia tiene 136 hectáreas desde hace más de 100 años, más otros campos alquilados con producción tambera, cría, invernada, engorde de novillo y agricultura de girasol o trigo. Jorge: “Al cambiar de sistema, me olvidé del gasoil, no tengo una sola boleta que pagar, ni una deuda. Y aprendí cosas nuevas: a mi edad eso es una maravilla”. Benja: “Solo de glifosato evitamos pagar unos 2.500 dólares este año, sumale los otros herbicidas y fertilizantes. Pero fijate, ya ni sé el precio, ni me interesa. Te convencen de que hay que ser empresario, y para serlo  tenés que comprar lo que ellos te venden. El modelo no funciona más”. Benja prefiere que le digan productor, o una palabra olvidada: campesino.

Oliendo plantas, me cruzo al irme del campo de Santiago con Javier García, también ingeniero agrónomo, asesor de empresas y profesor de un colegio agrotécnico. Dice: “Lo que me entusiasma de todo esto es la dimensión humana. La agricultura tradicional desplaza a a la gente de los campos, que se vacían. Y como no hay gente, tampoco hay votos, entonces todo queda muy abandonado por el Estado”.

Este ingeniero dice algo que tal vez implique seguir mirando el suelo, el cielo y el horizonte para entender lo que viene: “Si se siguen alineando los planetas, la agroecología puede ser una gran oportunidad para hacer  las cosas bien”.

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El modelo: Rosario, la ciudad del aborto legal

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En la segunda ciudad del país el aborto es atendido como una cuestión de salud pública. Los resultados derriban todo mito. Cómo funciona el modelo rosarino y porqué además de la ley, la salida es política. Por Lucía Aíta.
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Despedidos: Qué hay detrás del ajuste

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Transferencia de tareas al sector privado. Contrataciones de familiares con altos sueldos. Menos derechos. Presión del FMI. Y el fantasma de la reforma laboral. Números, casos y miradas para entender los recortes públicos y enfrentar lo que viene. Por Florencia Paz Landeira.
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Parar la olla: La crisis desde los barrios

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Más hambre y menos consumo. La droga, la policía y las organizaciones. El trabajo digno, la economía y la autogestión. La actualidad argentina y los futuros posibles, desde la cooperativa de recicladores Bella Flor de José León Suárez y la Unión Solidaria de Trabajadores de Avellaneda. Por Lucas Pedulla.

Son las once de la mañana de un martes helado y en el Centro Comunitario 8 de Mayo, en José León Suárez, la cocinera Clara Beatriz Vega -43 años, 18 en el Centro- revuelve con cuchara de madera un guiso burbujeante que cuida a fuego medio en una olla de metal de 50 litros. La rodean niños y niñas en remera. Ella, parada en puntas de pie sobre un banquito rojo, calcula que hace dos años el comedor funcionaba para 23 familias de lunes a sábado. “Hoy estamos en 47”, dice, sin dejar de revolver.

De fondo hay un taller de percusión, y en una de las paredes una cartulina naranja refleja algunas ideas escritas por esos niños. Parece un juego, pero es un programa político: en una columna se lee “lo que no” y en la otra, “lo que sí”.

Lo que no: Violencia, pegarse, escupirse, malaspalabras, agarase a las piñas, gritarse, enpugarse, matarse, entrar a la cocina sin permiso.

Lo que sí: amarnos, conpartir, escucharnos, ser amable, abrazarnos tiernamente, bañarnos.

Alguien podrá decir que hay faltas de ortografía, pero lo que revela la cartulina naranja pegada a una pared de un comedor de una cooperativa de reciclaje en el fondo del partido de San Martín, al norte del conurbano bonaerense, es otra cosa. Es hasta dónde hay que ir para aprender a leer, con lucidez, el caos.

Lo escribieron niñas y niños de 5 a 11 años del Centro Comunitario 8 de Mayo, apenas uno de los 56 asentamientos y villas de la zona, construido literalmente sobre la basura. El nombre es por su natalicio: este mayo sopló los 20 años de una experiencia territorial que aglutina comida, talleres, capacitaciones y cooperativas de reciclado que crearon un trabajo notable para el medio ambiente y los cirujas que vivían de lo que encontraban en la Quema, el relleno del CEAMSE que recibe casi 17.000 toneladas diarias de desperdicios de 34 municipios del conurbano y de la Ciudad de Buenos Aires.

Parar la olla: La crisis desde los barrios

Las chicas de Bella Flor, entre el comedor y el basural.
Foto: Nacho Yuchark

Hambre que quema

Hoy hay paro docente y María Noemí Amarilla -45 años, 18 en el Centro, 7 hijos-, una de las coordinadoras de la mañana, lo apunta como un dato. “Los chicos desayunan acá, almuerzan acá y meriendan acá. Ellos se levantan y lo que hacen es manotear el primer recipiente que encuentran y se vienen, porque saben que acá va a haber alguien que les va a lavar la manito, la carita y les va a dar una fruta”.

¿Vienen solos? “En el barrio tenemos un gran problema que es la adicción a las drogas. La tenemos en la esquina. Y muchos de los papás de los nenes tienen problemas con la droga y el alcohol”. ¿La droga es paco? “La droga es todo, no sólo paco. Y eso hace que no sólo tengamos que entregar un desayuno y un almuerzo, sino también ponerle una media al que viene descalzo, bañarlo, cambiarlo. La situación no es sólo la pobreza: hay que visualizar este tema como una enfermedad. Los chicos tienen el kiosco a mano y se complica más. Por eso, este es un lugar de contención”.

Niños de seis años que vienen a buscar el guiso solos. “Los tupper que traen son más grandes que sus manitos”, describe Clara.

¿Y qué hacen ustedes?

Los acompañamos para que no se quemen.

Datos de la basura

Lorena Pastoriza -ex cartonera, actual recicladora de basura- es el motor del Centro Comunitario 8 de Mayo: fue su fundadora y hoy integra la Cooperativa de Reciclado Bella Flor, que da trabajo a unas 100 personas del barrio. Su pequeña oficina es un trailer con elementos encontrados en la Quema, al lado de una montaña de basura que se acumula para ser procesada luego en el galpón. “Vi en un noticiero un título que era como estar viendo la tele en el 2001: hablaba de recesión económica”.

¿Ven eso en el barrio?

No lo vemos: lo sentimos. El hambre impacta, además, visualmente. La basura es el indicador de cómo estamos socialmente consumiendo: podés medir la política y la economía a través de la basura. Por ejemplo, hace siete u ocho años, podíamos tener un camión lleno de botellas de vino y de Coca Cola cada 15 días. Hoy, con mucha suerte, estamos sacando uno cada 40. Y no es ni un chasis completo: antes eran 65 fardos, hoy sacamos 45, y tiene que pasar más de un mes. Eso te indica la caída del consumo. El vidrio también: de un tacho por semana pasamos a uno cada tres semanas.

¿Qué encuentran?

Yerba. Papel higiénico.

En Bella Flor saben que la yerba es, muchas veces, el reemplazo de un plato de comida. Jesús Amengual, del Centro, sigue dando números más certeros que el INDEC: “Tratamos 180 mil kilos de basura por día: recuperamos alrededor de 24 mil. Antes era un 35%, hoy estamos debajo del 15”.

Nora Rodríguez, 50 años, otra de las referentes del Centro, completa el panorama económico: “En estos últimos dos años se duplicó la complicación: cada vez tenemos menos material para reciclar. ¿Y sabés por qué? Porque volvió la gente a la calle: con carros, con pequeños changuitos, con cirujeo manual”.

La ecuación es menos fuentes de trabajo, menos materiales y más gente en la calle. Lorena: “En el barrio eso se traduce en la descomposición de la familia. La pobreza la arranca en pedazos, la destripa. Es una característica de la marginalidad. Y a eso sumá las drogas, las nuevas armas que usa el sistema para hacernos pelota”.

Desde la cocina del comedor, y con la misma precisión con la que separa zanahorias, corta cebollas, abre bolsas de arroz y mide la salsa para una olla de 50 litros, María dice: “La droga empezó a pegar muy fuerte hace dos años y medio”. Los vecinos cuentan que hace tres años se menudeaba marihuana, pero hoy el negocio es la cocaína. “Ni siquiera es cocaína: es crack”, precisa Lorena. Jesús suma a la complejidad: “Y el transa tampoco es el enemigo: es parte de una economía emergente de un barrio en una sociedad que se descompone. Atrás se esconde un negocio donde está la policía, el fiscal, el juez y el político, pero sólo cae el gil que es un vecino que hace eso para vivir”.

Una secuencia del barrio que no sale en Netflix: “Los soldaditos de la esquina están vendiendo. Llega la Brigada de la Bonaerense. Los soldaditos gritan ‘elisa, elisa’, la señal de alerta. Escapan. La Brigada copa la esquina. Lo insólito: comienza a vender por la ventanilla del móvil. Llega la Gendarmería. La Brigada escapa. Los gendarmes rompen las casas y se llevan al vecino drogado que estaba tirado en la esquina”.

Lorena: “Antes no había los muertos que tenés hoy en el barrio: hoy tenés uno por semana. Eso no estaba, no había esa violencia. Y también están cambiando las formas de matar o morir: hoy se usa prender fuego, como cualquier serie narco. Cambió la forma. ¿Por qué? No tengo análisis: hay que pensarlo. Pero esto se está dando”.

Jugar en equipo

En la otra punta del conurbano, y también desde la basura, floreció hace 15 años una organización. La Unión Solidaria de Trabajadoras (UST), en Avellaneda, es una cooperativa que se hizo cargo de recuperar y forestar el relleno sanitario del CEAMSE luego del cierre de Techint, en 2003. Eran 35 compañeros y hoy son 77, sin contar quienes trabajan en el polideportivo, en el centro agroecológico, en el bachillerato popular, en el comedor, todo construido por ellos mismos: entonces son 150. No sólo recuperaron trabajo, sino que crearon vida. Un ejemplo literal: plantaron 38 mil árboles en 350 hectáreas.

“Nos pasamos reuniones tratando de ver cómo nos ordenamos, nos organizamos y, sobre todo, cómo salimos de esta situación”, resume el proceso actual Mario Barrios, referente de la UST. “No veo otra salida que un gran quilombo, y eso siempre lo paga la gente más pobre. ¿Vamos a empezar a discutir si aumentan el salario social complementario de los que se están cagando de hambre? ¿En una sociedad tan fragmentada, donde los mismos pobres hablan de los negros de mierda y de las pibas que se embarazan por la asignación? Ahí nos han llevado”.

¿Qué salidas se ven, entonces?

Es complejo. Venimos trabajando eso con muchas organizaciones a nivel país, donde la situación está igual o peor: todas prevén un estallido, que la cosa no aguanta. Ahora: ¿cuáles son las estrategias? ¿Cómo nos juntamos más? ¿Cómo nos cuidamos? No hemos trazado una hipótesis en caso de que la conflictividad avance, pero sí planteamos cómo potenciamos nuestras organizaciones para defendernos y cuidarnos. O se resuelve por las buenas o por las malas, y por las malas pierde el que menos puede. Las diferencias son brutales: no merecemos pasar por la situación que estamos pasando, y eso es producto de la decadencia de la dirigencia que tenemos.

El logro de organizaciones como la UST fue saltar sobre los dirigentes.

Soy un convencido de que la economía social es una salida al sistema capitalista: lo demostramos. Pudimos hacer cosas que ni nos hubiésemos imaginado. Hoy hay 120 pibas que juegan al hockey en nuestro polideportivo, los chicos en fútbol infantil, la escuela secundaria. Veníamos en velocidad pensando el recambio generacional, la universidad de los trabajadores, pero ahora estamos trayendo de nuevo a nuestros jubilados para ayudar a pasar la situación compleja que atraviesa a las cooperativas.

¿Cómo se hace, en estos contextos, para hacer cosas que nunca imaginaste?

Nadie creyó que las pudiéramos concretar sin que se haga lo que normalmente pasaba: no nos choreamos plata, no cagamos a nuestros compañeros. Ante la decadencia, eso parece mucho. El combustible es la confianza en el otro. Y la herramienta es la comunidad. El orgullo más grande es que nada es de uno, sino de todos”.

Parar la olla: La crisis desde los barrios

Mario Barrios, de la UST.
Foto: Nacho Yuchark

Claves para subsistir

La Bella Flor y la UST son dos raras avis en esta cancha embarrada: a pesar de todo, siguen produciendo. “Al menos no tan heridas”, resaltan en José León Suárez. “Laburamos muchísimo en la época en que muchos hicieron la plancha o, por ahí, jugaron más a hacer política. Nosotros seguimos sembrando. Nuestro gol fue pensar en que el proyecto productivo se sostenga. Pensamos en la autonomía y en la autogestión de toda la organización. Así metimos la planta de reciclado: eso sostiene la pata educativa. Lo que nos permitió subsistir fue no habernos prestado como objeto de ningún partido de ningún color, de los que ganaban 70 lucas y nos pelotudeaban cuando vos ganabas nada, pero que hoy son los que vienen a pedirte laburo. A nosotros no nos dieron nada. Y fue el momento más crítico del comedor: no teníamos para hacer un guiso porque el único programa nos lo sacaron para dárselo a la ´orga nacional´. Hay una falta de respeto enorme a las organizaciones de base: la dirigencia va por un lado y las realidades de los sujetos por otro”.

¿Y en Avellaneda? Barrios: “Todo lo que hicimos fue con la inversión concreta de la plata de nuestros compañeros. Y hubo una buena gestión. Pero este Gobierno profundizó todo lo peor y no dejó una cagada por hacer. Nos peleamos mucho con el gobierno anterior: nosotros somos militantes barriales, la mayoría viene del peronismo, y le exigimos mucho más que a Macri. ¿Ahora qué podíamos esperar? Nada. Nosotros ya deberíamos tener la ley de expropiación en marcha, los créditos blandos que siempre pedimos y las políticas públicas para no quedar a merced de esta gente”.

Un cachito de cielo

¿Qué se puede hacer con tanta basura alrededor? En José León Suárez, Nora cuenta que empezó a cirujear a los 16 años: “Ser ciruja es ser libre. Trabajás con libertad, no tenés horarios ni que darle explicaciones a nadie. Es un trabajo que te dignifica porque no salís a chorear. Y te enseña a valorar mucho, porque si cirujeás una pava, la valorás. O un colchón, una plancha, una secadora de pelo. Todo lo que es mío, lo gané yo”.

Teresa Pérez, 34 años, es la coordinadora educativa del Centro: por los talleres pasan 100 niñas y niños del barrio de hasta 15 años. “Este relleno sanitario es el único que tiene aceptación de los vecinos porque hay muchos recicladores. El CEAMSE tiene 2.000 tipos, 2.500 camioneros, 500 policías, 5.000 cirujas, y el que se queda sin laburo sabe que tiene la Quema: es la opción para no morirse de hambre. Eso lo aprendí acá: con la Asignación Universal por Hijo como base de ingreso, el pobre se la rebusca. Eso no quita la responsabilidad del Estado: el profesor de matemática del Centro lo sostiene la cooperativa. ¿Cómo puede ser que lo mantenga una cooperativa de cirujas y el Estado diga que no hay recursos? ”.

Lorena piensa: “Macri hizo todos los deberes. Ya está. Terminó. ¿Qué sentido tiene discutirlo? Tenía un mandato del Banco Mundial, del FMI: lo cumplió. Ahora no tengo idea lo que se viene. Pero asusta. En el morfi, claramente, impacta. Entre hoy y el 2000 no hay diferencia: creció la demanda en comedores, las pibas empiezan a tener enfermedades broncorrespiratorias, los hospitales están inundados. El reciclado de la pobreza es terrible. La diferencia, me parece, es la militacia. No nos es igual pensar la resistencia hoy que en 2001. También porque cambian las formas. Son más perversas. Y la violencia de Estado se nos está haciendo común. La ejecutan y nosotros estamos haciendo agua, pensando en quiénes pueden ser los candidatos del 2019. Realmente estamos en otra dimensión. Mi frase es: la salida fue, es y será siempre colectiva. Llamala utopía, esperanza o como quieras. Es lo único que nos da un cachito de cielo. Siempre. Es una forma de vivir. Y tiene que ver con quiénes somos nosotros, de dónde venimos, por quién fuimos paridos. Hay una memoria”.

Jesús: “Una memoria de organización con una base de amor, de arte y de educación”.

Lorena suma: “Y que no es discursiva, sino de acción. Estamos llenos de discursos. Pero el tema ahora es cómo salimos de esta. Por ahí es donde tenemos que hilar fino. Mirarnos. Sentirnos. Es hasta una obligación que tenemos los que asumimos más responsabilidades, porque ahí va a estar la diferencia de cuántas vidas más o menos nos lleven estos procesos: nadie quiere más muertos en una plaza o en una esquina. No queremos más sangre nuestra. No queremos más mártires. Por eso, tenemos que ser muy criteriosos. Estamos obligados a repensarnos”.

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