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Diccionario mediático argentino

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Por Pablo Marchetti.

Brasil

País más grande de Sudamérica y de toda América latina. Por superficie y por población, que además es la más grande de habla portuguesa del mundo. Por la gigantesca diversidad cultural, económica y política en su extenso territorio, suele decirse que es un país unido por su idioma y por la televisión. Políticamente destaca por un federalismo acorde a semejante extensión territorial. Económicamente, por la existencia de una poderosa burguesía nacional. Culturalmente, por una música que acompaña tanto la fiesta popular más grande del mundo (el carnaval de Río de Janeiro) como la exportación a gran escala de clichés.
Se tiene por superstición que todo músico brasileño toca bien. Del mismo modo que se tiene por leyenda popular que la burguesía brasileña es la base de un acuerdo estratégico de creación de una potencia mundial. Puede pensarse en Brasil como todo eso, es cierto. Pero ante todo, debe pensarse a Brasil como un país extremadamente desigual.
La desigualdad es social y económica, pero tiene también un fuerte correlato en el sistema político. Y esa combinación transforma al sistema político en una gigantesca usina de corrupción, de negociados, de pactos secretos y todo tipo de ilegalidades para lograr la acumulación de poder que permita gobernar.
Brasil es también un territorio de sincretismo puro. En el país conviven los rituales de raíz africana con la de los pueblos originarios, sumado al cristianismo, tanto el de la colonización portuguesa como el que se basa en modelos estadounidenses con fuerte presencia en la televisión. Esos elementos se cruzan, dando lugar a extraños experimentos como el que nació en el país en los años 60, la Teología de la Liberación, un sector de la iglesia católica comprometida con la revolución socialista y cercana a los movimientos que abrazaban la lucha armada.
El sincretismo de Brasil llega a la música, como se dijo, y a otro elemento de exportación: el fútbol. La selección brasileña es la que ganó mayor cantidad de veces el Mundial de fútbol masculino. En fútbol femenino tuvo buenos equipos y grandes jugadoras, pero nunca pudo ganar ni un Mundial ni unos Juegos Olímpicos. En el fútbol masculino, Brasil es un país de donde muchos jugadores que permanentemente brillan en las ligas y en los clubes más importantes de Europa. Pero a veces hasta el fútbol puede resultar un arma de doble filo cuando pretende buscarse una utilización política.
El segundo Mundial que organizó Brasil en su historia fue un monumento gigante a la corrupción. Y ese monumento no fue una excepción sino la culminación de una serie de negociados obscenos. Negociados que no necesariamente implicaban a los líderes políticos del movimiento en el Gobierno. Pero sí eran los líderes del Gobierno en una época de corrupción gigante. Con un agravante: ese Gobierno llevó por primera vez a un obrero mecánico como presidente del país, al frente de un partido de izquierda con fuerte arraigo en el movimiento sindical combativo.
Esa corrupción fue amplificada por los grandes medios y esta amplificación permitió la actuación conjunta del sistema político con el sistema judicial para llevar adelante un golpe de Estado. No un golpe militar clásico, como en los 60-70, pero sí un golpe donde participaron los militares. Y un golpe con el discurso ultra derechista de aquellos golpes militares, con el eje puesto en “terminar con la decadencia” que, desde el imaginario popular, se empezó a vislumbrar en el sistema político tradicional.
Brasil es un país que, desde la Argentina, siempre fue visto como liberal y desprejuiciado en cuanto a la sexualidad y al ejercicio de la soberanía sobre el cuerpo. Sin embargo, Jair Bolsonaro es un tipo extremadamente machista, homofóbico y racista, que anda armado, que quiere combatir la delincuencia militarizando las calles y que no quiere saber nada ni con educación sexual ni con derechos de las minorías. Así de desconcertante, así de complejo, así de impredecible puede resultar Brasil.
¿Es Brasil? ¿O es el ser humano? ¿Es la forma en que puede resolverse la tensión entre la política y las corporaciones? ¿O es que los límites del sistema no son más que sus propias trampas? Puede pensarse también que es un destino imperial lo que lleva a Brasil a jugar al límite con la supervivencia y el sentido común. Un sentido imperial que en la Argentina se desconoce. Pero que está a la altura de un semicontinente que discute con los países más poderosos de la Tierra. No hay más que mirar a los Estados Unidos o a Rusia para darse cuenta a qué se quiere parecer la gente en Brasil cuando vota lo que vota.

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