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Crónicas del más acá: Un día de furia

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Por Carlos Melone.

Iba manejando a la tarde por la Avenida Vélez Sarsfield, una avenida sin el abolengo de Santa Fe, Córdoba o incluso algún tramo de la mismísima Rivadavia en la Santa María de los Buenos Aires. Estaba muy nutrida pero sin el salvajismo sudamericano por lo que la transité en estado de armonía con el Universo y mis grupos internos, que suelen estar en situación deliberativa con una frecuencia alarmante, según mi terapeuta.
Ventanillas cerradas, el incomprendido Strauss a volumen y algo parecido al disfrute. Pero el principio de placer es efímero en los tiempos líquidos. Cuando Vélez Sarsfield muta en Entre Ríos, el Dante se levanta de la tumba y empieza a describir la parte que le faltaba del Infierno.
No abundaré en descripciones vanas y fatigantes.
Que se encargue el Dante.
Iba hacia el local de MU a cerrar un ciclo de Taller. A pocas cuadras del Congreso, el tránsito estaba cortado y el desvío era por una angosta calle lateral ante las transpiradas señas de las transpiradas almas de agentes de tránsito que recibían, cual águila a Prometeo, puteadas directas a su hígado. Una manifestación frente al Congreso y una serie de cortes programados por la Municipalidad para los preparativos de la fiesta inaugural de los Juegos Olímpicos de la Juventud eran la explicación del Apocalipsis. Cuando a Rodríguez Larreta se le ocurre hacerse el popular, todo se encarajina el doble.
Como bisontes borrachos, los autos nos empezamos a amontonar en el giro para salir de la avenida y me encontré en el medio de la guerra del centímetro.
Por alguna razón que desconozco (mi regreso a la batalla conductiva es reciente) parece ser de vital importancia ganarle 10 ó 15 centímetros al de al lado.
El Universo es pequeño y no hay lugar para todos. El Tiempo, esa metáfora, deviene apuro en manos de un mamerto.
Estaba en el medio de un despelote colosal y ni Strauss ni Freud ni el ala dura de mi grupo interno podían ayudarme. Resolví meterme en la primera playa de estacionamiento que pudiese. Caminaría, cosa que suele horrorizar a los conductores añosos pero soy así: un transgresor nato.
La Playa apareció y entré. Solo por el principio de indeterminación de lo real no lo hice con una señora en bicicleta a la que no vi (no había bicisenda, diré a mi favor) y poco faltó para que formara parte de la decoración de la puerta del lado del conductor.
Contrario a lo esperado, la señora no me puteó ni intentó asesinarme sino que hizo una suerte de gesto galante para que pasara. Le pedí disculpas aunque no estaba seguro de ser culpable de algo. Respondió con una media sonrisa de ambigüedad espeluznante.
En la calle Yrigoyen, una cuadra antes de llegar a Congreso, sobre ambas veredas, una multitud de personas en situación de calle, instalada allí. No menos de 50 (cincuenta) de las cuales un buen número eran nenes y nenas.
La escena era desolación, intemperie, desamparo. Colchones, sillas viejas, botellas, plásticos, objetos varios, suciedad intensa.
Los chicos jugando con lo que pueden jugar: una imaginación que construye en un mundo descarnado.
¿Cuáles serán los sueños de esos chiquitos?
Hombres y mujeres con todas las marcas de la postergación en cuerpos desvalidos, abandonados, saqueados. El consumo de sustancias y líquidos non sanctos, abierto y evidente.
¿Por qué habría de ser de otra manera en vidas a la intemperie? ¿Por qué puede esperarse prolijidad y decoro burgués en vidas de una deriva sin fin?
Invisibles para todos, tal vez para ellos mismos, allí estaban, en una cuadra oscura de todas las oscuridades.
Caminé unos metros más y a la altura de la sede de las Madres de Plaza de Mayo, un griterío vino de la Plaza de los Dos Congresos. Unos muchachos de aspecto humilde estaban resolviendo cuentas pendientes a golpes, con palos, gritos, corridas e insultos. En la Plaza mucha gente mateando y conversando, disfrutando el sol primaveral. Un par de los contendientes sangraba visiblemente pero no paraban de correr y ser corridos en una danza que oscilaba entre Tom y Jerry y la tragedia inminente. La gente de la Plaza empezó rápidamente a agarrar a los chicos y a acurrucarse entre sí.
No había intentos de robo ni nada parecido. Era una pelea confusa, de gritos, calmas chichas y reinicios sin un sentido visible. Una máquina infernal, descompuesta, incapaz de apagarse.
Apareció en escena un policía en moto. Intercambió unas palabras con uno de los combatientes y se fue. Textual.
La pelea se reinició en un nuevo espasmo. Uno cayó al suelo y en un breve lapso le dieron patadas y trompadas para todo el verano. Aparecieron otros y los fajadores ahora empezaron a correr.
En el medio, mucha gente asustada. A mi lado un grupo de deportistas rusos (todos muchachitos, salvo dos) observaban divertidos la escena. Ya se sabe, los rusos no se escandalizan por nimiedades.
Un hombre se detuvo a mi lado. Dijo con furia contenida: “Así vivimos, así vivimos y no sabemos si volvemos a casa”. Movió la cabeza pendularmente y sin esperar respuesta se fue.
Apareció un camión recolector de residuos, se bajaron los muchachos y el chofer, pegaron cuatro gritos, amenazaron con darle un castañazo a alguno y el conflicto, así como había aparecido, se esfumó.
Este país es maravilloso.
Crucé la Plaza discutiendo con mi grupo interno, fracción analítica, lo que había visto; atravesé una desnutrida manifestación ante el gélido Palacio de la Representación Popular según la Constitución Nacional y caminé por Rivadavia hasta Riobamba.
En esa cuadra crucé señoritas recién salidas de un desfile de Markova, señoras y señores con perritos de 30 lucas y fulanos de lentes oscuros y empilche de cotización dólar.
Del edificio anexo del Congreso salió un imponente Audi, seguido por un lujoso Mercedes Benz.
Mi grupo interno en todas sus versiones se llamó a silencio.
El tránsito era un coro desquiciado de bocinazos sostenidos por, seguramente, alguna hipótesis del orden filosófico que debe establecer una relación de alguna proporcionalidad entre tocar bocina y destrabar la congestión.
Esta ciudad…
Entré a MU y estaban Gonzalo, Lucía, Franco, Lina, Ana, Nacho, todos parte de la gente que sostiene los buenos sueños en medio del Infierno.
Me celebraron como cuando llega el abuelo del campo. Todos son insurreccionalmente jóvenes.
Nos dimos un beso y nos llenamos de alegría ahí, un ratito entre saludos y los más dulces reproches de no vernos nunca. Me entibiaron el alma confusa y desbordada.
Afuera, el Dante seguía escribiendo frenético.
Y Freud sonreía esperando mi oración diaria.

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