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La selva del futuro: Naturaleza y virus, según el arquitecto brasileño Paulo Tavares
Entrevista al arquitecto brasileño Paulo Tavares. ¿Cómo pensar las ciudades –y la civilización en general- desde su relación con la naturaleza y la historia? Las enseñanzas de la arquitectura indígena para pensar los “límites” de una casa. Los desaparecidos de la selva. El desafío arquitectónico que abre el confinamiento, y el cambio de paradigma que trajo el coronavirus: lo local, las redes y la tierra, alguna de las claves. Por Soledad Barruti.
Esta es uno de los textos de la última edición de MU. Lo compartimos para que la cuarentena no signifique encerrar las ideas y para que puedan circular historias, experiencias y sueños. Lo podemos hacer gracias a lxs lectorxs y suscriptorxs, el gran secreto y la gran alianza para que la comunicación sea posible y que los virus no impidan que respiremos juntos. La suscripcion a MU puede hacerse aquí.
El coronavirus es, antes que una enfermedad, miedo: a lo desconocido, a los límites del cuerpo, a la muerte. Da legalidad –al fin y sin más metáforas- a un poderoso sistema de vigilancia y castigo hoy representado como la salvación; y garantiza el encierro en estos espacios urbanos que ponen a prueba su diseño y propósito. Esperamos que las ciudades nos aíslen con cemento y vidrio de un afuera inhóspito. Y lo hacemos juntos, de a todos a la vez, ejerciendo una ciudadanía que pareciera nos hermana, aunque algunos vivamos en casas con techos de verdad y otros, acomodados entre cartones.
El objetivo en común es contener la pandemia que amenaza a nuestra civilización. Y lo hacemos guarecidos en aquello que más íntimamente nos constituye como tal. Porque, ¿qué es la civilización sino la posibilidad de levantar paredes? Nuestro modo de vida es opuesto a ese caos salvaje en el que representamos a la naturaleza; un lugar que a partir de entonces –pongamoslé, los romanos- solo puede ser habitado por primitivos o incivilizados.
La ciudad es, antes que viviendas, un sistema de defensa. Declaramos la guerra a selvas, bosques, montes –y lo que sea que vive ahí adentro- y hoy nos acuartelamos, con todo el lenguaje bélico, dentro de alguna de las mil vertientes estéticas que habitan lo urbano, para librar la nueva batalla. Porque derribadas las teorías conspiranoicas del enemigo interno (otro humano diseñando a la criatura invisible en un laboratorio), el virus es eso: un misil que llega del centro del centro de lo indómito, el interior un animal silvestre –presumiblemente un murciélago cuyo entorno natural fue destruido- a romper nuestros pulmones, nuestra forma de vida, nuestras certezas…
Bueno.
Algo que no está tan mal: lo de las certezas. Pude resultar esperanzador, de hecho.
Intentémoslo.
Enemigos naturales
Con las manos bien lavadas pero sin el terror que nos lleva a la parálisis parapolicial, habitemos un rato un punto de vista periférico, desobediente y subversivo desde donde el coronavirus puede devolvernos a lo mejor que sabemos hacer: detenernos, dejarnos atravesar, sentir lo que pasa y formularnos preguntas.
Por ejemplo: ¿qué es el amparo? ¿Qué, nuestra civilización? ¿Son las ciudades guaridas o nos están dejando a la intemperie? ¿Hay otro modo posible de habitar la tierra? ¿De construir?
“Esta puede ser una buena oportunidad para repensarnos, repensar nuestro sistema, los espacios urbanos en sí mismos y su relación con la naturaleza. Reconectar nuestra civilización a lo que está vivo: ese es el único modo de reconstruir el sistema inmunológico terrestre que permite que la vida prospere”, dice Paulo Tavares, que no es filósofo ni ecólogo sino parte de una disciplina cuya deconstrucción resulta tan sorpresiva como urgente: la arquitectura.
Tavares tiene 39 años, es brasilero y viene investigando sobre estas temáticas desde que era estudiante en la universidad de Campinas, en San Pablo. Sus trabajos incluyen textos, conferencias y muestras en las ferias más prestigiosas del mundo. Es parte de Forensic Architecture, un colectivo de investigación con sede en la Universidad de Londres que utiliza a la arquitectura como una caja de herramientas de defensa y protección de derechos humanos. Además es docente universitario y tiene tres libros publicados –Las leyes del bosque, Memorias de la tierra y Deshabitar-, toda una superproducción con la que logra sacudir a su profesión desde el epicentro mismo que la legitima.
“La arquitectura tiene mucho que ver con lo que está ocurriendo, con esta crisis civilizatoria. Ha sido históricamente un instrumento de colonización. Y debe ser deconstruida desde ahí”.
¿Cómo desarmarla?
La arquitectura es un instrumento de domesticación de la naturaleza; construcciones que prometen el desarrollo humano quitándolo de lo salvaje. Esa matriz de la disciplina se puede analizar desde un contexto histórico, donde podemos comprobar cómo todo planeamiento urbano parte de la misma premisa y toma el mismo rumbo, y epistemológicamente. Miremos lo que ocurre con las narraciones y los mitos desde la fundación de Roma, por ejemplo: la ciudad surge contra la naturaleza, y todo lo que está por fuera será de ahí en más narrado como la barbarie, donde reside lo no humano.
El enemigo de lo que una ciudad puede ser, eso pasa a ser la naturaleza.
Sí. Y la civilización es definida así: por los grados de complejidad urbana que logra. Es un paradigma que se mantiene hasta ahora. Pero, como el mundo se derrumba, a la arquitectura le toca repensar sus campos de conocimiento.
Imagino que es un proceso que debe encontrar grandes resistencias…
Es que la arquitectura siempre estuvo vinculada a las instituciones –los imperios, la Iglesia, los gobiernos -, los lugares de poder que causaron esta crisis. Modificar la disciplina requiere en primer término adoptar una perspectiva decolonial cuando la arquitectura es un instrumento de colonización.
La doble desaparición
Hay muchos ejemplos que pueden dar cuenta de este fenómeno desde América: un continente entero donde vivían miles de pueblos, con sus distintas lenguas y saberes, conquistado completamente por otro, hecho de palacios, templos y urbanidades. Pero quizás uno de los más gráficos y a la vez inexplorados al día de hoy es al que Tavares ha dedicado más años de investigación: la arquitectura que utilizó la dictadura en Brasil para “modernizar” la selva. Una irrupción violenta de deforestación sistemática y construcciones planificadas que devino ecocidio evidente y genocidio silenciado. “La misión modernizadora del gobierno militar sacó miles de indígenas de sus aldeas y los relocalizó en pueblos construidos especialmente, mientras abrían espacios en la tierra indígena para avanzar en el proyecto Expansión de fronteras”, explica Tavares en una conferencia que se puede ver en Youtube. Las fotos de archivo que acompañan su presentación muestran curas, militares e indígenas en lo que pareciera ser casi una misión de paz. Pero lo que ocultan es atroz: una nueva categoría de desaparecidos.
“La exposición del terrorismo de Estado en las ciudades por parte de los movimientos de derechos humanos se basa en la búsqueda e identificación de los cuerpos para mapear esa la violencia sistemática, y de ser posible devolver los restos a los familiares. Esa identificación está sostenida por el mecanismo de individuación que les dio antes el Estado: la existencia de esas personas está registrada, los desaparecidos tenían un documento de identidad. De hecho una de las representaciones colectivas más visibles de las desapariciones forzadas son las fotos individuales de esos desaparecidos –muchas tomadas de documento o pasaportes- y puestas juntas (…) Bueno, en los desaparecidos de la selva eso no existe. No hay registro de la violencia que tuvo la guerra sucia en las comunidades indígenas. De los secuestros y asesinatos no quedaron evidencias en primer término porque esas personas no estaban configuradas de ningún modo en los sistemas de burocracia estatal. Indocumentados, invisibilizados, los indígenas en dictadura fueron doblemente desaparecidos”, dice Tavares. Y enseguida muestra una imagen perturbadora: la foto cenital de una aldea en medio de la selva, siendo quemada. “Las aldeas indígenas están hechas con los mismos materiales del bosque y por eso también parecen haber desaparecido sin dejar rastros”, dice Tavares. “O eso creíamos”, dice, y muestra otra foto: un paisaje verde, otra vez captado de arriba, que a simple vista pareciera ser la selva cerrada sobre sí misma 40 años más tarde. “Sin embargo hoy la tecnología permite rastrear el bosque como si fueran ruinas arqueológicas”, dice Tavares y explica cómo utilizó mapas satelitales de la NASA para evaluar el crecimiento vegetal más nuevo y contrastarlo con el más añejo, y así redibujar lo que había antes, descubriendo para el mundo no solo la dimensión que tenían esas ciudades enteras en medio de la selva, habitadas por miles de personas que fueron relocalizadas o asesinadas; sino además demostrando que tal cosa sí existe: hay una arquitectura en la selva que fue producida durante miles de años por culturas que supieron –y aún saben- hacerse vidas ahí adentro, multiplicando la diversidad en vez de destrozarla.
Sin embargo, esas poblaciones eran consideradas primitivas por sus propias condiciones de vivienda.
Uno de los elementos centrales que se estudia en arquitectura es la cabaña indígena. La cabaña es aislada como un objeto y analizada como una vivienda precaria que vamos a dejar atrás. Y acá hay nuevamente algo que decir de la arquitectura: el discurso que maneja es siempre el de mejorar la vida de las personas: casas confortables, lindas habitaciones. Es una especie de karma, su actuación tiene que ser positiva y llevarnos hacia el futuro. Si nos nutrimos de otras disciplinas como la antropología podemos ver que esas cabañas son piezas sofisticadas, con una gran tecnología y diseño para ser funcionales a un contexto más amplio: un modo de vida que posibilitaba muchas relaciones. Lo que se ve no es lo que vieron los conquistadores, o los militares – falta de arquitectura-, sino otra forma arquitectónica, una propia del lugar con elementos de una naturaleza completamente distinta.
Debe resultar muy desafiante aceptar eso.
Sí. Solo cambiando nuestra forma de mirar podemos empezar a entender la tecnología y el diseño que hay detrás de las formas de vida indígenas. La arquitectura indígena no surge antagónica a la naturaleza, no está basada en una relación de poder y por ende de animosidad con el entorno, sino en una relación horizontal y conectada. Por eso aislando la cabaña, dibujándola en un libro o proyectándola en una clase, sin la trama cosmológica que la vincula al sistema de producción que se da en la selva, es solo un objeto precario.
Entonces lo que desaparece con esa otra arquitectura, o con su negación, es otra forma de vida posible, una habitación en la naturaleza.
Claro. Cuando la dictadura propone “ingresar a los primitivos a la civilización”, se hace lo mismo con las tierras que ellos habitaban. Las tierras conquistadas también pasan a ser tomadas como espacios inexplorados y salvajes, por supuesto sub aprovechados. La productividad es modernidad y eso se propone. La eliminación cultural, ese genocidio, vira proceso ecocida. Es increíble que el imaginario de creación de las ciudades las configura montadas sobre territorios inhabitados. No páramos vacíos, más bien lugares con plantas entre las que hubo que hacerse espacio. Cuando en realidad nuestras ciudades fueron hogar de muchas formas de vida diferentes a las que se desplazó y asesinó, muchas de ellas humanas. El proceso es incesante y hoy entró en su estadio más violento.
No solo en Brasil…
No, son procesos necropolíticos que están experimentando una escalada particular en América Latina. Hace un tiempo la organización Global Witness empezó a hacer un mapeo de los asesinatos de defensores de la naturaleza, que en nuestra región ocurren más que en ningún otro lugar del mundo, y es muy claro que no son episodios aislados. A quienes se asesina es a indígenas y campesinos vulnerabilizados, que están luchando por su propia supervivencia, y por cuenta de eso, luchando por la naturaleza. Son los que mejor evidencian que no existen los derechos humanos sin los derechos ambientales, que ambos se defienden juntos. Y a la vez, ambos se destruyen juntos. Contra ellos hay un comando que tiene terratenientes, corporaciones, fuerzas institucionales que necesitan eliminar esas disidencias, por lo mismo que ocurrió siempre: porque la relación que esas personas establecen con el territorio imposibilita el uso que esos grupos de poder les quieren dar. Ellos saben, porque lo han aprendido históricamente, que el modo de vida es la resistencia y eso es lo que buscan eliminar.
Otra de las formas de eliminación que abordás con tu trabajo es la de la apropiación cultural. ¿Podrías contar de qué se trata?
El sistema es muy perverso: los propios símbolos de esas culturas terminan vendidos en lugares turísticos, expuestos en ferias de arte, o copiados para su réplica seriada. Poner en valor los objetos o manifestaciones culturales despojados de las explicaciones sociopolíticas que generan esos objetos y prácticas es parte del proceso de eliminación. Y ha ocurrido históricamente: se robaron objetos de las comunidades, y se expusieron como objetos descontextualizados hasta personas. No hay un mejor modo de demostrar que esas culturas están muertas que hacer eso: museificarlas, copiarlas, matar su identidad. Y la gente va y lo consume sin ver que funciona como un velo que cubre y hasta legitima el proceso de violencia. Porque esos cuerpos que hacen esas cosas, esas vidas, están desapareciendo junto con sus territorios.
Antes del virus
Esos mismos territorios que también están diciendo basta. Hablemos de la naturaleza, de esas voces de la selva que también son no humanas, que tal vez –arriesguemos- pueden estar representadas por este virus.
Hace unos años que la humanidad entró en un espiral de cambio climático que, de seguir, hará inhabitable el planeta. Pero a pesar de todas las alertas científicas, es como si la mayoría de las personas, y sin duda las que están en situación de poder, no hubieran sido capaces de verlo, hasta que tuvo lugar un evento anterior al virus. Me refiero al gran incendio planetario que quemó Amazonas, Estados Unidos y Australia entre fines de 2019 y comienzos de 2020. El mundo no había visto algo así antes. Y aunque ahora, que estamos completamente tomados por el coronavirus, casi pareciera que lo olvidamos, quedó. Los incendios significaron una transición en el modo de entender y escuchar que hay algo drástico, dramático, que requiere un cambio radical. Y enseguida vino el virus que sacudió nuestras subjetividades de una manera rotunda: esto es el siglo XXI. Hay alternaciones ecológicas tan significativas como para desplegar pandemias. Estamos viendo a miles de personas morir. Hay personas que no pueden enterrar a sus parientes y amigos, que no pueden hacer luto, mientras emergen todas las formas de desigualdad que existen en nuestras ciudades. La realidad nos grita que el mundo contemporáneo no es moderno sino que está definido en base a injusticias. Las diferencias por clase social, raza, género en todo el mundo, se vuelven explícitas. El virus es invisible pero vuelve visibles muchas cosas, entierra las metáforas y nos deja frente a lo que construimos, lo que somos. Estamos encerrados en eso y no es algo agradable.
Pareciera que la ansiedad ante ese encierro se deposita en saber que va a pasar mañana, algo imposible, ¿no?
Yo creo que hacen falta nuevos marcos teóricos para pensar en todo esto, y quienes trabajamos en producción cultural e intelectual tenemos que emprender el trabajo de crearlos. Pero para lograr eso antes tenemos que permitir que la situación nos afecte. Desde el punto de vista de la arquitectura tenemos que dejarnos afectar por la clausura, para poder proyectar seriamente un urbanismo de cuarentena y de estado de excepción que tal vez sea lo más frecuente. Es inevitable preguntarse qué significa una habitación y el derecho a una habitación, porque garantizar el derecho a la infraestructura básica es ahora parte de la seguridad planetaria. No te podés quedar en casa si no hay una casa. Pero también hay que pensar en los poderes que están buscando ejercer un control cada vez más severo y violento de la población. Sin dudas creo que nuestras vidas deben poder recrearse de un modo más local, aprovechando las nuevas redes comunitarias que también están surgiendo. Finalmente, sabemos que este virus está directamente relacionado a lo que estamos haciendo en los territorios y que nos lleva a terminar con esta idea de hábitat que surge en oposición a la tierra. Ahí hay una oportunidad para aprender de quienes viven en la naturaleza, y custodian y garantizan desde siempre la biodiversidad: esos pueblos que hemos ido desapareciendo junto con los territorios. Garantizar que sean narradas esas otras habitaciones, otras arquitecturas posibles, con sus sistemas políticos y socioeconómicos, es quizás el único modo de garantizar nuestro presente-futuro en la tierra.
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