Mu198
La Gran Dulce
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.
Raro empezar una crónica con una suerte de anti crónica o crónica inconclusa. Pero así es la vida dicen lo que saben acerca de la vida.
Yo no sé nada.
Nada.
Crónica fallida: fui a la marcha de las universidades contra el veto del desquiciado y sus (numerosos) secuaces.
No diré mucho porque ya se dijo. Solo que los estudiantes que me encontré, los colegas que me encontré, después de los abrazos y los besos, lo que habitaba las palabras y las miradas era la angustia.
Mucha.
No me vengan con eso de la alegría de luchar. Paso.
No hay derecho a que la gente (no solo el mundo universitario) pase por lo que pasa. Eso no se hace, aunque “no la vean” Sr. presidente.
Eso no se hace.
Cada vez más me convenzo de que hay que prender fuego todo.
Con nosotros adentro.
Todo.
Pero enseguida aclaro el dato: es una metáfora.
Paso ahora a la segunda fase de esta crónica, menos ígnea y combustible que la anterior: prometo una denuncia penal, civil, comercial, industrial y universal (y si hay alguna otra, también) contra los GPS (Gente Particularmente Siniestra). Sin duda, una corporación de fines tan oscuros como mis pensamientos y que han elegido una víctima sacrificial: el que suscribe.
Ir a mi destino (muy cerca de Puente La Noria) era sencillo, pero necesitaba a las chicas del GPS para asegurarme.
Me perdí. ¿Puede ser? Puede ser.
Estuve dando vueltas por barrios inquietantes y humildes donde a nadie le importó mi presencia hasta que acerté con el rulo vial adecuado y finalmente llegué.
Sé que hay insistentes rumores acerca de que soy un pelotudo porque, entre otras cosas, esto se ha repetido en otras crónicas, pero la gente que sabe de la vida me dijo que no haga caso.
Y Yo le hago caso a los que me dicen que no haga caso.
Mi vida es una contradicción cabalgando desbocada. Un poco de linealidad a veces es saludable.
Retomo: denuncio entonces (y advierto a los lectores) a los GPS. Y a las chicas (las voces) por cómplices y no sé qué más pero ya se me va a ocurrir.
¿Cómo te va a decir cosas como Tome rumbo al suroeste para dirigirse a…?
¿Dónde queda el suroeste?
Conspiración: no tengo pruebas, pero tampoco dudas.
¿Dónde iba? ¿Dónde fui?
A La Gran Dulce, inaugurada hace dos meses según me contaron en la administración del complejo. Está pegadita a Puente La Noria, pero del lado de la gente de bien: CABA.
La zona creo que es Villa Celina, pero eso no tiene importancia.
¿O sí?
Del lado de la gente del mal (conurbano) está la celebérrima feria La Salada, ahí nomás, plebeya y caótica.
Pues bien, en un desborde de originalidad, crearon La Gran Dulce del lado de la porteñidad bienpensante.
Hay contrapuntos que me hacen pensar que nos merecemos algunas cosas que ocurren en esta tierra de leyenda.
Después me calmo.
Un galpón gigantesco poblado por una multitud de locales pequeños, todo muy ordenado con mercadería muy variada. Respecto de los precios andá a saber cuán criteriosos son en esta tierra donde dicen que no tenemos (casi) inflación y que parece que no nos damos cuenta.
Gente distraída la argentinidad. Que, además, a pesar de ser un sábado, no era muy numerosa.
Di varoas vueltas caminando como un pavote esperando encontrarme con algo pintoresco.
Fracasé.
Todo tenía el mismo encanto de una iguana tomando sol.
Un colosal patio de comidas afuera del gran galpón, muy limpio y con alusión a la gran gaseosa americana.
Dos grandes muñecos, imitación dinosaurios son la referencia para la entrada.
Dos dinosaurios…
Para más datos, se trataba de un T- Rex y un Triceratops.
¿Por qué?
¿Eh?
Adentro averigüé el precio de un somier y caí desmayado. Cuando desperté resolví seguir durmiendo en mi vieja cama, hermanada con mi viejo colchón. El frío mundo de los precios, la escuela austríaca y el mercado auto regulado.
¿Se auto regula o en realidad carece de frenos inhibitorios?
Como el rebelde sin causa que soy, en otro comercio me compré una almohada.
Voy a dormir cómodo, aunque le pese a Von Hayek.
Me atendió una piba que no debía tener más de 25 años, tatuada hasta las pupilas, de un porte imponente y por lo menos 15 centímetros más alta que Yo.
Miedo.
Por supuesto, súper amable y amorosa.
Los prejuicios viven dándome disgustos, pero no aprendo.
No tengo que deconstruirme: tengo que destruirme.
Dentro del enorme galpón aún hay una gran cantidad de locales sin ocupar. El público parece ser una clase media –que no quiere caer– pero está al borde la línea de flotación y no quiere juntarse con la gente de La Salada.
O algo así.
La sociología no es mi fuerte.
En un local me detuve a preguntar el precio de una remera y advertí que mi interlocutor era un maniquí. Disimulé con toda la discreción posible mi deterioro emocional mientras escuchaba la vocecita de una niña detrás de mí, que decía: mirá el muñeco papá.
Nunca sabré a quién se refería ni me interesa.
Amor propio, ante todo.
En el playón de entrada (junto a los dinosaurios), se invitaba a bailar rocanrol a puro amplificador y me detuve unos momentos: sé que a nadie le interesa, pero amo el rocanrol.
Varias parejas revoleando las patitas, algunos sin el menor sentido de la armonía, pero todos divirtiéndose.
Me dice la gente que sabe de la vida que eso es lo mejor y que no importa si no sabés bailar.
Yo no sé nada.
Cargué mi almohada y salí lentamente de la playa de estacionamiento.
Al buscar un recodo para retomar la vuelta al Emirato de Lomas de Zamora, vi a un pibe con un carrito cargado de cartones, revolviendo la basura.
Uno de los tantos que veo todos los días en todas partes.
Recordé a los estudiantes y colegas en la marcha.
Vi el cuerpo flaco y maltrecho del que hurgaba en los desperdicios con el tinglado de La Gran Dulce detrás.
Y ahora Yo terminando de escribir esta crónica.
La muerte de la metáfora: hay que prender fuego todo.
Todo.
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