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Después de la dictadura
Esta reflexión sobre literatura y genocidio fue leída por Daniel Link en el simposio Escribir después de la dictadura realizado en Berlín el pasado mes. Para pensar.
Mucho antes de que la Dictadura existiera como tal (es decir: mucho antes de su construcción como objeto de discurso, pero también mucho antes del golpe de Estado de 1976), en un día de julio de 1967, Oscar Masotta1 leyó en el Instituto Di Tella una conferencia a la que llamó “Después del pop, nosotros desmaterializamos”. Allí Masotta explicaba un determinado malestar sobre una palabra (para Masotta, el malestar fue su musa) que no vale la pena traer ahora a cuento, sobre todo porque la he reemplazado por la palabra “Dictadura”. Esa palabra, digamos, una palabra qualunque que sólo se distingue de otras por un qualia, la adherencia, había tenido tanto éxito que, escribía Masotta, “invade el interior de la tira cómica y alcanza finalmente el afiche publicitario”.
Ante una inflación semejante de la palabra, pensaba Masotta, había que determinar, en primer término, sus razones y, en segundo término, dar un salto hacia adelante2. En su perspectiva, que tal vez ya no pueda ser la nuestra, la historia no era sino la irrupción de negaciones sucesivas, la última de las cuales nos encontraría libres y en estado de contentamiento, como animales posthistóricos para quienes el mundo no tendría secretos ni misterios (y no sería, por lo mismo, ni verdadero ni falso)3.
En el “Prólogo” a Conciencia y estructura, el libro en el que un año y medio después aparecería publicada la citada conferencia, Masotta agrega una “Advertencia”, que no hace sino alertar al lector sobre el advenimiento de los nuevos tiempos (de un nuevo ciclo de negación). En “un país casi sin memoria”, Masotta imagina los ensayos que ha reunido como el testimonio de un período ya agotado, porque “algunos cambios históricos muy recientes han terminado por desbaratar las fiestas, por hacer evidente el absurdo.”
Los acontecimientos a los que Masotta se refiere son, sin duda alguna, el Mayo del 68 (aventura europea que conmemoramos este año), pero también resuena en esa frase (porque la resonancia es una propiedad acrónica de los textos, una avenida de doble dirección, una retombée) la experiencia de la cgt de los Argentinos (en la que Rodolfo Walsh intervino decisivamente), Tucumán arde, el Mayo de 1969, que entre nosotros se recuerda como el Cordobazo, e incluso su forzado exilio a mediados de la década siguiente.
Ese “fin de fiesta” anunciado por Masotta es el pasaje de la algarabía de los años sesenta a la seriedad de muerte de los años setenta. Resultado de ese cambio histórico: el crecimiento y multiplicación de agrupaciones de izquierda radicalizada, algunas de las cuales derivaron en organizaciones políticas armadas (erp, Montoneros, far, entre las más recordadas). Parecía que la Historia había entrado, en efecto, en una nueva fase, tal vez la última, en pos del cumplimiento de su propio límite y su transformación en otra cosa. En la adhesión a un imaginario semejante (en el que la concepción mesiánica del tiempo juega un papel fundamental4), Masotta no se equivocaba. El tono de Masotta es particularmente significativo, porque invoca, para citar palabras de Beatriz Sarlo, “esa cualidad inevitable de lo trágico” que asociamos con los años setenta.
l golpe de 1976 fue, entonces, el cumplimiento de lo trágico. La década del setenta (cuyo comienzo Masotta había situado en 1969) es su período de amasamiento y combustión. El sentido histórico de lo que llamamos “Dictadura” fue fijado el 24 de marzo de 1977 por Rodolfo Walsh en su “Carta abierta a la Junta Militar”. Ese texto, que podemos considerar sin riesgo a equivocarnos como una onda estacionaria de memoria, jamás nombra como Dictadura, sin embargo, al “infausto gobierno” cuyas “atrocidades cometidas” denuncia, “sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”. La verdad de la “Dictadura” en lo económico y en lo político quedó escrita en la “Carta abierta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar”, junto con su verdad “absoluta, intemporal, metafísica”. Una encarnación del Mal que se revelaba, para Walsh, en el modo en que sometió toda regla a un solo imperativo moral, “al impulso de machacar la sustancia humana” más allá de todo fin, “la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte”.
El significado de lo que será la “Dictadura” aparece limpiamente trazado a partir de un par de series. “Lo que ustedes llaman aciertos son errores, lo que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”.
Lo que se lee es un deslizamiento de la cadena significante, donde lo que en el imaginario de la Junta Militar aparece en segundo término en el del escritor aparece en primero. El “error” se desliza a una posición diferente, y el contenido de la serie cambia en su totalidad. Si bien es cierto que “la Dictadura” como figura de lo imaginario que nos constituye hoy como argentinos puede deducirse del deslizamiento de esas series de sentido, todavía no estaba formada. No podía estarlo sino hasta su desaparición como hecho de la Historia: y es eso lo que nos dice la tardía aparición del nombre: lo que nombra, necesariamente, ya tiene que haber sido. Lo que nombra es lo que ya no es, lo que nunca será y lo que nunca coincidirá con lo que fue, aun cuando insista (o precisamente por eso) en retornar eternamente.
Después de 1983 (cuando la década del setenta ya había terminado, con la construcción de la guerra como cosa exterior a la nación y que moviliza todas sus fuerzas5), lo que se llamará “Dictadura” lleva el rastro de esos medios sin fin o, si se prefiere una formulación más clásica, de esa negatividad inoperante: una violencia al margen de la Historia y de su lógica, una violencia de la que, todavía hoy, nos es difícil hablar en voz alta.
Tenemos este arco históricamente bien definido: 1969 (fin de fiesta y salto cualitativo de la Historia) y 1983 (desintegración del gobierno militar, y devenir de la guerra social en guerra imperial cuyo resultado será la impantación de “el American Way of Life [como] el género de vida propio del período post-histórico”6). En su corazón, una herida metafísica: el golpe de 1976, que no puede entenderse como una astucia de la Historia para proseguir su marcha inclaudicable, sino como la irrupción de lo siniestro, la cualidad inevitable de lo trágico, una unidad de la imaginación de la catástrofe que, por eso mismo, tuvo que esperar para obtener un nombre.
La memoria de ese período es todavía confusa y está atravesada por las contradicciones que nos constituyen. La precedencia (cronológica, pero no lógica) de las cosas (y sus quale) con respecto al nombre no proviene, por lo tanto, de un prejuicio adánico, hipótesis trivial, sino del hecho de que “Dictadura” es antes una palabra que describe un universo imaginario y, al mismo tiempo, se aferra a otro imaginario para hacerlo. Pensada desde la posición histórica en la que se coloca Masotta, la “Dictadura” sería el cumplimiento de la Historia y el tiempo adopta la forma de la escatología. Desde el punto de vista de Walsh, naturalmente, no (su tiempo es más bien el tiempo mesiánico). Pero además, en ninguno de los dos existe la posibilidad de singularizar un proceso histórico cualquiera con ese nombre, que sigue siendo demasiado simétrico de “La tiranía”.
No hay, entonces, para terminar con este largo y tedioso rodeo, un “después de la Dictadura”, porque “la Dictadura” (esa catástrofe en la herida abierta que es mi vida) sigue sucediendo para siempre, como cualquier fotografía vieja que señala que eso va a morir y con esa certeza antropológica nos toca.
Si la “Dictadura” es inolvidable, lo es en los términos propuestos por Giorgio Agamben: Existen una fuerza y una operación del olvido que no pueden ser medidas en términos de memoria consciente ni acumuladas como saber, pero cuya insistencia determina el rango de todo saber y de todo conocimiento. Lo que exige lo perdido no es ser recordado o conmemorado, sino el permanecer en nosotros en cuanto olvidado, en cuanto perdido, y únicamente por ello, como inolvidable.
No hay “después de la Dictadura”, salvo, claro, que nosotros desmoralicemos, es decir, que interroguemos críticamente las políticas de la memoria desde un más allá de la Catástrofe que recién ahora (después de la estatalización de las políticas de la memoria) estamos en condiciones de comenzar a imaginar.
- Oscar Masotta (1939-1979) es uno de los intelectuales paradigmáticos de las décadas del cincuenta, sesenta y setenta en Argentina.
- “La explosión de la palabra no se debe a la ‘ignorancia’ de las audiencias de masas, puesto que entre otras cosas, no son los receptores de los mensajes masivos quienes redactan esos mensajes, sino los periodistas. Esto es, un cierto tipo de trabajador intelectual sobre el que pesan no sólo tensiones semejantes a las que soportan aquellos para quienes escriben, sino también las tensiones teóricas del medio intelectual y de la situación de producción artística que lo rodea”.
- En una nota que en 1958 Alexander Kojève agrega a su “Introducción a la lectura de Hegel” esa relación de mero “contentamiento” entre el hombre y el mundo, entre el sujeto y su práctica.
- Para un análisis del tiempo mesiánico, Agamben, Giorgio. El tiempo que resta. Madrid, Trotta, 2006.
- Los Pichiciegos de Fogwill sirve para fechar el final de una época.
- Para utilizar la humorística referencia de Alexander Kojève en su “Introducción a la lectura de Hegel”.
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Los chiches de Chicha
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