Mu26
Cara Tendópolis
25 mil personas viven en carpas y otras 35 mil en hoteles desde el 6 de abril, cuando un terremoto destruyó L’Aquila. lavaca participó del Foro para la Reconstrucción que debatió cómo desafiar lo que se considera un experimento de control social.
A las 3 y 32, la hora del fin del mundo, Alessandro dormía vestido en el sofá, sospechando que la intuición alarmada de tantas mujeres no podía ser ficción. Ana Maria se abrazó a Paolo para esperar el fin así, juntos, por amor, y porque el temblor no los dejaba siquiera salir de la cama. Nicola se había metido en su cucheta, que se movía como si un helicóptero hubiera aterrizado en la cama de arriba. El papá de Alessandro comprendió que la pesadilla era estar despierto: donde debía estar la pared, vio la luna. Antonieta sintió el abismo por sus perros, que ladraban distinto, en otro idioma. Francesco, ateo y racionalista, sólo atinó a pronunciar dos palabras “Oh, Dio”.
Dios, que se sepa, no escuchó a Francesco, ni a los perros, ni tampoco a los creyentes, no emitió declaraciones o gestos (salvo para quienes crean que este desastre magnitud 6.3 fue Su mensaje). Silvio Berlusconi acaso sólo dormía mientras sus servicios seguían inventándole fama de macho cabrío para ponerle viagra a su imagen. Luego, resolvió suspender un viaje a Moscú para emprolijar el teñido y mostrarse solidario ante las cámaras.
Miles de personas quedaron bombardeadas por fragmentos de sus propias casas en L’Aquila, y shockeadas también por el terror. Hubo 307 muertos, tarifa humana de la instalación de un flamante laboratorio de control social, según me lo define una abuela enojada. Y de unos negocios y negociados que hoy se intuyen, y el tiempo irá confirmando. Para esas 307 ausencias el fin del mundo fue el 6 de abril. A las 3 y 32.
El resto anda con los ojos abiertos desde aquel minuto. Giuseppe pregunta: “¿Sentiste anoche el temblor?”. Le confieso que no. Habrá que aprender a afinar la sensibilidad y saber que –para bien o para mal– todo se está moviendo.
Yes, we camp
LAquila es la capital de Abruzzo, a 115 kilómetros de Roma, una belleza nacida en tiempos medievales (1254) y enclavada en las montañas, a unos 750 metros de altura, con 70.000 habitantes. Desde el terremoto, hay 25.000 personas viviendo en carpas. A esos campamentos se los llama tendópolis. Cuando llegó Silvio Berlusconi escoltado por callados y respetuosos empleados de empresas periodísticas provistos de micrófonos, declaró: “Hay que tomarlo como estar en un camping”. Dejó así abierta la intriga acerca de si es, o se hace. Cualquier parecido con algún presidente argentino de los años 90 queda a cargo de cada lectora o lector.
Otras 35.000 personas fueron trasladadas a hoteles costeros (creando lo que el joven Matías define como “una pelea de clases, una división entre vecinos”), y unas 10.000 se las arreglan por las suyas, instalando por ejemplo sus propias carpas en jardines de amigos, o durmiendo en el auto. En realidad los que están en la costa tampoco la tienen fácil. El gobierno paga 50 euros diarios la habitación, pero los hoteles como el Lido Abruzzo y tantos otros empezaron a avisarles a las víctimas que debían irse, y en algunos casos intervinieron los carabinieri para desalojarlas, ya que con el verano estaban llegando quienes habían reservado habitaciones a precios de mercado. Muchos volvieron a las tendópolis, ya que el humanitarismo y el turismo presentan al menos un nexo: ambos tienen temporadas altas y bajas.
Berlusconi había anunciado que en el verano organizaría cruceros para jubilados (promesa de paraíso, una vejez navegando del Adriático al Tirreno) y colonias de vacaciones para los niños (bambinos felices, padres aliviados). No hubo cruceros ni colonias, pero sí títulos noticiosos. Berlusconi lo sabe: cualquiera que logre que se hable sobre la nada –sobre espejismos– tendrá el poder. Mejor dicho: el control.
A “il cavaliere” o “il sultano”, como se lo llama, se le ocurrió trasladar a L’Aquila la cumbre del g8, de los presidentes de los países más poderosos de la tierra (uno de los cuales es Italia). Traducción: un modo de poner a la ciudad en el centro de la información, pero –según la lectura política generalizada en Italia– un modo de desacomodar las manifestaciones previstas contra la reunión de las potencias económicas. ¿Cómo hacer protestas antiglobales en medio de los escombros, en medio de una ciudad golpeada por el dolor y la muerte?
Los líderes mundiales le dieron el sí a Berlusconi. Los ciudadanos de L’Aquila pudieron así contrastar la velocidad de los preparativos para recibir a las delegaciones (arreglo de rutas cercanas, acondicionamientos especiales en cuarteles policiales y militares) con la lentitud o inexistencia de obras de reconstrucción de la ciudad.
Muchos jóvenes de L’Aquila decidieron armar su propio camping. “Para vivir, y para que sea un lugar de encuentro. Porque descubrimos que no quedaban bares, plazas ni lugares públicos donde verse, donde conversar. Y al hacer este camping, nos dimos cuenta de que puede ser un lugar donde tratar de discutir qué está haciendo el gobierno, y qué es lo que los ciudadanos necesitamos” explica Sara, vestida con una remera que dice “Forti e Gentile Si, Fessi No”. Fuertes y gentiles sí (así definen a los pobladores de los Abruzzos), tontos no.
El campamento se llama 3 y 32. Con unos enormes rollos de plástico, los chicos hicieron letras blancas de 10 metros cada una, que depositaron sobre el suelo en la ladera de un cerro, para que lo vieran los presidentes del mundo, especialmente el norteamericano Barack Obama, cuyo lema de campaña fue Yes we can (Sí, podemos). En la ladera del cerro se leía el lema de los jóvenes. Yes we camp (Sí, acampamos).
Peligro: café y chocolate
El gobierno reaccionó bien y con mucha celeridad apenas ocurrido el sismo. “La máquina de la emergencia funcionó, enseguida hubo bomberos, Cruz Roja, patrullas, militares colaborando con las operaciones de socorro” explica Enzo Mangini, de la excelente revista semanal Carta. “Políticamente significó que el gobierno buscó consenso. Berlusconi vino siempre con toda la televisión, durante una semana hubo una gran explotación mediática del socorro. A los diez días se acabó. Quedaron las tendópolis, otra gente en los hoteles, y empezaron a verse cosas extrañas” dice Enzo, en un atardecer que se ha puesto frío, mientras en 3 y 32 preparan carteles para ir a una marcha de antorchas.
Cosas extrañas: “El gobierno demoró para hacer un decreto de emergencia. Habló de muchísimo dinero, miles de millones de euros, pero las cifras concretas no aparecían. Dijeron que querían hacerlo tan bien, que por eso se demoraba. Cuando lo pudimos estudiar, vimos que el decreto era una verdadera locura. Muy poco dinero, 1.000 millones de euros, y una cifra imprecisa para los siguientes 24 años, llegando al 2032”. Mangini asegura que la gente empezó a asustarse: “Ese dinero, además, no iba a los alcaldes sino que era un crédito para no pagar impuestos. O te daban préstamos especiales. Todos comprendieron dos cosas: o el dinero real no estaba, o el gobierno no quería darlo”. Se informó también que habrá subsidios para que las personas arreglen sus casas, pero las empresas constructoras no harán nada sin ver primero los billetes, porque desconfían del gobierno.
Se empezaron a construir los Complejos Sostenibles y Antisísmicos. “Son módulos para 15.000 personas en el mejor de los casos. Serán como 20 pequeños barrios en los alrededores. Su ubicación no ha podido ser discutida por la comunidad, ni siquiera por el alcalde. Todo aquí lo decide el jefe de la Protezione Civile, Guido Bertolaso, puesto por Berlusconi. Todo el poder está concentrado en esa sola persona. Hablé con el dueño de la agencia que construye esos módulos, y me confesó que nunca fueron experimentados a esta escala”. L’Aquila es una de las ciudades más frías de Italia. En julio, pleno verano, las noches son muy frías. En octubre empieza a nevar. Las viviendas están previstas para noviembre en el mejor de los casos, pero albergarían al 20 por ciento de la población. Enzo: “En otros casos, como en Umbria en 2002, se dieron habitaciones provisorias mientras se reconstruía lo destruido. Aquí no. La idea es que la gente irá a nuevas viviendas que son definitivas. O arreglás tu casa. Pero las viviendas dejan mucho que desear, y la gente no quiere volver a sus casas por temor, y no tiene el dinero del gobierno para arreglarlas. Sólo queda para muchos esperar a ver qué pasa, o confiar en que tu casa no se caerá si vas a vivir allí. Y ver cuándo llega el frío. Esto se transformó en un juego de azar. Lo peor de todo es que el gobierno no tiene plan B”. Enzo, cual Ley de Murphy, recuerda algo peor: “Y nadie puede decidir, ni preguntar, nadie es consultado”.
Preventivamente, las autoridades decidieron cercar las tendópolis. “Transformaron los campos en corrales” describe Enzo, “se prohibieron las asambleas, distribuir volantes y la ciudad se militarizó”. Esto ya había ocurrido antes de la llegada del g8, que sólo potenció el turismo uniformado a la región. En las tendópolis, incluso, la Protezione Civile había prohibido el ingreso de sustancias excitantes. Para decirlo con claridad: café, chocolate, vino y bebidas energizantes. “Quieren que todos estén tranquilos” murmura Enzo, que mira al piso y repite: “Es una locura”. No lo pronuncia como una opinión, sino como un dato.
Cómo es un terremoto
Lavaca fue invitada a exponer en el Foro para la Reconstrucción Social que diversas organizaciones propusieron como una respuesta a la reunión del g8. Entre otros, también participaron de los debates el sacerdote Alex Zanotelli, referente de los reclamos sociales en Nápoles contra la instalación de plantas que convertirán a la Campania en basurero de toda Italia; Gianni Rinaldini, sindicalista de la poderosa fiom (el sindicato metalmecánico de Italia), Pierluigi Sullo, director del semanario Carta, y Giuseppe De Marzo, de A Sud, organización que interviene en conflictos sociales y ambientales. Participaron también representantes de diversos movimientos sociales italianos.
Todo se hizo en la Piazza 3 y 32, así bautizada por los jóvenes que decidieron no quedarse sentados esperando a que la salvación les llegue de algún lado inverosímil y teñido. Nicola Ropperti forma parte del grupo, pero vive en una tendópolis. Tiene 26 años, podría ser modelo publicitario, nunca estuvo en actividades políticas, y estudia jurisprudencia en Padua: “Había llegado para estar con mis padres, a las 3 y 20 ya estaba en pijama y lavándome los dientes y me fui a dormir. Puse el despertador, así que ví la hora exacta. Mi cama cucheta, se empezó a mover, todo se caía. Es la sensación de algo que nunca escuchaste en tu vida. Una especie de grito. Mucho más que un trueno, como un helicóptero que está aterrizando arriba de donde estás. Hubo como cuatro sacudones muy fuertes”. Los padres de Nicola lo sacaron de la cama y todos se pusieron bajo el marco de una puerta. La luz, cosa rara, no se cortó. Se detuvo el temblor, todavía estaban cayendo las cosas, pero Laura, la madre de Nicola, salió debajo del marco en busca de una escoba. “Voy a empezar a ordenar”. El muchacho entiende riéndose la frase en castellano: “Madre hay una sola”. Luego me muestra en su celular la imagen del derrumbe del cual pudo sacar a tiempo a su abuela de 95 años, por algún hueco milagroso.
Francesco Marola pinta al terremoto como el grito de algo maligno. “Soy ateo y racionalista, pero sólo pude decir: oh Dio”. Alessandro Tetamanti, 26, recuerda que venían produciéndose terremotos menores. Hubo incluso un geólogo del Laboratorio Nacional del Gran Sasso, que venía anunciándolo. Este señor, Giampaolo Giuliani fue calificado como “alarmista” e “idiota” por Guido Bertolaso, el capo de la Protezione Civil que ahora tiene a su cargo todas las operaciones en L’ Aquila, donde los pobladores no parecen tener tan claro quién es el idiota de este relato.
Alessandro, de hecho, había decidido dormir con la ropa puesta y en el sofá, para estar más cerca de la salida. “Las mujeres tuvieron mejor intuición. Las autoridades decían que había que estar tranquilos, pero mis amigos me decían que sus madres estaban alarmadas. Mi madre ha muerto. Mi padre no tenía miedo”. Confiesa que cuando despertó con los sacudones sólo atinó a escapar. “Luego volví a subir porque en mi casa estaban mi padre y mi abuela. Me iluminaba con el celular. A mi abuela la encontré tapada de libros. Tiene 90 años. Me dijo: ¿Has visto lo que ha pasado? A mi padre lo encontré en la cama, muy compuesto. Le dije: ‘Padre, debemos salir’. Me contestó: ‘No quiero entrar en pánico. Voy a ir despacio´. Me dijo: ‘Vi la luna’. Había caído el muro. Hubo otro temblor. Alcé a mi abuela y el riesgo fue que casi la mato bajando las escaleras. Pero pudimos salir todos. Llevamos a mi abuela a la aldea donde nació. Mi padre vive en una casa rodante frente a su casa, no se quiere ir de allí. Y yo vine aquí, para estar con mis amigos, para hacer algo”.
Alessandro vive en una carpa de 3 y 32, porque no soportó la vida en Tendópolis. “Me decían qué hacer, a qué hora, tienes que cumplir órdenes, turnos, empezaron a tratarnos a todos cada vez peor. Pero entendí que cambió mi vida”.
¿De qué modo?
Esto es una reconfiguración. El terremoto todo lo cambia. Yo siempre tuve ideas, pero nunca una acción concreta. Nunca había podido hacer algo como esto, tratar de tomar la vida en mis manos. Hacer cosas en grupo, autogestivamente, discutir, pensar, imaginar juntos soluciones. Todo cambió. Las casas cayeron. Los que no se conocían, se conocen. Los viejos están con los jóvenes. Todo es distinto. Tengo 28 años, pero siento que todos hemos crecido muy velozmente. Es como si nos hubieran dicho lo que ahora me encuentro diciéndole a ragazzi de 20 años: tomen la vida, háganla ustedes mismos. Resistan, sean responsables. Nunca lo había entendido.
Viaje a Tendópolis
La tendópolis Piazza di Armi tiene 259 carpas, 1.050 habitantes, 225 voluntarios que trabajan allí bajo la órbita de la Protezione Civile, dos cocinas, oficina de correo, una capilla montada en una carpa blanca, una sala de Internet, cuatro rincones con baños, y un silencio denso. Pasa una señora con un balde de agua y un chiquito envuelto en toalla, dos mujeres sentadas ante la puerta de su tienda se niegan a hablar, lo mismo pasa con el cura de la capilla, y el voluntario no parece excesivamente “civile” pese al chaleco, sino un tanto “poliziale” cuando ordena mostrar documentos, señala qué se puede hacer y qué no, e informa que hay diez minutos para recorrer el lugar. Como la gente no habla, sólo cabe imaginar qué es lo que no están diciendo sobre su vida allí.
Harlambie Gheorghita tiene otro estilo. Es un caballero moldavo de 55 años y hace 20 vive en Italia; es especialista en recursos renovables y asegura que tiene un carácter fuerte, no entendido como “mal” carácter sino como dominio de uno mismo. “Por eso trato de estar bien aquí. Mi mujer, en cambio, está nerviosa y llora”. Titiana, nacida en Ucrania, llega de pronto, en bata. Viene de darse una ducha. Sonríe con pudor y entra a la carpa. Harlambie: “Tengo la suerte de vivir en un 1ª piso y pudimos salir rápido. Bajaban mis vecinos ensangrentados, fue un shock muy terrible. El socorro fue muy rápido pero a uno le cambia la vida”. En la carpa vive con Titiana, tres italianos y otro moldavo. Me invita a ver. La tienda está dividida por una tela, y en uno de los sectores tienen una cama matrimonial, una ventanita tipo mosquitero, y las fotos de su gato, que la pareja conserva como recuerdo. “Lo que uno extraña es la propia casa, pero esto no está tan mal teniendo en cuenta las circunstancias. Tenemos este espacio de intimidad, hay televisión y heladera. Me gusta porque es algo más colectivo. En mi casa yo veía a los vecinos y apenas si nos saludábamos. Aquí he hecho amigos, converso. Uno se vuelve más sociable. ¿Sabe qué hay aquí? Interacción”. Le pregunto por los anuncios del gobierno, y sonríe con tristeza. No contesta. Le pregunto qué pasará si el clima empeora. “Sólo Dios lo sabe. En invierno aquí no se puede vivir. Mi miedo es el futuro”. Le digo que en Argentina los políticos son artistas de la promesa. “Estudiaron con los nuestros” me contesta velozmente. “Pero vamos a esperar. No me gusta quejarme. Todo podría ser todavía peor”.
Le pregunto por qué otra gente del campo parece reacia a hablar. Harlambie postula: “Tendrán miedo. Nadie quiere decir nada que pueda perjudicarlo ante los funcionarios”.
A Monique le ha ido un poco peor. Es voluntaria en una de las tendópolis, la de San Giovanni de Lucoli. Tuvo una discusión con il capo del campo Tulio Tempesta que no quería bomberos allí tomando café. El señor Tempesta (tempestad) tomó del brazo izquierdo a Monique empujándola fuera de la cocina, y la joven terminó con el brazo roto, el correspondiente yeso, y armando con su amiga Marta el blog: Terremoto09, uno de los que comenzaron a conectar a la gente de L’Aquila por fuera de los medios comerciales que informan de un modo un tanto tuerto. “La televisión dice que está todo bien. Llegas aquí y te das cuenta de que está bastante peor. Aquí uno siente que no funciona una democracia. A nadie le importa lo que quiera o piense la gente. Pero además, el mismo Berlusconi ganó en elecciones en las que votó apenas el 40 por ciento de la gente, y toma el comportamiento de un gobierno totalmente autoritario”, dice mientras unos amigos se acercan a firmarle el yeso.
Las antorchas y un aplauso
Por toda L’Aquila empiezan a surgir comités, redes como la 3 y 32, asambleas de vecinos y ya existe el Comité de familiares de víctimas de la Casa del Estudiante, creado por Antonieta, la tía de Davide Centofanti, 19 años, uno de los ocho muertos allí. Todos estos grupos organizaron una impresionante marcha de antorchas de unas 6.000 personas la noche del 5 de julio, que recorrió buena parte de L’Aquila en un silencio estruendoso, y que permitió acceder a la parte menos destruida del casco histórico. El cartel de los familiares nombra a las víctimas y dice “asesinados en la Casa del Estudiante”.
¿Por qué usan la palabra asesinados?
Porque hubo varios temblores previos, hubo denuncias, nadie controló nada y no sacaron a los estudiantes. Podía haberse evitado. Acusamos a quienes estaban a cargo del establecimiento, a quien construyó eso sin respetar normas en un lugar sísmico, y a los que no controlaron. El lugar se desmoronó como si fuese de arena, pero otros edificios parecidos quedaron intactos.
¿Por qué creó el Comité de familiares?
Es la única forma de que los chicos no mueran por segunda vez. Es nuestro dolor, pero las causas de esto tienen que ver con todos, con la sociedad. Es importante que no pase nunca más.
Cualquier eco con Argentina o con Cromañón en estas palabras es válido. El terremoto permitió saber que edificios como el de los estudiantes, o el hospital San Salvatore, la propia sede del gobierno de la ciudad, y tantos otros, fueron construidos con materiales precarios para abaratar costos, por empresas gigantes entre las cuales se menciona a la multinacional Impregilo, y otras conectadas con la mafia. “Las sospechas son atroces” dice Antonieta, refiriéndose además a la complicidad del Estado con esas construcciones. El propio hospital, por ejemplo, no tenía siquiera el permiso de apertura.
Antonieta vive en una carpa en el jardín de la casa de unos amigos. “Mis perros ladraban de un modo extraño. La vida me cambió por la muerte de Davide, no por vivir en carpa. A esta altura hasta agradezco cierta austeridad y posibilidad de estar en relación con más personas, con más vecinos. Lo malo es que están militarizando todo. Mucho control policial”. La marcha de antorchas era escoltada por aproximadamente 100 policías y unos helicópteros nos sobrevolaban. Ya era la madrugada del 6 de julio. Todos pudieron pasar, en grupos, al casco histórico. En la plaza principal, la gente fue formando espontáneamente un círculo de antorchas alrededor de la fuente. En esa oscuridad de llamas, Antonia no era la única que lloraba. A las 3 y 32 hubo silencio. Sólo se escuchaba el fuego. Y luego un aplauso cuyos ecos nadie sabe hasta dónde llegarán.
El campo de concentración
Ana Maria Barile vive en otra tendópolis, llamada Italtel 2 porque allí funcionaba una telefónica. “Soy una mamá y una abuela enojada” dice (sin calcular que todo argentino sabe hasta dónde pueden llegar las madres y abuelas enojadas). “El pueblo es mucho más sabio que las autoridades, aquí muchos percibíamos que algo raro podía pasar. Yo me di cuenta por el color de los atardeceres, que son maravillosos y cálidos, pero antes del terremoto eran opacos, fríos. Nosotros estábamos en la cama con Paolo, mi pareja, y no pudimos ni levantarnos. Nos abrazamos, esperando el fin. Cuando el temblor cesó, tomé una frazada, la almohada, y mi acordeón. Estoy estudiando, pero ahora la escuela de música también se vino abajo”. Ana Maria me observa a través de sus anteojos: “Yo trabajé como administrativa en el ministerio de Defensa durante 34 años. Pero ni eso me hace falta para comprender que las tendópolis están estructuradas como campos de concentración”.
¿Para qué actuar así con víctimas de un terremoto?
Porque siento que usan esto como un laboratorio de militarización y de control de las personas. Un capo del campo me lo reconoció. Dijo: “Mi trabajo es que nadie piense”. Entonces los capos dan órdenes, contraórdenes, cambian carpas de lugar, obligan a tareas inútiles, son cambiados a su vez cada 10 días para que no generen relaciones con la gente.
¿Por qué quieren hacer un experimento de control de este tipo?
Buena pregunta. No lo sé. Tal vez estamos en una especie de dictadura y no quieren que se perciba. O es más fácil manejar a una población adormecida. Que no piensa. Estamos en una sociedad que busca la distracción masiva, que nadie piense. Y si es necesario, se logra con el miedo. Mucha gente lo está percibiendo así pero no lo dice por miedo. Tal vez los jóvenes lo hagan.
Los jóvenes, las madres, las abuelas. Otra vez en el campamento 3 y 32, los chicos han decidido poner música lo suficientemente fuerte como para que se sepa que L’Aquila está viva. Giuseppe De Marzo reflexiona: “Europa ya ha mostrado que de las grandes crisis puede salir hacia la derecha, como se está votando ahora. O como ocurrió en el pasado. Con un Mussolini, un Hitler o un Stalin”. Pienso en Ana Maria. Y en Alessandro, que dice que la cuestión es que las personas y los grupos decidan tomar la vida en sus propias manos. En 3 y 32 hay mucho de eso. Además de música, hacen foros, cocinan pastas, encienden antorchas, escriben letras gigantes. Luego, signo de rebeldía tal vez crónica, traen café y –oh Dio– hasta unas barras de chocolate.
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