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Manto de neblina

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Crónicas del más acá.

Viajar, lo que se dice viajar, hace muchos años que lo hago. No hablo de Tailandia o las Islas Vírgenes (nombre llamativo ¿no?). Hablo de Florencio Varela, Chascomús, Gerli, Mar de Ajó y periferias varias. Porque a Londres, Roma, París, va cualquiera… que tenga plata, como queda claro a esta altura del asunto. Por eso la novedad, señores y señoras: este viajador oxidado y crujiente desembarcó en Malvinas.
El pesado e inmenso crucero que pasa por la esquina de las islas se estacionó lejos de la capital, Puerto Stanley (Argentino para nosotros) por la sencilla razón de que no entraba. Pronto me cercioré de que el muelle de arribo era insuficiente hasta para las lanchas colectivo del Tigre, un amarre digno de las tradiciones tercermundistas.
Welcome to Falkland Islands, decía el cartelón. Ajá.
A las 8 de la mañana estaba suelto en la capital de Malvinas, mientras unos dos mil pasajeros del crucero iban descendiendo para mezclarse por unas horas con los dos mil humanos de la ciudad. Lo que se dice un lleno completo.
Con Natalia, mi compañera, comenzamos a caminar las desoladas calles citadinas. Apenas unos pocos, manejando a los pedos, saludan cuando pasan. Desde mi punto de vista de peatón bonaerense, me parece que viven confundidos: los volantes al revés transitan al revés. Esta gente está muy mal.
Saliendo del microcentro (que tiene 1 cuadra) no hay nadie (salvo los locos que pasan en auto).
Nadie.
Nadie en las casas, nadie en las veredas. Algún perro que ladra igual que los nuestros y después nada. Empezamos a temer una emboscada siniestra de gringos que al grito de God Save The Queen o algo así, nos arrojaran al mar. Paranoico, estuve tentado de golpear a la única viejita que, al cruzarnos, nos saludó amablemente, aunque (por supuesto) no nos conocía: seguro que era una vieja espía o, al menos, una vieja de mierda.
Casas en general pequeñas o muy pequeñas, algunas coquetas, otras decididamente no, mucha chapa y madera, jardines escasos, una que tenía como 300 enanos de jardín (¿serían radares secretos?), calles asfaltadas que arman un tejido de unas 6 cuadras de ancho por unas 10/12 de largo. Después, la nada. Campo y campo y campo.
En suma: la viejita, media docena de locos en 4 x 4 (pequeñas, no como las fálicas de nuestra pampa) y nadie más.
Mierda.
Como zombis y vampiros están a la orden del día (especialmente en la política) agarré una estaca del piso.
En todas las casas (pero todas, eh) banderas británicas, algunas con el logo horrible de las Falklands –que tiene una oveja y un castillo con inscripciones del tipo “británico hasta la médula”– y cosas así, traducidas por mi compañera, ya que mi inglés está dominado por la perplejidad de la ignorancia.
Ni un pub con piratas borrachos o ingleses sombríos y malignos de los cuales huir con toda determinación. Ni siquiera un hooligan jubilado. Unas pocas insignias del Manchester United y del Newcastle. ¿Cómo alguien puede ser hincha del Newcastle? ¿Cuál es la gracia? Gente rara esta…
Sobre un límite de la ciudad (siempre caminando) encontramos una escuela inmensa y nueva (la única), con un campito de fútbol, arcos y pelota incluidos. Nadie a la vista. Imbuidos de tradición patriótica, pateamos unos cuantos penales en un gesto heroico que pasó desapercibido para el resto del universo.
La caminata continuó por la avenida que se llama Margaret Thatcher y siguió por la que se llama Jeremy Moore. Vimos cabinas de teléfono muy londinenses (por lo menos, parecidas a las de las películas) y vimos también la casa del gobernador, una masión de puta madre que ratifica aquello de que en todas partes se cuecen habas.
Cansados y algo tentados por una 4×4 japonesa cuyo modelo se llama “pajero” , fuimos a una casita-cafetería. Una gringa seca y amable, tras observar intrigada mis gestos de mono espástico con los que intentaba hacerme entender, nos sirvió lo que pedíamos. Nos fuimos, taza en mano, a tomar el café a unos sillones en una habitación desolada en el primer piso.
Insisto, esta gente es rara.
Menos mal que uno es normal…
Un paseo turístico-peatonal sobre la bahía (lugar que, en general, muestran las tomas que se ven por TV), un ridículo “monumento” a nuestro sistema solar (la falta de creatividad es un problema mundial), un cenotafio con los nombres de los soldados ingleses muertos en 1982, un memorial con la participación de los malvinenses en las 2 guerras mundiales, puestos de ventas de chucherías y souvenires, y un supermercado en el que me arrancaron la cabeza por un atado de cigarrillos.
Fumar me va a matar.
Sobre la caída de la tarde hicimos un breve city tour en castellano con una guía, hija de argentina y un malvinense, que nos resolvió el dilema del pueblo fantasma: estaban todos laburando. La mayoría, ocupados con el crucero que acababa de llegar. Nos ratificó que era imposible ir a Darwin, donde está el cementerio argentino: sólo en 4 x 4, a precios siderales y un consumo de unas 5/6 horas, entre ida y vuelta. La (pelirroja) guía hablaba un excelente castellano, lo que nos permitió un fluido conversar y la ratificación de las sospechas más simples. Están absolutamente convencidos de que las islas les pertenecen a ellos, ni siquiera a Gran Bretaña, a ellos. ¿Argumentos? Variados, de diferente intensidad: llegaron primero, van por la quinta generación, se bancaron todo, etc., etc. ¿Prosperidad? Recién en los últimos años, con las licencias pesqueras y la llegada de una petrolera que se está instalando. De todas maneras, prosperidad, lo que se dice prosperidad, la tiene el gobernador…
Todo el tiempo frío y nublado, con el sol jugando a las escondidas. Cuando ya nos íbamos, entramos al museo de la guerra del 82. Recargado, ordenado cronológicamente, sin demasiado cacareo nacionalista, acumula fotos, relatos y algunos artefactos de guerra.
Y una carta de un soldado inglés a su familia, donde manifesta su horror por el trato criminal que la oficialidad argentina les daba a sus propios soldados.
No pude ni quise evitar llorar en silencio mientras caminaba hacia el muelle.
Las Malvinas no son como las pocas islas autóctonas que conozco: abrupta o empinada como la Isla de los Estados o llena de vegetación y exuberante, como Martín García.
Las Malvinas salen del océano como el lomo delicado y sedoso de una ballena, están pintadas de un verde apagado y tímido, confundido con un gris terroso sin destino y elevaciones modestas e irrespetuosas, seguramente el ancla que evita su deriva por el corazón atlántico.
Corazón de agua que acuna también a los soldaditos del General Belgrano.
Ya no es difícil ir a Malvinas.
El verdadero problema es volver.

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Ciudad Macri

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Gobierno porteño bajo la lupa. Licitaciones privadas, obras para la foto. Irregularidades sin sanción. El “top six” de empresas favoritas. Tejes y manejes del subte y el metrobús. Datos sobre la gestión del espacio y las obras que se realizan en la ciudad de Buenos Aires.
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Mucho y nada

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El espacio donde hoy funciona el predio conocido como Costa Salguero dejó de ser público en 1991, durante la presidencia de Carlos Menem, cedido por ley nacional al Gobierno de la Ciudad por un plazo de 30 años. Sin perder tiempo, el 1° de mayo de aquel año la empresa Telemetrix SA obtuvo la concesión.
Se calcula que actualmente paga 100 mil pesos de canon y recauda un millón mensual entre las 23 subconcesiones que ocupan las 17 hectáreas.
Telemetrix SA fue fundada por Luis Alberto Gutiérrez y Federico León Bensadon, quienes también son titulares de la empresa constructora EMACO SA. Son contratistas del gobierno porteño, además, en la remodelación de la fachada de la Estación Retiro y en un plan habitacional en villa La Cava, entre otras 9 obras.
Otro dato: en Costa Salguero celebró Mauricio Macri su casamiento con Juliana Awada y en sus salones se festejó también el triunfo del PRO, en la segunda vuelta de las elecciones porteñas, en julio de 2009.
La historia del edificio del ex Padelai (San Juan y Balcarce, barrio de San Telmo) es un caso emblemático de cómo se generan las políticas de exclusión en la Ciudad de Buenos Aires. En 2003, 60 familias fueron desalojadas a palazos y gases por el gobierno de Aníbal Ibarra. Seis años más tarde, Macri cedió el predio gratuitamente y por 30 años al Centro Cultural de España en Buenos con una única condición: que presentara plazos para realizar las obras y la línea de la programación cultural. A principios del 2012 el CCEBA se sinceró: no podrían construir y sostener el centro. “Con los ocupas no podemos”, ampliaba un comunicado emitido desde la embajada española. Se referían así a las 42 familias que ingresaron para reclamar sus derechos. Son integrantes de la Cooperativa de San Telmo, titular de las escrituras y el certificado de dominio del predio. Allí planean mantener una serie de cuartos donde puedan vivir las familias, a la vez que proyectan en la planta baja la edificación de una galería cultural a cargo de organizaciones sociales y artistas independientes y hasta un centro médico.
 
 

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En el banquillo

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Cuatro profesionales del Hospital Garrahan irán a juicio por defender sus derechos. Es la consecuencia de aquel conflicto de 2005 que logró la atención mediática sobre la gestión de la salud pública y que, por primera vez en 14 años, se otorgara un aumento salarial para sus trabajadores. Cómo está hoy la salud del mejor centro infantil del país. Lo que está en juego. Lo que se ganó y todavía no se perdió.
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