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Mu71

El último hombre

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Crónicas del más acá.

¿Desde cuándo danzamos? Seguramente fue cuando nos dimos cuenta de la peligrosa estupidez de los dioses. O de la pasión y lujuria que no encontraban palabras. Tal vez danzamos desde que supimos escuchar al corazón y su ritmo y con el cuerpo empezamos a decir aquello que no sabíamos cómo decir.
Tal vez danzamos desde que supimos que era necesario matar al otro. O cuando celebramos la vida.
También es cierto que en algún momento empezamos a danzar sin saber porqué.
Deberíamos ser más prudentes.
Las megalópolis son la cara más heavy del capitalismo líquido. Son paridas por amores ásperos, chirriantes. A veces la bestia se adormila. El sábado transité las cuadras de Suipacha apaciblemente, pero sin descuido. Nunca hay que relajarse en la entrañas de la bestia. Y menos un africano medio paspado como yo.
Un padre en ejercicio de su oficio se cruzó en mi camino llevando a un chiquilín de unos 7 añitos a babuchas (a cococho, decían mis abuelos) mientras lo aleccionaba con frases como “tenés que ponerte firme, no ser tan puto, te estás poniendo putito vos…” y recomendaciones por el estilo: un verdadero cruzado del refinamiento educativo y la tolerancia social.
La Ideal es una vieja confitería que no alcanza a asomarse a la turbulenta Corrientes. Frente a su entrada, la enorme cortina baja del edificio de la Defensoría del Pueblo de la Nación me dejaba claro que los sábados el Pueblo se las tiene que arreglar solo.
En el primer piso hay un gran salón antiguo, algo gastado, con una pista de baile en el medio, rodeada de mesas en rojo y negro y gente sentada (numerosa), todos de 50 para arriba salvo las consabidas excepciones. Lámparas, espejos, caireles de estilo rioplatense afrancesado.
Salón de milonga. Ellas arregladas como para la batalla final, ellos no. Sólo un viejito empilchado de traje, camisa de seda y zapatillas.
Suaves cabeceos a la distancia y cada quién baila con la fulana que mejor le parece, 3 ó 4 temas y un descanso con música de fondo (1 tema) y luego la ceremonia se repite. Las parejas cambian todo el tiempo.
Simplemente se baila. Yo, fiel a mi ductilidad de oso enyesado, sólo observo. Dos japonesas jóvenes y muy fuertes (nunca había visto japonesas fuertes, salvo en las películas) son bombardeadas con invitaciones en cada vuelta. Parece el sitio de Iwo Jima.
Se danza lindo, estilo de salón, con poco firulete, algunos agarrados como abrojo al poncho y otros cuidadosamente distantes. Pero el tango y la milonga son de apriete que no se abolla, así que…
Las ceremonias para sacar a las damas de la silla son casi imperceptibles y, salvo con las japonesas, no hay muchos rebotes.
Un grandote de unos 40 años, pelo atado con colita, baila con una viejita doblada, muy menuda y a punto de quebrarse, que le queda casi a la altura de la cintura. La veterana milonguea sin complejos y me hago la película de amores imposibles o del nieto bailando con la abuela que ama. El mozo me pincha el globo contándome que la viejita contrata fulanos para ir a bailar. Le pregunto si los servicios son más amplios y el mozo lo descarta con absoluta convicción.
Me siento un pelotudo de estirpe.
No hay clima de bajo fondo ni cuchilleros que vengan a pelear por la rubia Mireya. Tampoco humareda ni vinos oscuros y pesados. Agua mineral y café para todos y todas y prohibido fumar en la híbrida salubridad posmoderna que me tiene harto.
Rebelde y guapo, me pido una cerveza. Me surten con el porroncito a 20 mangos.
Finalmente, ocurre lo que esperaba: aparece un varón de bigote fino, trajeado como una postal de los años 40, peinado a la gomina, que saca a bailar a una veterana de vestido furiosamente anaranjado, cara de Celia Cruz, lomo de Jésica Cirio y edad evaluable en años luz.
La rompen y luego, cereza, cereza, cada uno a su mesa.
Todas las damas tienen zapatos taco aguja, incluidas las japonesas. Eso es valor. Y los petisos quedan así: notoriamente petisos.
Me acerco a una mesa y me pongo a charlar con Carlos Alberto. Pelo blanco como la nieve, melena prolija y elegante, traje añoso e impecable, zapatos que brillan como el sol y pura sonrisa. Milonguea en La Ideal hace más de 20 años y viene todos los días. Amable y educado, me cuenta sobre lo que veo. Me confirma que se baila nomás –poco arrime y mucha danza–, se conocen todos bastante y hay poco espacio para arrumacos y hormonas.
Carlos Alberto relata que desde hace un par de años una maculopatía lo tiene muy limitado en la vista, por lo que se tiene que arrimar mucho a las mesas para ver si responden a su invitación. Más de una dama lo saca vendiendo almanaques, porque no les gusta que se les arrimen a la mesa. El bueno de Carlos Alberto tiene que dar fatigosas explicaciones acerca de su chicatez, y entonces las damas ceden.
Se ríe de sí mismo mientras me dice que fue mecánico de motores diesel. Informa que vienen pocos pibes, pero que haber, hay. Y que muchos gringos bailan mejor que los criollos.
Me despido porque no quiero arruinarle la milonga y le pregunto la edad. Me desafía a que adivine. Lo miro, delgado, pintón, bien armado, alto. Apunto a 60, pero en mi fuero íntimo pienso que debe sumar una expléndida década más. Carlos Alberto se levanta para salir a bailar, me guiña porteñísimamente un ojo y me dice: “88, pibe, y los 89 andan cerca”.
Me quedo largamente con la boca abierta. González Tuñón también me guiña un ojo desde una mesa vecina. Escucho aquello de “tengo derecho a bailar sobre la piel del Último Hombre Antiguo…” mientras veo bailar a Carlos Alberto suelto, ligero, con los ojos cerrados y las manos suaves.
¿Desde cuándo danzamos?
 

Mu71

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