Mu73
Pachanga cubana
Las crónicas del más acá
Conocer es un verbo pretencioso que se precipita fácilmente por el abismo de la vanidad y la arrogancia. Conocí tal o cual lugar, o tal o cual país, o tal o cual persona, revela nuestra desesperada imposibilidad de aprender y aprehender aquello que llamamos Realidad.
Estuve en Cuba. Unos 1.500 kilómetros por tierra, 22 días y charlas con taxistas, telefonistas, mozos, guardias de seguridad, maestras, artistas, veteranos de la guerra de Angola, gerentes de restaurantes, transportistas en triciclos (versión B del taxista), licenciados en historia, ingenieros, gerentes de hotel, chantas, charlatanes, militantes cuya juventud está colgada en un museo, guías de museo, milicos, estudiantes, padres de dichos estudiantes, tíos de los mismos estudiantes.
¿Cómo decía? Los cubanos son con-versadores y gritones como solo pueden serlo los brasileños y nosotros. Discuten, se ríen, hablan de vereda a vereda sentados en la calle, a puro grito. Al recorrer las calles cubanas se ve gente reunida en las veredas casi a cualquier hora del día: ¿Qué hacen? Desde el frenesí de nuestras sociedades diríamos: nada.
Sin embargo hacen algo: conversan.
Bella experiencia pedirle a un cubano que te indique una locación: se esmeran conmovedoramente y además siempre tienen algún aditivo gramatical fresco y gracioso.
Vamos de paseo en un auto feo. En Cuba deben existir los mejores mecánicos del mundo. El parque automotor es del Paleolítico. Autos de la década del 40, el 50 y el 60 circulan por todas partes. Y los más “modernos” son Lada rusos y checos, una suerte de acorazado antitanque, feos como una gripe, con las comodidades de un ataúd y que consumen hasta el pulso. Después, Chevrolet Impala, Mercury, Buick, Valiant, algunos agonizantes, pero muchos, muchos, pintaditos, muy coquetos y funcionando. ¿No se rompen?
En las rutas cubanas se puede romper un tanque de Guerra, pero ellos lo arreglan. ¿Cómo? ¿Si no hay repuestos? Inventan: fabrican, adaptan, suplen. Lo atan con alambre. Unos genios. Coches que vienen de herencia de sus abuelos. Y lo dicen con orgullo. Eso sí, menos mal que a la Isla cada tanto la zamarrea un huracán y/o algunos vientos de puta madre, si no estarían todos muertos por intoxicación. Cuando esos viejos motores se ven un poco exigidos por una subida o un exceso de carga, queman un humo negrísimo y uno encomienda sus pulmones a San Oxígeno.
Subite al bondi. Tenemos problemas en Argentina con el Transporte Público de Pasajeros, a que negarlo. Impuntual, ineficaz, incómodo. El conurbano bonaerense es Bélgica comparado con Cuba. Salvo alguna línea de buses en La Habana, la mayoría de los cubanos viajan en las guaguas. Son colectivos fabricados, posiblemente, antes de la invención de la rueda, camiones de museo con la caja cerrada que cargan a los pasajeros en una suerte de jaula, y algunos taxis populares (cacharros de pasado ilustre) que llevan unos cuantos fulanos apilados y hacen recorridos más o menos “regulares”. Sus horarios son inciertos, su seguridad es incierta, su comodidad no es incierta.
No existe.
Tuve oportunidad de ver un tren ( 2 vagones y una máquina diesel asmática) detenido en medio del cruce con la ruta, subiendo pasajeros ocasionales que le hicieron señas.
No te hagas mala sangre. Los cubanos son sufridos, pero no sufrientes. Hay necesidades insatisfechas, rezongan (mucho) porque no les alcanza el dinero, trabajan aunque a un ritmo muy caribeño (chico que tampoco es cosa de andal apulado, tú sabes). Tienen que hacer cola casi para todo. Por supuesto, conversan. Pero no se observa ni mal humor ni angustiada resignación. “Somos cubanos Y tú sabes, aquí aguantamos cualquier cosa”, dicen ellos mismos.
Todo puede venir mal o muy mal y hasta horrible.
Pero siempre hay posibilidad de pachanga, el antidepresivo popular. “Que vamo a bailal, chico, a movel un poco que la vida va…”. Y a mover el esqueleto, en la calle, donde sea. No for export, aunque si el turista se prende es bienvenido. “Así va la vida chico, así va la vida…”.
Las olas y el viento. La Habana, capitalina al fin de cuentas, es habitada y habitante de contradicciones y contrastes. Algunos sectores están muy deteriorados, envejecidos y empobrecidos; otros son muy coquetos. Y La Habana Vieja semi-colonial, en intensa restauración, es de una delicada belleza que promete, en pocos años, un esplendor deslumbrante. La bordea el mítico malecón. Una costanera elemental: muralla y veredón extenso en longitud y ancho. Una versión B de la costanera de la Santa María de los Buenos Aires o de la vieja Mar del Plata. Cuando lo vi dije algo así como ¿este es el famoso malecón? Y creo haber agregado algún adjetivo.
Pero no se trata del malecón: se trata del Atlántico.
Aún en días calmos, pega con fuerza deslumbrante y vuela sobre la pared para desplomarse sobre el veredón y los distraídos. El verdadero show es cuando hay viento o tormenta. La espuma de las olas se eleva 3 ó 4 metros sobre la estructura, buscando devorar el corazón de la vieja ciudad.
En los días que anduvimos por El Gran Lagarto no vimos ni una bandera roja.
Ni una. Ni siquiera la de prohibido bañarse.
En todos los monumentos (muy soviéticos, inmensos y secos, para congregar multitudes) hay banderas enormes de Cuba y del Movimiento 26 de Julio (negra y roja), pero ni una roja.
O el socialismo destiñe o pasó algo y no me enteré.
El huevo de la serpiente. En la gente sencilla de los países humildes, el turista no es solo una posibilidad de mejora de la propia condición, una apuesta al saqueo o un pez payaso en mares de tiburones. También es el cuerpo del deseo. El Turista encarna lo imaginado, lo fantaseado, lo que el local no puede ser, no puede, pero ansía. Esa mirada degrada, implacable, a la propia cotidianeidad. Y genera la idealización de lo que no se ve.
Cada quién ve lo que puede con los ojos que tiene. Y cada cual escucha, huele y siente lo que puede.
A mi me impresionaron las mansiones.
La oligarquía cubana fue una cosa muy seria. Caserones colosales, con detalles de lujo que dejan sin respiración, algunos de ellos deteriorados hoy, por el tiempo, por el bloqueo, por la escasez de recursos.
Si una revolución fue capaz de que muchas (no todas) de esas mansiones pasaran a ser habitadas por el pueblo humilde, merece respeto.
Y pachanga.
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Casi todo lo que produce el campo argentino termina en el mismo lugar: seis empresas multinacionales que reciben los granos y los acopian en silos privados. Son también las que monopolizan el transporte con el que recogen la cosecha de todo el país. Algunas tienen puertos privados, otras obtuvieron el manejo a través de las privatizaciones. Son, también, las que venden toda la producción argentina al mundo. Difíciles de controlar, a finales del año pasado la AFIP detuvo algunos embarques, suspendió operaciones y denunció contrabando, al comprobar que declaraban menos de lo que realmente exportaban. El trámite de esta denuncia penal es el que selló la suerte de este año, que comenzó con la retención de las liquidaciones y su consecuencia en las reservas.
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