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El Año de los Inocentes

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¿Cuáles son los desafíos del periodismo en momentos de crisis? ¿Qué está pasando con esta profesión a nivel global? ¿Cómo orientarse en el océano cotidiano cuando la noticia es un virus que busca la confusión? Dilemas que plantea en esta nota Sergio Ciancaglini y que expresan todos estos años de búsqueda de lavaca para seguir haciendo lo que sabemos, lo mejor que podemos.

El Año de los Inocentes

Adivinanza: ¿En qué se parecen la muerte de un fiscal y sus efectos oficialistas y opositores, con los sadomasoquistas (no sólo los oficialistas y opositores), y con el crimen de una adolescente enterrada en la arena, y con la matanza de integrantes de una revista francesa de humor?

¿Puede pensarse, como lo afirman ciertas religiones, que el amistoso 5-0 que Boca le propinó a River haya sido un acto terrorista? ¿Que la moda de la sumisión sexual y personal represente la actualidad cultural y política? ¿Que el ISIS filme sus asesinatos como un deporte en el que no se sabe para quién juega?

La adivinanza tiene una posible pista: todas han sido noticias y mensajes veraniegos propagados de modo lisérgico, mezclados, gritados y viralizados según la doctrina Buzz Lightyear: al infinito y más allá. Parece ser una clave de la comunicación o de la incomunicación en estos extraños tiempos, que permitte todas las lecturas, cualquier lectura, o ninguna.

La confusión es una tecnología: la posibilidad de informarse supuestamente de todo, sin entender mucho, o sin entender nada. Cimbronazos noticiosos que estallan como fuegos artificiales que no iluminan las noches sino que oscurecen los días. Palabras, gestos y relatos ya no explican las cosas: las ocultan.

Fuegos y artificios: hace muchos veranos que el verano dejó de ser un espacio desenchufado pero además, esta vez, el verano empezó el Día de los Inocentes. Ese día desapareció una inocente, Lola, 15 años. Y reapareció la estrategia de saturación informativa, de  datos inciertos, personajes, abogados, especulaciones y manipulaciones. El seguimiento maniático de un caso, el relleno de horas de programación, millones de tuits, toneladas de papel de diarios y revistas. Hasta que pasan unos días, y el tema desfallece aplastado por otro, que en este caso fue la masacre en la redacción de Charlie Hebdo, en París.

Y eso duró unos días en el mundo entero. En Argentina desapareció bajo el peso de la noticia sobre la muerte del fiscal Alberto Nisman. El caso ha tenido como elenco estable a presidentes, cerrajeros, agentes secretos pero famosos, diputados inconcebibles, ministros absurdos, expertos informáticos que prestan armas y cobran 41.000 pesos del Estado por no hacer nada, o por hacer quién sabe qué, operaciones de prensa cotidianas, abogados, fiscales sinuosos, intelectuales incomprendidos que en realidad son incomprensibles, locutores duros, opinólogos anencefálicos, editorialistas a doble sueldo, lenguainómanos, desestabilizadores profesionales y/o amateurs, obsecuentes profesionales y/o amateurs, medios que dejaron de serlo porque –jueguen para quien jueguen- son actores interesados en el torneo de la acumulación de poder. Ni son medios, ni comunican.

Pero el show continuará anualizado para este 2015 electoral. Tanto, que hasta los programas de chismes y panelistas disléxicos están abandonando a la farándula y dedicándose a la política. Ricardo Fort debe estar azorado, si es que existe un más allá.

Cada hecho en sí puede conmover, sorprender, aturdir, y eso mismo es lo que funciona como percutor de la reproducción viral de información, que funciona con la técnica de mantener a la gente enjaulada en el tema y en los medios. Información que no importa demasiado si es verdadera, falsa, especulativa, embrutecida o absurda: vale con que logre impacto, que  golpee, que mantenga encendida la fascinación.

Muchas personas entran en el juego, a las que se le llama “opinión pública”, y lo reproducen en sus conversaciones, relaciones, en las redes sociales. Al infinito y más allá. Como si la propia vida tuviese necesidad de ser llenada por vidas, historias y relatos ajenos que ya no cumplen estrictamente el rol de informar o comunicar, sino el de concentrar y masificar los temas de pensamiento, de conversación, de cultura, de deseo. En términos médicos eso se llama alienación.

Si todo esto es una lógica y una dinámica del presente, no es raro que sean moda de mercado las técnicas de sometimiento sexual, el sadomasoquismo consensuado, o que haya mujeres que usen remeras con la leyenda “sumisa”, en homenaje a esta novedad, con Club de Sumisas en Facebook incluido.    

Convencer sobre los placeres de la sumisión y el sometimiento es la utopía máxima de cualquier sistema de poder. Como el viejo chiste sobre la violación: ya que es inevitable, relájate y goza. El chiste, obvio, lo hacen los violadores.

Herodes 2015

Fue la andanada haya empezado un Día de los Inocentes es una idea difícil de eliminar de la imaginación. Según el best seller La Biblia, la fecha recuerda el momento en que Herodes I mandó a matar a miles de menores de dos años. Si entre ellos había un proyecto de nuevo mesías (Jesús según los rumores de la época, Messi según los actuales), Herodes se aseguraba de eliminarlo de toda competencia futura.

Lección 1: la masacre fue una cuestión de poder.

Lección 2: los inocentes pueden ser un peligro.

Herodes mandó matar, según la leyenda, pero la consigna moderna ya no es matar a los inocentes sino controlarlos, mejor dicho controlarnos, controlar lo que sabemos, lo que no, lo que pensamos, lo que deseamos, lo que sentimos. El sistema político y mediático tiende a tratarnos como inocentes (el que no hace daño, el que no conoce), o infantes (el que no tiene voz) o cosas peores.

La matanza de Herodes, como ciertas noticias de los diarios argentinos, parece que en realidad nunca existió. Hoy se la recuerda mediante bromas para engañar a los inocentes. El último año las más renombradas burlas, según la red global YouTube, fueron:

Un animador brasileño aterrorizó a las humildes mujeres que trabajan como personal doméstico de su mansión, simulando que unas muñecas hablaban como en las películas de terror.

Un fulano se disfrazó de personaje de Mortal Kombat en un ascensor, amenazando pegarle a los que subían.

Otro héroe de las redes, disfrazado de Papá Noel, perseguía a la gente con un soplete encendido amenazando quemarlos, o con una falsa bomba. Lo gracioso, parece, es que la gente salía corriendo.

Un muchacho checo, confabulado con una pareja amiga, le hizo creer a su novia que la engañaba. Interesante: la reacción de la chica fue romperle a su novio el televisor alta definición a golpes de una tijera, con la que intentaba clavar en la pantalla la palabra “adiós”. La rotura fue lo primero que lamentó el muchacho.

Si todo esto es cierto, si las bromas no son en sí un fraude para captar a ilusos como un servidor, es curioso ver que las personas víctimas del engaño quedan paralizadas, las que pueden huyen, todas tienen un altísimo drenaje de adrenalina y de angustia que las pone en guardia, a la defensiva, salvo la chica que revienta la pantalla del televisor, que tal vez muestre la reacción más sana y vital.

Las bromas del Día de los Inocentes tienen una ventaja: terminan, y se revela la verdad a las víctimas.

Las operaciones mediáticas del Año de los Inocentes, en cambio, quedan impresas como verdades y prejuicios que difícilmente se borran de la memoria.

Tal vez se puede confiar en el tiempo, que decanta las historias, filtra la basura, y permite finalmente entender.

¿Cuánto tiempo tenemos?

Al mismo tiempo pululan los tuits y cadenas oficiales y encadenamientos opositores que someten a la realidad atándola a un “nosotros vs. ellos” que representa a dos sectas que comparten la misma lógica y de las que tal vez se siente ajena buena parte del vecindario. Las sectas no son idénticas. Cada quien puede hacer el ejercicio de observar en cuál detecta mayor cantidad de criminales, usureros, corruptos, manipuladores, inútiles & afines y, por descarte, elegir el mal menor. Eso ocurre usualmente en la fecha de elecciones, como ocurrirá este 2015 en una democracia bisiesta: la participación se ejerce un día cada cuatro años.

Pero aún en ese caso, el modelo que representan oficialismo y oposición, al que se lo llama “polarización” o “binarismo” para que suene mejor, es uno de los agujeros negros que producen la política de la confusión de estos extraños tiempos.

En su lógica, cada uno quiere ganar batallas al otro.

Uno puede apoyarlas, o no. Lo real es que el mundo es más ancho, alto, duradero y profundo que ese cuadrilátero, y que los que estamos fuera podemos no ser neutrales, pero tampoco espectadores.

Ni obedientes a todo ese montaje. Ni creérnoslo.

Ni sumisas. Ni sumisos.

Teoría de los estúpidos

Para descansar de situaciones tan conflictivas, la televisión por cable, sobre todo, ofrece un sano esparcimiento: series sobre guerras, espías, asesinos seriales, narcotraficantes, criminales en general. Muchas norteamericanas, algunas inglesas, unas pocas suecas. Aspiro a que no aparezca la chica checa a romperme el televisor en medio de una temporada (aunque si ella quisiera eliminar los canales de televisión abierta, confieso que no opondría resistencia). Se viene la nueva House of Cards, por ejemplo, en la que el personaje Frank Underwood ya nos explicó que el camino al poder está pavimentado de hipocresía. Él mismo llegó a Presidente. Otra: “Todo es acerca de sexo, salvo el sexo. El sexo es una cuestión de poder”, premonición dura sobre las modas de sometimiento.

Pero culminó otra serie llamada Newsroom, sobre la producción de un noticiero de televisión. En medio del tembladeral argentino, la serie logra algo acaso desaparecido en las redacciones criollas: hablar sobre qué es el periodismo.

Porque todo esto que se describe en estas líneas, no deja de incluir la encrucijada existencial de cómo hacer periodismo en momentos como éste. Y si se menciona aquí es porque se trata de un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los periodistas, que son y somos parte del problema, y quién sabe si de la solución.

Recuerdo que Roberto, un trabajador desocupado, nos planteaba hace 12 años a los integrantes de lavaca.org: “Para hacer periodismo hay que ser honesto, contar la verdad, y pelear por las causas que ustedes crean justas”. Hace 30, frente al juicio a los ex comandantes, Jacobo Timerman reclamaba, para la gráfica, que fuésemos capaces de devolverle a las personas el placer de la lectura. Gabriel García Márquez, que defendía la crónica como género máximo del periodismo, me regaló algo que escribió, que puede leerse como desafío colectivo, o personal: “La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios”.

Un internado del Borda, Luis, me dijo una vez: “Nunca el periodismo puede ser un panfleto. Eso es insultar la inteligencia del público”. Luis se fue mirando al cielo, y no logré promoverlo para dirigir la carrera de Comunicación en universidad alguna.

Pero Newsroom, creada y escrita por Aaron Sorkin, retrotrae algunos de estos debates.

MacKenzie es la productora, una joven entusiasta que quiere hacer buen periodismo, de calidad. Will conduce el noticiero, y está más gastado por los años y la vida, más descreído.

Will reconoce que considera que el público es esencialmente estúpido.

MacKenzie rechaza esa idea: todo depende de lo bien que se hagan las cosas.

Will plantea que es imposible: se hacen los informativos para medios que viven de la publicidad, y para un público que en un país polarizado (se refiere a Estados Unidos) quiere hechos, impactos, simplificación.

MacKenzie dice: “Prefiero hacer un buen programa para cien personas que uno malo para un millón”.

Will la mira azorado. “Yo prefiero tener un trabajo”. 

MacKenzie: “La gente querrá las noticias si se las das con integridad. No todo el mundo; incluso no mucha gente: el cinco por ciento. Y el cinco por ciento de algo es lo que marca la diferencia. Así que podemos hacerlo mejor”.

Will calla. MacKenzie le recuerda algo que escribió Cervantes para el Quijote: “¡Escúchame, sombrío e insufrible mundo! Eres vil y corrupto por demás. Pero un caballero con sus estandartes bravamente desplegados, te arroja el guante”. Will la descubre: “Eso no lo escribió Cervantes, sino el autor de la versión teatral, El hombre de La Mancha”.

MacKenzie: “Es lo mismo. Es la hora de Don Quijote”.

Cuando Will le pregunta qué es ganar, en estos tiempos, ella responde: “Reivindicar el periodismo como una profesión honrosa. Civismo, respeto y un regreso a lo que importa. La muerte de la malicia, la muerte del chisme. Decir la verdad, incluso a los estúpidos, sin un objetivo demagógico. Un lugar donde todos estemos juntos”.

No sé si existe ese lugar.

Tampoco es tan seguro que el Quijote pudiese funcionar en estos tiempos. Tal vez estaría con Luis, en el Borda.

Pero algo de ese desafío al mundo, y de esos llamados a la integridad y a la inteligencia (de los periodistas y del resto del género humano), merece ser reflexionado, compartido y discutido, mientras se comprueba si seremos capaces de definir nosotros mismos cómo actuar frente a las bromas que nos depare el destino de aquí al próximo 28 de diciembre.

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