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A la casa del lobo
Crónica de otro día histórico que muchos medios se «saltearon»: el multitudinario escrache a Etchecolatz, en el Bosque Peralta Ramos. Cobertura colaborativa de lavaca y Cítrica, en Mar del Plata. Con reportaje fotográfico de Martina Perosa y textos de Lautaro Romero.
Este domingo, el escrache a Etchecolatz convirtió el Bosque Peralta Ramos en un lugar de peregrinación, resistencia y lucha. En Mar del Plata, hubo desahogo frente a la casa del genocida. Siluetas de mujeres, hombres y niños recordaron a los que ya no están, a los desaparecidos. La voz del pueblo, pidiendo juicio y castigo.
“El Bosque no es guarida para indultados genocidas”. El pasacalles en la entrada principal de la reserva forestal hace que te olvides de contemplar las especies vegetales que viven en el Bosque Peralta Ramos, al sur de Mar del Plata. Pinos, nogales, robles y araucarias, cientos de ellos, en 450 hectáreas, para escaparse de la ciudad. El aire es limpio y puro.
“A 2,3 kilómetros del genocida Miguel Etchecolatz”, advierte un cartel, justo en el punto de encuentro para el escrache masivo, sobre la avenida Mario Bravo. El amarillo patito del cartel te mantiene alerta. Hay una foto del asesino. Y una dirección: Boulevard Nuevo Bosque y Tobas.
Hacia allá vamos. Familias, vecinos, militantes de organizaciones sociales, gremiales y de derechos humanos. Los que no tienen bandera. Personas con máscaras blancas que dicen Julio López en rojo. Las Madres y Abuelas, con Nora Cortiñas al frente.
Pese a que no pocos medios lo ignoraron, mucha gente marchó este domingo e hizo del Siluetazo una peregrinación por la Memoria, la Verdad y la Justicia. Kilómetros y kilómetros, todos a pie, para repudiar la domiciliaria otorgada a Etchecolatz por los jueces Luis Panelo y Fernando Cañero, del Tribunal Oral Federal Nº 6. Anoten esos nombres: son quienes hacen posible la impunidad.
A Moisés le duele. Siente que le han arrebatado todo lo conquistado hasta acá. Y todo lo que falta por hacer: todavía no saben dónde está el cuerpo de un familiar suyo, a quien torturaron durante la dictadura cívico-militar.
Montones de figuras humanas son llevadas con amor y dolor. Las siluetas de cartón tienen nombre y apellido, y una fecha que precisa la última vez que fueron vistos con vida. Hombres, mujeres y bebés. Hay muchos pibes. Nos acompañan los treinta mil.
En una de las calles que interceptan el Bosque, la multitud hace una parada especial. Algunos de los que pasan por el frente de la casa, liberan la rabia desde lo más profundo de su alma. Ahí vive Juan Miguel Wolk, uno de los tantos represores que se vio beneficiado por estas tierras, con la prisión domiciliaria. Las garitas están vacías. Un solo custodio se mantiene expectante, le cuesta ser indiferente: ahí nomás de la Rambla, la marea de gente, como ocurrió el sábado en el centro marplatense, entre abrazos y lágrimas, no detiene su curso.
Carlos y Teresa tienen canas y arrugas. Vivieron cuando se sembró el terror. Ahora viven a pocos metros de Wolk, quien estuvo prófugo, a dos días de que la Corte Suprema revocara el goce de arresto domiciliario. Teresa tiene la experiencia de haber vivido de chica en zona militar de Campo de Mayo. “A veces no podíamos entrar a mi casa porque los militares estaban buscando a alguien. Todo esto me conmociona un poco. Y me llama la atención ver tanta gente joven pelear por algo que pasó hace tanto tiempo. Es parte de nuestra historia”, asegura. O de un recuerdo más reciente, cuando trabajaba en escuelas en donde había libros prohibidos.
“Como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar…”. Y fuimos. Cantando. Entre banderas, bocinazos, aplausos, sonrisas y llantos. A paso firme. Un hombre con la remera del Che, llevando a otro en silla de ruedas, entre rocas y polvo. Algunos hicieron esfuerzo de más. A medida que ganaba terreno el bosque, y perdía lugar el cantar de los pájaros, el reclamo tomaba cada vez más fuerza.
Las siluetas comenzaron a quedar por el camino, colgadas de los árboles, de las rejas de las casas. No descansan en paz.Tampoco lo hace Erika Lederer, hija de Ricardo Lederer, quien fue obstetra de la maternidad clandestina en el Hospital Militar de Campo de Mayo en los 70. “Mi viejo no tuvo huevos de enfrentar la justicia y se pegó un tiro. Si estamos dando lucha es porque sabemos de lo que son capaces estos tipos en libertad. Lo hemos vivido desde la gesta de la casa. Sabemos lo que es el horror. Pero nosotros no somos víctimas. Las víctimas son nuestros 30 mil compañeros, los hijos, las Madres y las Abuelas”, confiesa Erika, referente del colectivo Hijos e Hijas de genocidas.
Llegamos a la guarida. Un puñado de policías tras la valla. Algunos de ellos, preparados para la guerra. No vuela ni una sola piedra. Hubiese sido contra la consigna tejida entre todos los que se manifestaron esta tarde. Eso sí: la gente está enardecida, y con justa razón. En algún lugar permanece oculto Etchecolatz. “Tiene que estar en cárcel común y efectiva. Yo trabajo con detenidos, y en las cárceles federales hay gente que cumple su condena, siendo delitos no tan graves como lo son los de lesa humanidad”, explica Lederer, quien es abogada y estudió filosofía en la UBA.
Ya es de noche. Es hora de emprender la vuelta. Más de uno esboza una sonrisa y aprieta el puño. Son símbolo de que vale la pena, y de que nunca hay que olvidarse de luchar.

Erika, hija del genocida Ricardo Lereder. Fotos: Martina Perosa para la cobertura colaborativa de lavaca y Cítrica

Nora Cortiñas, Madre de Plaza de Mayo. Fotos: Martina Perosa para la cobertura colaborativa de lavaca y Cítrica
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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar: