#NiUnaMás
“La ciudad es nuestra”: ¿Cómo opera la Policía señalada por el crimen de Daiana Abregú?

Cinco efectivos bonaerenses fueron detenidos el domingo por el crimen de la joven en Laprida, provincia de Buenos Aires. Por lo menos desde los años 90, la brutalidad de los oficiales sometió al miedo a toda una población. Picanas, bolsas y palizas. Entrar a la comisaría del pueblo se convirtió en tortura. Facundo Lo Duca investigó los archivos del lugar y entrevistó a otras personas que sufrieron violencia institucional en la misma comisaría donde murió Daiana.
Cuarta entrega de la cobertura conjunta entre Revista Cítrica, Lavaca y Perycia. Fotos: Mauro Arias
Con el pecho en el suelo, la cara ensangrentada y las manos esposadas detrás, Alan Torres intenta ladearse a un costado. Un policía llega y lo frena con la punta del borcego.
─Así que te gusta joder con nosotros ─dice el oficial, pero él no entiende. En esa noche fresca de mayo del 2021, tirado en la puerta de su casa del barrio Fonavi, Alan ─fibroso y desgarbado─ siente desde el piso cómo los ganchos se aflojan. Distingue, en ese breve alivio, a siete policías rodeándolo. Uno de ellos agarra su muñeca derecha y la estira hacia atrás. Otro levanta su tobillo izquierdo. Las partes se tocan en el aire. Y así, desafiando los límites de su propia flexibilidad, lo levantan.
─¿No te das cuenta que la ciudad es nuestra, pelotudo? ─será lo último que escuche antes de desmayarse, luego de que lo arrojen, como un bolso viejo, a la caja trasera de una camioneta policial que arrancará dando tumbos frente a un grupo de vecinos. Nadie dirá una palabra, mientras los destellos azules del móvil se pierden en la noche cerrada.
El día que nadie festejó a Salamone

Laprida queda a unos 470 kilómetros de Capital Federal. Sus doce mil habitantes, la vastedad de sus campos y un clima árido son particularidades pequeñas al lado de la única condición que la hace reconocida en todo el sur de la provincia de Buenos Aires: cuatro construcciones del enigmático arquitecto e ingeniero, Francisco Salomone. Alrededor de toda la ciudad, y durante toda la década del 30, Salamone ideó y dirigió obras tan monumentales como innovadoras para la época. También para el lugar: nada había antes. Un matadero, el portal de un Cristo gigante en el cementerio, la plaza principal, la municipalidad y una delegación zonal conforman el abanico artístico que el “arquitecto de las pampas” dejó para la posteridad.
El edificio vidriado del Centro de Interpretación de la Obra de Francisco Salamone es lo primero que uno se encuentra al entrar al pueblo. Allí, una mujer sonriente, con folletos en mano, hablará de datos biográficos, planos perdidos de las obras del arquitecto y fechas. Sobre todo fechas.
─Durante todo junio festejamos el mes de Salomone. Hacemos actividades, visitas guiadas, charlas ¿sabías que volaba en avión desde Buenos Aires para supervisar sus propias obras?
Salamone nació el 5 de junio de 1897 en Sicilia, Italia. Desde hace décadas, la ciudad festeja su natalicio con orgullo. Los turistas llegan desde el extranjero, se invitan a investigadores, universitarios y su historia se narra de espaldas a alguno de sus monumentos.
El pasado 5 de junio, sin embargo, los datos biográficos, los planos perdidos, las fechas quedarían en segundo plano.
Daiana no se ahorcó

Daiana Abregú, una joven de 26 años que había salido a bailar la noche anterior, apareció muerta en una celda de la Comisaría Comunal de Laprida. Los policías, ese mismo día, les avisaron a sus padres que su hija se había suicidado ahorcándose en el calabozo con su propia campera. La segunda autopsia del cuerpo ─solicitada por la Comisión Provincial por la Memoria (CPM) tras no haberse respetado los protocolos necesarios en la primera─ mostró exactamente lo contrario: no hubo ahorcadura, ni lesiones en su cuello.
Daiana, señalaron los primeros resultados periciales en el último examen, murió por una asfixia. “Fue un homicidio. Y vamos a probarlo”, aseguraron desde un primer momento los abogados de la familia.
Cinco efectivos bonaerenses fueron implicados y detenidos el domingo por la muerte de la joven: Adrián Núñez, Pamela Di Bin, Vanesa Núñez, Leandro Fuhr y Juliana Zelaya. Todos estuvieron presentes en diferentes horarios desde que Daiana entró en la comisaría a las siete de la mañana ─por disturbios en la vía pública─ hasta que se la encontró sin vida entre las tres y cuatro de la tarde.
“Lo primero que un policía tiene que hacer cuando encierra a alguien es notificar al secretario de turno del juzgado de paz”, explica Sergio Roldán, uno de los abogados de la familia. “Y acá nadie lo hizo. El juzgado de Laprida se enteró de que Daiana estaba en la comisaría cuando ya estaba muerta”, cuenta.

La oficial Vanesa Núñez, sigue Roldán, estaba a cargo de la última guardia imaginaria que vigiló a Daiana. “Ellas habían tenido sus encontronazos antes fuera de la comisaría”, cuenta el abogado. Núñez, según la versión policial de lo sucedido, es quien encuentra fallecida a la joven. Pide ayuda a Pamela Di Bin, quien se acerca y desata la supuesta campera de las rejas de la ventana. El resto ─Adrián Núñez, Leandro Fuhr y Juliana Zelaya─ colaboraron con maniobras de reanimación del cuerpo. “Los cinco estuvieron presentes en la comisaría. Ahora hay que demostrar cómo actuaron verdaderamente ese día”, vuelve Roldán.
Hay otros policías, sin embargo, que seguirán investigados. El oficial Víctor Mallón, explica el defensor de la familia, sería uno de ellos. La carátula del caso cambió de averiguación de causales de muerte a homicidio doblemente agravado por alevosía y abuso de la condición de funcionarios públicos.
El fiscal de la causa, Ignacio Calonje, había ordenado allanamientos en los domicilios de cuatro de los cinco implicados a diez días del hecho. Allí secuestraron celulares que aún están siendo peritados. Ninguno, por el momento, había sido llamado a declarar. Sin embargo, a partir de sus detenciones, el fiscal avanzaría con sus indagatorias en los próximos días. Según una fuente policial de Laprida, Adrián Núñez y Pamela Di Bin habían estado cumpliendo funciones en otras dependencias fuera de la ciudad. La única desafectada fue Vanesa Núñez. Los responsables del destacamento ─el comisario inspector Marcelo Amaya y el comisario Christian Barrios─, también fueron trasladados. Ambos siguen con sus tareas en la ciudad Tres Arroyos.
La muerte de Daiana marcó a Laprida. Las marchas en reclamo de justicia se hicieron cada vez más frecuentes. Las calles arboladas y taciturnas del pueblo se adornaron con fotos y carteles de la joven. En la plaza que Salamone había ideado para la posteridad hay un mástil, pero hoy funciona como altar. Entre los restos de velas derretidas y restos de pancartas, sobre la piedra gruesa, alguien escribió con marcador rojo: “¿Quién nos cuida de la policía?”
Bolsas, picanas y palizas

Para hablar de su primer encuentro con el oficial Víctor Mallón, Alan Torres se toca las orejas. Era un sábado del 2018 y había salido de un boliche junto a unos amigos. En la calle discutieron con otro grupo. Un patrullero llegó al instante. Mallón bajó y lo tumbó al piso sin mediar palabra. En esa posición, le retorció las orejas. “Otro me apretó los testículos”, recuerda Alan, de 27 años, en el comedor de su casa en Laprida. “Igual nada se compara a cuando me rompieron los dientes”, dice.
Fue el año pasado. Estaba borracho y había discutido con un vecino a unas cuadras de su casa. Al volver, dos patrulleros con siete policías lo estaban esperando. “Me les planté y ahí nomás me destrozaron la cara”. Le partieron dos dientes y lo esposaron cruzado, con una muñeca unida a un tobillo. Así, con el cuerpo contorsionado, lo arrojaron a la caja de una camioneta policial, donde se desmayó. Al despertar, estaba en el hospital municipal del pueblo. Lo habían llevado para hacerle el examen médico antes de ingresarlo en la comisaría. “Seguí discutiendo y en la cama del hospital un oficial me empieza a ahorcar. La doctora entra justo y ve todo”, cuenta.
Ese día Alan le dijo a la médica que había ingerido varias pastillas de un antidepresivo que tomaba su madre. Quedó detenido en el hospital. “Si entraba al calabozo, me molían a palos. Lo hacen siempre. Te agarran entre todos”, dice. “O te ponen la bolsa”.. “Te atan las manos a las rejas de la ventana de la celda y te embolsan la cara”, cuenta Torres. Expolicías de la estación de Laprida consultados para esta nota confirmaron su uso como instrumento de tortura.
Stella Maris de la Torre vio a su hijo de nueve años esposado y custodiado por dos policías en el hospital del pueblo, pero no dijo nada. En cambio, le susurró a Dios. “Le pedí clemencia”, cuenta. Era el año 2013 y había llevado a su hijo a la guardia del hospital por un ataque de nervios, pero en un descuido el menor se escapa. Las autoridades del nosocomio avisan a la Ppolicía.
“Lo salieron a buscar como un delincuente”, cuenta Stella. La madre, finalmente, lo encuentra llorando y atado con esposas en la guardia. “¿Cómo le van a poner los ganchos a un nene de nueve años?”. Stella denunció el hecho en la ayudantía fiscal de Laprida a cargo de Alejandro Braga, pero durante años se negaron a darle una copia. “Braga me decía que no se entregaban y que me olvidara del tema”, cuenta. Tres años después, en 2016, ante el Departamento de Control Interno de la Procuración General de La Plata, denuncia a Braga por no darle ese documento. Nunca le contestaron.
En 2015, Stella volvería a rezar, pero sus plegarias serían reprimidas con golpes. Su hijo, con 11 años, paseaba en su bicicleta cuando un policía lo detiene. Le dice que esa bici no era suya, que se la robó. Lo empuja y se la quita. “Volvió a casa llorando”, recuerda Stella. Ella, su exmarido Héctor Almada y su hijo fueron hasta la comisaría para retirar la bicicleta. Adentro, Héctor discute con unos policías. Identifica a Adrián Núñez ─uno de los policías detenidos─, y a Gustavo Rojas, entre otros. Lo tiran al suelo y lo golpean. Stella y su hijo intervienen. Toda la familia es agredida. A los padres los esposan y los encierran. Al menor lo dejaron en un pasillo llorando por cuatro horas hasta que un familiar pasó a retirarlo. Hicieron la denuncia por las agresiones, pero nunca tuvieron una respuesta. Stella, ahora, reza para que se esclarezca lo que pasó con Daiana. “En Laprida la Policía se cree dueña de nosotros y la Justicia no hace nada. ¿Quién nos ayuda entonces?”, vuelve a preguntarse.
“Todos tenemos alguna historia en esa comisaría”

A Franco Palavecino le rompieron el brazo dentro de la comisaría. Era 2017 y tenía 17 años. Había sido detenido por una pelea en grupo. Adentro, cuatro oficiales, entre los que estaba Adrián Núñez, lo recibieron con una paliza. “Acá no importa si sos menor de edad. Te meten al calabozo y te revientan igual”, cuenta. Esa noche su mamá lo retiró de la comisaría. Al ver a su hijo rengueando, con un brazo colgando de un pañuelo y la espalda lacerada, le tomó una foto. Después hizo la denuncia, pero nunca los volvieron a llamar. “Todos tenemos alguna historia en esa comisaría”, cuenta Palavecino.
Ailén Arias pasó dos días encerrada en la dependencia por una contravención. Fue en 2020 y había salido de un boliche cuando fue detenida junto a su hermana, su cuñado y su pareja por disturbios en la calle. Estuvieron todo un fin de semana en la celda. “Nos pusieron gas pimienta en la comida que mandaban nuestros familiares”, cuenta. “Una abogada nos ayudó después a salir”.
Lorena Julián Rodriguéz es abogada en Mar del Plata, pero tiene familiares en Laprida. Esa relación la llevó a tomar varios casos de la ciudad desde La Feliz. Con Ailén, cuenta, bastó con llamar a la comisaría y pedirle explicaciones al jefe de turno. “La tuvieron sin causa y sin dar aviso a ningún juzgado por dos días. Eso es completamente ilegal”, dice la abogada. “En Laprida no se respetan los derechos básicos y muchas denuncias quedan encajonadas”.
Las historias sobre la brutalidad policial en Laprida se repiten. El paisaje de un pueblo sereno y tradicional de la pampa bonaerense, se enturbia.
Algo se enciende
Lo dejaron tirado en la celda. De espaldas, con los brazos extendidos en el suelo. Intenta ponerse de pie, pero desiste: un cuerpo estropeado, inútil. Sin embargo, desde afuera, escucha la orden del policía.
─Mandale la picana al gil ese.
Reconoce esa voz. Lo había visto al entrar a la comisaría, casi desmayado por los golpes. “¿Cómo olvidar a un defensor tan rústico?”, pensará Juan Pablo Guzmán cuando el oficial Adrián Núñez, su excompañero en el club Platense de Laprida, dé la orden para picanearlo en el calabozo.
Son cinco. Se mueven rápido adentro. Lo levantan entre cuatro. El quinto, el oficial Gustavo Rojas, está de frente y lo mira fijo. Tiene una linterna larga en la mano. No es cualquier linterna. De un lado ilumina y del otro, comprenderá luego Juan Pablo, traerá oscuridad. Los policías le estiran el brazo. Algo se enciende. Rojas lo picanea una, dos, tres veces. Él aún no lo sabe, pero su verdugo no tendrá ninguna consecuencia. De hecho, al mes, será ascendido a teniente. Mientras tanto, Juan Pablo grita, siente el olor a piel chamuscada.
─¿Ya aprendiste que con nosotros no se jode? ─le preguntarán tras la sesión de tortura en la celda.
El 27 de diciembre de 2020, Juan Pablo Guzmán conducía su camioneta junto a cuatro amigos cuando un móvil policial lo frenó durante la madrugada. Tras presentarles todos los papeles en regla del vehículo, empieza una discusión con tres oficiales. Lo golpean salvajemente en la calle y lo llevan a la comisaría. Allí lo torturan.
Dos días después, con la ayuda de la abogada Lorena Julián Rodríguez, hace la denuncia en la fiscalía local. “También hicimos presentaciones en organismos de derechos humanos de La Plata”, cuenta Lorena. Luego de dos años, la fiscalía explicó a este medio que “están a la espera de una serie de oficios judiciales respecto a la causa para avanzar”. También asignaron una audiencia para Brian Quinteros, quien estaba con Juan Pablo la madrugada en que lo detuvieron. “Nunca me llamaron de ningún lado”, aseguró Quinteros.
“Pensé que me mataban ahí nomás”, dice Juan Pablo Guzmán sobre esa noche. Detenido en el penal de Sierra Chica de Olavarría por un supuesto robo ─que nada tiene que ver con lo que le pasó en Laprida─ Juan Pablo solo quiere justicia. “Yo la pude contar. La mano dura de algunos oficiales ya es conocida en el pueblo. Ojalá que lo que le pasó a Daiana sirva para que las cosas cambien”.
Desde adentro
Julieta V. ─un nombre ficticio para resguardar su identidad─, es policía bonaerense y formó parte de la comisaría de Laprida. “Amo mi uniforme, aunque otros no merecen ni llevarlo puesto”, dice Julieta desde un café del pueblo. En sus cinco años como oficial de esa estación Julieta, cuenta, vio de todo: desde efectivos violentos hasta inescrupulosos. Sin embargo, nunca pensó que lo sufriría en carne propia.
En 2019, denunció ante la secretaría de Seguridad que su superior de servicio, Juan Felipe Caparrós, la acosaba sexualmente. “No solo a mí sino a mis compañeras y a cualquier mujer que se acercaba a la comisaría”, cuenta. “Si alguien dejaba sus datos, él las llamaba”. Julieta había dado aviso de esto a una de las jefas de la estación, Karina Couchez, pero no la escucharon. “Me cansé y lo denuncié directamente”. Ese mismo día, Caparrós fue trasladado preventivamente a otra dependencia. Su denuncia, luego, sería descartada por falta de pruebas.
“No hubo sanción, solo lo derivaron a otro lugar, donde quizás siga haciendo lo mismo”, dice. Según datos que surgen de un pedido de información pública realizado por Perycia, hubo siete denuncias por violencia de género a policías de Laprida entre 2013 y 2019.
Tras la salida de Caparrós, las represalias llegaron para Julieta. Sus colegas de la comisaría ya no le hablaban y sus jefes le perdieron consideración. Un año después, pidieron su traslado a Olavarría. “Fue duro. Estoy lejos de mis hijos y tengo que viajar 150 kilómetros todos los días”. No sería la última experiencia de Julieta con la dependencia de Laprida.
En octubre de 2020, durante el aislamiento por la pandemia, su hijo había salido a festejar sus dieciocho años con unos amigos. Un patrullero los frena. Dos policías, entre los que estaba Gustavo Rojas, se bajan. La discusión se tensa y Rojas hace lo que mejor sabe: lo deja sangrando en el piso y se lo lleva detenido. Cuando Julieta fue a buscarlo, se despachó con la jefa de turno. “Les dije a todos que tenían el uniforme sucio y que yo me había ido, pero limpia”. Acompañó a su hijo a hacer la denuncia, pero nunca tuvieron novedades. Consultamos a la fiscalía local para ver el estado de la misma. “Estamos a la espera de oficios e informes”, dijeron, otra vez.
Respecto a lo que pasó con Daiana, Julieta apunta al subcomisario Christian Barrios, trasladado a Tres Arroyos. “Siempre avaló cada manejo de sus policías. Como jefe, debería haber cambiado las cosas que estaban mal, pero no hizo nada”. La detención de sus excompañeros, avivó la hipótesis de que Daiana fue asesinada por una asfixia. La bolsa, como método de tortura, también cobró fuerza. “Un detenido me contó hace tiempo que lo habían embolsado para subirlo al patrullero. Yo nunca lo presencié, pero sí que ocurría”, dice.
“Es un tipazo, pero a veces se le va la mano”
Es una noche fresca de junio y el policía bonaerense Pablo A. ─prefiere no dar su verdadero nombre─, maneja su camioneta por Laprida con liviandad. Cada vez que pase por la comisaría ─que serán varias─ la mirará fija y dirá cosas como:
─Acá el problema era Christian Barrios. Nunca tuvo que haber llegado a jefe.
Pablo fue policía de la estación desde 2016 hasta 2020, cuando el exsubcomisario Barrios pidió urgente su traspaso a otra localidad.
─Quise rebuscarmela desde lo económico y molestó, pero los jefes sí pueden hacer sus negocios. ¿Sabés cuánto gana un policía? Bueno, poco.
En sus cuatro años entabló relación con varios de los oficiales detenidos, y también con Víctor Mallón.
─Víctor es un tipazo, yo lo quiero mucho. Pero a veces se le va la mano.
El “se le va la mano” de Pablo derivará en Mallón golpeando varias veces la cabeza a un joven contra la reja del patrullero. Esa vez los dos habían ido a una casa por un llamado de música fuerte. Pablo bajó del móvil y les pidió a los jóvenes que apagaran los parlantes, pero no hicieron caso. Mallón, en cambio, bajó con una escopeta. Y empezó el desmadre.
─Víctor es temperamental. En el pueblo no le quieren mucho por eso. Pero es una buena persona. No te creas que los vecinos de acá son todos santitos, eh. A veces se la buscan.
Del detenido Adrián Núñez dirá que es una “excelente persona” y un “muy buen compañero”. El 20 de diciembre del 2019, Pablo y Adrián fueron reconocidos por sus desempeños en un acto oficial. Núñez, esa jornada, recibió un premio estímulo como oficial ayudante.
─Igual no pongo las manos en el fuego por nadie ─dice Pablo, mientras un patrullero pasa por el otro carril y él saluda a su conductor─. Yo no creo que la piba se haya suicidado. O si lo hizo, la dejaron morir.
Pablo se detiene en un semáforo al costado de la plaza. Debajo de su camioneta, en el pavimento, todavía hay pintadas de la última marcha en reclamo de justicia por Daiana.
─El tema de la bolsa y las torturas yo nunca lo presencié, pero sé quién lo empezó ─dice Pablo. ─Jorge Hein. El “ruso”. Ya murió, pero es una leyenda el tipo.
─¿Qué hacía?
─Mañas de policía viejo. Capaz torturaba un poco. Acá hicieron escuela varios con él. Barrios (Christian) fue uno.
El legado Hein
El policía Jorge Mario Hein llegó a Laprida a principios de los ´90 cuando la ciudad ─explica el periodista de policiales Marcelo Beltrán─, «era un caos». “Había mucha delincuencia. Banditas que hacían quilombo en las calles. Hein llegó de Olavarría, lo nombraron subcomisario y puso orden”, cuenta Beltrán.
El orden para Hein, sigue el periodista, fue la mano dura. «Era guapo ‘el ruso’. Tenía sus métodos, claro, pero el delito bajó». Las bolsas en la cabeza, las picanas y las palizas feroces dentro de la comisaría se volvieron moneda corriente. El oficial bonaerense Pablo confirma esto. “Mi papá era policía y me contaba historias sobre él. Los viejos oficiales del pueblo lo recuerdan así, con esas prácticas”. El abogado Sergio Roldán también tiene su anécdota con ‘el ruso’: “Una vez me prohibió entrar a un allanamiento con él. Me ordenó por las buenas que me quedara afuera”.
Las denuncias contra la policía de Laprida en ese entonces ─y como ahora─ se acumularon. Tanto que, en el año 2003, Asuntos Internos tenía previsto llegar al pueblo a fines de julio para revisar una serie de expedientes y documentación sensible. El 21 de julio de ese año, como detalla el Diario Popular de esa fecha, un “depósito con documentación y otros elementos” se incendió. En la foto del hecho un bombero mira a la cámara, mientras señala biblioratos de carpetas carbonizadas. En agosto, el peritaje de esa investigación determinaría que el fuego se encendió de forma “intencional”.
De hecho, en la noticia, figura que Marcelo Amaya ─excomisario de la estación separado por el caso Daiana─ estaba presente cuando las llamas se avivaron. “El incendio se originó voluntariamente sobre los libros y biblioratos”, concluyó el peritaje.
Hein, por esa fecha, ya estaba siendo investigado por una malversación de horas extras en la comisaría. Según una fuente de Asuntos Internos consultada por este medio, el subcomisario fue declarado “prescindible” de la comisaría en 2004. Al año, es exonerado por completo de la fuerza, poniendo fin a su mandato en el pueblo.
En Laprida, tras 20 años, las cosas siguen ─más o menos─ igual.

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La tesis del gran bonete

¿Cómo informar sobre femicidios? ¿Quién sabe cómo hacerlo? Una polémica tesis promocionada por Rita Segato desliza la responsabilidad del Estado a los medios, en momentos en los que el gobierno pretende derogar la figura legal de femicidio. Las falacias y generalizaciones que construyen una orden de silencio.
Por Claudia Acuña
Las periodistas somos responsables de los femicidios. Mientras tipeo esta frase me invade un sentimiento que solo explica el clásico «no sé si reírme o llorar”. Desde que la escuché pòr primera vez en el año 2020, de boca del entonces gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, hasta ahora, que la repite una integrante del movimiento transfeminista del Valle de Punilla, en Córdoba, han pasado varios años, pero aquella primera vez y esta última tienen un contexto en común: esas provincias habían sufrido en poco tiempo una serie de femicidios que sembraron protestas sociales importantes. En el caso de Jujuy, estaban todas sus rutas cortadas con adolescentes que sostenían cartulinas escritas a mano exigiendo justicia, mientras las fuerzas de seguridad disparaban gases para dispersarlas. En esta ocasión, en Punilla la movilización también fue masiva.
Lo que cambió, y no es poco, es otro contexto: en estos momentos el Estado argentino intenta imponer la derogación de la figura jurídica de femicidio.
Otro cambio: el ex gobernador Morales, por entonces interesado en que no se difundan las protestas –que por cierto fueron las primeras que azotaron su gobierno– citó a Rita Segato como autora de la tesis que responsabiliza a los medios de comunicación de sembrar femicidios, ya que al informar sobre ellos los contagiaba. En plena pandemia de coronavirus esa palabra significaba meter el dedo en una herida social. Investigué entonces de qué galera había sacado Morales ese argumento: había escuchado a Segato en una capacitación que la académica le dio a su gabinete, por zoom y en el marco de un programa financiado por ONU Mujeres. Cuatro años después ya tenemos un libro que lo justifica, con prólogo de Segato y suscripto por su alumna, la brasileña Daniela Gontijo. Tuve la oportunidad de conocerla en La Paz, Bolivia, cuando intenté conversar con ella sobre su tesis. Le pregunté si sabía que la Organización Mundial de la Salud había comunicado su autocrítica por solicitar a los medios que no informen sobre suicidios, un argumento que en su tesis es basal para extenderlo a los femicidios. Sigo esperando su respuesta.
La principal diferencia, sin embargo, es que ahora esa frase es repetida por una comunicadora y activista que ha participado de la organización de la protesta en el Valle de Punilla. Está preocupada, angustiada diría, por su rol. Y lo que es peor, insegura. Es ella, entonces, quien motiva esta nota, que escribo con hartazgo.
Las raíces de la información
¿Cómo se informa “bien” un femicidio? ¿De eso se trata este debate? No. Y por varios motivos. El primero es el primero: el término femicidio tiene una larga y dolorosa historia política y social. Resumo: la palabra encuentra sus orígenes en la expresión feminicide, “desarrollada inicialmente en el área de los estudios de género y la sociología por Diana Rusell y Jane Caputi a principios de la década de los 90 (…) concepto que surge con una intención política: desvelar el sustrato sexista o misógino de estos crímenes que permanece oculto cuando se hace referencia a ellos a través de palabras neutras como homicidio o asesinato” (Toledo 2009: pp23-24).
Tal como advirtió la antropóloga Marcela Lagarde al aplicarlo a la situación desesperada de Ciudad de Juárez, México, “femicidio no es solo una palabra: es toda una teoría”. ¿Qué teoría sostiene la palabra femicidio? La responsabilidad del Estado en estos crímenes. Explica Lagarde: “Son crímenes que no responden a una problemática derivada de la mal llamada violencia doméstica o intrafamiliar, sino que es parte de una problemática mucho más grave y compleja. La conexión entre el género y la clase social en los femicidios de Ciudad Juárez es clara: sus torturadores y asesinos actuaban porque querían y porque podían hacerlo, amparados por unas estructuras sociales y gubernamentales que propiciaban la impunidad de sus actos.” Esto decimos cuando decimos “femicidio”: lo sistémico de lo biográfico.
Esta concepción teórica y política aplicada a Ciudad de Juárez tuvo su consecuencia jurídica cuando el Estado de México fue condenado por la Corte Interamericana con el fallo conocido como Campo Algodonero. De ahí derivan todas y cada una de las herramientas legales que cada país latinoamericano fue obligado a adoptar para prevenir, erradicar y hacer justicia por la violencia que sufrimos mujeres, travestis, trans y diversidades sexuales.
¿Cómo señalar entonces en cada femicidio la responsabilidad estatal que lo propicia? De eso se trata este debate. La respuesta, digámoslo rápido y fácil, es el territorio.
Como marco teórico a esta territorialización de la información sobre la violencia femicida propongo leer Capitalismo Gore, de Sayak Valencia, escritora, filósofa y artista performática mexicana. Es su tesis doctoral de la Universidad Complutense de Madrid y, por eso mismo, es interesante conocer su origen porque leída hoy resuena como una respuesta contundente a esta otra tesis: “Originalmente la iba a hacer sobre epistemología feminista. Para mí era muy importante revisar cómo se producen ciertos grados de verdad o ciertas ficciones políticas que encumbran el conocimiento como algo que parece incuestionable si está mediado por el sello cientificista”. En eso estaba, entonces, cuando en un alto en sus estudios viajó a visitar a su familia a su Tijuana natal y en el camino que la llevaba del aeropuerto a su casa vio desde el auto y a la vera de la autopista un cadáver descuartizado. Así decidió cambiar el tema de su tesis y así nació un término –Capitalimo Gore– para denominar aquello que la había sacudido: “el capitalismo gore sería la forma material de explotación que va atravesada de colonialismo, machismo, sexismo, crimen organizado, y corrupción”, sintetiza en una entrevista que le realizaron diez años después de la primera publicación.
Dirá también en esa entrevista Sayak Valencia: “El pensamiento es siempre contextual y si tratamos de hacer universalizaciones tajantes de ese pensamiento ya estaremos cayendo en una tentación solipsista, al considerar que tenemos las verdades absolutas sobre fenómenos que no serían explicables de manera sencilla en primera instancia. La necropolítica, la biopolítica y el uso de la violencia se dan de manera contextual porque su intensidad depende de los países, las condiciones económicas, lo gubernamental, lo social, lo cultural, en suma, dependiendo de la regionalización del mundo. No es igual de explícita la violencia racista contra ciertas poblaciones en territorios indígenas en México y la violencia racista que se da en Estados Unidos contra la población afro, que otro tipo de violencias como el negar servicios de salud a las poblaciones trans o a crear condiciones hostiles que provocan violencia y que terminan en una especie de necroadministración, o como dice Ariadna Estévez, en una administración del sufrimiento para que ciertas poblaciones sean dejadas de lado y mueran en ese apartamiento de lo social”. Esta última frase resuena especialmente en la actualidad y en la lucha de cada miércoles de las y los jubilados.
Reitera Sayak: “Creo que hay que seguir pensando lo biopolítico y lo necropolítico de manera contextual”.
¿Cuál es entonces el contexto en el que debemos fijar la atención ante cada femicidio y, mucho más, ante su reiteración producida en pocos días? El territorio. En el Jujuy gobernado por Gerardo Morales, en el Valle de Punilla azotado por la sistemática impunidad de los femicidios que allí se padecen, en las tramas de complicidad policial y judicial que han sembrado el terreno propicio para que la mimesis suceda, una y otra vez, sin sanción, ni contención ni reparación, que es finalmente aquello que expresa el grito de justicia que sin descanso nos hace oír el movimiento transfeminista organizado que también habita esas tierras, porque ya sabemos: donde hay criminalidad organizada en este país también hay resistencia.
En estos contextos, las órdenes de silencio no solo son peligrosas: suenan cómplices.
Emitirlas en nombre del saber es, además, perverso.
¿Quién sabe y quién no sabe informar sobre la violencia femicida? ¿De eso se trata este debate? No. Lo que tenemos que discutir es quién tiene autoridad sobre el saber. Y el saber es saber hacer resistencia a estas violencias.
¿Cuáles son las fuentes de información adecuadas, especialmente en tiempos en los que el poder se vuelve opaco e inaccesible? La narcocriminalidad ha impuesto esa barrera a la verdad del poder. Su privilegiada posición de economía “en negro” e “informal” ni siquiera nos permite conocer las cifras con las que maneja el mundo, en general, desde cada territorio en particular, pero sí alcanza para reconocer que aquello que llamamos ultraderecha tiene entre sus patrocinadores estos oscuros capitales que la promueven. ¿Hay entonces una relación entre la motosierra que destroza los pocos programas de contención de víctimas de violencia, la iniciativa de la administración Milei de erradicar la figura jurídica de femicidio y la manifiesta violencia misógina de la narcocriminalidad? Es pregunta.
También sabemos que eso que llamamos Academia, aquí en Latinoamérica, no ha producido investigaciones, estudios y publicaciones que relacionen la violencia femicida con el crecimiento de la narcocriminalidad, que en los territorios siempre tiene la forma de narcomenudeo porque esa es la lógica de gestión del negocio. Sí ha producido, y lo sigue haciendo, mucho análisis sobre los medios de comunicación que, en tiempos de redes virtuales, agigantan el rol de los formatos clásicos, en una operación que produce una restauración por repetición de marcos desactualizados –descontextualizando alcances de tiradas y audiencias, por ejemplo– y, a la vez, deslizan el eje del debate central: del Estado hacia los medios.
Ante cada femicidio hablemos del Estado. Narremos por ejemplo, el marco social-económico que afectó a víctimas y victimarios, nombremos los crímenes impunes sucedidos en ese territorio, los antecedentes de los fiscales encargados de investigar esos femicidios, los servicios y programas desmantelados en esa zona para prevenir y contener violencias, los funcionarios denunciados por violencia sexual, la cantidad de denuncias realizadas y cómo fueron atendidas, etcs y etcs.
Hablemos incluso de aquello que la política etiqueta como “inseguridad”, palabra detrás de la cual se esconden las tramas de complicidad policial-judicial (eso es el Estado) que alientan y sostienen las violencias.
Luego, si nos sobra tiempo, charlamos sobre el rol de los medios en la producción y reproducción de los femicidios.
Recién entonces, diré lo que puedo aportar al respecto, tras más de treinta años de informar, investigar y reflexionar sobre el tema y compilar información sobre casi 6.000 femicidios producidos en este país:
- Cuando era editora del principal diario de la Argentina recibí la recomendación de la Organización Mundial de la Salud sobre el peligro de informar sobre casos de suicidios, ya que provocaban contagio: resumo así la larga instrucción que señalaba ese peligro. En aquel momento el director del diario era Roberto Guareschi y encontré en él un aliado para imponer esa orden de silencio. Me pareció adecuada. Creí ser responsable de aplicarla y controlar que se lleve adelante, no solo en ese diario: enseñé a mis estudiantes a no informar. Cuando veinte años después leí la autocrítica de la OMS, admitiendo el contundente fracaso de esa restricción, aprendí la lección: en el periodismo el silencio nunca es opción. Tampoco lo es para una víctima de violencia.
- Cuando vi la tapa de un diario de México con la foto a toda página de una mujer colgada de un árbol, con la cabeza encapuchada, desnuda y con la leche maternal emanando todavía de su cuerpo destrozado comprendí aquello que escribió Sayek Valencia sobre la espectacularidad de la violencia: los medios completaban el trabajo de los sicarios. Ellos mataban a una mujer, los medios amenazaban a todo el resto. Estamos en Argentina, muy lejos de esa horrorosa maquinaria mediática de reproducción de la violencia. Estamos, además, en un oficio de periodistas profesionales, organizadas, formadas, muchas de ellas orgullosamente feministas y en gran parte, abrazadas a los movimientos sociales que las sostienen más que los medios donde trabajan en condiciones precarizadas, injustas, brutales. Ellas no lo son. Y es todo un esfuerzo no dejarse impregnar por la decadencia de la producción de noticias que hoy padecemos.
- Por último, hago mía las palabras de Helen Álvarez, la periodista boliviana integrante de Mujeres Creando, cuando en una mesa de debate con la autora de la Tesis del Gran Bonete, refutó: “No pienso dedicar un minuto de mi vida a discutir cómo mejorar medios comerciales, porque puede que logres que se escriba allí sobre un femicidio tal como pretendes que está bien, pero cuando das vuelta la página te vas a encontrar con un reportaje al jugador de fútbol que hizo el gol de la semana, sin mencionar que fue acusado de violación la anterior, y en la sección Economía, la noticia del ministro anunciando recortes de los programas sociales”. Como siempre, hay que contextualizar la frase: Helen fue la editora de la sección Economía del principal diario de Bolivia y es la mamá de Andrea, víctima de femicidio. Helen sabe.
- Por último, una noticia que nos da una pista sobre por dónde ir: en qué anda Sayek Valencia ahora. “Actualmente me encuentro investigando algo que denomino política post mortem, que son los agenciamientos prácticos que vienen de las personas que han sobrevivido a acontecimientos traumáticos y violentos. Es decir, son las prácticas, agenciamientos y acciones puestas en marcha por personas que han sufrido el asesinato, el femicidio o la desaparición de alguien que aman y que a partir de ese acontecimiento violento se han organizado para exigir justicia. Política post mortem sería esta forma de agenciamiento político que viene después de la masacre, después del trauma, después de la muerte de un ser querido, y que sigue luchando por esos muertos a través de las resistencias, de las búsquedas y de la dignificación del reclamo de justicia social”.
Nota
57 femicidios en el año, infancias huérfanas cada dos días: Informe mensual del Observatorio Lucía Pérez

Según datos del Observatorio de violencia patriarcal Lucía Pérez, hubo 26 femicidios durante febrero, contabilizando un total de 57 en los dos primeros meses del año. Estos crímenes dejan, a la vez, un saldo de 35 infancias huérfanas. Si bien existe una ley que obliga al Estado a brindarles una protección integral económica, de acompañamiento y de acceso a la salud, desde que asumió la actual gestión no se otorgó ninguna: la Ley Brisa no se cumple. Los otros indicadores de la violencia patriarcal de este 2025: 43 intentos de femicidio, 15 desaparecidas, 595 funcionarios denunciados.
El cuerpo de Carolina Ríos, 43 años, fue encontrado por una de sus diez hijas. Maite y Carolina, las mayores, le pidieron luego a la prensa que difundiera este mensaje : “Necesitamos ayuda para poder criar, vestir y mandar a nuestros hermanitos a la escuela. Hoy estamos destruidas, y hacemos todo lo posible para seguir adelante y no quebrarnos ante nuestros hermanos menores».
Tres días antes asesinaban a Ailén Oggero, de 32 años, delante de sus hijos de 11 y 4 años. El mayor fue quien avisó del crimen a los vecinos.
A Otilia Cubilla Jara, de 65 años, también la encontró asesinada su propio hijo.
Estos son solo tres de los 26 femicidios y travesticidios que ocurrieron durante febrero.
Una síntesis de la violencia que marca los dos primeros meses del año:





Toda la información sobre cada uno de estos casos está disponible en la web del Observatorio Lucía Pérez, el primero y único autogestionado y público.
Una herramienta de información, análisis, debate y acción creada por nuestra cooperativa.
#NiUnaMás
Arte contra la impunidad femicida

«Hoy, en el día del cumpleaños de nuestra hija, nos enteramos por los medios de una nueva injusticia. Es otra violencia institucional más que sufre nuestra familia y el tercer fallo que pretenden imponer a un mismo crimen: el femicidio. Hoy inauguramos El cuarto de Lucía, arte contra la violencia femicida. Durante mucho tiempo estuvimos preparando este momento. Queremos invitarlos a que nos acompañen. El camino de conseguir justicia es demasiado largo. Gracias por estar. Familia de Lucía Pérez».
Con ese comunicado Marta Montero y Guillermo Pérez, los padres de Lucía, respondieron desde Mar del Plata al fallo del Tribunal de Casación Penal que, el día en el que Lucia cumpliría 25 años, dieron a conocer (sin informar a la familia ni a sus abogados) su decisión de revocar el fallo por femicidio contra Matías Farias, dejándolo solo en el marco del abuso sexual.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.
«Es el Estado narco cubriéndose» dijo Guillermo Pérez a lavaca. La referencia: los imputados son probadamente narcos que vendían droga a menores en la puerta de la escuela a la que concurría Lucía. Pero al anular el delito de femicidio, la pena de perpetua se reduce de manera drástica. Todo esto, debería pasar por la decisión final de la Corte provincial.
«Es una provocación para afectar a la familia, el día del cumpleaños de su hija» sostuvo Gustavo Melmann, el padre de otra joven asesinada, Natalia, hace 24 años.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.
Sobreponiéndose a la sorpresa, la familia inauguró en Mar del Plata El Cuarto de Lucía, visitado por cientos de personas que quisieron conocerlo, interiorizándose con la situación general de violencia contra las mujeres. «No nos van a hacer callar» dijo Marta.
Así, la noche del viernes se llenó de arte para reencontrar lo que Marta llamo «luz»: capacidad para recordar a Lucía y a miles de mujeres asesinadas, y seguir transitando todos los caminos contra la impunidad. Participaron 20 grupos de música y danza.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.
Marta diálogó con lavaca.
–¿Por qué se inaugura hoy la Casa de Lucía?
–Porque hoy es el día que nació hace 25 años; a esta hora estaba con contracciones; ella nació a las 20. Fue tan lindo como padres; teníamos a Matías y tener una hija fue re lindo. Por eso hoy estamos festejando la luz, que es ella; la luz en la cual está ella. El festejo de hoy es la luz de Lucía.
Presentamos el cuarto de Lucía, donde vamos a trabajar desde todos los sentidos; todo lo que nos atraviesa como mujeres, como madres, como víctimas. El cuarto va a estar para eso. Se ha transformado en una obra de arte en donde trabajamos, hacemos los informes, donde ponemos el foco en lo mal que hace las cosas la Justicia.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.
–Hoy recibieron justamente una noticia de la Justicia con una nueva medida de impunidad.
–Sí, como ya estamos acostumbrados, y es triste decir eso porque después de 8 años deberíamos tener una condena como corresponde, y no seguir luchando de esta manera.Se le pierde el respeto totalmente a la vida del ser humano que se ha ido y a las familias que quedamos. Pero seguiremos trabajando y no bajaremos los brazos. Hoy más que nunca este lugar debe ser de abrazo de amor, de contención por todo esto que nos pasa también.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.
–¿Por qué creen que recibieron la noticia hoy?
–Porque la Justicia es perversa. Es tan grande la perversión que tienen, que también eligen con quién hacerlo. Porque también hay que acallar a estas víctimas, pero estas víctimas no se van a callar jamás. Jamás. Entonces, estoy segura que lo hacen para destruirnos, pero lejos de eso, estamos cada vez con más fortaleza, con más lucha y ayudándonos entre todos.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.
Guillermo Pérez agregó:
“En estos momentos tan crueles que estamos pasando no hay que dejar de hacer cosas humanas. Tenemos que hablar de las cosas que podemos hacer juntos”.
Marta: «Hay una industria judicial, donde te siguen haciendo ir para atrás, mientras la gente como nosotros tiene que seguir trabajando y pagando abogados, buscando justicia y que no haya impunidad. Por eso también es algo perverso lo que nos siguen haciendo».
El Cuarto de Lucía podrá ser visitado como parte de la actividad marplatense de la Campaña Somos Lucía, que incluye entre otras cosas, cursos, talleres, encuentros, y seminarios de capacitación a personal judicial.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.

Fotos: Florencia Ferioli para lavaca.