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Solos y vigilados: cómo es hacer periodismo en México

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Un capítulo más que evidencia la artillería pesada del narcoestado mexicano contra el periodismo y los defensores de Derechos Humanos: luego del asesinato del periodista  Javier Valdez y antes de la investigación del New York Times que revela cómo el Estado mexicano espía periodistas, en la última edición de MU la periodista uruguaya radicada en México Eliana Gilet escribió este relato narra el espionaje en primera persona.
Una investigación del New York Times reveló cómo el Estado Mexicano espía a periodistas, activistas de Derechos Humanos y familiares de desaparecidos de manera ilegal.
Agencias gubernamentales mexicanas invirtieron en 2011 80 millones de dólares en Pegasus,  un software desarrollado por la empresa israeli NSO-Group  que permite infiltrar celulares y monitorear a los usuarios, accediendo a mensajes y comunicaciones, como también al micrófono y cámara del aparato.
La investigación revela huellas de ese software en teléfonos de periodistas, activistas y abogados que investigan la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Si bien aún no se sabe de dónde provino el hackeo, desde la empresa israelí afirman que su servicio es ofrecido exclusivamente a agencias gubernamentales, por lo cual no deja muchas dudas sobre quién está detrás de estas infiltraciones ilegales.
Un capítulo más que evidencia la artillería pesada del narcoestado mexicano contra el periodismo y los defensores de Derechos Humanos. En la última edición de MU, luego del asesinato del periodista  Javier Valdez y antes de esta investigación del New York Times, la periodista uruguaya radicada en México Eliana Gillet escribió este relato narra el espionaje en primera persona.

Solos y vigilados

Crónica desde México. El espionaje y la infiltración a quienes reclaman por los desaparecidos. Y lo que explicó el último periodista asesinado, para entender el oficio. ▶ ELIANA GILET
Desde que desperté los ojos me pesan como si los párpados trajeran agua, la nuca está rí- gida y la tensión se alojó para siempre bajo mi omóplato izquierdo. Los dedos me temblequean si no tecleo. Mi compañero, ansioso fotógrafo primo hermano de un cable pelado, se rehúsa a salir de la cama. Está triste y enojado, dice. Nos ladramos en vez de hablarnos, nosotros que siempre supimos tratarnos tan bien. No es tan grave, digo, porque parece poco el año que llevamos reporteando lo que pasa en México desde sus calles, y no desde sus escritorios. No es tan grave, pienso en la mañanita, cuando volvemos a dialogar, porque aún no somos adictos a los antidepresivos y al alcohol, aún no somos cínicos sin remedio, descorazonados por la tragedia y el rencor, por la falta de consuelo. Estamos lejos de casa, lejos del santuario que es la Ciudad de México, aunque después de que mataron al fotógrafo Rubén Espinosa esa idea ya no se la cree nadie.
Tampoco le cree nadie a Enrique Peña Nieto cuando se roba nuestras palabras y las devuelve vacías en cadena nacional, desde la residencia de Los Pinos, con todos los gobernadores y funcionarios, después de que las marchas le coparon el país. Su respuesta fue plagiarnos. “No se mata la verdad asesinando periodistas”, dijo con voz de un muerto que lee feo. No supimos si reírnos o llorar porque nos arruinó una consigna para siempre.
El asesinato de Javier Valdéz nos encontró cubriendo la Primera Caravana Internacional de Búsqueda en vida de personas desaparecidas, organizada por familias que buscan en cárceles, servicios forenses y hasta entre las trabajadoras sexuales a ver si alguien reconoce a quienes llevan en las fotos colgadas del cuello. Hacen lo que la justicia no. Como Miriam Rodríguez, una madre que investigó el paradero de los restos de su hija desaparecida, y logró encarcelar a una decena de sus apropiadores. Fue asesinada por un comando armado en su casa en San Fernando, Tamaulipas, el día de la madre.

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Ernesto Álvarez


Al llegar la caravana a cada ciudad, se marcha. Los tres periodistas que cubrimos uno de los movimientos más importantes de este México herido, freelancers precarios de recursos escasos e ingenio inversamente proporcional, decidimos marchar detrás de las madres, de negro, con carteles que dicen que estamos hartos, que nos dolió que mataran a uno de los maestros, de los buenos y solidarios, como nos duelen todos, pero este un poquito más.
Nuestro papel de observadores nos permitió reconocer que ese tipo que nos siguió, que tomó fotos de cada uno de los que estábamos en la marcha, era un infiltrado. Uno de los marchantes lo increpó por su actitud. Le reclamó que borrara las fotos, que para quién trabajaba. Lo había mandado la Inteligencia del Ejército Mexicano.
Tres días antes, en la marcha en Torreón, pasó lo mismo. Pelo a rape, lentes de sol, ropa gris, me lanza una foto. ¿Por qué me fotografía?, le pregunto. Que tiene un familiar desaparecido, me dice, que vino con el de la camioneta. Mi compañero corre y confirma que nadie lo conoce. Las madres lo rodean, el tipo saca un carnet de la Secretaría de Defensa Nacional, vigente. Un militar en funciones.
Dos días después, entre las fotos que las madres ponen en el piso para que la gente diga si ha visto a alguno de sus hijos, otros dos jóvenes preguntan dónde se aloja la caravana y ante la presión de ellas, que desconfían, revelan que forman parte del Centro de Investigación y Seguridad Militar.
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Ernesto Álvarez


Es en Monclova donde llega a un punto cúlmine la vigilancia. Mismo modus operandi: fotografiar a todos. Pero este infiltrado pasa una línea: se acerca a uno de los organizadores de la Caravana y lo entrevista diciendo ser un periodista principiante. Minutos más tarde es rodeado por policías municipales –la corporación más permeada por el crimen organizado- que lo esposan. “No se pasen de lanza tampoco”, les grito desde el tumulto, porque no puedo olvidar que a muchos de los que miran desde las fotos en el piso se los llevó esa misma policía. Cuando lo suben a la camioneta, el detenido le dice por lo bajo a un policía que se lo lleven. ¿Un detenido pidiendo que lo lleven? El coronel Victorino Reséndiz Cortés le arrebata el teléfono y lo entrega a los familiares. Además de las fotos de la marcha, enviadas a un chat con el nombre “trabajo”, hay una foto suya vestido de verde. El periodista principiante es otro militar infiltrado.
Más datos en el celular: en la conversación se da nombre y foto del coordinador de la marcha, se señala “al puto de los derechos humanos que nos viene sacando fotos” y se descubre finalmente a quién reporta el infiltrado: el C4, centro de comando y vigilancia integrado por militares y policías al servicio del Estado mexicano. El mismo C4 que en la masacre de Ayotzinapa seguìa cada movimiento de los estudiantes y, milagrosamente, perdió todo registro del momento en que los policías se llevaron a los 43 normalistas, que siguen desaparecidos desde 2014.
El coordinador de la caravana insiste en que se lleve al infiltrado ante la fiscalía local, donde confirman que es un militar activo dedicado a tareas de vigilancia. Se presenta el segundo jefe del batallón de Frontera Coahuila, Pablo Muñoz, diciendo que lo que hacen no es espionaje porque se trata de un evento público y que sus agentes van de civil para protección de su gente del Ejército, como se hace incontables veces.
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Ernesto Álvarez


La conversación de whatsapp a la que envió las fotos de las familias de desaparecidos tiene más imágenes de otras marchas. El infiltrado es un especialista en vigilar cualquier movilización social en la aterrorizada ciudad de Monclova.
Entre las fotos que el infiltrado –el soldado Celso Arbona López, 35 años-, envía a su superior inmediato al que le rinde cuentas, hay un montón de videos pornográficos.
Antes, el día en el que lo habíamos conocido, Javier Valdéz nos explicó algo que no hemos podido sacarnos de la cabeza: “El buen periodismo está solo, la sociedad no lo abraza y por eso, nos pueden seguir matando”. No le preguntamos al maestro de la crónica sinaloense si él sentía miedo a morir, o si le costaba dormirse a veces de todo lo que le quedaba en la mente. No le preguntamos nada por lo acelerados que estábamos al haber llegado a la cuna del narcotráfico mexa: el estado de Sinaloa. Era enero. También acompañábamos a la Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Otro logro de las familias, salvo que ellos se han vuelto expertos rastreadores de fosas clandestinas.
Valdéz nos citó en su café de siempre, en Culiacán, cerca de la redacción de Río Doce, el semanario cooperativo que fundó junto a otros dos periodistas –Alejandro Villareal e Ismael Bojórquez- para seguir haciendo el periodismo de investigación que necesitan estos tiempos violentos. Desde el 15 de mayo, cuando dos encapuchados le dispararon doce tiros a quemarropa, en su mesa de siempre, la número 9, descansan un diario, una flor, y un café cargado que espera que llegue con su sombrero y su oficio de sabueso, a sentarse a degustarlo y conversar.
Cierto que la muerte es la mejor agencia de publicidad que se ha inventado, pero Valdéz ya se había ganado el amor de un pueblo, a fuerza de profesionalismo y calidez humana.
Nos dijo que hacer buen periodismo es hacer periodismo y punto, y que para tratar con el narco había que hacer como con todo: saber en qué suelo estás pisando. Confirmar la información con una base amplia de fuentes y, sobre todo, entender que hay cosas que uno no va a publicar.
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Ernesto Álvarez


“La autocensura es sobrevivir, una forma de no rendirse. Aunque no haya en Sinaloa una intromisión en la redacción o una atmósfera amenazante, aprendes a no cruzar una línea. Si una fuente pasa un dato, pero a ese ni el Ejército lo toca, ¿qué hace uno? Pues no lo publica. La decisión es saber qué parte de la historia no vas a reportear. Apréndete esto: aquí ser valiente, es ser pendejo”.
Nunca como en esta semana entendimos el miedo y el rigor que significa reportear en estas tierras en guerra. Una guerra que nadie quiere salvo los militares y los sicarios, los profesionales de la muerte y la mentira. Los enemigos del periodismo y punto, que, paradójicamente, son los únicos que no nos dejan solos.

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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

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Pablo Grillo
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83 días.

Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.

83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.

83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.

83 días y seis intervenciones quirúrgicas.

83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo. 

83 días hasta hoy. 

Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro. 

Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”. 

Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).

Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca. 

El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”. 

La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».

La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería. 

Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.

Esta es parte de la vida que no pudieron matar:

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La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen

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Una obra teatral que recurre al milagro como ingrediente imprescindible para una transformación. Un niño santo en un pueblo perdido. Su primera intervención paranormal desata furor y de todas partes van a suplicarle lo imposible. La transfiguración de Miguelito Pepe es un unipersonal con la dramaturgia y dirección de Martina Ansardi en el que el actor Tuco Richat se pone en la piel de varios personajes que dialogan con lo sagrado y lo profano. Este viernes 30 de mayo a las 20.30 podés ver en MU Trinchera Boutique la primera de tres funciones.

Por María del Carmen Varela.

La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen

La transfiguración de Miguelito Pepe gira en torno a un fenómeno que sucede en un pueblo norteño. Miguelito, un niño de Famaillá, se convierte de la noche a la mañana en la gran atracción del pueblo. De todas partes van a conocerlo y a pedirle milagros. En todo el pueblo no se habla de otra cosa que del niño santo, el que escucha los pedidos de quien se le acerque y concede la gracia. 

La obra tiene dramaturgia y dirección de la activista y artista travesti Martina Ansardi, directora teatral, actriz, bailarina, coreógrafa y socia de Sintonía Producciones, quien la ideó para que fuera itinerante.

Se trata de un unipersonal en el que el actor Tuco Richat se luce en varios personajes, desde una secretaria de un manosanta que entrega estampitas a quien se le cruce en el camino, una presentadora de televisiòn exaltada a un obispo un tanto resentido porque dios le concede poderes a un changuito cualquiera y no a él, tan dedicado a los menesteres eclesiásticos.

La voz de la cantante lírica Guadalupe Sanchez musicaliza las escenas: interpreta cuatro arias de repertorio internacional.  A medida que avanza la trama, Richat irá transformando su aspecto, según el personaje, con ayuda de un dispositivo móvil que marca el ritmo de la obra y sostiene el deslumbrante vestuario, a cargo de Ayeln González Pita. También tiene un rol fundamental para exhibir lo que es considerado sagrado, porque cada comunidad tiene el don de sacralizar lo que le venga en ganas. Lo que hace bien, lo merece.

Martina buscó rendir homenaje con La transfiguraciòn de Miguelito Pepe a dos referentes del colectivo travesti trans latinoamericano: el escritor chileno Pedro Lemebel y Mariela Muñoz. Mariela fue una activista trans, a quien en los años `90 un juez le quiso quitar la tenencia de tres niñxs. Martina: “Es una referenta trans a la que no se recuerda mucho», cuenta la directora. «Fue una mujer transexual que crió a 23 niños y a más de 30 nietes. Es una referenta en cuanto a lo que tiene que ver con maternidad diversa. Las mujeres trans también maternamos, tenemos historia en cuanto a la crianza y hoy me parece muy importante poder recuperar la memoria de todas las activistas trans en la Argentina. Esta obra le rinde homenaje a ella y a Pedro Lemebel”.

Con el correr de la obra, los distintos personajes nos irán contando lo que sucedió con Miguelito… ¿Qué habrá sido de esa infancia? Quizás haya continuado con su raid prodigioso, o se hayan acabado sus proezas y haya perdido la condición de ser extraordinario. O quizás, con el tiempo se haya convertido, por deseo y elección, en su propio milagro. 

MU Trinchera Boutique, Riobamba 143, CABA

Viernes 30 de mayo, 20.30 hs

Entradas por Alternativa Teatral

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Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro

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Una actriz que cautiva. Una historia que desgarra. Música en vivo. La obra Perla Guaraní volvió de la gira en España al Teatro Polonia (Fitz Roy 1475, CABA) y sigue por dos domingos. El recomendado de lavaca esta semana.

Por María del Carmen Varela

La sala del teatro Polonia se tiñe de colores rojizos, impregnada de un aroma salvaje, de una combustión entre vegetación y madera, y alberga una historia que está a punto de brotar: Perla es parte de una naturaleza frondosa que nos cautivará durante un cuarto de hora con los matices de una vida con espinas que rasgan el relato y afloran a través de su voz.

La tonada y la crónica minuciosa nos ubican en un paisaje de influjo guaraní. Un machete le asegura defensa, aunque no parece necesitar protección. De movimientos rápidos y precisos, ajusta su instinto y en un instante captura el peligro que acecha entre las ramas. Sin perder ese sentido del humor mordaz que a veces nace de la fatalidad, nos mira, nos habla y nos deslumbra. Pregunta: “¿quién quiere comprar zapatos? Vos, reinita, que te veo la billetera abultada”. Los zapatos no se venden. ¿Qué le queda por vender? La música alegre del litoral, abrazo para sus penas.

Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro
Gabriela Pastor en escena. Detrás, Juan Zuberman interpreta a un ciego que toca la guitarra.

La actriz y bailarina Gabriela Pastor moldeó este personaje y le pone cuerpo en el escenario.  Nacida en Formosa, hija de maestrxs rurales, aprendió el idioma guaraní al escuchar a su madre y a su padre hablarlo con lxs alumnxs y también a través de sus abuelxs maternxs paraguayxs. “Paraguay tiene un encanto muy particular”, afirma ella. “El pueblo guaraní es guerrero, resistente y poderoso”.

El personaje de Perla apareció después de una experiencia frustrante: Gabriela fue convocada para participar en una película que iba a ser rodada en Paraguay y el director la excluyó por mensaje de whatsapp unos días antes de viajar a filmar. “Por suerte eso ya es anécdota. Gracias a ese dolor, a esa herida, escribí la obra. Me salvó y me sigue salvando”, cuenta orgullosa, ya que la obra viene girando desde hace años, pasando por teatros como Timbre 4 e incluyendo escala europea.

Las vivencias del territorio donde nació y creció, la lectura de los libros de Augusto Roa Bastos y la participación en el Laboratorio de creación I con el director, dramaturgo y docente Ricardo Bartis en el Teatro Nacional Cervantes en 2017 fueron algunos de los resortes que impulsaron Perla guaraní.

Acerca de la experiencia en el Laboratorio, Gabriela asegura que “fue un despliegue actoral enorme, una fuerza tan poderosa convocada en ese grupo de 35 actores y actrices en escena que terminó siendo La liebre y la tortuga” (una propuesta teatral presentada en el Centro de las Artes de la UNSAM). Los momentos fundantes de Perla aparecieron en ese Laboratorio. “Bartís nos pidió que pusiéramos en juego un material propio que nos prendiera fuego. Agarré un mapa viejo de América Latina y dos bolsas de zapatos, hice una pila y me subí encima: pronto estaba en ese territorio litoraleño, bajando por la ruta 11, describiendo ciudades y cantando fragmentos de canciones en guaraní”.

La obra en la que Gabriela se luce, que viene de España y también fue presentada en Asunción, está dirigida por Fabián Díaz, director, dramaturgo, actor y docente. Esta combinación de talentos más la participación del músico Juan Zuberman, quien con su guitarra aporta la cuota musical imprescindible para conectar con el territorio que propone la puesta, hacen de Perla guaraní una de las producciones más originales y destacadas de la escena actual.

Teatro Polonia, Fitz Roy 1475, CABA

Domingos 18 y 25 de mayo, 20  hs

Más info y entradas en @perlaguarani

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