Nota
Deshacer la guerra
Aunque plagado de incertidumbres, el posconflicto abre las puertas a una Colombia más plural y menos oligárquica. Es sólo una posibilidad. Por Raúl Zibechi, en Brecha.
Aunque plagado de incertidumbres, el posconflicto abre las puertas a una Colombia más plural y menos oligárquica. Es sólo una posibilidad. Por Raúl Zibechi, en Brecha.

Expectativa y festejos en Medellín ante la firma del acuerdo de paz en La Habana / Foto: AFP, Raúl Arboleda
El miércoles 23, víspera de la firma del alto el fuego definitivo en Colombia, las calles de Bogotá lucían inquietas. Miles de hombres y mujeres engalanados con las camisetas de la selección nacional de fútbol estaban seguros de la victoria ante Chile por la Copa América Centenario. La guerra es una realidad lejana para los habitantes de las ciudades, se enteran de ella por los medios, y no afecta sus vidas cotidianas.
El acuerdo, que para los medios era un hecho “histórico”, fue percibido de otro modo, más escéptico, por la población colombiana. No por razones ideológicas sino porque conoce de primera mano –ya que es la principal interesada en el asunto– las enormes dificultades que tendrá la paz para pasar de los papeles a encarnarse en la realidad.
Aunque no será el único acuerdo, el firmado el pasado jueves 23 es el más importante en el largo proceso de paz de cuatro años. Luego de callar las armas, los combatientes de las Farc se reagruparán en 23 zonas. Este es uno de los aspectos centrales del proceso y quizá el punto más vulnerable. La guerrilla cuenta con 6.770 combatientes y 8.500 milicianos que están organizados en 88 estructuras dispersas en todo el país, entre los “frentes” y las “columnas móviles”. La comandancia de las Farc pedía que sus combatientes se ubicaran en 80 sitios, con el argumento de que es en esas zonas donde tienen una presencia histórica y relaciones con los campesinos y la población rural. Pero se ha optado por un número más reducido, a pedido de la misión de las Naciones Unidas, encargada, junto a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac), de coordinar y verificar los pasos que van a dar el gobierno y la guerrilla.1
A través de ese mecanismo se busca evitar que continúen los combates y acciones armadas que, aun siendo aislados, pueden dinamitar todo el proceso. En ocasiones anteriores, es decir en pasados acuerdos de paz, cuando las tropas guerrilleras se concentraban era el momento en que las fuerzas armadas o las paramilitares aprovechaban para atacarlas, algo que llevó a la guerrilla a aceptar menos sitios de reagrupamiento a cambio de mayor protección de la comunidad internacional. Por eso este punto fue el más largamente negociado en La Habana y el que postergó la firma del acuerdo.
En esas 23 zonas los guerrilleros harán entrega de sus armas en unos 180 días, aunque el de-sarme comenzará en dos meses y será gradual. Los efectivos de la guerrilla permanecerán en esas regiones, que es donde cuentan con apoyo de la población, para realizar el tránsito hacia un movimiento político legal.
Un plebiscito popular será el broche final de todo el proceso, pero esta eventualidad aún debe ser aprobada por la Corte Constitucional.
El Estado se comprometió a garantizar la seguridad de los desarmados, primero en las zonas donde se reagrupen y luego en todo el país, para evitar que se repita la persecución sufrida por la Unión Patriótica en la década de 1980, cuando no menos de 2 mil de sus militantes, surgidos en su mayor parte de las Farc, fueron asesinados por grupos paramilitares vinculados al ejército y al narcotráfico. La presencia activa de redes de paramilitares desmovilizados bajo el gobierno de Álvaro Uribe que atentan contra defensores de los derechos humanos y activistas sociales es uno de los aspectos más complejos del posconflicto.
LÍMITES DE LA PAZ. El amplio apoyo que recoge la paz entre los empresarios quedó estampado en una encuesta publicada el mismo día de la firma del acuerdo por el diario de negocios Portafolio. Los empresarios manifestaron su optimismo en que se logre potenciar la inversión y el crecimiento del país, en momentos en que la “locomotora minera” atraviesa dificultades por la caída de los precios internacionales.
Incluso la mitad de los empresarios se muestran favorables a emplear a ex guerrilleros, aunque la mayoría descarta contratarlos en el área de seguridad (Portafolio, 23-VI-16). Un buen desempeño de la economía es considerado como la mejor garantía para evitar que los antiguos combatientes de todos los bandos reincidan en el uso de las armas. Pero nadie puede garantizar el futuro económico, menos aun en un país que sigue siendo exportador de productos primarios.
La segunda dificultad proviene de quienes se oponen a la paz, como el Centro Democrático que lidera el ex presidente Álvaro Uribe, siempre firme en sus críticas a los acuerdos. El “uribismo” tiene buenas relaciones con los militares y también con los paramilitares desmovilizados y en activo, que ahora responden a nuevos nombres pero mantienen la actividad ilegal. Toda Colombia sabe que este es el escollo principal, y que Uribe conserva un elevado apoyo popular que puede hacer descarrilar todo el proceso.
Pero el ex presidente tiene sus puntos flacos, que pueden ser aprovechados por el actual mandatario, como sus probados vínculos con el narcotráfico. Si hubiera voluntad política para hacerlo, Uribe podría acabar tras las rejas. Lo que las fuerzas del ex presidente están mostrando, en todo caso, es que tanto el aparato estatal como la cultura política hegemónicas están aún modeladas por cinco décadas de guerra y que ese otro desarme llevará mucho más tiempo que la entrega de las armas de las Farc.
Prueba de todo esto es la existencia del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) que –como señaló el comandante de las Farc Timoleón Jiménez–, “sigue triturando a los colombianos”, así como el recién aprobado Código de Policía, los asesinatos de jóvenes en Barrancabermeja a manos de paramilitares y el uso del aparato judicial para llevar a la cárcel a luchadores por la paz (Colombia Informa, 24-VI-16).
En el reciente paro de 15 días realizado por la Cumbre Agraria, que agrupa a sindicatos agrícolas y movimientos campesinos, se registraron tres indígenas muertos, decenas de heridos por armas de fuego y más de cien presos por cortar carreteras y hacer manifestaciones. Tanto los cuerpos armados del Estado como parte de la población colombiana consideran a la protesta social como parte de la estrategia de la guerrilla. El Congreso de los Pueblos, una de las más importantes organizaciones sociales del país, señaló que “es de vital importancia que se haya llegado a un acuerdo sobre las medidas que el gobierno deberá tomar para el desmonte de las estructuras criminales de extrema derecha que conspiran contra la paz y la democracia; sabemos que sólo la más grande movilización y vigilancia social las harán efectivas y las profundizarán para avanzar en el desmonte del terrorismo de Estado, una tarea ineludible en la construcción de la democracia colombiana”.
Finalmente, la otra guerrilla, el Eln, integrada por más de dos mil combatientes, según el Ministerio del Interior, debe seguir los pasos de las Farc para completar el desarme de todo el espectro de izquierda. Es muy probable que en ambos grupos existan sectores reacios a incorporarse a la vía institucional, que pueden crear situaciones muy complejas en este largo proceso plagado de escollos.
Habrá que desmontar también ideologías que alimentan los conflictos, como la que profesa Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño y hoy asesor del gobierno colombiano: “Estamos ante el final de un conflicto que comenzó con el asalto a un cuartel en Cuba hace 63 años, pero que luego se extendió por todo el continente” (El País, Madrid, 25-VI-16). Curiosa forma de ver el conflicto colombiano. Villalobos podría haber citado el 9 de abril de 1948, fecha del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, que todas las fuentes responsables consideran como la del inicio de la guerra que ahora está agonizando. Pero prefirió mencionar el ataque al cuartel Moncada, en Cuba. No es un error sino un horror. Seguir ocultando las razones de los conflictos y atribuirlos a “ideologías foráneas” o al ex campo socialista es una de las mentiras difundidas durante seis décadas por el Pentágono para aceitar los mecanismos de la muerte.
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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar: