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Quién quita el sueño
Emiio García Wehbi. Fue la tercera cabeza de El Periférico. Hoy apuesta a saltar las fronteras del teatro con una provocadora trilogía y textos de un original dramaturgo argentino.
Estoy sentada frente a un hombre que tiene 25 años de trayectoria y una producción de 40 espectáculos en su haber, co-fundador del grupo de teatro experimental e independiente El Periférico de objetos, que se ha destacado en sus actividades como director teatral, régisseur, performer, actor, artista visual y docente, y que dice lo siguiente:
Cuando un espectáculo es absorbido institucionalmente, ya no sirve.
Si la gente va a ver una obra con el preconcepto de que le tiene que gustar porque el boca a boca dice que tenés que ir a verlo, se vuelve decorativo.
El que habla es Emilio García Wehbi y lo que veo es una especie teatral en extinción: un teórico formado desde su propia práctica. Dirá de sí mismo: “Me considero autodidacta, autónomo y antiinstitucional, a pesar de haber pasado una década con el grupo de titiriteros del San Martín”. Hará una pausa y redefinirá el concepto: “Mejor dicho: por haber pasado una década en el San Martín”.
La práctica
Nació en 1964, hijo único de padres de clase media baja, creció en el barrio de Villa Devoto y su adolescencia transcurrió bajo la última dictadura militar. Se salvó de Malvinas (por ser un año menor que aquella camada de niños que mandaron a la guerra), pero no de hacer el servicio militar, por entonces obligatorio. Aquellas etapas de su vida las resume en una mirada: “Por haber vivido estas experiencias tengo una visión un poco menos desprejuiciada y más crítica”.
La democracia coincidió con la apertura de centros culturales barriales y allí fue. Se inscribió en “un tallercito en Flores” que tomó como universidad y posgrado. El doctorado lo completó con la lectura de todo lo que pasara por sus manos.
Cuenta que siempre tuvo una relación muy fetichista con los objetos, por eso no titubeó cuando se abrieron vacantes para el grupo de titireteros en el Teatro Municipal General San Martín. Corría 1987 y comenzaba un año decisivo en su vida: no sólo ingresó a la banda de titireteros dirigidos por Ariel Bufano, sino que allí conoció a Ana Alvarado y Daniel Veronese, sus coequipers en lo que luego serían capaces de crear juntos: un nuevo lenguaje en el teatro llamado El Periférico de objetos. Emilio señala: “Durante un tiempo mantuvimos los dos empleos: uno era el modus vivendi y el otro la sangre verdadera. Hasta que no pudimos sostenerlo más. Había incompatibilidad laboral, estética e ideológica”.
También crearon una nueva forma de decir desde un teatro no popular. “Estábamos abiertos a lo que sucedía en el mundo sin ser explícitos y lo que se ve en la producción es esa aparición de obsesiones sociales y subjetivas sin intención pedagógica, ni banal, ni subrayada, ni trillada, ni obvia. Es así que el promedio por espectáculo era de 30 personas”. Hasta que llegó Máquina Hamlet, en 1995. Y cambió la relación de manera voluntaria y abrupta: desde las técnicas hasta la escena. También cambió la respuesta del público. Emilio tira sobre la mesa su interpretación: “Máquina Hamlet tiene una pregnancia y contundencia muy fuerte que habla de la problemática de un intelectual suelto en el siglo XX, en medio del intrincado panorama político que va desde el advenimiento del marxismo hasta llegar a la vera del comienzo de la posmodernidad. Müller escribe ese texto en 1977 y lo que hicimos fue trasladar esas contingencias a nuestro marco y, si bien no había ninguna abducción hacia Argentina, era evidente que estábamos hablando de enemigos como el menemismo y el neoliberalismo”.
Máquina Hamlet, además, amplió el panorama: saltaron a teatros de 1.200 butacas. Y abrió la geografía: ingresaron a escenarios extranjeros y al mercado internacional: por primera vez veían dinero. Emilio afila la mirada y pule pro y contras. Señala, por un lado: “Que haya plata te permite tener prácticas de producción novedosas sin limitarte a las carencias”. Por el otro: “La gran inserción internacional y el viajar todo el tiempo hizo que peligrara la voluntad creadora. Además fue raro mantener una obra cinco años. Al comienzo el público era más genuino, luego nuestro espectador pasó a ser la señora con tapado. Allí es donde considero que la obra no funciona. O funciona en términos de arte institucional, que es otra cosa”.
Con la experiencia a cuesta de saber que podían hacer obras para 30 personas o para mil, siguieron pisando fuerte hasta que esa fortaleza los aplastó. “El Periférico no representa a ninguno de los tres por separado, sino al colectivo. La estética que logramos no se la pueden apropiar ni Daniel ni Ana ni yo. Fue una amalgama de tres puntos de vista que se fusionaron sincréticamente. Pero había necesidades individuales que debíamos satisfacer por fuera y comenzamos a producir en paralelo”.
La teoría
Sobre la bifurcación de sendas que realizaron sus ex compañeros, hoy devenidos en grandes amigos, sentencia: “Ana quedó reflexionando sobre el teatro de objetos y todas sus potencialidades. Y Daniel fue a otro lugar. Por un lado, incursionó en el teatro con actores, puro y duro; por el otro, se metió en el teatro comercial, que yo espero no hacer nunca”. Emilio decidió tomar otro atajo, para transitar lugares más contaminados por otras disciplinas. Traducido, quiere decir: realizar un híbrido entre perfomance, instalación, ópera, teatro.
Mientras la biblioteca que está a un costado (y que ocupa toda una pared) nos custodia repleta de libros, Emilio suelta: “A la docencia y al arte los entiendo a partir de El Maestro Ignorante, de Jacques Rancièr”. Las clases las encara, entonces, con Rancièr en la boca: “Comunico experiencias y brindo herramientas que deben ser matizadas y debatidas por el aparato crítico del alumno. Lo que sabe el estudiante más lo que sabe el docente crean un nuevo saber”. Para pulir su poética toma prestada las ideas de otro francés –Félix Guattari– y afirma que la recuperación de la utopía, hoy por hoy, se tiene que dar en términos de micropolítica: los gestos de resistencia son más contundentes cuanto más pequeños y domésticos son. A estas pequeñas revoluciones les agrega su propia voz: “Busco desconcentrar la mirada, para que sea novedosa”.
La triple apuesta
Esta vez construyó su nueva puesta sobre una apuesta: los textos del argentino Rodrigo García, uno de los dramaturgos más originales de la escena actual. Se trata de una trilogía que comenzó con Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta, que estuvo en cartel hasta fines de mayo; sigue con Agamenón. Volví del supermercado y le di una paliza a mi hijo, que actualmente sube al escenario del Teatro Beckett, y finalizará con Rey Lear, que tiene previsto estrenar en 2013.
A García, que se radicó hace ya muchos años en España, lo considera un autor “muy político que acá fue negado, olvidado y descalificado”. Emilio rescata esas “obras implacables”, con un nivel de reflexión cínica que él interpreta “no en el sentido posmoderno, sino en el griego, para el cual lo cínico asume un lenguaje no mediatizado ni por la conveniencia ni por la negociación”.
Como dramaturgo, Emilio editará en breve un libro llamado Botella en un mensaje, que reúne siete obras suyas, más un texto conceptual. Pero no se considera un autor de papel: “Soy un artista contra el molde, lo normal, lo institucional, el sometimiento y la opresión. Me interesan los límites, donde se acaba la norma y comienza lo que está por fuera del sistema. Por eso es que intento confrontar con mi público y me resulta tan interesante entrar en conflicto conmigo mismo”.
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