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De punta

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Crónicas del más acá.

¿Dónde queda Punta Alta?. Eso me preguntaba en la desoladora noche de Retiro y su desgajada estación terminal de micros. Por supuesto que mi pregunta no era geográfica. Soy una bestia, pero no abusemos.
Miraba ese paisaje humano desolador de la terminal, de los que nunca viajan pero siempre están en tránsito por los andenes de la desdicha y la indiferencia. ¿Quiénes son?¿De dónde vienen?¿Nadie los ve?. No hay panóptico, ni Gran Hermano, ni siquiera Majul para preguntarle ¿Usted tiene hambre? Me contesta después de la tanda…
Cuando llegué a Punta Alta, a la mañana tempranito, llovía de forma sobria y tenaz, con rayos, truenos y viento firme, una lluvia mojadora y entusiasta. La buena gente que me invitó a visitarlos para dar un curso en un profesorado me esperaba, cálida y amable. Una mateada en una casa particular y luego de la charla, por las calles prolijas y desérticas, al hotel. Y en el trayecto, con sonrisas y entusiasmo, mis anfitriones cuentan que me reservaron habitación en el mejor de la ciudad: el que tiene la Armada en el medio de la Base Naval Puerto Belgrano.
Allí, donde se trasladó la ESMA.
Yo miraba incrédulo y absolutamente estupefacto, probablemente con la boca abierta como un cocodrilo al sol, preguntándome ansiosamente ¿Qué hago acá?. Si esta gente me invitó ¿Qué sabe de mí que me manda a dormir en el corazón de la milicada? A punto de llorar y mientras pulsaba mi teléfono para pedirle a mi mamá que me viniera a buscar, llegamos.
Casilla de entrada, estilo barroco después de un bombardeo de la Quinta Flota norteamericana, con un sudamericano agente de la policía de provincia y un perrito arriba de una mesa, de esos petisones con cara de loco y los ojos para afuera, que me miraba atentamente. El policía no.
Me pidió el documento, se lo entregué y me dijo que lo debía dejar hasta que me fuera del hotel. Yo, recuperado del stress parcialmente, me enojé y le dije con alguna tensión, hija del gringo calentón que llevo adentro, que no me podía retener el documento, que era ilegal y que me lo devolviera. Momento espectacular.
Silencio total, el ruido de la lluvia, la gente que me había llevado paralizada y el cana asombrado. La verdad es que no sé si fue tan así, pero estoy seguro que me hubiese gustado. Por 6 segundos me sentí Humprey Bogart y Bruce Willis. Pero fueron 6 segundos nomás.
El rostro del policía se frunció en un descomunal esfuerzo por entender qué carajo me pasaba, por qué tanto problema si era una cosa que hacía todos los días, mientras los gestores de mi estadía trataban atropelladamente de salvar la situación, con confusas intervenciones donde yo tenía razón, pero bueno, qué se le va a hacer…
Me pareció que el perrito botón me gruñía, pero no puedo asegurarlo. Aflojé porque soy fácil, aunque cuando salía me agrandé y le dije al cana: “Vos no sos la Aduana y yo no soy un extranjero”. El poli apretó aún más el ceño porque no entendía nada. Yo tampoco estoy muy seguro de lo que le quise decir pero, por lo menos, me desahogué. Algo es algo.
Entramos en auto a la Base, un inmenso predio típicamente militar, con calles interiores, árboles abundantes, construcciones robustas y feas, muy feas, nombres extravagantes de dependencias ontológicamente inasibles, cierta prolijidad decadente; en fin: una base militar.
Finalmente nos detuvimos en un inmenso edificio absolutamente gris y monótono. El hotel. Dos pisos y tres millones de habitaciones. Yo era el único residente.
Largos pasillos, fríos y antiguos, encerados hasta la alucinación, enormes puertas de madera maciza en las habitaciones, muebles de la época de la colonia (pero fuleros) algunos retratos de marinos (creo) y una estética despojada, vacilante, transicional, algunos la llaman austera, a mí me parece que es como el cerebro de algunos: simplemente no tiene nada.
Almorcé solísimo en un comedor interminable, con todas las mesas tendidas como si hubiese un congreso y todos sus integrantes hubiesen muerto repentinamente.
No pasaba nada ni nadie. Nadie.
A las 3 de la tarde se apareció un alumno del profesorado que, además, era suboficial. Se ofrecía a llevarme a pasear con su autito a conocer la Base. Amable, simpático y conversador, mucho más cerca de una persona normal que de un milico. Si, ya sé: soy un poquito prejuicioso.
La Base es enorme y vacía. Mi guía me confirma que son muy pocos, pero que con el traslado de los cadetes de la ESMA, se reactivó.
Ante mi mirada asombrada por esos pastizales que no se corresponden con la prolijidad obsesivo-militar me comenta que desde que no hay colimbas, hay que andar debatiendo quién corta el pasto porque si a los voluntarios los apretás más de la cuenta, se van.
Igual que en mi casa.
Algunas naves dormitan en el muelle, naves que ahora matan y mueren sin ver la cara ni la silueta del adversario, por la magia de la tecnología. Pienso alguna reflexión filosófica, pero no se me cae una idea.
Llegamos al barrio de los oficiales, de chalets prolijos, coquetos, todos con jardines y espacio verde, grandes y con el nombre de cada quía colgado en la puerta (y el cargo, por supuesto).
¿Dónde queda la Argentina?¿A qué Patria se defiende acá?
Claro, por supuesto.
Cuando me fui, pasé a retirar mi documento listo para dar batalla, pero había otro agente, de mirada socrática y el mismo perrito con cara de loco.
Perro de mierda.
Después hubo una conferencia, gente afectuosa y agradecida, asiáticos que celebran que un africano los vaya a acompañar y un regreso anodino.
En el viaje recordé que por Punta Alta había andado Don Charles Darwin, buscando y encontrando fósiles, motivo de orgullo de los lugareños estudiosos.
Después, por suerte, me dormí.
 

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