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El dueño del circo
El gobierno porteño anunció la creación de un Polo de Circo, pero muchos de los que sostienen este arte vivito y coleando cuestionan la iniciativa. El debate.
E sto es un circo, dicen algunos, para hablar peyorativamente de algo. Pero hay que ver tras bambalinas: un circo es cosa seria. Hay circo criollo y circo social; circo independiente y autogestivo y grandes circos comerciales; circo callejero y, ahora, hasta un polo de circo macrista. Las carpas están en pie. Cierto es que cambiaron algunas formas, surgieron nuevas combinaciones y aparecieron otros escenarios, pero el circo jamás se fue. Resistió y se convirtió en tendencia. Actualmente hay en el país 52 compañías de circo. “Antes había más de 200”, explica Jorge, uno de los profes de la Escuela de Circo Criollo Vilela. Jorge nació casi literalmente adentro de un circo. Su abuelo Simón –más tarde conocido como el acróbata malabarista Tony Panchito– se escapó de su casa, a los 13 años, siguiendo a un circo que pasó por su ciudad. Luego, continuaron con el oficio sus hijos y los hijos de sus hijos. Así, Jorge constituye, junto con su hermano, la tercera generación de artistas, prolongando el camino que inició su abuelo allá por 1890.
Haciendo escuela
Con la idea de seguir con esta tradición y de brindar una enseñanza integral sobre estas artes los hermanos Videla iniciaron la Escuela de Circo Criollo que funciona en el barrio de Monserrat. Su apuesta es a formar profesionales del circo y docentes en técnicas circenses. El recorrido para cruzar ese umbral lo estiman en tres años. Y la formación va desde malabares, acrobacia de piso y combinada, telas, contorsiones y paradas de manos, hasta trapecio a vuelo de red, monociclo, equilibrio, aro aéreo y cuerda indiana. La escuela funciona de 13 a 22. Durante todo ese tiempo siempre hay gente practicando. Desde los más bohemios artistas, hasta médicos y jueces que lo encuentran como una distracción o hobbie. Al decir de ellos, por no encontrar apoyo desde otros sectores, funcionan de forma privada. Los aranceles van desde los 100 pesos y con eso mantienen el alquiler del lugar, los materiales y elementos necesarios para continuar.
En otros rincones de la ciudad hay quienes pensaron que el circo y sus técnicas podían ser una herramienta para el trabajo social. Natalia Lazzaro, acróbata y referente de Circo Social del Sur, una organización que hoy funciona con sede en un enorme galpón en Parque Patricios, cuenta cómo: “Tratamos de acercarnos a los barrios y espacios donde la cultura está un poco dejada de lado para acercar una propuesta comunitaria, a través de la cultura circense”. Así funciona una experiencia que llevan adelante en un galpón en Mataderos, organizado por chicos del barrio Piedrabuena. “Es una propuesta que está por crecer y construir”, define Natalia. “También trabajamos en una escuela secundaria donde van muchos chicos de Ciudad Oculta, en la Villa 24 de Barracas, en la escuela de circo Escalando Altura y en la Parroquia Caacupé, del padre Pepe”, enumera. Así, con financiaciones que reciben de afuera y en articulación con algunos programas del Estado, hoy alquilan el galpón que tienen como base para sus operaciones, donde también se dictan talleres y clases todos los días. “La ambición es hacer una escuela de forma más técnica y programática para aquellos que quieran profesionalizarse”, cuenta Natalia.
Con la velocidad contagiosa del arte, durante todos estos años nacieron y crecieron una infinidad de centros culturales que les fueron dando un reconocimiento y un nivel sorprendente a las técnicas circenses. Allí es donde se organizan varietés a la gorra –espectáculos con varios números cortos–, se arman talleres y se comparten saberes. Uno de esos territorios independientes y autogestivos es el Centro Cultural Trivenchi, ubicado también en el barrio de Parque Patricios y que ya tiene nueve años de vida.
Comenzaron en un galpón abandonado en Villa Crespo. En esos momentos iniciales eran tres personas y desde entonces la movida creció muchísimo. Juan Pablo, miembro de la Cooperativa de Trabajo Trivenchi –figura legal que tuvieron que gestionar para conseguir el nuevo lugar en el cual están hoy– cuenta cómo fue: “Tres compañeros tomaron un galpón abandonado pensando en armar un espacio para malabares, pero también por una necesidad de vivienda. Hacían malabares en el semáforo para poder invertir en mejoras. Después, se empezó a sumar gente hasta que se transformó en un centro cultural. Pero apareció el dueño del lugar, inició acciones legales reclamando el espacio y los chicos tuvieron que irse. Entonces, el Gobierno de la Ciudad nos dio el lugar donde estamos ahora”. Ese espacio se entregó en términos que nunca fueron bien precisados y en el pasado mes de abril, después de seis años de ofrecer talleres a la gorra y realizar innumerable cantidad de varietés culturales, les llegó una orden desalojo. En tanto, dos proyectos aguardan para ser tratados en la Legislatura: uno que propone otorgarles el uso del inmueble por veinte años, y otro que declara de interés cultural el trabajo que ellos realizan allí.
Su situación actual es incierta. “Todos los domingos estamos realizando varietés culturales de forma gratuita como forma de protesta –relata Juan Pablo–. Nosotros tenemos una labor social con la gente, para cambiarle la cara al barrio, desde el lado artístico y con la sonrisa. Por mes pasan por acá, entre chicos y grandes, 500 personas”.
Tomi tiene 21 años, practica malabares desde los 16 y participa activamente dentro del Centro Cultural Spilimbergo, en el barrio de Saavedra. Desde allí, junto a otros compañeros, gestaron el llamado Espectáculo de Variedades Rocky Pérez. En su último festival realizado en mayo en Parque Saavedra reunieron más de 500 personas. Alegre fue la concurrencia y la propuesta, aunque triste el motivo: “el Spilimbergo”, como le dicen todos, es un centro cultural que pertenece al Programa Cultural en Barrios del Gobierno de la Ciudad y en el último año viene sufriendo lo que él define como “una política de vaciamiento”. Para resistirla “los talleristas organizaron –sin apoyo alguno de la nueva coordinación macrista– seis espectáculos de variedades. Todos fueron con entrada a la gorra, confiando en la filosofía de que nadie debería quedar afuera de un espectáculo en un lugar público”.
Polo en debate
Hace pocos días el Gobierno de la Ciudad anunció la creación de un Polo de Circo que estará instalado en Parque Patricios, al lado del Hospital Garraham. Se afirma que es “un programa para el fomento y la difusión de las artes del circo”. De la mano de esta flamante creación se anunció también el lanzamiento del Primer Festival Internacional de Circo de Buenos Aires, que tendrá lugar del 26 de junio al 5 de julio. Desde el mundo del circo miran desconfiados estas iniciativas. “Un festival internacional es algo buenísimo –afirma Tomi–, pero acá no hay para pagarles a nuestros profes. ¿Cómo se puede entender esto?”. Ese abismo es lo que siembra las sospechas.
Otros, en cambio, piensan que el festival servirá para llamar la atención y generar más movimiento en los centros culturales y escuelas locales. El Pichy –así lo conocen todos– tiene 30 años, es de Flores y hace malabares con pelotas (él los llama radicales) desde hace diez años. Hoy, mientras elige como escenario la calle, afirma en relación a la propuesta: “Me parece muy bien que el gobierno de una vez por todas se interese en la movida. De alguna manera es inevitable: ya no puede esquivarla”. Pero también advierte que aquellos espacios culturales que sufren el ninguneo de su trabajo no pueden dejar de estar alerta. Juan Pablo, del Trivenchi, lo sintetiza así: “Nosotros sentimos que no se reconoce el trabajo hecho acá”. El debate hacia adentro de las carpas recién comienza.
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