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Sobre vivir y otras cosechas
Un establecimiento agrícola modelo se convierte en la prueba de que es posible otro tipo de relación productiva con la tierra. Sus hacedores son Irmina, Remo y sus hijos. Una familia que aprendió una lección: el significado de sobrevivir. Por eso, es imposible comprender lo que hacen hoy en ese paraíso natural que construyeron en Guadalupe Norte –muy cerca de Reconquista– sin recordar cómo huyeron de la dictadura, en una fuga de película. Hoy producen absolutamente todo lo que consumen a partir de un proyecto agroecológico rentable cuyos resultados están a la vista: Naturaleza Viva es un espacio frondoso y fértil rodeado de sequía. La clave: comprender a la naturaleza.
La bella Irmina Kleimer, 22 años, clava sus ojos claros en la navaja, sin terminar de decidirse. “La duda era si me cortaba las venas o me apuñalaba en el estómago. La determinación era no entregarme”.
Ajustemos los almanaques. Es noviembre de 1977, hace dos años y medio que Irmina viene huyendo por la clandestinidad de la selva chaqueña con su marido, Remo Vénica. Integran el Movimiento Rural de Acción Católica, coordinan las Ligas Agrarias, organizaron sindicalmente a 2.000 hacheros, y militan en Montoneros. La policía no puede encontrarlos. La pareja se esfuma siempre entre los árboles y el silencio protector de los campesinos. Fuga y misterio. Para colmo, en la selva, Irmina había quedado embarazada, y en junio de 1977 había parido a su hija. La dejaron con un matrimonio de campesinos para poder seguir huyendo. Pero ahora los habían detectado por intentar ir a ver a la beba. Irmina y Remo tenían decidido matarse antes que ser capturados; sabían de las torturas, las mutilaciones, las delaciones, y otras prácticas minuciosas del terror.
Los policías habían disparado ráfagas a ciegas, intuyendo a esa chica corriendo por el monte, pero ella escapó. Al atardecer la descubre otro policía que también dispara al bulto. Una de las balas viaja atravesando el follaje, alcanza a Irmina bajo el omóplato izquierdo, le cruza la espalda bajo la piel, sale por el lado derecho de la nuca, le revienta el lóbulo de esa oreja. Ella siente el dolor quemándole y cae al piso. Debe elegir su destino; venas abiertas o harakiri selvático. Debe decidir ya. Los ojos claros estudian la navaja. Decide no pensar en su nuevo embarazo. En ese momento la sorprende un sonido de otro planeta: un silbato.
Producir vida
Naturaleza Viva es un lugar asombroso. Producen todo lo que comen. Y es gente de buen comer. Carne vacuna, de cerdo, pollos, verduras, pan, leche genuina, variedades de queso, manteca, jugos, cereales, aceites, miel, yogur, dulces… el infinito y más allá. Todo sano, verdadero, y para colmo exquisito. Y lo que no tienen lo intercambian con gente que produce también de modo agroecológico (yerba y té misioneros, vino mendocino).
Pero este campo de 180 hectáreas ubicado en Guadalupe Norte (Santa Fe, a 25 kilómetros de Reconquista), no es asombroso por eso, sino porque materializa una apuesta productiva, científica y ética organizada alrededor de la vida, o sea, de sus componentes cruciales: información, energía, y transformación. En términos prácticos, Naturaleza Viva es un espacio frondoso y fértil rodeado de sequía, donde un grupo de personas ha logrado pensar un proyecto agroecológico y biodinámico, que –creen– prefigura un tipo de sociedad diferente. Remo Vénica (65 años), sentado junto a su compañera de toda la vida, Irmina Kleimer (55), plantea: “La cuestión es pensar, comprender a la naturaleza, trabajar, y crear todo el tiempo. El problema –dice sorprendido– es que tenemos un país con millones de personas haciendo pelotudeces”. Ríen los ojos claros de Irmina.
Sudor y sangre
Del otro lado del monte había quedado Remo. Se había alejado unos metros para intentar la hazaña de cazar, sin armas, un guasuncho, especie de venadito del monte: carne y proteínas. Se había convertido también en cazador de tatú, mediante un sistema un tanto proctológico.
La misionera y el santafesino –hijos de pequeños productores– se conocieron y enamoraron como militantes católicos o, si se quiere, como agricultores reacios a considerar parte de la naturaleza a los procesos de injusticia, explotación y desprecio a los que suelen ser sometidos con metódico entusiasmo los campesinos y obreros rurales. Dieron el sí en 1973, viajaron a Buenos Aires en mayo, se sumaron a la multitud que celebró la asunción de Héctor Cámpora como presidente, siguieron viaje a Bariloche, y volvieron a Sáenz Peña, Chaco, donde creían estar poniendo su granito de fertilizante para cambiar el mundo.
Remo: “Cuando empezamos a querer organizar a los hacheros, en Montoneros consideraban que era un sector inviable por su grado de deterioro económico, desarticulación y descomposición social. Pero cuando pudimos organizar a 2.000 hacheros en el sindicato sudor (Sindicato Único de Obreros Rurales) nos convocaron. Siempre hubo debate entre nuestra visión del trabajo de masas real y la visión elitista. Pero creíamos en la toma del poder, por eso nos sumamos. Preveíamos una etapa de insurrección”.
Del otro lado del monte, Remo escucha los balazos a unos 50 metros, donde estaba Irmina. Oye que un hombre grita: “¡Cuidado!”. Y un balazo más. Comprende todo: “Se mató ella. O le dieron el tiro de gracia”. No puede ni llorar, y escapa hacia el otro lado.
Revolución verde
Paseando por el campo, Remo señala remolachas gigantes, cerdos serios, futuros reservorios de agua. “Volvimos del exilio en Europa en 1984 y hace 22 años iniciamos un modelo diferente en este lugar, que siempre fue de mi familia. Como creadores y dirigentes de los movimientos campesinos alentábamos la Revolución Verde, todo el modelo de industrialización y mecanización de la agricultura. Eso implica el uso de herbicidas y otros productos de la guerra”. ¿De qué guerra? “De cualquiera. Lo que se tiraba en el sudeste asiático para desfoliar los montes y combatir insurrecciones, las bombas químicas, hasta la tecnología del tractor: las mismas industrias de la guerra son las que en épocas de paz te venden la tecnología de la revolución verde. Y nosotros fuimos cómplices, porque éramos los que permitíamos –por nuestra relación con los campesinos– que llegaran los técnicos del inta con todos esos desarrollos. Nosotros ayudamos a abrir esa puerta. Nos dimos cuenta años más tarde”. Ya en Naturaleza Viva, Irmina y Remo decidieron poner en práctica todo un sistema de ideas y sentimientos que venía incubándose tanto por el aprendizaje sobre la naturaleza que les dio su propia fuga (cuestión literalmente de vida o muerte), como por los desarrollos sobre los nuevos modos de producción y ecología que conocieron durante su exilio europeo.
“Todo eso nos cambió la cabeza, y vimos que el problema era la muerte de la vida en el sistema productivo. La tierra es un ser vivo. En un puñado de tierra virgen tenemos entre 20 y 40 millones de seres que son nutrientes, y si logramos hacerlos funcionar a favor nuestro, enriquecen todo lo que se produce”. No se trata de un debate para tiendas naturistas. Enrique, 28 años, el tercer hijo de Irmina y Remo, es ingeniero agrónomo, maneja varios de los desarrollos de Naturaleza Viva y explica: “Estamos trabajando con un nuevo paradigma de integración productiva, que permite lograr un sistema estable, sustentable, y rentable”.
Sinfonía para pito
El silbato suena una vez, y otra. Irmina escucha la voz de un policía gritándole asustado a sus colegas. “Vengan, deben andar por acá, no sé si le di a alguno”. Ella deduce: “Si yo no lo veo a él, él no me ve a mí”. Tiene un variado menú de problemas: baleada, ensangrentada, hambrienta de dos días y embarazada, en esa tardecita húmeda de alrededor de 40 grados. Pero viva. Con la navaja en la mano, por si acaso, decide alejarse del silbato. Elude otro pelotón. Llega al final del monte, y hace algo extravagante. En lugar de esconderse en la espesura que la venía cubriendo, cruza a un campo de sorgo de apenas medio metro de alto. Sale al lugar donde nadie se escondería. Pero así logra que nadie la vea, arrastrándose entre el sorgo. La policía infecta el bosque, ejecutando su sinfonía para pito. Irmina espera la noche, guarda la navaja, mira las estrellas, se limpia la sangre con la mano. Y se toca la panza.
Las diferencias
¿En qué se diferencia Naturaleza Viva de otros campos? Una clave parece ser la lectura y el modo de comprender los procesos naturales. “Con cortinas de árboles y buen manejo agrícola retenemos hasta el 50 por ciento más de agua que los sistemas convencionales” calcula Remo. “Nos dicen que tenemos variedades de trigo resistentes a la sequía. Todos cuentos. Lo que sabemos es cómo cuidar el agua”. Otra clave es el biodigestor, un dispositivo centrado en un tanque de 40.000 litros bajo tierra, alimentado con todos los desechos orgánicos del tambo y la producción porcina, toneladas de bosta animal y restos vegetales, del que surge tanto gas (el campo tiene así gas gratuito) como biofertilizante, un inigualable generador de vida y fortalecedor de suelos. Los Vénica producen además todas sus semillas, todos los alimentos. Y hasta las malezas, que en otros casos justifican el negocio de la fumigación, aquí funcionan en armonía con toda la producción. Remo: “El barbecho es utilizar las malezas como elemento de transformación de la materia orgánica, que así se incorporan a las siembras. El barbecho químico, en cambio, mata toda la vida del suelo. Es un manejo irracional de las energías del sistema”.
Eduardo, el mayor de los varones: “No nos entra en la cabeza producir en un sistema que deteriore el ambiente”. Enrique: “La idea de que el sistema convencional es económicamente más rentable es discutible. Tenemos cada vez mejores rendimientos y menores costos. Hace 20 años que aquí se apuesta a la vida del suelo, y eso permite una producción sin tóxicos, sana, y creciente. La diferencia es la filosofía con la que se trabaja”.
La cacería
La fuga había comenzado dos años antes, en 1975, gobierno de Isabel Perón, Triple A & Cía. Remo e Irmina iban a llegar a su casa en Sáenz Peña cuando les avisaron que los estaban esperando. Un montonero llegado de Formosa les había pedido el auto, un Citroen línea Mafalda. “Nosotros estábamos en contra de la mezcla de las organizaciones de masas como la nuestra, con el aparato político militar” cuenta Irmina. Entregaron el auto. El montonero cayó, el auto estaba a nombre de Remo, y fueron por ellos.
Irmina y Remo resolvieron que tenían que huir de Sáenz Peña. Esperaron que llegara la noche siguiente en casa de un amigo, y se lanzaron hacia el monte. Con lo puesto, más algunos pesos en el bolsillo. Caminaron 20 kilómetros aquella primera jornada noctámbula, hasta llegar a la casa de un campesino amigo, el paraguayo Jacinto Oviedo y su esposa Teresa, seis hijos. Los recibieron entendiendo todo, con una hospitalidad de otra cultura. Estuvieron ocultos allí varios meses. “Remo ayudaba en el trabajo de campo y la huerta. Yo en la cocina. Como no teníamos casi ropa, yo cosía. La policía nos buscaba pero nosotros nos enterábamos de cada uno de sus movimientos”. Remo: “Los campesinos y hacheros nos protegían, veníamos trabajando hacía mucho con ellos, y seguíamos organizando y coordinando todo desde esa clandestinidad”. Unos meses más tarde cambiaron de casa, a lo de don José Díaz. En marzo de 1976 ocurrió el golpe militar. Las cosas empezaron a empeorar. La cacería de campesinos se hizo cotidiana. “Los policías los capturaban, los torturaban, y después salían a mostrarlos como despojos humanos, para que todos vieran de lo que eran capaces”. Fue el caso de Walter Medina, exhibido en una canchita de fútbol tras las torturas, mientras hacían pasar a decenas de personas delante, y detenían a los que señalaba como conocidos.
La pareja iba cambiando de casa. “Hasta que vimos que la única seguridad posible, para nosotros y para nuestros compañeros, era el monte” cuenta Irmina. Esa parte de la fuga la hicieron con el abogado de las Ligas Agrarias Hugo Bocouver, y con Luis Fleitas, secretario de la Juventud Peronista de Sáenz Peña. Los campesinos les daban protección, fósforos, algún remedio, vendas, y cosas para comer: caldo, harina de trigo o de maíz, aceite, yerba, azúcar, fideos, arroz. Muy pocas veces carne, en todo caso, hueso. Cocinaban en una lata de dulce de batata, la sopa en un envase de leche Nido. Robinson Crusoe en versión chaqueña. Dormían bajo los árboles. Si llovía usaban un plástico del tamaño de un mantel. Obtenían agua de los charcos, o de los cardos, y cuando llovía la juntaban con el propio plástico. La miel fue vital, picaduras aparte. Y el mate. Se movían de noche, se ocultaban de día. Remo: “Conocíamos el territorio y nunca perdimos contacto con los campesinos”. Nadie los delató. “Pero además no se sabía exactamente dónde estábamos. La policía nunca pudo buscarnos con perros por los cardos gancho, que los lastimaban. Y en medio del monte nunca nos podían ver”. Recogían los frutos, a veces cazaban. Con unas bolsas de arpillera hicieron pequeños lazos multiuso. Cada mañana hacían entrenamiento físico. Un día Irmina se desvaneció, y vomitó. Todos se miraron. La chica estaba embarazada. Doña Elba Bordón le explicó a Remo cada paso del parto. El 12 de junio de 1977 Irmina rompió bolsa. En la tatucera –un bunker subterráneo que cavaron como refugio– los elementos eran: alcohol, una tijera, un billete de 50 pesos, una cruz, y una cuchara. Remo: “Alcohol para limpiar, tijera para cortar. La cuchara para calentarla con fuego y cauterizar el cordón. La cruz y el billete me los dio Elba, para ponerlos sobre el vientre si el parto se complicaba”. En estos casos, tal vez la magia también sea una técnica. La beba -a la que bautizaron Ester y siempre le dijeron Chiquitita– permaneció con ellos un mes, y luego la dejaron en manos de Elba y su marido Lorenzo.
Volvamos ahora a fines de 1977. Irmina está ensangrentada y sola. Sorda de un oído, aturdida. No tiene comida, agua, luz, médico, casa a donde ir, la persiguen (se informa a los lectores urbanos que no había celulares, Internet ni locutorios selváticos). ¿Qué hacer? ¿Cómo encontrar a su marido? Irmina toma dos decisiones fuertes. Una: sobrevivir. Dos: mandarle una carta a Remo.
Punteros y satélites
La relación con los 14 operarios permanentes, y con unas diez familias campesinas que trabajan en red con el emprendimiento también es llamativa. Irmina: “Los obreros pueden entrar y salir de la casa, conocen todos los números, participan de las decisiones. Los campesinos van armando sus propios proyectos –de dulces, de porcinos, de lo que va surgiendo– lo cual permite que el campo sea una célula madre que va haciendo crecer otras experiencias. Apostamos a lo individual, dentro de lo colectivo”. Tal vez sea nueva ciencia: las relaciones sociales biodinámicas.
Desde aquí, el mundo puede verse de acuerdo a esta pincelada que propone Remo: “Lo que ha habido es un cambio de modelo cultural. Se rompió el sistema históricamente autosustentable de la agricultura. Se produce la pérdida de tierras por parte de los campesinos, la tecnificación elimina la mano de obra, millones de familias empiezan a juntarse alrededor de las ciudades grandes, viven hacinadas, los gobiernos empiezan a invertir en infraestructuras para que esas familias tengan asfalto, cloacas y demás, o a plantear impuestos para subvencionar planes sociales para tener a toda esa gente contenida”. Quien decida exprimir esta forma de ver las cosas, puede imaginar el cúmulo de contratistas del Estado, burócratas, oenegés, punteros políticos, iglesias, policías…, universo innumerable vigilando, controlando, y viviendo de esa pobreza periférica, fraccionada, masiva, latente.
En el campo, el “agronegocio” se convierte en un bingo de herbicidas, fertilizantes, semillas. Remo: “Así como una vez nos quitaron las semillas para darnos maíces híbridos, y después transgénicos, aparecen los controles satelitales, y montones de tecnologías absurdas que sólo son formas de meterles la mano en los bolsillos a los productores. Algunas se pueden aplicar, claro, pero la intención evidente es el negocio, y tenerte atado a las empresas y laboratorios. Y encima estamos todos subsidiando una agricultura que destruye el ecosistema”.
Irmina ceba mate orgánico y agrega: “La pérdida cultural es enorme. Los propios campesinos que quedan, muchas veces no saben hacer una huerta, o criar gallinas, porque los empujan al monocultivo. El sueño es que los hijos se vayan a la ciudad. Los gobiernos siguen invirtiendo en cloacas e infraestructuras para que esa gente en las ciudades, en realidad, siga viviendo hacinada. Es un modelo no sustentable, que rompe el ecosistema de vida, mientras los campos de la pampa húmeda están despoblados”. ¿Cómo sobrevivir a este panorama? Remo: “Aquí estamos mostrando que existen modos diferentes de vivir y de producir, que pueden fácilmente masificarse. Se puede pasar a un modelo diversificado y de transformación, que incorpore mano de obra, rescate el factor energético, saque a la gente de la destrucción psicológica de no trabajar, y permita un cambio de país y hasta poblacional: que 5 ó 6 millones de familias vuelvan al campo”. Remo no lo plantea como una fantasía bucólica, sino como un problema técnico y de futuro.
Un mensaje
Irmina marcha monte adentro, como puede, hacia una posible cita prevista para unos días más tarde. El orificio de entrada cicatriza rápido. En un charco puede limpiarse, y juntar algo de agua en una bolsita de plástico. Descubre que algo se mueve en la herida de la oreja: gusanos. Come semillas de girasol y dos días después llega a uno de los lugares donde habían enterrado cubitos de caldo, yerba y sémola. Sigue sacando gusanos, contó 50. Dos días más, y llega a la casa de otro hachero, Feliciano, que le informa que la zona está plagada por unos 300 policías que los buscan. Ella ni puede tragar el pan. Se lleva una lata con agua, una bolsa de arpillera para abrigarse y cura bichera para los gusanos.
El grupo había establecido buzones secretos, o embutes. Escondían mensajes en frascos de vidrio y botellas enterrados bajo determinados árboles. Irmina llega al “buzón general”. Sabe que Remo la cree muerta. Deja un mensaje. Remo llega unos días después, encuentra el papel y lee azorado: “26/11. Compañeros, hasta las 4.30 de hoy los espero en el carandacito que está en línea con el embute. Después me voy al norte del palo meleado. Tuvimos despelote. De Remo no sé nada. Irmina” (la cita aparece en el valiosísimo libro Monte Madre, de Jorge Miceli). Remo –conmocionado– fue al lugar. Probó la contraseña: el silbido del crespín, uno grave y otro muy agudo. Escuchó un pajarito desafinado como respuesta. A Irmina siempre le salía mal. O sea: era ella. Veinte días después de “muerta”, allí estaba.
El gusto de la vaca
En Naturaleza Viva uno se entera de que la vaca ha dejado de ser un rumiante debido a lo que han hecho ciertos animales de dos patas. “Al alimentarse a granos en los feed lots, se atrofia el estómago que hace de la vaca un rumiante capaz de consumir y metabolizar fibras. Así se anula un mecanismo natural que convierte a las fibras en energía” explica Enrique. En los feed lots, las vacas viven hacinadas sobre su propio estiércol. Eso les da gusto a cerdo, dicen. “En realidad los cerdos tampoco tienen ese gusto” explica Irmina, “que es por la alimentación, por lo que viven oliendo, por el tufo que se les mete hasta por la piel. Es todo un atentado a la salud pública”.
Enrique explica quizás el fondo del choque de modelos. “Lo que nosotros estamos aplicando es ciencia, que es el conocimiento de cómo se dan las cosas. Es diferente que la tecnología, que es un modo particular de aplicar ese conocimiento. Con la misma ciencia yo puedo hacer una bomba de destrucción masiva, o algo noble y útil. Las universidades tienen un sesgo totalmente tecnológico. Yo lo sufrí mucho. El docente te dice: esto se hace así”. ¿Casi como un vendedor de Roundup? “No es exageración plantearlo de ese modo. Las universidades sólo enseñan lo que les pide el sistema. No están cumpliendo un rol social, ni científico. Están formando profesionales para el mercado, mientras el sistema ambiental se desangra. Creo que en estos temas se juega el futuro de la civilización humana”. Enrique no lo dice con tono inflamado, sino como una constatación práctica frente a la cual, con su familia, se dedica simplemente a mostrar que las cosas se pueden hacer de otro modo. Quizá se trate de una cuestión tambera, que determine las diferencias químicas, físicas y filosóficas entre la mala y la buena leche.
El regreso
La fuga continúa. Irmina y Remo ya no pueden ni pensar en acercarse a ver a su hija, y ahora manda la necesidad del nuevo embarazo. Logran reencontrarse con Luis y Hugo. Seguir en el Chaco parecía absurdo. “Al principio ni pensamos en salir, sabíamos que si tratábamos de tomar un micro, nos iban a agarrar” dice Irmina. Diseñan otro plan: ir al sur, hacia Santa Fe. Remo: “Teníamos una brújula, armé unos mapas de memoria, y nos guiábamos por la Cruz del Sur”. Hicieron a pie más de 200 kilómetros en 27 días. Se cruzaron con otras parejas en situación similar, y alguien les mencionó una posibilidad inesperada: refugiarse en unos cañaverales abandonados: “Tenían como 3 metros de alto, era un lugar maravilloso para tener allí a nuestro nuevo bebé”. Allí nace Eduardo, en 1978, muy cerca de Guadalupe Norte, y del arroyo Los Amores, el pago de Remo, donde la pareja tenía muchas más posibilidades y contactos. Finalmente logran, en 1979, viajar a Buenos Aires, solucionar cuestiones de documentos, y organizar desde allí una salida hacia Brasil, primera escala para el exilio en Madrid. En el 80 nació Enrique, en París. En el 84 la familia volvió y se reencontró con la hija mayor, que había quedado a cuidado de sus tíos. Los Vénica tienen cinco hijos. El menor es Emiliano, 10 años. La madre sufre porque se pasa el día delante de Internet.
Crear lo nuevo
¿Cuáles son las diferencias y las similitudes de las ideas y las prácticas políticas de los años 70, con lo que están haciendo ahora en Naturaleza Viva?
Remo: “Lo similar es el objetivo de llegar a una sociedad nueva. Pero en los 70 se luchaba para tomar el poder político, y ahora estamos construyendo un poder social, económico y político, que nace de lo cotidiano, de lo que hacemos a cada momento. Son experiencias que nos llevan al desarrollo de una nueva sociedad. Una vez en Brasil me dijeron que la estrategia ya no puede ser la de enfrentar al poder y al sistema con sus armas, porque las fuerzas son totalmente dispares. Pero sí se pueden lograr experiencias exitosas que sean referencias de modos de vida, trabajo, producción totalmente diferentes y nuevas. Y se dan en lo práctico, en cómo decidimos vivir”.
Irmina: “La otra enseñanza es la de la supervivencia. Ver cómo uno se pone límites, pero siempre se puede llegar más allá. Todo el tiempo te dicen: ‘no se puede, no puedo más’. Mucha gente vive quejándose, sin disfrutar lo que es la vida. La situación límite representó un aprendizaje muy fuerte sobre la vida. Y un desafío a nuestra creatividad, donde descubrís la tremenda capacidad de transformación, de acción y de lucha que se puede tener”.
Enrique y Eduardo, proponen otro aspecto de la cuestión. “Lo que nuestros viejos plantean son valores. El que vive de una forma mediocre, nunca crea nada nuevo. La historia muestra que los cambios los hacen siempre los locos, los que se juegan por algo, los que ponen el cuero”. Remo se va a mirar una estructura de macetones escalonada con agua en permanente circulación de la que una familia puede obtener la verdura de cada día. “Una revolución”, informa. Irmina lo mira. Hay una palabra inédita en este texto, que cada quien podrá ubicar donde prefiera: amor. Irmina dice: “Remo tiene muchas locuras”. ¿Y usted? “Yo tengo una sola. Seguirlo a él”.
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La casa de los espíritus
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Los secretos de la universidad pública
¿Puede una universidad pública trabajar en secreto para una empresa multinacional que tiene millonarios conflictos legales con el Estado argentino? Puede. El ejemplo que aquí se revela no es el único. Representa un caso de los muchos que obligan a sintonizar los conocimientos académicos con los intereses privados.
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